CIENTO CUATRO

Observamos con atención al inspector y a su criado, y los hicimos caminar y hablar.

—Un actor prepara así su papel —dijo Mateo—. El maquillaje y el vestuario no convierten a nadie en actor. Lo importante es su actitud mental. —Hizo un ademán hacia el inspector de la Casa de la Moneda—. ¿Te has fijado en que, cuando este estúpido burócrata te habla, levanta la nariz como despreciando tu olor ordinario? ¿Cómo camina muy tieso, como si tuviera un palo en el trasero? Ahora mírame. —Mateo empezó a caminar de acá para allá—. ¿Qué ves, Bastardo?

—Veo a un hombre de mirada cautelosa, alerta a un ata que por sorpresa, con una mano en su espada y de aspecto intrépido.

—¡Exactamente! Pero la persona a la que debo encarnar se ha pasado toda la vida en el refugio seguro del tesoro del rey. Es un hombre especializado en números, no un hombre de acción. Constantemente se ha manchado los dedos con tinta y tiene callos en las manos por sostener una pluma. Su vista no es buena, a causa de tanto leer documentos a la luz de una vela y se ve obligado a acercarse al papel para poder leer cualquier cosa. Pero lo más importante es que, por ser el destinatario de la autoridad del rey en un asunto más caro al corazón del soberano que el tesoro que puede encontrar en la cama de su amante, es que este pequeño cerdo se cree un hombre importante. Por esconderse detrás de la autoridad del rey y haberse manchado las manos con tinta en lugar de con sangre, tiene la audacia de ser grosero incluso con caballeros que podrían cortarlo en pedacitos.

Ahora que Mateo me señalaba las características del inspector, comprendí lo acertado de sus afirmaciones. Y también su habilidad como actor. Recordé, asimismo, lo mucho que me había impresionado verlo en escena representando el papel del príncipe loco de Polonia.

—Bastardo, observa ahora al criado, fíjate en su caminar vacilante, en la forma en que baja la vista cuando el inspector lo mira, la manera en que adopta una actitud sometida cuando le hablan con severidad, su gimoteo cuando lo pescan haciendo algo indebido.

Yo también era un actor con experiencia. ¿Acaso no había interpretado el papel de lépero en Veracruz? ¿De indio impostor con el Sanador? ¿De caballero-primo de don Julio? Me resultaría fácil asumir el rol de un simple criado. Le demostré mis habilidades a Mateo.

—¡No, estúpido! Se supone que eres un criado, no un lépero plañidero.

Dejamos al inspector y a su criado en manos de nuestros tres camaradas bandidos y partimos hacia la Ciudad de México con su ropa y sus papeles. No sabíamos si necesitaríamos al inspector para algo más y les advertimos a nuestros hombres que, si algo llegaba a pasarle, los desollaríamos a los tres y cubriríamos sus cuerpos con sal.

Mateo insistió en que viajáramos a la ciudad, él en una litera tirada por mulas y yo, en un burro, y que lleváramos los disfraces siempre puestos y mantuviéramos nuestra forma de hablar incluso cuando estuviéramos solos. Yo era más alto que el criado y parecía ridículo con mis largas piernas que casi tocaban el suelo. Me sentía como el «criado» de don Quijote, Sancho. Pero procuré no comparar a Mateo con el caballero errante.

Para que se pareciera más al pelo del inspector, teñí el de Mateo de un tono rojizo con el zumo de una corteza de árbol usado por las indias para darle color a las mantas. El inspector llevaba un pequeño monóculo, un trozo de lente bruñida que se colocaba frente a un ojo para inspeccionar documentos. Mateo era capaz de llevar el monóculo puesto durante gran parte de la visita. Me había dicho que quería asegurarse de no ser reconocido cuando algún día regresara a la ciudad como caballero.

Yo usé el disfraz que el Sanador me había enseñado: una pizca de polvo de flores que haría que la nariz se me hinchara y me deformaría la cara. Nadie se fijaba en un criado, pero yo quería estar seguro de que, al menos, buscarían a alguien con una nariz grande.

Mateo ideó la historia que emplearía en la Casa de la Moneda, limitando nuestra interacción con los empleados.

—El director del establecimiento querrá entretener al inspector, ablandarlo con vinos finos y, quizá, hasta una compañía femenina. Sin embargo, le diremos que nuestro viaje desde Veracruz se ha retrasado porque yo tuve un ataque de vómito negro. Y, ahora, no sólo tengo prisa por salir de esta maldita colonia y regresar a España sino que también debo inspeccionar la Casa de la Moneda sin demora para poder estar en Acapulco a tiempo para embarcarme hacia Lima.

