CIENTO UNO

No sabía cuánto tiempo había estado enredado en aquella represa de rocas y troncos que había junto a la margen del río. Durante mucho rato me pareció oír las detonaciones de la mina, pero finalmente comprendí que esas explosiones sólo estaban en mi cabeza.

En cuanto recobré el conocimiento supe, casi en seguida, que debía levantarme y caminar. Quedarme sumergido en el agua helada no era una buena opción. Descansar significaba ser capturado. Y ser capturado suponía ser azotado, castrado, desmembrado y asesinado. Descansar equivalía a sufrir y morir. Me arrastré por el embalse y trepé a la orilla. Sigue el curso del río —pensé—, y aléjate de la mina. Sin rumbo fijo y casi insensatamente, comencé a caminar río abajo.

Cuando llegué a un afluente, lo seguí, alejándome del río. Tenía que huir de la civilización, alejarme de los españoles y convertirme en un indio más. Solo, cubierto con harapos sucios y hechos jirones, lleno de moretones y de heridas, no era mucho lo que poseía. Pero seguía con vida. Si lograba encontrar comida, ropa y cobijo, podría vivir un poco más.

Seguí el curso del afluente corriente abajo y cuesta abajo. «Para sobrevivir en un lugar desconocido, avanza siempre cuesta abajo», me había dicho el Sanador; y no encontré ningún motivo para dudar ahora de su palabra. Pero incluso caminando cuesta abajo, el terreno seguía siendo relativamente alto, estaba oscureciendo y hacía cada vez más fresco. Además, el terreno que me rodeaba prácticamente no me ofrecía ninguna protección: ni selva, ni espesura, ni bosque, sino sólo algunos árboles ralos y escuálidos y grupos dispersos de arbustos bajos.

Durante un buen rato, eso me molestó. Era un hombre buscado y, naturalmente, temía que me persiguieran. Hasta que finalmente caí en la cuenta: ¿realmente me buscaban? ¿Realmente me perseguían? Sin duda, en la mina nadie había sobrevivido al cataclismo. Nadie sabía que yo sí lo había hecho. Era un hombre muerto; nadie me perseguiría porque estaba muerto.

No sólo estaba helado y vestía harapos sino que la temperatura descendía, el estómago me hacía ruido y faltaba poco para que me desmayara de hambre y de cansancio. No, estaba mucho más allá del agotamiento: era como una serpiente que funciona sin cabeza y que se contorsiona sobre nervios en carne viva.

Esa noche encontré un grupo de árboles. Debajo de ellos, el terreno estaba cubierto de hojas y de maleza. Empleé un viejo truco que me enseñó el Sanador. Con una roca excavé una especie de agujero del tamaño de un cuerpo, lo llené de hojas y ramitas, me tumbé en el hoyo y me cubrí con más hojas y más ramas. No era la cama más limpia en la que había dormido, pero me mantuvo abrigado.

Continué en la única dirección en la que todavía me quedaban fuerzas para arrastrarme: el Sanador hacía esto mismo. Era cómico, pero en lo único que podía pensar era en sus consejos. Desfilaban sin solución de continuidad por mi mente, como una oración, y se negaban a abandonarme: «Cuando estés perdido, camina cuesta abajo, siempre cuesta abajo. Con el tiempo llegarás a un valle y en el valle encontrarás agua, y donde hay agua encontrarás comida y gente, y donde halles gente encontrarás compañerismo. Ya no estarás solo».

Para llegar al pie de la montaña trastabillé, me caí, me arrastré y rodé. Fiel a las palabras del Sanador, encontré un río; no era una cascada de montaña sino un arroyo sereno y sinuoso. Seguí caminando cuesta abajo, por lo que el clima se volvió más cálido. Y, ahora que ya no temía que me persiguieran, encontré otro motivo de preocupación: los chichimecas. Salvajes, indómitos y temidos, cazaban en pequeños grupos, con frecuencia sus presas tenían dos piernas y las minas del norte eran su coto de caza. Sería una gran pena haber escapado de una sentencia de muerte en las minas para terminar en el estómago de los integrantes del Pueblo de los Perros. El Sanador habría encontrado una burlona ironía en eso: un hombre que lleva sangre azteca en las venas termina alimentando a sus propios primos aztecas en uno de sus rituales infames.

