CIENTO DOS

Así comenzó una época de mi vida en la que mi nombre se hizo famoso una vez más en Nueva España. ¿Famoso por caridad?, me preguntaréis. ¿Por trabajos de erudición? Amigos, bromeáis al hacerme esas preguntas. Ya sabéis que la primera vez que fui conocido en la Tierra fue por dos asesinatos que no había cometido. ¿Acaso esperáis menos de mí? Esta vez fue como jefe de bandidos que se pronunciaba mi nombre y se proclamaba mi fama.

No mucho después de haber escapado de los cazadores de esclavos de Yanga comencé mi nueva vida. Y, ¿por qué no? Yo era un hombre con propiedades: poseía una mula y un cuchillo de hierro. Pero no podía comerme la mula, pues la necesitaba para que me llevara, y un cuchillo no es una espada. Además, no tenía dinero.

Encontré un hacha en mitad del camino y tuve una idea. Me convertiría en leñador, y en el camino a Zacatecas se me presentó la primera oportunidad.

Vi a un cura muy gordo que viajaba en una litera tirada por mulas. Debía de ser un fraile muy importante, quizá el prior de una iglesia o un convento en la capital de la minería. Su litera era transportada por dos mulas, una delante y la otra atrás, con un indio que caminaba junto a cada animal con las riendas en la mano. Diez indios más, armados con cuchillos y lanzas, marchaban con la litera.

No demasiado lejos, delante de la procesión del sacerdote, había una gran caravana de mulas. El cura sin duda acampaba por la noche con los arrieros por razones de seguridad, y viajaba cerca de ellos durante el día. Pero, por el momento, su litera y los indios se habían quedado rezagados de la caravana de mulas, porque subían por una colina empinada y los indios, a pie, no podían seguir su paso.

Yo era un hombre armado con un cuchillo contra una docena de indios. Si los atacaba, me empalarían como espinas en una rama de maguey. Pero yo poseía una arma secreta: el hacha.

El sol se había puesto detrás de una roca y había dejado el camino en semipenumbra cuando la comedia empezó. La procesión del cura se acercó a la cima de la colina, y los indios se vieron obligados a detenerse. En ese momento oyeron el ruido de los hachazos. No había casas a la vista, de modo que aquel sonido resultaba bastante extraño. Para el fraile, por supuesto, el ruido de los hachazos no tenía la menor importancia, pero para un indio educado en la superstición, el Hacha de la Noche, esa aparición sin cabeza, evocaba el infierno en la tierra. Durante su infancia, sus padres les decían constantemente que si no se portaban bien, el Hacha de la Noche vendría a por ellos. Ellos, a su vez, les pasaron esa misma amenaza a sus hijos: el Hacha de la Noche, que merodeaba por los bosques cuando estaba oscuro y se golpeaba el pecho con su arma mientras buscaba a sus víctimas.

Mientras el ruido de los hachazos continuaba, observé con atención a los indios desde mi escondite en lo alto de la colina; se miraban unos a otros, claramente perturbados. Cada uno de ellos había cortado leña casi a diario. Y entendían que el hacha no estaba derramando madera, sino… sangre.

La procesión se detuvo. El cura, ajeno por completo al drama, siguió durmiendo, la cabeza caída hacia adelante. Yo monté mi mula y salí del escondite al galope, el hacha en la mano, la manta cubriéndome la cabeza —con agujeros practicados para los ojos—, lo cual, en ese crepúsculo, me hacía parecer un espíritu malévolo sin cabeza que blandía una hacha.

Los guardias indios huyeron. Los que guiaban las mulas dejaron caer las riendas y también huyeron. Los animales, sorprendidos, echaron a andar con rapidez. Yo intercepté a la mula que iba delante y me agaché para coger sus riendas. Con el sacerdote en la litera que gritaba y sacudía las manos frenéticamente, saqué a las mulas del camino y me las llevé al bosque.

Después de haber avanzado lo suficiente para eludir a los supuestos salvadores, detuve a las mulas. Y cuando desmonté, el cura gordo se apeó de la litera. Era la clase de sacerdote que fray Antonio detestaba, de los que usan sedas y encajes y gruesas cadenas de oro.

