47

FIDELIAS se hundió en el baño caliente con los ojos cerrados y sintió un rápido alivio a sus dolores. A su lado, Lady Aquitania, vestida solo con una bata de seda pálida, colocó la daga con el sello dentro de un cofre en su tocador y lo cerró con llave.

—¿Y mis hombres? —preguntó Fidelias.

—Se están ocupando de todos ellos —le aseguró—. He solucionado el problema del oído de tu artífice del agua, y ella y su hombre se han ido a sus habitaciones. —Esbozó una media sonrisa y agregó—: Creo que se merecen ese rato.

—He fracasado —reconoció Fidelias.

—No del todo —murmuró Lady Aquitania. Comprobó la temperatura del agua y después colocó los dedos sobre las sienes del hombre—. Sin la daga, Gaius no tiene nada más que sospechas.

—Pero lo sabe —recalcó Fidelias, que se sintió ligeramente mareado cuando lo atravesó una lenta oleada de calor. Sus dolores se empezaron a desvanecer en una nube líquida de bendito alivio—. Lo sabe. Aquitania ya no se puede mover en secreto.

Lady Aquitania sonrió, contorneó la bañera y dejó que la bata de seda se le deslizara por los hombros. Se introdujo en el agua con Fidelias y se abrazó a sus hombros.

—Te preocupas demasiado.

El antiguo cursor se removió incómodo.

—Señora, quizá me debería ir. Vuestro marido…

—Está ocupado —ronroneó Lady Aquitania.

Ella hizo un gesto y en el agua se levantaron unas figuras, siluetas sólidas como muñecas sobre un escenario. Había dos figuras en una cama grande, en un dormitorio muy bien acondicionado, que se revolvían juntas con gran sensualidad y después se fundían en besos lentos y profundos.

—Así, dulce dama —murmuró la voz de Aquitanius, débil y distante—. ¿Os sentís mejor?

—Attis —susurró la voz de una mujer joven con una contención perezosa—. Muy fuerte. —Tembló y se empezó a incorporar—. Me debo ir.

—Tonterías —replicó Lord Aquitania—. Aún le quedan horas de repartir recompensas. Vos y yo tenemos tiempo para más.

—No —murmuró ella—. Yo no debería… —Pero Fidelias pudo percibir la excitación en su voz.

—Debes —murmuró Aquitanius—. Así. Eso está mejor.

—Qué buen amante —suspiró la mujer—. Y muy pronto podremos estar juntos de esta manera siempre que lo deseéis.

—Así es —confirmó Aquitanius.

—¿Y Lady Aquitania? —preguntó la mujer.

Ante la pregunta, los labios de Lady Aquitania se abrieron en una pequeña sonrisa fría.

—No será un problema —respondió Lord Aquitania—. No se hable más.

Fidelias contempló cómo Gaius Caria, Primera Dama de Alera, abrazaba a Lord Aquitania y lo apretaba contra ella.

—Ya ves —ronroneó Lady Aquitania, dejando que las imágenes se perdiesen en el agua—. Tenemos más de un cuchillo apuntando a su espalda. —Se volvió hacia el hombre con los labios sobre su oreja y él sintió que empezaba a responder con un apetito lento y ardiente—. La historia aún no ha acabado.

Gaius Sextus, Primer Señor de Alera, descendió sobre el valle de Calderon sobre un semental alado de puro fuego. A su alrededor volaban una legión completa de caballeros Aeris, formada por cinco mil hombres, y la Guardia Real con sus capas escarlata, caballeros Ferro y Agnus, caballeros Aqua y Terra, y caballeros Fauna, todos ellos de grandes linajes antiguos. Las trompetas anunciaron su llegada, y a pesar del gran número de hombres movilizados, el aire casi no se movió. El Primer Señor descendió en Bernardholt con una legión completa a sus espaldas y los habitantes del valle de Calderon se dispusieron a recibirle.

Amara encabezaba la multitud. Cuando Gaius desmontó, el semental de llamas se desvaneció con una voluta de humo. La cursor se arrodilló al acercarse, pero él le cogió una mano y le indicó que se levantase, abrazándola con brazos acogedores. Llevaba la capa escarlata y azul de Alera, con una espada al costado, y se comportaba con orgullo y fuerza, aunque parecía que se le dibujaban más arrugas de preocupación en derredor de los ojos.