Seguí el río corriente abajo. El Sanador no podría haber tenido más razón con respecto al lugar adonde conducían los terrenos en declive. Del río brotaban arroyos y riachuelos que se abrían a un valle angosto, en el que había una plantación de maíz. Una nube de humo que ascendía en espiral me indicó la choza de barro de un granjero. Me escondí y observé la choza. El granjero era un mestizo grandote y de aspecto estúpido, con el vientre hinchado por beber demasiado pulque y comer demasiadas tortillas. Cuando lo vi, estaba cortando leña. Su esposa salió de la choza mientras yo lo observaba. Era una india de constitución pequeña, joven y bonita. No vi ningún niño. Cuando la mujer salió de la choza, el mestizo le reprochó que no hubiera traído suficiente leña de las colinas. La voz con que le habló a su esposa estaba tan llena de rencor y de estupidez como su cara. Ella aceptó la crítica con la silenciosa pasividad propia de las indias. La vida ya era dura de por sí y el hecho de oponerse a un marido que tal vez le daría una zurra por el solo hecho de que ella era más pequeña y físicamente más débil no contribuía precisamente a hacerla más llevadera.

El maíz apenas estaba maduro, pero cogí todo lo que me cabía en un brazo y encontré refugio en una cueva formada por grandes piedras erosionadas por el río. Pelé las mazorcas y comí los granos crudos, atacándolos como si perteneciera al Pueblo de los Perros. Mi linaje azteca se remontaba a aquellas tribus norteñas bárbaras, así que tal vez era natural que actuara como uno de ellos.

Comer maíz crudo y bajarlo con agua del río me llenó el estómago, pero hizo poco para calmar mi hambre. Más tarde llovió, y pasé la noche en la cueva. Helado, pegajoso, me enrosqué en posición fetal y traté de impedir que los dientes me castañetearan. Sin embargo, el agotamiento es el mejor somnífero, y, aunque de vez en cuando me despertaba, logré dormir un poco.

Me quedé en la cueva hasta que el sol estaba bien alto en el cielo y después me recosté sobre una roca plana para llenarme de sus rayos. Como los miembros de los reptiles, mis brazos y mis piernas comenzaron a funcionar mejor a medida que el sol me entibiaba la sangre. Cuando sentí un poco más de calor, me quité los harapos y me metí en el río para bañarme.

El agua estaba fría, hacía tanto tiempo que no me lavaba que ni siquiera mi viaje por los rápidos había logrado quitarme la mugre. Habría vendido mi alma a Belcebú por pasar un rato en un temascal.

A lo largo de la margen del río encontré una rama seca de árbol que podría convertirse en una lanza, y le saqué punta con una roca afilada. Me detuve al borde de un remanso del río y repetidamente traté de pescar un pez con la lanza. Después de lo que debieron de haber sido cien intentos, logré empalar uno de unos treinta centímetros de largo, con bigotes y ojos de loco. Lo comí crudo, bigotes, espinas, escamas, todo… después de lo cual perdí el sentido por el agotamiento.

Seguía desnudo por el baño que me había dado y traté entonces de lavar mis harapos. Los desgarré aún más golpeándolos contra las rocas y retorciéndolos después para escurrir el agua. Finalmente me di por vencido. Puse la ropa a secar sobre las rocas y yo también me tumbé, desnudo, para dormitar al sol.

Desperté con desasosiego, con la extraña sensación de estar siendo vigilado, pero no vi ni oí nada. Tal vez simplemente fue fruto del miedo crónico que había sentido durante tanto tiempo; seguía estando inquieto. Un momento antes, una bandada de pájaros había levantado el vuelo de repente y no pude evitar preguntarme qué los habría asustado. Tampoco quería asustar a la persona que me vigilaba haciendo movimientos bruscos, así que me incorporé lentamente.