Finalmente cruzamos la calzada elevada y entramos en la ciudad. Por mucho que intentaba concentrarme en la Casa de la Moneda, una serie de imágenes del pasado se filtraron en mis pensamientos. Si hubiera visto de nuevo esos rostros que pertenecían a mi pasado, el de Elena, Luis, De Alva o incluso Isabela, no sé cómo lo habría hecho para mantener la compostura… o mi daga en su vaina.

Mateo entró muy tieso en la Casa de la Moneda, como si llevara la empuñadura de una espada en el trasero.

Yo lo seguí, arrastrando un poco los pies como si fuera demasiado holgazán y demasiado estúpido para levantarlos y volver a apoyarlos. Llevaba su bolsa de cabritilla, que contenía su carta de autoridad y sus instrucciones.

Pronto descubrimos que el director se encontraba ausente. Estaba en Zacatecas, revisando los procedimientos utilizados para preparar el embarque de lingotes de plata destinados a la Casa de la Moneda y, finalmente, a la flota del tesoro.

El subdirector nos recibió con mucho recelo.

—Hace cinco años tuvimos una inspección sorpresa —se quejó—, y el inspector informó al Consejo de Indias de un montón de mentiras con respecto a nuestra gestión. Regentamos la mejor Casa de la Moneda del Imperio español y la que genera menos costes.

Mateo se mostró desagradablemente arrogante.

—Ya veremos con qué grado de eficiencia dirigen este establecimiento. Según nuestros informes, el proceso de estampado y acuñado no se realiza correctamente, se producen desfalcos y los lingotes de plata son afeitados sistemáticamente cuando pasan por este establecimiento.

Al pobre hombre casi le da un infarto.

—¡Mentira! ¡Todo eso es mentira! Nuestras monedas son obras de arte. ¡Y nuestros lingotes tienen el peso adecuado!

Yo no sabía nada acerca de los lingotes de plata, pero las monedas de oro y plata realmente parecían excelentes obras de arte a mis ojos de lépero codicioso.

Antes de dejar al inspector habíamos obtenido de él información acerca de la forma de operar de la Casa de la Moneda, después de ponerle un rato los pies sobre el fuego hasta que conseguimos que se le soltara la lengua.

La Casa de la Moneda tenía varias funciones. Principalmente la fabricación de lingotes de plata, pero también recibían algo de oro y cobre procedentes de las minas. Una vez allí, los aquilatadores debían pesarlos y determinar la pureza de esos metales preciosos, los tesoreros se cobraban el quinto del rey de ese valor y los grabadores convertían algunos de los lingotes en miles de monedas.

Se suponía que la Casa de la Moneda sólo acuñaba reales de plata y maravedíes de cobre de varias denominaciones, pero era bien sabido que, de vez en cuando, también acuñaba oro. Los maravedíes tenían poco valor; un puñado apenas alcanzaba para comprar unas pocas tortillas. Los reales de plata iban, en tamaño, de un cuarto de real a ocho reales, popularmente conocidos como piezas de ocho.

Al igual que sucedía con otros cargos gubernamentales, el de director de la Casa de la Moneda era un cargo que se le compraba al rey. Si bien la tarifa por aquilatar y acuñar le proporcionaba ingresos al director, esos ingresos se veían incrementados con las estafas.

El inspector nos había revelado lo que buscaba después de que le tostamos los pies en la fogata del campamento: residuos de oro que indicaran que la Casa de la Moneda acuñaba oro de forma ilegal desafiando así la licencia real exclusiva otorgada a las casas de la moneda de España; pruebas de que las monedas se metían en una bolsa de tela para afeitarles pequeñísimos trozos de plata. Ese proceso se denominaba «revoleo», porque los operarios indios hacían girar rápidamente las monedas en las bolsas durante horas. La pérdida de plata en ese proceso era demasiado pequeña como para que se apreciara en las balanzas, pero cuando ese mismo proceso se repetía con miles de monedas, la cantidad de polvo de plata que se obtenía era significativa.

Más significativo aún era el empleo de balanzas trucadas para el pesaje, mientras bajo mano se acordaba recortar los pesos. Menos peso significaba recaudar menos del veinte por ciento que le correspondía al rey. Evidentemente, el director de la Casa de la Moneda y el dueño de la plata se repartían los beneficios de ese robo a partes iguales.

Mateo y yo, como experimentados delincuentes, estábamos más preparados para descubrir esa clase de actos criminales que el auténtico inspector burócrata. Con suficiente tiempo, habríamos descubierto cada una de las estafas de quienes trabajaban en aquel lugar, pero nuestro deber no era poner al descubierto actividades criminales; estábamos allí para planear las nuestras.

