Me alegró estar de nuevo en el negocio de ser autor de comedias, aunque sólo se trataran de obras de bandidos.
Con el fin de llevar a cabo nuestro plan para asaltar la Casa de la Moneda, necesitábamos a nuestros tres amigos bandidos. Eran mestizos estúpidos y codiciosos, pero sus espaldas fuertes nos resultaban imprescindibles. Eso significaba que tendríamos que hacer algo con respecto a nuestros dos prisioneros. Lo mejor habría sido matarlos, pero Mateo sentía más lástima por los españoles que el resto de nosotros. Por insistencia suya los encadenamos juntos en una pequeña cueva y encargamos a algunos indios que vivían cerca que les dieran de comer dos veces al día. Al recordar que los indios a veces tenían problemas con los números —a sus monedas por lo general les hacían muescas que indicaban su denominación—, les di diez piedras para asegurarme de que entendieran que no deberían soltar a los prisioneros hasta diez días después.
Mientras preparábamos todo lo necesario para el confinamiento de los prisioneros, hicimos que las indias nos cosieran los decorados para las obras de teatro. Para lo que conseguiríamos autorización con mayor facilidad sería para montar una representación de tema religioso familiar. Elegimos una similar a un auto sacramental, una obra con un tema sacro, del tipo de las que por lo general se presentan como parte de la celebración de la fiesta de Corpus Christi. Sólo que en nuestra versión Mateo tendría el papel protagonista, el de un narrador que describe la acción mientras Dios se venga de los pecadores lanzando truenos y relámpagos.
Las posibilidades de que alguien pagara por una entrada después del estreno de la obra eran escasas, pero sólo necesitábamos una función. Y, con un tema religioso, no habría problema en obtener permiso del virrey y del Santo Oficio para representarla.
Una vez más, necesitábamos disfraces. Fue Mateo, el actor consumado, quien pensó en los más sencillos.
—Monjes seculares.
—¿Monjes seculares?
—Existe una orden vasca de monjes seculares llamada Hermanos de la Buena Esperanza. Son algo así como vagabundos, pero no picaros, que viajan por todas partes haciendo buenas obras. Usan hábitos de color marrón arratonado con capuchas que les cubren la cabeza y la barba. La Iglesia los tolera porque los considera inofensivos. No sería raro para ellos poner en escena una versión bastardeada de una obra sagrada.
—¡Viva! Mateo, eres un genio. Incluso esos léperos estúpidos que viajan con nosotros podrían ocultarse debajo de unos hábitos monacales con una capucha sobre la cabeza.
Mateo sonrió y bebió un largo trago de su siempre presente odre de piel de cabra.
—Eh, Bastardo, ¿no te dije que si te mantenías cerca de mí recibirías todo lo que te mereces en la vida? Mírate ahora. En un par de semanas has pasado de ser un bandido a ser un criado, de un criado a un monje. Pronto serás un caballero de nuestra Madre España. Cuando nuestros bolsillos estén llenos con el oro y la plata del rey, iremos a Sevilla, la Reina de las Ciudades. ¿Te he contado que las calles de Sevilla están pavimentadas con oro? ¿Qué las mujeres son…?
Necesitábamos dinero para pagarle la mordida al representante del virrey con el fin de que nos diera permiso para usar el solar que había junto a la Casa de la Moneda, para la madera que necesitábamos para construir un escenario y hasta para que unas indias convirtieran unas ásperas mantas marrones en hábitos de monje, Le expuse mi plan a Mateo.
—En las mesas de juego perdiste un dinero que nos habría durado mucho tiempo. ¿No crees que ha llegado el momento de recuperar una parte de esas pérdidas? Además, necesitamos practicar más con el polvo negro.
Elegimos una ciudad minera situada a no más de tres días de trayecto de la capital. No era una ciudad grande y rica como Zacatecas, pero allí habría mucha más plata en las mesas de la cantina que en una ciudad común y corriente dedicada al comercio y a la agricultura.
Mateo entró en la cantina mientras yo me dirigía a la puerta de atrás. Uno de los mestizos sostenía allí nuestros caballos. Después de darle a Mateo suficiente tiempo para beber un trago y observar las mesas para ver dónde se hacían las apuestas mayores, puse una bomba de mano de polvo negro junto a la puerta trasera de la cantina. Confié en que Mateo recordara permanecer en el otro extremo del local. Cuando se produjo la explosión, voló la puerta y también parte de la pared. En seguida arrojé otra bomba en el interior y corrí hacia mi caballo.
El plan era que los hombres que estaban en la cantina corrieran hacia afuera aterrados, y dejaran su dinero sobre las mesas.
