CIEN

En el último segundo tuve la serenidad de bajar las piernas y enderezar la espalda, para no caer de barriga ni de cabeza. Caí en la catarata de pie, los pies primero, los brazos a los lados. Aun así, la tierra pareció temblar cuando me zambullí y perdí el conocimiento.

Al cabo de un rato, el agua blancuzca y helada me despertó. La catarata, que era fruto del agua de deshielo primaveral de las montañas, era muy violenta. Santa Madre de Dios, qué frío hacía. El dolor también era terrible. Al zambullirme me había torcido los dos tobillos, doblado la rodilla y casi dislocado el hombro izquierdo.

Sin embargo, cuando recobré el conocimiento, lo primero que oí por encima del estrépito ensordecedor del río fueron las explosiones amortiguadas en lo alto de la montaña, que sonaban como el monte Olimpo en sus estertores de muerte y el rugido de los dioses enloquecidos. Al parecer, mi detonación había tocado una especie de nervio de la montaña, quizá la espina dorsal. Cada pozo, cada túnel, cada caverna, grieta y rincón cedía y se derrumbaba. Las márgenes del río, incluso el agua, temblaban con los estallidos, y el único pensamiento semi coherente que me golpeaba el cerebro era: La montaña reclama sus minas.

Pero entonces comencé a volar corriente abajo. Todo se movía tan de prisa que no podía pensar en nada que no fuera tratar de mantenerme por encima del agua y con vida. De pronto, todo mi mundo era ese río. Era como si siempre hubiera estado allí y nunca hubiera tenido una vida que no fuera ese río. Ni siquiera recordaba haber caído en el agua; sólo el dolor, el frío y la fuerza de la catarata. Tampoco podía pensar en la montaña y en la mina. Estaba fuera de la vista, del roce y del oído de aquel agujero infernal. Estaba sumergido en un agua blanca, que por minutos se volvía más blanca y más salvaje. Y eso era lo único que me importaba.

Las rocas que sobresalían del agua eran cada vez más grandes y más numerosas, y ahora rebotaba de ellas con dolorosa regularidad. El río doblaba en ángulo hacia la izquierda y después a la derecha, y el agua blanca bajaba con muchísima furia. Nadar no era una opción. Lo único que podía hacer era tratar de mantener la cabeza por encima de la superficie.

Más rocas y, después, un enorme estruendo. Mi cabeza chocó contra una inmensa roca y una vez más quedé semiinconsciente. Recuperé el conocimiento en medio de un atronador rugido que me hizo pensar en las explosiones de las minas, pero se trataba de un ruido prolongado y, a la vez, ensordecedor.

El río se curvó y aparecieron ante mí: cataratas. Era arrastrado hacia allí por la corriente y casi podía ver por encima de su borde.

Iba a caer en la catarata.

Una vez más, caía. Pero esta vez no albergaba la esperanza de ser auxiliado por ángeles voladores. Caía como una roca, salvo que esta roca ahora estaba transida de dolor y muy usada. Y caía.

Golpeé contra el río de abajo como una explosión de polvo negro que precipita una montaña de rocas.