CIENTO TRES

En realidad, los grandes robos fueron pocos y muy espaciados. Mi vida fue, en su mayor parte, un sendero peligroso de montaña, con profundos precipicios y bifurcaciones. En mi segundo año como bandido llegué a una de esas bifurcaciones.

Nueva España era una tierra grande pero, al igual que sucede con Roma, todos los caminos finalmente conducían a la Ciudad de México. Si uno se quedaba en los caminos principales o, en mi caso, cometía actos de bandolerismo en ellos, con el tiempo se encontraría con su pasado, de la misma manera en que yo me había topado con la esposa del alcalde. Ocurrió en uno de esos caminos, que era poco más que el sendero de un paso de montaña.

Cuando la flota del tesoro llegó de Sevilla y también lo hizo el galeón con las riquezas de Oriente procedente de Manila, mis amigos y yo procuramos quedarnos con una pequeña parte de esas riquezas. No era una tarea fácil, y en el segundo año de bandolerismo esas partes eran cada vez más pequeñas. Más soldados patrullaban ahora los caminos debido a mi fama y, en especial, cuando las flotas del tesoro estaban en puerto. En los caminos, todo el mundo procedía con extrema cautela. Las caravanas que transportaban plata estaban muy custodiadas. Los viajeros se unían a las grandes caravanas, al igual que las de los desiertos de Arabia. Cada mes que pasaba, los robos se volvían menos fructíferos.

En esos tiempos difíciles con frecuencia teníamos que contentarnos con blancos fáciles: viajeros adinerados lo suficientemente imprudentes como para viajar solos. Con frecuencia esos viajeros solitarios iban en buenas monturas y confiaban en la velocidad de sus animales para huir de cualquier bandido. Pero en esta ocasión el hombre viajaba en una litera y era un blanco tan fácil que me pregunté si no sería una trampa, como en la que Yanga me había hecho caer.

Desde donde habíamos acampado la noche anterior vimos la litera. Habían pasado más de dos semanas desde nuestro último robo importante e incluso entonces sólo había sido un mercader que transportaba semillas de cacao a Acapulco. Mis tres hombres se quejaban y yo iba a tener que agregar más orejas a mi colección si no lográbamos despojar a un mercader gordo de una buena cantidad de dinero. Decidí que no podíamos dejar pasar un blanco tan fácil.

Lo estudiamos desde arriba y determinamos su sexo por un brazo que asomaba. Un hombre muy tonto, fue la impresión que recibí. La litera era llevada por dos mulas, con dos indios que las guiaban; pero eso era todo: el hombre estaba desprotegido.

Amigos, a lo mejor nuestra suerte iba a cambiar.

Caímos sobre ellos como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, blandiendo las espadas y con aterradores gritos de guerra. Los dos indios naturalmente huyeron, pero quien se apeó de la litera, en lugar de algún cura o mercader regordete, era un caballero con su espada refulgente. Mi mejor bandido, que llegó a la litera antes que yo, perdió su caballo y su vida. Cuando yo cargué contra el caballero, él saltó sobre el caballo de mi amigo muerto y se lanzó hacia mí. Al verle la cara, quedé tan sorprendido que estuve a punto de perder la vida. Aparté mi caballo justo a tiempo para esquivar la espada de Mateo.

—¡Mateo! ¡Soy Bastardo! ¡Tu Bastardo!

—Santa María —susurró él. Y después lanzó una carcajada—. ¡Cristo! ¿No te enseñé yo a ser mejor ladrón?

Tenía canas en el pelo y también en la barba. Estaba casi tan flaco como lo estaba yo después de escapar de las minas. Cuando esa noche, alrededor de la fogata, él me contó su historia, entendí por qué.

—El viaje hacia el oeste por el gran mar del Sur, el que tú llamabas mar Oriental, es un verdadero infierno. La distancia entre Acapulco y Manila es tres veces mayor que la que hay entre Veracruz y Sevilla. Se tarda varios meses en hacer ese viaje. Muchos murieron a bordo. El viaje de vuelta a lo largo de la ruta del famoso monje navegante Urdaneta es incluso más largo y lleva más de cuatro meses. Muchos más murieron. Cuando nos dijeron que el virrey había enviado a las alimañas de Nueva España a Filipinas para que murieran allí nos mintieron. Fuimos enviados para morir en el mar.

