UNO

Al excelentísimo don Diego Veles de Maldonato

y Pimentel, conde de Priego, marqués de la Marche,

caballero de Santiago, virrey de Nueva España

por nombramiento de su majestad católica

el emperador Felipe, nuestro rey y señor

Como capitán de la guardia de la prisión de su excelentísima, ha sido mi deber examinar a un tal Cristóbal, conocido por todos como Cristo el Bastardo, un famoso bandido, seductor de mujeres y cabecilla de la plebe.

Como su excelencia sabe, ese tal Cristo es de sangre impura, concretamente pertenece a esa categoría de sangre mezclada que la ley define como mestizo, porque su padre era un español, y su madre, una india azteca. Por tener, pues, sangre mezclada, carece de la protección que la ley les otorga a los españoles y a los indios, y no existe ninguna prohibición legal que impida que se lo torture o se lo ejecute.

Examinar a ese ladrón y asesino de ascendencia incierta y sangre impura no ha sido tarea agradable ni provechosa. Las instrucciones que su excelencia me dio consistían en tratar de sonsacarle la ubicación del cuantioso botín del que se apoderó en su calidad de bandolero, un tesoro cuyo robo es un insulto a su majestad católica en Madrid y a usted y a otros ciudadanos de Nueva España, sus verdaderos dueños.

Su excelencia también me encargó que obtuviera de sus labios el paradero de la india azteca que supuestamente es su madre. Esa mujer ha negado públicamente haber dado a luz al bastardo, pero no se sabrá si eso es cierto o si la mujer ha inventado esa historia a causa de la sangre impura del acusado hasta que la encontremos y la sometamos a los métodos de que disponemos en esta prisión para sonsacar la verdad.

Confieso, excelentísimo señor, que lo que se me ha encomendado es más difícil y odioso que aquel trabajo de Hércules de limpiar los establos del rey Augías. Resulta muy repugnante tener que interrogar a ese mestizo, hijo de una puta, una prostituta callejera, como si él fuera una persona legal, en lugar de ahorcarlo simplemente. Sin embargo, los muertos no hablan y, a pesar de mi ardiente deseo, me veo obligado a recabar dicha información a través de la tortura en lugar de enviar al acusado al diablo, su amo.

Iniciamos los interrogatorios con el método de la cuerda y el agua. Como su excelencia sabe, anudamos cuerdas alrededor de los miembros del prisionero y las ceñimos haciendo girar una vara. Cinco giros por lo general bastan para obtener la verdad, pero no tuvieron efecto con este loco, salvo provocar risa. Entonces incrementamos los giros y mojamos las cuerdas para que se encogieran, pero tampoco así de su boca salieron palabras de confesión o de arrepentimiento. No pudimos usar las cuerdas en su cabeza por miedo a que se le saltaran los ojos de las órbitas y eso le impidiera conducirnos al tesoro.

El método de las cuerdas y el agua funciona bien con los mercaderes y las mujeres, pero es insuficiente cuando se trata de un bribón como este bastardo. A nuestra pequeña y colonial mazmorra le faltan las herramientas de una prisión grande. En innumerables ocasiones he solicitado instrumentos más adecuados que los que poseemos para poder aplicar tercer grado en los interrogatorios. En especial, me interesaría uno que di cuando era un joven guardia en el Saladero de Madrid, la más famosa de todas las prisiones. Me estoy refiriendo al «toro de Falaris»; con frecuencia, el solo hecho de amenazar con aplicarlo suelta la más silenciosa de las lenguas.

Se dice que el toro fue inventado por Falaris, el tirano de la antigua Acragas, en Sicilia. Para crear ese monstruo, Falaris mandó construir la enorme estatua de bronce de un toro, con el interior hueco. Las personas interrogadas eran arrojadas al interior del toro a través de una trampilla y asadas por medio de un fuego que estaba encendido debajo. Sus gritos atronaban por la boca del toro, como si éste estuviera rugiendo. Se dice que Perileo, el diseñador de ese aparato demoníaco, fue la primera persona en experimentar en carne propia su creación, cuando Falaris lo mandó arrojar en su interior. Y que, en última instancia, también Falaris fue asado dentro del toro.

Pero estoy seguro de que su excelencia conoce bien estos hechos. Tal vez en el siguiente despacho a Madrid deberíamos solicitar uno de esos toros. Sus rugidos reverberarían por toda nuestra pequeña prisión y amedrentarían incluso a nuestros más recalcitrantes criminales.

Comprendí que ese tal Cristo el Bastardo no era un criminal ordinario sino un demonio, por lo que, con su permiso, procuré encontrar a un hombre que tuviera experiencia en tratar con aquellos cuyos labios están sellados por el Maestro del Mal. Mi búsqueda culminó en fray Osorio, un monje dominico de Veracruz que ha acumulado gran experiencia al examinar para el Santo Oficio de la Inquisición a judíos, moros, hechiceros, brujas, magos y otros blasfemos.

Tal vez su excelencia haya oído hablar de ese sacerdote. De joven fue uno de los examinadores nada menos que de don Luis Rodríguez de Carvajal, el famoso judaizante que fue quemado en la hoguera junto a su madre y sus hermanas, frente a un gran gentío y todos los notables de nuestra Muy Leal Ciudad de México.