Al principio no la vi. Ella estaba entre los arbustos de la otra margen del río. Ignoraba cuánto tiempo había estado observándome. Hasta el momento, no le había molestado mi desnudez.

Mi mirada se cruzó con la suya. Yo esperaba que saliera disparada como un cervatillo asustado, pero, en cambio, siguió acurrucada entre los arbustos, me devolvió la mirada con indiferencia y me estudió como si fuera un insecto posado sobre la roca.

—Hola —dije, primero en náhuatl, después en español. Ella no dijo nada. No podía haber vivido tanto tiempo en tierras de minas sin saber el aspecto que tenía un esclavo que había escapado de una mina. Pero algo me dijo que ella no me delataría a cambio de una recompensa. A diferencia de otras mujeres, una india no podía pensar en términos de ganar dinero a menos que fuera forzada a la prostitución. Y si ésta hubiera estado movida por la codicia o el miedo, habría huido de ese lugar hace mucho.

Me froté el estómago y dije, en náhuatl:

—Tengo hambre.

Una vez más, ella me miró fijamente, en silencio y con ojos inexpresivos. Finalmente se puso en pie y se fue.

Yo me debatí entre coger mi ropa y huir o coger una piedra, correr tras la muchacha y aplastarle el cráneo antes de que hiciera correr la alarma. Ninguna alternativa era viable. En mi estado de debilidad, no podía correr lejos y, en una lucha justa, lo más probable era que ella me ganara.

En cuanto a huir de allí, la serpiente sin cabeza ya no reptaba sobre los nervios en carne viva. Ya no me quedaban fuerzas, nervios, músculos, cerebro, corazón ni nada. Necesitaba descansar. Me tendí sobre una roca grande y plana y volví a quedarme dormido, disfrutando de la tibieza del sol. Desperté al mediodía y seguía estando cansado. Temí estar siempre cansado. Peor aún: me dolía todo. Todo mi cuerpo era una única herida dolorosa.

Me bajé de la roca. Incapaz de ponerme de pie, me deslicé a la margen del río para beber. Una vez junto al agua, vi una pequeña canasta de mimbre en la roca del otro lado del río, donde la mujer estaba escondida. Vi que de ella asomaban algunas tortillas.

Había actuado con tanta cautela desde hacía tanto tiempo que al principio me pregunté si no sería una trampa. Quizá el malvado marido de la mujer me esperaba con un machete y la esperanza de obtener una cuantiosa recompensa. Pero no tenía mucha elección: tenía que comer. De alguna manera logré ponerme de pie y, cruzando el agua del río, que me llegaba a la cadera, me apoderé de la canasta. Y, antes de volver a la orilla opuesta, ya estaba comiendo una tortilla.

Como un animal salvaje, me llevé la comida a la cueva. En la canasta había tortillas: una tortilla que envolvía un trozo de carne, una tortilla rellena con fríjoles y pimientos y hasta una tortilla con miel. Gracias a Dios, un festín para un rey. Comí hasta que casi me explotó el estómago. Después volví a la roca y, como un cocodrilo con la panza llena, me tumbé al sol, mucho más animado y con una nueva fuerza en los músculos.

Volví a quedarme dormido durante otro par de horas. Cuando desperté, ella estaba sentada sobre una roca en la otra orilla. Cerca había una pila de ropa.

Vadeé el río y me senté junto a la mujer, sin molestarme en cubrir mi desnudez.

—Gracias —dije—. Muchas gracias.

Ella no dijo nada pero me miró con tristeza en sus ojos oscuros.

Yo sabía cómo era su vida. Del mismo modo en que los españoles trataban a los indios y a los mestizos como animales de trabajo, una mujer en una granja era un animal de trabajo para su marido. Vivían una existencia de trabajo duro y de desesperación silenciosa, envejecían pronto y morían jóvenes.