—¿Y Manila? ¿Qué puedes decirme al respecto? —pregunté.

—Es un hermoso lugar pero no una gran ciudad, es un lugar para permanecer tumbado a la sombra y esperar la vejez y morir mientras las muchachas nativas lo abanican a uno con una hoja de palma. Para un hombre como yo, al que le encantan la excitación de las comedias y el romance de la Alameda, Manila era un lugar muy aburrido.

Acampamos en lo alto de las montañas para asegurarnos de que no seríamos sorprendidos por los soldados. Los dos nos pasamos casi toda la noche sentados en una cueva, alrededor del fuego, hablando de nuestras vidas y aventuras.

Debilitado por meses a manos de la Inquisición, a duras penas Mateo había logrado sobrevivir al viaje a través del gran mar. En las Filipinas, lo enviaron a una granja en el campo como supervisor, pero en cuanto recuperó las fuerzas, el virrey de Manila lo contrató como espadachín.

—Mis días de prisionero terminaron. Luché contra piratas malayos, diablos amarillos, más peligrosos que los piratas más sedientos de sangre que aterrorizaban la flota española. Maté a cien de ellos y salvé a una princesa china. Su padre me la entregó en matrimonio y me regaló mi propio imperio. Pero la princesa tenía un pretendiente celoso con un gran ejército, y terminé huyendo sólo con las joyas de la corona. Fui a China, la tierra de los chinos, y estuve en la Gran Muralla, que es suficientemente larga como para rodear toda España. Visité una isla en la que las personas se llaman japonesas y su clase guerrera, llamada samurai, son los luchadores más valientes de la Tierra. Volví a Nueva España con suficiente riqueza como para comprar Ciudad de México entera y convertirla en mi hacienda personal.

Mi compadre no había cambiado, ¿verdad? Seguía siendo el mismo mentiroso fanfarrón de siempre. ¡Guerreros samuráis y ganarse un imperio! Pero siempre había algunos granos de verdad en su guiso de fríjoles. Su última aventura era la más veraz.

—Llegué a Acapulco con el bolsillo lleno de valiosísimas gemas. Asistí a una partida de cartas…

—… una mujer y algo de vino. ¿Cuánto te queda?

—Empleé mi último peso en alquilar esa litera. No tenía suficiente dinero para comprarme un caballo. ¿Y tú, amigo? ¿Cuántos tesoros has acumulado siendo el jefe de una banda de famosos bandoleros?

Carraspeé.

—Yo, bueno, tengo algunas semillas de cacao.

Mateo soltó un gruñido.

—Bastardo, no aprendiste nada de lo que te enseñé.

—No, eso no es cierto. Aprendí mucho de ti, pero todo lo que no debía aprender.

Al día siguiente tomamos el sendero hacia el valle de México. El camino del galeón de Manila no había sido lucrativo, así que enfilamos hacia el otro lado del valle. En el camino de Jalapa a Veracruz tratamos de que nuestra suerte cambiara con la llegada de la flota del tesoro.

—Si tuviera suficiente dinero, podría volver a la Ciudad de México pagándoles una «multa» a uno o dos de los subalternos del virrey —dijo Mateo.

—Yo tengo un puñado de semillas de cacao —dije.

—Haría falta un puñado de oro. Incluso en Manila oí la leyenda negra sobre don Julio.

No habíamos hablado mucho acerca de él; el tema era demasiado penoso. Tampoco hablamos de matar a Ramón de Alva.

—Pero tú no podrías presentarte en la ciudad aunque tuvieras una montaña de oro —dijo Mateo—. Lo primero que oí al llegar a Acapulco fue que tuviera cuidado con Cristo el Bandido. Hay muchos Cristos, pero deseé de todo corazón que ese Cristo resultara ser mi viejo amigo el Bastardo.

El plan de Mateo para nosotros era seguir robando hasta tener suficiente dinero para abandonar Nueva España y marcharnos a Sevilla. Para él, Sevilla era la reina de las ciudades.

—Tenemos que salir de Nueva España durante un par de años. No podemos enfrentarnos a De Alva hasta que podamos caminar por la Alameda y la plaza principal sin miedo de ser arrestados.

De todo esto discutimos en un lugar donde mis tres hombres no pudieran oírnos.