—¡Dios te castigará por esto! —gritó.

Apoyé mi cuchillo contra su enorme vientre.

—Dios me castiga, fraile, con los hombres como usted, sacerdotes que se enriquecen, engordan y se visten de seda, mientras los pobres se mueren de hambre. ¿Cuántos bebés indios murieron de hambre por esta camisa de seda?

Ahora apreté la hoja de hierro contra su cuello.

—¡No me mates!

—Eh, amigo, ¿acaso te parezco yo un asesino?

Por la cara que puso, pensé que sí.

Si bien dejé que su vida quedara intacta, debo confesar que le robé a ese cura, y a conciencia. No sólo me apoderé de sus joyas y de su dinero, sino que lo hice desnudarse y me apropié de sus prendas de seda y de hilo, junto con un par de exquisitos zapatos de cabritilla. Honestamente creo que fray Antonio, fray Juan y la mayoría de los curas de Nueva España, hombres que conquistaron un imperio con su fe y su coraje, secretamente se habrían alegrado de la caída de ese hombre.

—Padre, cuando le pregunten quién le ha hecho esto, dígales que fue Cristo el Bastardo. Dígales que soy un príncipe de los mestizos y que ningún español estará a salvo con su oro o sus mujeres mientras yo esté vivo.

—¡No puedes dejarme solo en este lugar! ¡No llevo zapatos!

—Padre, si usted ha llevado una buena vida, el Señor se los proveerá. Piense en los lirios del campo, que nunca se agotan ni se doblegan.

Cuando me alejé, él seguía allí de pie, descalzo y desnudo, junto a su litera, maldiciéndome en un lenguaje que no era, por cierto, propio de un sacerdote.

Así empezó la nueva carrera de Cristo el Bandido. Fue tal el éxito que conseguí en mi nueva actividad que muy pronto tuve a mi servicio a media docena de bandoleros. Lamento tener que decir que no todos mis nuevos amigos eran tan escrupulosos y eficientes como yo. A los que no podían esquivar una espada o una bala de mosquete con mi misma facilidad o a los que demostraban tener falta de juicio y de carácter al tratar de robarme en seguida los despedía o los mataba. De hecho, al primer mestizo que trató de cortarme el cuello para tener más participación en las ganancias lo maté. Después le rebané la oreja derecha y la puse en la vaina de mi espada como advertencia para futuros sinvergüenzas. Aunque no surtió mucho efecto. En cuestión de semanas, de la vaina colgaban tres orejas más: una fuerte reputación de la antigua máxima que ensalzaba el honor entre ladrones.

Nos movíamos muy de prisa, actuando sobre el mismo tramo del camino varias veces sucesivas y, después, huyendo a la velocidad del viento a una parte completamente diferente del país. Para no despertar sospechas, me convertí en un mercader que tocaba la guitarra, para lo cual empleé el truco que don Julio nos dijo que usáramos cuando le seguíamos la pista al mago naualli. Algunas guitarras representaban una gran carga para una mula pero, al mismo tiempo, eran muy ligeras, de modo que la mula podía, si era preciso, arrancar de prisa.

¿Creéis que es excitante ser un bandido? Suponía estar emboscado, dar el golpe y huir, andar siempre un paso por delante de los soldados del virrey, beber demasiado, amar demasiado poco, protegerse contra los camaradas capaces de clavarle a uno un cuchillo por la espalda en un santiamén, a cambio de un maravedí o de una mujer no demasiado hermosa. Ay, para mí fue peor. Reconozco tener el alma ladrona de un lépero; pero a diferencia de la gentuza con la que me movía, yo había sido un caballero, un erudito, un portador de espuelas.