Un momento después recogimos a Mateo junto al edificio y nos alejamos de la ciudad, dejando un verdadero caos a nuestras espaldas. Mateo tenía un puñado de plata y mucho mal humor.
—¡Ay de mí! Mira qué bajo he caído. Un caballero español robando dinero de una mesa de juego como un vulgar ladrón. Esto es lo que consigo por asociarme con gente de sangre impura.
—Venga, hombre, míralo de este modo: por una vez, has salido de una cantina con dinero en los bolsillos.
Dejé que el «hermano Mateo» negociara la mordida. Tal como suponíamos, el tema de la obra nos garantizaba una rápida aprobación. Mientras tanto, yo levanté el escenario y los decorados. Ubiqué el escenario a tres metros de la pared de la Casa de la Moneda, tal como me había indicado el subdirector del establecimiento. Con la nariz hinchada por la misma sustancia que utilizó el Sanador para disfrazarme, la barba cortada de manera diferente y vestido como un monje, logré engañar por completo al subdirector.
De todos modos, no queríamos situar el escenario contra el edificio, aunque cerramos ese espacio con mantas y decorados, creando así un camarín.
Eh, amigos, ¿acaso pensáis que nos proponíamos entrar en la Casa de la Moneda abriendo un boquete en el muro con el polvo negro? Seguro que os preguntaréis cómo íbamos a hacerlo y salir después con el tesoro sin que se enterasen los guardias de dentro. ¿Y cómo llevarlo a cabo bajo la atenta mirada de un público formado por varios cientos de personas? Aunque lográramos meterle mano al tesoro, ¿cómo lo haríamos para atravesar con él las calzadas elevadas cuando los soldados del virrey que las custodian tienen órdenes de registrar todos los equipajes que salen por la noche de la ciudad? ¿Quedaríamos atrapados en esa isla ciudad y seríamos cazados como ratas?
Que estoy loco, decís. El hecho de haber pasado gran parte de mi vida a manos de torturadores en calabozos tal vez ofusque la opinión que tenéis de mis habilidades como delincuente. Ayya ouiya, como diría el Sanador. Aunque debo confesar que yo tampoco tenía demasiada buena opinión sobre mis habilidades delictivas. Deseábamos hacernos con aquel tesoro para algo más que para comprar jubones de seda y carruajes con adornos dorados: su finalidad era la venganza. Y este humilde lépero todavía tenía algunos trucos escondidos.
Sintiéndome seguro con mi hábito de monje y la cara semioculta por la capucha, salí a caminar por la gran ciudad. Tenía miedo de encontrarme con Elena y con Luis, así que evité la Alameda. Recorrí la plaza principal por debajo de los arcos y a través de la amplia plaza empedrada. No pude evitar que los recuerdos acudieran a mi mente, en especial los de una muchacha de ojos oscuros para quien una vez tendí mi manta sobre un charco y a la que en una oportunidad había perseguido por un callejón por amor a sus poemas.
Mis pies me condujeron una vez más a la calle donde había estado mi imprenta, en la que vendía libros profanos prohibidos por la Inquisición. Allí todavía había una imprenta y una librería, y decidí entrar. El propietario me preguntó si necesitaba ayuda.
—Gracias, me gustaría ver qué libros tiene para ofrecerme.
Su surtido de libros abarcaba los cinco estantes de una pared. Mientras los examinaba, entró un cliente, que con voz fuerte solicitó cierto libro religioso sobre la vida de los santos, y el dueño de la imprenta le contestó, también con voz fuerte, que le conseguiría un ejemplar. Nada cambia, ¿verdad, amigos? Si no hubieran estado buscándome por toda Nueva España, me habría divertido un rato diciéndoles a los dos hombres que yo pertenecía a la Inquisición y habría insistido en ver ese libro acerca de «la vida de los santos».
De pronto vi el título de un libro que me resultaba conocido. Era De Chirurgia Curtorum Per Imitionem, de Gaspare Tagliacozzi, publicado en Italia en 1597. Tagliacozzi era el cirujano que había descubierto el secreto de los médicos hindúes capaces de reconstruir narices y cubrir cicatrices cogiendo piel de una parte del cuerpo e injertándola en la zona afectada. Cogí el libro del estante y examiné la cubierta.
Tenía quemadas las iniciales de don Julio.
Las manos comenzaron a temblarme tanto que estuve a punto de dejar caer el libro al suelo. Y las lágrimas me abrasaron los ojos.
—¿Ha encontrado algo de su agrado, fraile?
Después de controlar mis emociones, nos pusimos de acuerdo en el precio del libro y salí del local.
Esa noche se lo mostré a Mateo en la posada en que nos alojábamos. Él lo apartó y entró en la cantina de la posada para emborracharse.