Si bien compartía el entusiasmo de Mateo por viajar a Sevilla, su idea era que nos lleváramos a España la fortuna del Nuevo Mundo y viviéramos allí como reyes. Hasta el momento, habíamos acumulado sólo un puñado de semillas de cacao. Cuanto más robaba yo, más se propagaba mi fama y más precauciones adoptaban los mercaderes ricos.

—Una ventaja de robar a los que acaban de llegar en la flota del tesoro —le dije a Mateo— es que para la mayoría de esas personas es la primera vez que están en Nueva España y no siempre siguen los consejos de otros viajeros con más experiencia. Dentro de una semana deberíamos ser capaces de hacernos con una o dos bolsas bien llenas de dinero.

—¡Bah! ¿Y qué podríamos hacer con sólo un par de bolsas? ¿Algunas manos en un juego de cartas? ¿Un par de putas por una noche? ¿Para eso nos arriesgamos a ir a la cárcel todos los días?

—No —respondí—, para eso tenemos siempre un poco de comida en la barriga y dormimos con un brazo fuera de la manta y con la espada en la mano. La vida en los caminos no es para un gachupín. Puedes quedarte con mi parte de lo que consigamos. Tal vez te bastará para pagarte el viaje de regreso a la capital.

Mateo me palmeó tan fuerte en la espalda que casi me caí del caballo.

—Eh, compadre, te he ofendido. La riqueza que yo quiero conseguir es para los dos. En lugar de muchos ataques pequeños, debemos dar un golpe grande que nos proporcione suficiente dinero para satisfacer nuestras necesidades. Ser un caballero resulta caro.

—La única forma en que podríamos conseguir suficiente dinero en un solo robo sería atacando una caravana de plata. Pero están muy bien protegidas —dije—. En el pasado, cuando hacían falta tropas para luchar contra los chichimecas, el virrey no tenía suficientes soldados para proteger todas las caravanas que transportaban plata, y utilizaba triquiñuelas para engañar a los ladrones. Ahora, los soldados que custodian las caravanas de plata van tan bien armados que incluso con bombas de polvo negro sería suicida que un pequeño grupo, como el nuestro, las atacara. Tendríamos más oportunidades si entráramos en la Casa de la Moneda de Ciudad de México y saliéramos con los brazos cargados de lingotes de plata.

—Sería más fácil robar oro de los cielos que saquear la Casa de la Moneda —repuso Mateo—. Ese edificio no tiene ventanas en la planta baja, en las ventanas del piso de arriba hay rejas y el lugar está encerrado entre gruesos muros. Se dice que está mejor custodiado que el harén de un sultán.

Lo que habíamos robado en el camino a Jalapa se estaba terminando, y eso no hizo nada para mejorar el estado de ánimo de nadie. Mateo, que era el más contrarío a nuestros robos «relámpago» y a la vida de un bandido en general, se mostraba despiadadamente sarcástico con respecto a un cambio de estrategia.

—Encontraré a una viuda rica que me proporcionará el estilo de vida de un caballero, a cambio de mis servicios en la cama. Desde luego, te conseguiré un empleo en la casa. Puedes ser mi criado, vaciar mi orinal y lustrarme las botas.

¡Menudo amigo!

El primer golpe que Mateo y yo dimos juntos fue, obviamente, un mal chiste de los dioses. Nuestras víctimas resultaron ser una compañía de actores de Madrid. Mateo se negaba a robarles y me dijo que sería un sacrilegio que desplumáramos a sus colegas intérpretes de arte dramático. Nuestros tres camaradas bandoleros se opusieron a la negativa de Mateo de robar a los actores y no quisieron colaborar hasta que éste los amenazó con su espada.

Ese incidente con la compañía de actores incrementó la insatisfacción de Mateo con la vida de los salteadores de caminos. En realidad, lo que hizo fue impulsar nuestras ganas de volver a poner una obra en escena. Mateo aceptó participar en un solo robo más, después del cual buscaría otros métodos para llenarse la cartera.

Nuestra suerte cambió cuando avistamos a algunos rezagados de la flota del tesoro que viajaban solos por el camino a Jalapa. Caímos sobre ellos: un español en una litera tirada por mulas, su criado español montado en un borrico y un montón de indios a pie que hacían las veces de guardias y de sirvientes.

Descubrimos que, en lugar de un rico mercader, el hombre era un funcionario del Consejo de Indias en España.