En mi mente siempre estaban cerca los recuerdos. Recuerdos dolorosos. Fray Antonio, torturado y asesinado por protegerme. El Sanador, que me enseñó cómo sentirme orgulloso de mí herencia india. Pensé en don Julio, que me salvó la vida y me convirtió en caballero… y entonces no pude dejar de pensar en el holocausto que se los llevó a él y a su familia frente a mis ojos. Y en mi compadre Mateo, que me salvó de asesinos, me enseñó a apreciar el teatro, me hizo hombre y había muerto o bien en la travesía del gran océano o bien víctima de la fiebre en las selvas de Filipinas. Y pensé también en una mujer de ojos radiantes y una sonrisa que parecía el otro extremo del arco iris, que escribía poesía para el alma, que me salvó la vida dos veces, a quien yo amaba con todo mi corazón, pero a quien nunca conocería y mucho menos poseería… y quien, casada con un monstruo, jamás sabría qué es la paz.

En realidad, lo único que quería era dirigir mi caballo hacia la Ciudad de México, hundirle una daga a Ramón de Alva y rogar que se me diera la oportunidad de ver por última vez a la mujer que amaba. Pero eso no habría de suceder. No quiero decir que hubiera abandonado la idea de vengarme, pero todavía no había llegado el momento adecuado, eso es todo. De Alva se había hecho incluso más rico y poderoso desde la muerte de don Julio. Ahora se lo consideraba uno de los hombres más poderosos de Nueva España. Todo lo cual no significaba que no podía morir, pero cuando yo hiciera realidad mi venganza, no sería por acción de un cuchillo anónimo. Eso sería demasiado misericordioso. Yo quería su fortuna, sus mujeres, su orgullo y, después, su vida. La muerte no era suficiente; no, con lo que él había hecho.

Traté de no pensar en Elena. Los casamientos entre los ricos y los nobles eran concertados por los cabezas de familia, cuyas palabras eran la ley. A esas alturas, seguramente compartía la vida de Luis y también su cama. La sola idea de imaginarla en brazos de Luis era como un cuchillo que se me clavaba en el corazón, igual que el que Ramón clavó y retorció en el cuerpo del fraile.

Yo todavía tenía orgullo, aunque fuera un bandido. ¡Qué diablos! Supuse que moriría pronto. Entonces, ¿por qué no hacer conocer mi nombre a lo largo y ancho de Nueva España?

Entre otras cosas, le conferí originalidad a la antigua profesión del bandolerismo. Un ejemplo de ello fue la manera en que invoqué el Hacha de la Noche en mis robos. Sin embargo, mis técnicas favoritas eran por lo general más ampulosas; incluían efectos explosivos para los cuales estaba en deuda con don Julio, Mateo y, supongo, mi espectacular huida de la mina. De los tres aprendí el arte de detonar el polvo negro.

Nadie había visto nada igual antes. Explosiones en los pasos de montaña, que hacían derrumbar piedras y tierra sobre los guardias de las caravanas de mulas; puentes volados mientras los guardias los cruzaban, dejando así atrás a carruajes y caravanas de animales de carga. Bombas de polvo negro, arrojadas a mano, que espantaban caballos, indios y españoles por igual y los convencían de que se trataba de una ofensiva de tropas y de artillería.

Pero mi incursión favorita tuvo que ver con la esposa del alcalde de Veracruz, la misma mujer cuya teta de bruja yo había hecho estremecer muchos años antes. El alcalde había muerto hacía tiempo, corneado por un toro al que desafiaba a pie. Su viuda, sin embargo, que no había perdido ni un ápice de su belleza helada, abandonó Veracruz y fijó su residencia en la Ciudad de México, a la cual regresaba después de una visita a una hacienda.

Nuestro ataque se produjo justo en el momento en que el carruaje se detuvo para la comida del mediodía. La dama seguía en el interior del carruaje cuando uno de mis hombres subió a bordo y tomó las riendas. Yo salté para robarle sus joyas y me encontré con mi vieja amiga. Mientras el carruaje se balanceaba y traqueteaba por los socavones profundos del camino, la mujer me atacó verbalmente:

—¡Animal inmundo! ¡Apártate de mí!

—¿Inmundo? —Me olí las axilas—. Yo no tengo nada de sucio. Me baño más de lo que lo hacen sus amigos de la Alameda.