Se dice que fray Osorio oyó las retractaciones de los Carvajal y que personalmente estranguló a cada uno de ellos junto a la pira antes de que se encendiera la hoguera. Como su excelencia sabe, una vez que el condenado es atado al poste de la hoguera, si se arrepiente se le coloca un collar de hierro alrededor del cuello, que es ajustado por medio de un dispositivo con tornillo desde atrás, hasta que la persona muere. Estrangular de esta manera a aquellos que se arrepienten junto al poste de la hoguera no es labor de un sacerdote, pero fray Osorio actuó con gran piedad y misericordia al llevar a cabo esa tarea, puesto que la estrangulación mata con más rapidez que las llamas.

Por aquella época yo era nuevo en el servicio del virrey y puedo dar fe de la veracidad de este hecho porque fui asignado como guardia a la pira.

Fray Osorio respondió a nuestra petición de asistencia y generosamente abandonó sus tareas con el Santo Oficio en Veracruz para interrogar a ese bastardo que se hace llamar Cristo. El buen fraile pone en práctica los mandatos del fundador de su orden, santo Domingo, el primer inquisidor, quien aconsejaba que, al tratar con blasfemos y heréticos, debemos luchar contra el demonio con fuego y les dijo a sus seguidores que «cuando las palabras bondadosas fracasan, pueden resultar provechosos los golpes».

El fraile comenzó a tratar de soltarle la lengua al prisionero a golpes con un látigo cuyas cuerdas de cáñamo están empapadas en una solución de sal y azufre y tienen incrustados pequeños trozos afilados de hierro. Esto puede reducir la piel y los tejidos a pulpa en muy poco tiempo. ¡Qué diablos! La mayoría de los hombres se arrepentirían y suplicarían misericordia al probar esos venenosos azotes, pero en el caso de este adorador del demonio, no tuvo más efecto que una catarata de palabras sumamente obscenas y traicioneras que salieron de su inmunda boca.

No contento con esto, insultó además a todo el reino de España al gritar que «se siente orgulloso de su sangre impura». Eso en boca de un mestizo es razón más que suficiente para matarlo sin demora. Como nosotros, los de la Ciudad de México, sabemos incluso mejor que el resto de Nueva España, esta imposición de sangre impura causada por la mezcla de pura sangre española con sangre india crea una deformidad de carácter viciada y nociva, que con frecuencia conduce a la existencia de piojos humanos que infectan nuestras calles; parias sociales que nosotros llamamos léperos, leprosos sociales que son perezosos y estúpidos y que se ganan la vida robando y mendigando.

Los mestizos son sin razón; sin embargo, este bastardo alega que ha practicado las artes médicas y ha descubierto que los mestizos y otros de sangre mezclada tienen un cuerpo más fuerte que los puros de sangre, o sea, que aquellos de nosotros capaces de tener un cargo honorable en la vida.

Entre un latigazo y otro gritó que la mezcla de sangre española y azteca produce hombres y mujeres que no contraen tantas enfermedades europeas como la sífilis, que ha matado a nueve de cada diez indios, y que tampoco padecen las fiebres tropicales que se han cobrado la vida de tantos de nuestros amigos españoles y familias españolas.

Ha blasfemado al decir que algún día Nueva España será poblada y gobernada por mestizos, quienes, en lugar de ser considerados leprosos sociales, serán los seres más altivos de la Tierra.

¡Dios mío! ¿Cómo es posible que ese vil leproso de la calle conciba semejantes ideas? Yo no presto atención a la loca charlatanería de un demente; solamente presencio esas viles palabras y prestaré testimonio de ellas delante de su excelencia o de un inquisidor del Santo Oficio.

Continuando con su tarea, fray Osorio obtuvo azufre de los fabricantes de pólvora y se lo aplicó al hombre en las heridas y en las axilas. Luego quemó ese azufre. Entonces el prisionero fue izado cabeza abajo y quedó colgando de la pierna izquierda, con las manos atadas a la espalda y la boca amordazada. Mientras estaba en esta posición, se le vertió agua por la nariz.

Cuando tampoco esos procedimientos lograron hacerle recuperar la memoria o detener el flujo de palabras obscenas y de blasfemias, le metieron los dedos de la mano en empulgueras. La empulguera es un excelente método de persuasión porque produce una agonía tremenda con muy poco esfuerzo. Se colocan los pulgares y el resto de los dedos de la mano en un artefacto accionado a tornillo entre dos travesaños con costillas, que se enrosca lentamente. Esto se hace hasta que los tornillos quedan bien apretados y la sangre brota de los pulgares y los dedos.

Pero, en mi opinión, el método más persuasivo, el que hace que cualquier hombre tiemble y se estremezca, es con frecuencia el más expeditivo. Es el que yo prefiero; lo he usado desde mis días en el Saladero. Es engañosamente simple pero en extremo doloroso: todas las noches, mi carcelero barre las sabandijas del suelo de la mazmorra y las esparce sobre el cuerpo del prisionero, a quien se le mantiene atado para que no pueda rascarse ni quitarse los bichos de encima.