Lo que realmente nos interesaba eran las medidas de seguridad y la ubicación del tesoro.

El edificio era más seguro que un castillo. Las paredes eran de alrededor de sesenta centímetros de grosor. En la planta baja no había ventanas. Las ventanas del primer piso tenían barrotes de hierro. Tanto el suelo de la planta inferior como el de la superior eran de madera. Sólo existía una puerta de salida, que tenía un grosor de más de treinta centímetros y estaba ubicada en la parte delantera del edificio. No había ningún edificio contiguo en ninguno de sus lados. Dos guardias dormían allí por las noches. Y todas las personas que entraban eran registradas cuando salían.

Los lingotes de plata y de oro estaban apilados sobre estantes y pesadas mesas de hierro. Estaban allí, sin custodia, listas para que se las llevara alguien capaz de atravesar las paredes.

Sólo había dos maneras de violar la seguridad por las noches: echar abajo la puerta o practicar un agujero en la pared. Cualquiera de los dos métodos atraería en seguida a cien soldados del virrey.

Mateo descubrió un escondite donde se guardaban las bolsas de tela utilizadas para contener los lotes de monedas de plata recién acuñadas. En algunas de ellas encontró rastros de virutas de plata y polvo de lingotes. No era un asunto de importancia crucial, pero Mateo actuó como si hubiera descubierto un tremendo crimen. Reprendió con gran severidad al subdirector y se refirió varias veces a la prisión y a la horca. Cuando Mateo y él entraron en su oficina, el pobre hombre estaba verde y sudaba profusamente. Poco después, Mateo salió y los dos «partimos hacia Lima».

—¿Cuánto has conseguido sacarle? —pregunté, después de cruzar de nuevo la calzada elevada. Nos dirigíamos al sureste hacia Acapulco, pero pronto compraríamos caballos y avanzaríamos en dirección contraria.

Él me miró de reojo.

—¿Cómo sabes que le he sacado algo?

—¿Cómo sé que saldrá el sol? Tú eres un pícaro. Tuviste al pobre hombre casi de rodillas, suplicándote perdón y la posibilidad de ver a su familia una vez más. Supongo que tendrás la intención de compartir ese dinero con tu socio…

—Mil pesos.

—¡Santa María! —exclamé.

En nuestro actual estado de indigencia, eso era literalmente una fortuna. Hice algunos cálculos rápidos. Esa cantidad de dinero podría durarnos un año si vivíamos modestamente y no lo derrochábamos. Pero sólo duraría una semana si le permitía a Mateo gastarlo en juegos de azar y mujeres.

—Si somos prudentes…

—Lo duplicaremos camino de regreso a nuestro campamento, compadre. Había un lugar en Texcoco… Estoy seguro de que todavía existe. Tres mesas de juego y cinco de las mujeres más hermosas de Nueva España. Hay una mulata de Hispaniola que…

Lancé un gruñido y me tapé los oídos.

Confieso que subestimé la habilidad de Mateo para perder dinero. Al salir de la cantina de juegos de Texcoco, tres días después, llevábamos los bolsillos vacíos y sangre fresca en la espada de Mateo. Había pillado al hijo del dueño haciendo trampa con las cartas. El hijo nunca volvería a barajar las cartas porque para hacerlo se requieren dos manos. Logramos salir de la ciudad perseguidos por el dueño de la cantina, el condestable y dos docenas de sus amigos.

Mientras huíamos de la ciudad lo más de prisa que nuestros caballos podían llevarnos, vi a la compañía de actores que habíamos detenido brevemente en el camino a Jalapa antes de liberarlos. Habían instalado su teatro tradicional, llamado corral, en un solar vacío: un escenario elevado unos sesenta centímetros del suelo, cuya parte posterior daba a uno de los edificios. Los techos, las ventanas y los patios de los demás edificios formaban el sector donde el público estaba de pie o se sentaba en troncos o en bancos.

Así era, exactamente, como nosotros habíamos puesto en escena nuestras comedias. Y de pronto se me ocurrió cómo podíamos despojar la Casa de la Moneda de su tesoro.

—¡Acto segundo! —le grité a Mateo mientras nos alejábamos de la ciudad a caballo.

—¿Qué?

—¡Segundo acto! Ya sé cuál será el segundo acto para la Casa de la Moneda.

Hizo un movimiento giratorio con el dedo índice cerca de la sien para indicarme que yo estaba completamente loco.