—¿Qué es lo que quieres? ¡Toma esto! —dijo, se quitó el menos valioso de sus anillos y me lo entregó—. Ese anillo tiene más valor para mí que la vida misma. Me lo regaló mi santo marido antes de morir.

—Lo que quiero no son las frías joyas que usted lleva por fuera, sino la gema hirviente de su amor.

—¿Mi amor? ¡No, por Dios! —exclamó, y se santiguó—. ¿Me vas a violar?

—¿Violar? Jamás. ¿Acaso parezco menos caballero que los hidalgos que buscan sus favores en la Alameda? Usted me ha confundido con un bandido ordinario, posiblemente ese villano y asesino de Cristo el Bastardo. Pero yo soy un caballero. Soy donjuán Tenorio de Sevilla, hijo del camarlengo del rey. —Estoy seguro de que Tirso de Molina me perdonaría por tomar prestado el nombre del bribón que él creó con su pluma y tinta.

—Eres un mentiroso y un bandolero.

—Ah, sí, mi hermosa dama, también soy todo eso. —Le besé la mano—. Pero nosotros nos hemos conocido antes.

—Yo jamás he conocido a ningún bandolero.

—Oh, sí que me conoces, mi amor. Durante una de las primeras corridas de toros de tu marido.

—Tonterías. Mi marido era un hombre importante. A ti no te estaría permitido estar en nuestra presencia.

—No fue tu marido el que me lo permitió. Fuiste tú quien me invitó a deslizarme debajo de tu vestido.

Ella me miró fijamente a los ojos, hipnotizada por el asomo de familiaridad que vio en ellos.

—La última vez que me miraste con esa misma intensidad, me diste una patada que me hizo caer y casi romperme el pescuezo.

Ella se quedó boquiabierta.

—¡No! ¡No puede ser!

—Sí, yo recuerdo muy bien ese día —dije, le puse la mano sobre la rodilla y lentamente la fui subiendo por el muslo—. Recuerdo que no llevabas… bueno, por lo visto sigues sin llevar.

Su teta de bruja seguía allí, tan dura y erguida como una garrancha erecta. Cuando mi mano la encontró, me dejé caer del asiento y me puse de rodillas entre sus piernas. Empujé su vestido hacia arriba para dejar expuestas sus partes pudendas. Sus piernas se abrieron y mi cabeza descendió hasta sus lugares más íntimos. Entonces empecé a lamer con la lengua aquella teta de bruja tan excitante. La encontré tan deliciosa como años antes.

Mi lengua comenzaba a explorar a más profundidad, un dominio aún más depravado, cuando de pronto oí un disparo. Mi compañero lanzó un grito de dolor y cayó muerto desde el asiento del conductor. Los caballos se espantaron y empezaron a galopar a toda velocidad hasta que los soldados alcanzaron el carruaje.

Un momento después, la cabeza de uno asomó por la puerta del vehículo.

—¿Está usted bien, señora?

—Sí.

—¿Le han hecho daño?

—No. Estoy perfectamente bien.

—Uno de ellos saltó al carruaje. ¿Hacia dónde ha escapado?

Ah, ésa era la cuestión. Yo estaba debajo de su vestido. No llevaba uno de esos vestidos suficientemente anchos como para esconder debajo a un elefante, pero con una manta sobre el regazo y mis piernas y mis pies debajo del asiento, me encontraba razonablemente oculto, hasta que ella decidiera entregarme y los soldados me sacaran a rastras del carruaje y me cortaran la cabeza.

—¿Hacia dónde ha escapado? —repitió ella. Pude oír la pregunta en su voz; no con respecto a mi paradero; yo seguía entre sus piernas, sino si perdería o no la cabeza.

—Se ha ido —respondió—, saltó del carruaje.

Los soldados escoltaron el vehículo hasta una posada. La viuda del alcalde rehusó bajar del coche. Le dijo a un soldado que prefería quedarse a bordo y «descansar». Amigos, debo confesar que para mí no fue precisamente un descanso. Ella me mantuvo muy ocupado hasta que escapé hacia la noche oscura.

Nunca he sabido sí ella me protegió porque no quería quedar en ridículo… o porque le encantaba mi lengua.