Hablamos un poco, sólo cruzamos algunas frases. Yo repetí mí «muchas gracias» y ella me respondió con el obligatorio «De nada». Le pregunté cuántos hijos tenía. «Ninguno». Cuando expresé mi sorpresa de que una mujer tan joven y hermosa no tuviera unos cuantos muchachos, ella me respondió:

—El pene de mi marido es muy malo, no sirve para nada. Y él me pega, como te pegaron a ti.

Se volvió y vi que su espalda estaba cruzada por unas cicatrices blancas.

El cuerpo humano es un animal extraño. Poco antes había estado demasiado cansado incluso para ponerme de pie, pero al parecer la garrancha masculina es inmune a esas debilidades. Al sentarme junto al río y ponerme a hablar con aquella joven mujer, mi garrancha se levantó.

Esa tarde y todas las tardes durante los siguientes cinco días nos acostamos junto a la margen del río. Cuando finalmente la dejé, llevaba puestos unos pantalones y una camisa de algodón tejido grueso y un sombrero de paja. Sobre el hombro derecho y debajo del brazo izquierdo llevaba la tradicional manta india y una frazada enrollada alrededor de una soga de maguey sobre el hombro izquierdo. La frazada me protegería del frío por las noches y las tortillas, envueltas en la frazada, me durarían varios días.

El trabajo en las minas había quemado todo rastro de grasa que pudiera tener sobre los huesos, pero me había dejado duros los músculos. Algunos días de comer bien no me rellenaron los huesos pero, junto con el descanso, hicieron que pudiera caminar.

Si podía esquivar a los caníbales locales, sobreviviría un poco más.

Antes de abandonar mi cueva en la margen del río anduve merodeando un poco y encontré una rama gruesa de árbol, un poco más larga que mi pierna. Podía usarla como bastón o como garrote. Otra rama, más larga y delgada, afilada en la punta, me serviría de lanza. Le puse un mango de madera a un trozo largo y delgado de obsidiana que me había dado la muchacha y la afilé hasta convertirla en una cuchilla.

Tenía el pelo desordenado y largo hasta los hombros y la barba ya casi me llegaba más abajo de la nuez. Mi aspecto era el de una bestia de montaña que acababa de escapar de la Tierra de los Muertos.

Gracias a las instrucciones que me había dado la muchacha, atravesé las colinas cercanas hasta un cruce con un sendero que conducía al camino principal a Zacatecas. Durante todo el trayecto me mantuve bien alerta ante la posible aparición de chichimecas, pero no los vi por ninguna parte. Si los del Pueblo de los Perros me vieron, sin duda los asustó mi apariencia.

A lo lejos divisé una columna de humo que ascendía hacia el cielo en espiral. La muchacha me había advertido que ese camino conducía a unas minas. Yo sabía que el humo significaba fundiciones de plata. Me toqué la cicatriz de la mejilla, la marca que usaban los esclavos de las minas. Tuve la suerte de que la marca no fuera grande ni profunda y que mi barba fuera excepcionalmente tupida, pero si bien la cicatriz no resultaría visible para un observador casual, no engañaría a nadie que conociera las minas.

Me quedé sentado, escondido entre los arbustos de la ladera de una colina, y estudié el camino hasta que oscureció. Las caravanas de mulas constituían el tráfico más pesado, y uno podía encontrárselas en cualquier camino importante de Nueva España. Las caravanas ascendían por el camino cargadas con suministros para las minas. Y ninguna volvía a bajar vacía. No todas las mulas iban cargadas con plata; algunas llevaban herramientas o partes de éstas que debían ser reparadas. Otras cargaban minerales de azufre, plomo y cobre, que serían transferidos a las refinerías pertinentes.