—¡Un inspector de la Casa de la Moneda! —exclamó Mateo, disgustado—. En lugar de dinero de la Casa de la Moneda, capturamos a un inspector que comprueba que esa institución esté actuando correctamente.

Dejamos al inspector y a su criado español atados mientras reflexionábamos acerca de si lograríamos cobrar un rescate por el individuo. El inspector debía presentar sus papeles en la Casa de la Moneda de la capital, realizar una inspección completa de todos los aspectos, desde la seguridad hasta la calidad del acuñado de monedas y, luego, continuar su viaje a Lima, Perú, para realizar también allí una inspección, después de enviar un informe al Consejo.

—Las posibilidades de cobrar un rescate son escasas —declaró Mateo—. A juzgar por los documentos que describen su autoridad, ese hombre va a realizar una inspección sorpresa en la Casa de la Moneda. Nadie, ni siquiera el director de ese establecimiento ni tampoco el virrey, está enterado de su llegada. Peor aún, si le pedimos al virrey que pague un rescate por él, lo más probable es que se niegue en redondo y confíe en que nosotros lo matemos. Comunicándose sólo a través de la flota del tesoro, pasarán uno o dos años antes de que llegue otro. El virrey saldrá beneficiado de ello, porque no llegará ningún inspector a Nueva España para realizar una inspección y asegurarse de que no existen deficiencias que sea preciso corregir.

—Deberíamos consultarlo con la almohada —dije.

Envueltos en nuestras mantas, nos acostamos pensando en las distintas alternativas. Cortarles el cuello a los dos cautivos y dejar los cuerpos como advertencia de la inutilidad de resistirse a nosotros, tratar de obtener un rescate, o dejarlos marchar.

Desperté en mitad de la noche con una idea. Desperté a Mateo.

—Cuando interrogamos al inspector, dijo que no tenía parientes ni amigos en Nueva España que pudieran pagar un rescate por él.

—Eh, ¿me has despertado para decirme algo que ya sé?

—El hombre que se presente en la Casa de la Moneda con los documentos en la mano que demuestran la autoridad conferida a él por el Consejo de Indias será aceptado como el inspector.

Mateo me agarró por el cuello.

—Te arrancaré la cabeza si no vas en seguida al grano.

Le aparté la mano.

—Mira, pedazo de imbécil, en la Casa de la Moneda hay suficiente plata como para comprar un reino pequeño. No es posible tomarla por asalto, pero sí podrías entrar caminando por la puerta con los documentos del inspector en la mano.

Él sacudió la cabeza.

—No he tenido suficiente vino ni placer con una mujer como para mantener mi mente despejada. La cabeza y los oídos me están jugando malas pasadas. Me ha parecido oírte decir que podría entrar caminando en la Casa de la Moneda con los documentos del inspector.

—Mateo, nadie conoce al inspector. Su única identificación es la carta en la que el Consejo le confiere autoridad. Si tú presentas esos papeles, tú eres el inspector.

—¡Bravo, Bastardo! Un plan brillante. Yo presento los papeles del inspector; te llevo a ti como mi criado. Entramos en la Casa de la Moneda. Nos llenamos los bolsillos… ¡No! Entramos una mula y la cargamos con las barras de plata y salimos. ¿Es ése tu plan? —Acarició su daga.

—Ah, Mateo, Mateo, sacas conclusiones demasiado de prisa. Todavía no he terminado de contarte mi plan.

—Entonces dímelo, susúrrame al oído exactamente cómo lo haremos para llevarnos el tesoro de allí una vez que estemos dentro.

Bostecé, repentinamente cansado. Le di la espalda y me arrastré de nuevo hacia mi manta. Cuando estuve cómodo, le dije:

—De momento, sólo he pensado en la manera de entrar en la Casa de la Moneda. Ni siquiera sabemos cómo es por dentro. Una vez que estemos allí, pensaremos cómo llevarnos el tesoro.

Mateo no dijo nada. Encendió un cigarrillo y se lo fumó. Ésa era una buena señal. Mucho mejor que la de acariciar su daga y mirarme el cuello.

A la mañana siguiente pronunció su veredicto.

—Tu idea de usar los papeles del inspector es estúpida. Es exactamente la clase de idea absurda que con tanta frecuencia estuvo a punto de llevarme directamente a la cárcel.

—¿Entonces lo haremos?

—Por supuesto que sí.