Me complace informar que nunca había escuchado música más hermosa de la boca de ese demonio que sus alaridos cuando esos bichos reptaban sobre su cuerpo desnudo y se introducían en sus heridas abiertas.

Todo esto se llevó a cabo el primer día. Pero ¡ay de mí!, excelencia, todavía no brotó ninguna confesión de la boca del prisionero.

Cuando esos métodos para aflojarle la lengua fracasaron, aunque no impidieron que siguiera profiriendo insultos, fray Osorio probó otros que había aprendido a lo largo de tres décadas con la Inquisición. Lamento informar a su ilustrísima excelencia de que, al cabo de siete días de la más severa persuasión, ese mestizo no ha revelado el paradero de la perra azteca de cuyo útero nació ese mal hombre.

No obstante, me complace decirle que un examen físico ha revelado vínculos aún más estrechos entre ese mestizo y el diablo. Cuando se desnudó al individuo en cuestión para bañarlo en aceite caliente, fray Osorio advirtió que el miembro masculino del hombre no sólo era de un tamaño extraordinario, sino que estaba deformado: su prepucio había sido cortado hacia atrás de una manera muy desagradable.

Aunque ninguno de nosotros había observado personalmente tal alteración en el cuerpo de un hombre, habíamos oído hablar de semejante blasfemia y sabíamos que esa desagradable deformidad era indicio de una horrible maldad y depravación.

Por indicación del buen fraile, solicitamos que un integrante del Sagrado Oficio de la Inquisición, con experiencia en esas cuestiones, examinara el miembro viril del individuo. Como respuesta, a fray Fonseca, un sacerdote muy instruido que había tenido éxito en descubrir por su apariencia física a protestantes, judíos, moros y otros adoradores del archí malévolo Mefistófeles, se le encomendó realizar dicho examen aquí, en la mazmorra.

Levantamos a ese tal Cristo el Bastardo hacia arriba, con los brazos hacia atrás, y le proporcionamos buena luz a fray Fonseca para que examinara con atención la parte masculina del hombre. Durante ese procedimiento, el muy cobarde le lanzó al buen sacerdote una retahíla interminable de las palabras más soeces, y hasta lo acusó de toquetearle el pene por placer más que con el fin de llevar adelante esa investigación sagrada.

El bastardo alardeó de manera detestable y a gritos de que todas las esposas, madres e hijas españolas habían probado su miembro masculino de tamaño excepcional en cada uno de los orificios de su cuerpo.

Juro por la tumba de mi padre, excelencia, que cuando el bastardo gritó que mi propia esposa había aullado de placer cuando él le introdujo el pene, hicieron falta cuatro hombres de la guardia para evitar que yo clavara mi daga en el corazón de ese maldito.

En realidad, excelencia, la investigación de fray Fonseca reveló que no nos equivocábamos al pensar que la deformidad de la parte viril es una prueba de la influencia de Satanás. Es exactamente la clase de mutilación que los judíos y los moros les practican a sus hijos. El buen fraile sospecha que, en lugar de que el pene haya sido intencionalmente deformado con una cuchilla, como es habitual entre los no creyentes, en el caso del bastardo es una marca de Caín, que lo señala como adorador del diablo.

A fray Fonseca este caso le ha parecido muy curioso e importante, y ha pedido que el prisionero les sea transferido a él y a fray Osorio cuando terminemos nuestro interrogatorio, para que él pueda realizar un examen más cuidadoso de esa sospechosa parte masculina.

Debido a que este mestizo no se ha retractado de sus maldades ni tampoco ha revelado el lugar donde se oculta lo que robó, mi recomendación es que sea entregado al Santo Oficio de la Inquisición de su majestad católica para que sigan interrogándolo y se arrepienta antes de ser ejecutado.

Mientras aguardo las instrucciones de su excelencia, le he entregado al prisionero pluma y papel, a petición suya. ¿Puede su excelencia apreciar mi sorpresa cuando ese demonio alegó que sabe leer y escribir como un español? Confieso que mi sorpresa fue incluso mayor cuando le dicté una frase y descubrí que realmente escribía palabras en el papel como un sacerdote. Enseñarle a un mestizo a leer y escribir es, desde luego, ofensivo para la política de su excelencia, que aconseja proporcionarles un estilo de vida acorde con su ubicación como sirvientes y obreros.

Sin embargo, puesto que su excelencia considera que es probable que él, inadvertidamente, proporcione una pista con respecto al lugar donde se encuentra el tesoro que robó, le he dado papel y pluma para que escriba lo que quiera.

Tal como su excelencia instruyó, los escritos de ese demente, por absurdos que sean, le serán enviados para su posterior examen.

El Señor es testigo de la verdad de este documento que envío a su excelencia el virrey de Nueva España.

Para servirle a usted. Quiera Nuestro Señor cuidar y preservar a su excelencia este primer día de febrero del año de Nuestro Señor de mil seiscientos veinticuatro.

PEDRO DE VERGARA GAVIRIA
Capitán de la Guardia