Salvo por algún que otro indio que transportaba a lomo de burro maíz, fríjoles y maguey al mercado, el único otro tráfico de cuatro patas eran los poco frecuentes españoles que iban a caballo. El tráfico de dos patas eran obreros de la mina, indios, mestizos y africanos, por lo general de a diez o doce a la vez. Hasta los jinetes viajaban acompañados por razones de seguridad.

Era comprensible. Los caminos que conducían a las minas atraían no sólo a las correrías habituales de bandidos, sino también a indios renegados y a esclavos que habían escapado de las minas, además de las hordas de salteadores de caminos.

Esa noche me quedé dormido estudiando el camino. A la mañana siguiente proseguí con mi vigilancia. Pensé unirme a un destacamento de trabajadores de las minas que regresaban a otros lugares de Nueva España una vez finalizado el período de su contrato. Sin embargo, puesto que habían sido contratados como jornaleros y no eran convictos ni esclavos, ninguno de ellos llevaría una marca en la cara, y si llegaban a percatarse de la mía, cabía la posibilidad de que me entregaran para cobrar la recompensa.

Mientras observaba el camino vi aparecer a una mujer mayor, sola, que conducía a un burro cargado con cestas de mimbre. De pronto se me ocurrió que, si tuviera su burro y sus canastos, también yo podría ser considerado un comerciante nativo.

¡Dios mío! Era el disfraz perfecto. Como era natural, tendría que encontrar la manera de pagarle a la mujer cuando tuviera dinero. Dios la bendeciría, por supuesto, y así probablemente la salvaría de los grupos de bandidos que le robarían su mercancía y le cortarían el cuello.

Eché a correr a campo traviesa y, al llegar al camino, me escondí entre los arbustos. Era de buen tamaño para ser una india, pero yo estaba seguro de poder asustarla y despojarla de sus mercancías, sin causarle ningún daño. No podía verle la cara, pero por su ropa y su pañoleta de abuela, parecía una anciana. Caminaba con lentitud, la cabeza gacha, y conducía a su burro sin ninguna prisa.

Como no quería asustarla demasiado, tiré a un lado mi lanza y mi garrote. Cuando ella llegó cerca de donde yo estaba escondido, saqué mi cuchillo de obsidiana y salté de entre los arbustos.

—¡Me llevaré su burro! —le grité.

—¡Eso es lo que tú crees! —me respondió una voz de hombre.

Me encontré mirando las facciones oscuras de un africano.

Él desenvainó una espada.

—¡Suelta ese cuchillo!

Oí ruido de cascos de caballo a lo lejos; había caído en una trampa.

El hombre se me acercó con la espada por delante.

—Suelta tu cuchillo, mestizo, o te cortaré la cabeza.

Giré sobre mis talones y eché a correr hacia la colina. En menos de un minuto, varios hombres montados en mulas me agarraron como si fuera un ciervo y me ataron de brazos y piernas. Cuando se dispersó el polvo me encontré totalmente atado sobre el suelo y rodeado por seis africanos. Supuse que eran cimarrones, una banda de salteadores de caminos integrada por esclavos fugitivos, y sólo me equivoqué en la mitad de mis conjeturas.

Su líder, un africano fornido, el que me había echado el lazo desde el lomo de una mula, se agachó y me agarró la cara con la mano, volviéndomela para poder examinar mi marca de esclavo.

Sonrió complacido.

—Tal como pensaba, un esclavo escapado de las minas. Pero no alcanzo a leer la marca. ¿De qué mina te has escapado?

No le contesté. Él me soltó, se incorporó y me dio una patada.

—No importa. Es fuerte y sano. Cualquiera de las minas nos pagará cien pesos por él.

Sabía que estaba en lo cierto. Le pagarían cien pesos y lo considerarían barato. Un esclavo negro les costaría cuatro veces esa suma.

¡Ay de mí! Había olvidado una lección importante de la vida, una que siempre me repetía el fraile. Cuando las cosas son tan buenas para ser verdad… no son verdad. Solamente un tonto podría haberse engañado a sí mismo con la anciana india con el burro. Por las zancadas que daba y por el movimiento de sus brazos debería haberme dado cuenta de que aquella vieja era en realidad un hombre.

Había hecho explotar una mina, destruido una montaña, sobrevivido a un río y una cascada, escapado a una muerte cierta sólo gracias a la intervención personal de Dios, me había acostado con una hermosa y santa india… sólo para caer, ¡no!, para correr hacia los brazos de aquellos cazadores de esclavos.

La «mujer» del burro acudió junto a nosotros.

—¡La recompensa por esta captura es mía! —les gritó a los demás—. Yo recibiré el dinero. —Corrió hacia el hombre que me había examinado la cara y a quien tomé por líder de la banda—. Yanga, el dinero me corresponde a mí porque yo lo he capturado. ¿No te parece?

Aquel nombre me sobresaltó.

—Yo lo apresé con mi soga —dijo el hombre llamado Yanga—. Tú lo dejaste escapar.

—¡Pero yo fui el cebo que lo sacó de su escondite!

Presté atención al hombre mientras el del burro discutía con él. ¿Podía ser el mismo Yanga al que yo había ayudado varios años antes? ¿Y el líder cimarrón de los bandidos llamado Yanga?

Una vez que los dos hombres solucionaron sus diferencias, Yanga anunció que ya era demasiado tarde para dirigirse hacia una mina; que acamparían en ese lugar. Descargaron provisiones y encendieron una fogata para la cena. Yo seguí mirando a Yanga hasta que mi mirada atrajo su atención.

Me dio una patada.

—¿Por qué me miras así? Si tratas de envenenar mi alma con el mal de ojo, te cortaré en pedacitos.

—Te conozco.

Él sonrió.

—Mucha gente me conoce. Mi nombre resuena en toda Nueva España.

—Tu nombre fue ridiculizado la última vez que te vi, la noche que te salvé la vida. —Lo que en realidad le había salvado eran sus testículos, pero para muchos hombres era la misma cosa. Él tenía más años y su barba tenía hebras blancas, pero yo estaba convencido de que se trataba del mismo hombre.

Él me observó con atención.

—Explícate.

—Estabas atado a un árbol en el camino a Jalapa. El dueño de una plantación iba a cortarte los testículos. Yo te liberé y, luego, tú se los cortaste a él.

Él murmuró algo en su lengua nativa que yo no entendí. Se arrodilló de nuevo junto a mí y me miró. Me di cuenta de que trataba de restar de mi cara los años y la barba.

—Te ridiculizaba como príncipe —proseguí—, y dijo que te castraría delante de sus otros esclavos, para que entendieran cuáles serían las consecuencias de desobedecerlo, qué les pasaría si no lo obedecían. Te habían apaleado y, después, te habían atado a un árbol. El hombre te lanzó una roca y te dijo que te la comieras para la cena.

Su cara reveló que yo estaba en lo cierto; él era el Yanga del camino a Jalapa. «La vida es un círculo —solía decirme el fraile—. Si tenemos suficiente paciencia, todo lo que pasa una vez junto a nosotros, regresará. Los chinos de China, en el otro extremo del mundo, creen que si esperamos el tiempo suficiente junto a un río, el cuerpo de nuestro enemigo pasará flotando frente a nosotros. Al igual que el cuerpo de nuestro enemigo, las buenas obras que hacemos hoy, el mal que sembramos, todo vuelve trazando un círculo perfecto».

Empecé a decir algo más, pero él me mandó callar.

—Calla. No permitas que los demás oigan lo que dices.

Se alejó y volvió una hora más tarde; traía comida para los dos. Aflojó la cuerda que me sujetaba la mano izquierda para que pudiera comer.

Los otros estaban reunidos alrededor de la hoguera y se vanagloriaban de lo que harían con el dinero que cobrarían por haberme capturado. Por su conversación supe que en el pasado habían capturado a varios indios y a un esclavo africano de las minas, pero que ninguno era tan corpulento y sano como yo. Ay, ojalá me hubieran visto antes de que la granjera india hubiera nutrido mi cuerpo y mi alma.

—¿Cómo es que los esclavos fugitivos terminaron siendo cazadores de esclavos? —pregunté.

—Luché contra los gachupines durante siete años —me explicó—. Durante esos años mi banda creció hasta ser más de cien hombres. No podíamos vivir sólo de los robos, sino que necesitábamos comida y familia. Eso significaba que no podíamos huir del peligro con la misma rapidez. Edificamos nuestra aldea en lo alto de las montañas, y cuando llegaron los soldados los empujamos de nuevo hacia la jungla. Pero siempre pagamos un precio. Y cada vez que huíamos, nuestra aldea era quemada y teníamos que encontrar otro hogar.

»Finalmente el virrey nos ofreció paz. Nuestros delitos anteriores nos serían perdonados y seríamos declarados hombres libres. A cambio, debíamos devolverle todos los esclavos fugitivos que se cruzaban en nuestro camino. Los dueños de las plantaciones pagan poco por este servicio, pero en las minas hacen falta obreros constantemente, y pagan bien.

Qué mundo tan absurdo, ¿no os parece, amigos? Los avaros dueños de esclavos azotan y violan a los humanos que son de su «propiedad». Los españoles confunden una estampida de cerdos con una rebelión de africanos y ahorcan a negros inocentes movidos por la ignorancia y el miedo. Los ex esclavos, que una vez lucharon para ser libres, ahora cazan a otros esclavos a cambio de una recompensa. Hace poco, yo me proponía robarle a una vieja india su borrico y sus mercancías.

—Enviarme de vuelta a las minas es como una sentencia de muerte —dije, para tantear el terreno.

—¿Qué hiciste para que te mandaran a las minas?

—Nací.

Yanga se encogió de hombros.

—La muerte cura todos los males. Tal vez una muerte rápida en las minas es más misericordiosa que morir fuera de ellas.

—Y quizá yo no debería haber arriesgado mi vida por tu virilidad. Por lo visto, no salvé a un hombre, sino a una mujercita.

Me golpeó en la cabeza con tanta fuerza que por un momento me desvanecí. Volvió a atarme las manos y, antes de irse, me propinó otra patada.

—Te damos de comer sólo porque queremos mantenerte gordo hasta que nos paguen por ti. Pero no vuelvas a decirme malas palabras. Los dueños de las minas no echarán en falta tu lengua cuando te vendamos a ellos.

Los hombres que se encontraban alrededor del fuego rieron por mi castigo.

Me acosté y permanecí inmóvil mientras me recobraba de mi aturdimiento. Aquel hombre tenía los puños del tamaño de balas de cañón. Y quizá más duros todavía.

No obstante, cuando rodé para ponerme de costado, sentí que alguien me metía un cuchillo entre las costillas y el brazo derecho. La soga que Yanga había vuelto a atar alrededor de mi mano izquierda estaba suficientemente suelta como para permitirme coger el cuchillo.

Los cimarrones bebieron y cantaron y discutieron hasta bien entrada la noche. Y, luego, se durmieron. Si habían puesto a un centinela de vigilancia, también él estaba fuera de combate… y roncaba. Todos roncaban. Corté las sogas, cogí mi manta y volví a atármela alrededor del hombro. Me deslicé sigilosamente hacia las mulas, que a esas alturas ya me conocían y no se espantaron.

Había cuatro mulas, todavía con montura y brida por si los cimarrones necesitaban montarlas a toda prisa. Corté las riendas y las cinchas de tres de ellas. En cuanto estuve montado en la cuarta, lancé un grito que debió de haber despertado a la gente del Lugar de los Muertos, y espoleé con fuerza las costillas de la mula. Dejé a mis espaldas los gritos de los hombres. Con suerte, cuando ellos montaran a sus mulas haría mucho que yo habría desaparecido.