Él la miró a los ojos y sonrió.

—Amara. Bien hecho.

Ella sintió que se le saltaban las lágrimas, pero aun así se enderezó con orgullo.

—Muchas gracias, majestad.

La legión formó a sus espaldas como cientos de libélulas brillantes y ominosas, y Amara se estiró un poco más en el traje que le habían prestado.

—Majestad, ¿los presento tal como aparecen en mi informe?

Gaius asintió.

—Sí. Hazlo. Tengo ganas de conocerlos.

Amara empezó a llamar:

—Que Frederic de Bernardholt se acerque a la Corona.

Se produjo un silencio sorprendido en la multitud y alguien empujó al joven alto y moreno para que diera un paso al frente, bajo la risa general de todos los presentes. Frederic miró a su alrededor, se retorció las manos con nerviosismo, suspiró y avanzó para encontrarse con Amara y el Primer Señor. Empezó a hacer una reverencia, después se arrodilló, pero cambió de opinión y se puso de pie mientras hacía otra reverencia.

Gaius rio, cogió la mano del joven y la apretó con firmeza.

—Según tengo entendido, joven, te enfrentaste no a uno sino a dos de los caballeros mercenarios en combate singular, armado solo con una azada.

—Una pala, señor —le corrigió Frederic. Entonces se ruborizó—. Eso es, eh… con lo que les aticé, majestad.

—Me han explicado que en la batalla defendiste la puerta de un edificio en el patio oriental, protegiendo a los niños que había dentro para que los marat no les pudieran hacer daño.

—Sí. Con mi lanza, señor… Majestad. Lo siento.

—Arrodíllate, joven.

Frederic tragó saliva y lo hizo. Gaius desenvainó la espada, que brilló bajo el sol.

—Por el valor, la lealtad y la iniciativa ante los enemigos del Reino, Frederic de Bernardholt, te armo Caballero del Reino, con todas las responsabilidades y privilegios que eso conlleva. A partir de este día eres un Ciudadano del Reino: no dejes que ningún hombre dude de tu devoción. Levántate, sir Frederic.

El joven se puso en pie, aturdido.

—Pero… pero lo único que sé es pastorear gargantes, señor. No sé nada de luchar y todo eso… Perdón, majestad.

—Sir Frederic —repitió Gaius—. Ya me gustaría que todos mis caballeros tuvieran una habilidad tan útil. —Sonrió y prosiguió—: A su debido tiempo, ya discutiremos acerca de tus deberes.

Frederic hizo una torpe reverencia.

—Sí, señor. Muchas gracias, señor. Majestad. Señor.

Gaius hizo un gesto y Frederic dio atontado unos pasos a un lado.

—Que se acerque Bernard de Bernardholt —llamó Amara.

El estatúder, vestido con telas ricas de color marrón y verde bosque, se destacó entre la multitud e hincó una rodilla en el suelo delante de Gaius, con la cabeza inclinada.

Gaius cogió la mano de Bernard e hizo que se incorporase.

—Tengo entendido que ayudaste a tomar las decisiones cuando fue herido Gram.

—Solo ayudé, majestad —manifestó Bernard—. Hice lo que habría hecho cualquiera.

—Hiciste lo que cualquiera debería haber hecho —le corrigió Gaius—. Ahí está la diferencia. La gran diferencia. Estatúder, tu valor ante peligros tan extraordinarios no ha pasado desapercibido.

Gaius tocó su hombro con la espada.

—Por la autoridad de la Corona, te nombro Bernard, conde de Calderon.

Bernard levantó la cabeza como con un resorte y parpadeó.

Gaius sonrió.

—Con todas las responsabilidades y privilegios que lleva aparejado, y todo lo demás. Levántate, buen conde.

El estatúder se puso en pie mirando a Gaius.

—Pero aquí el conde es Gram…

—Gram es ahora un Señor, lo siento, Excelencia. —Gaius bajó la voz mirando alrededor—. Ahora tiene un destino muy cómodo en el valle de Amarante, mientras se recupera de sus heridas. Necesito a alguien a quien respeten los habitantes y en quien pueda confiar para ocupar su puesto. También alguien a quien, al mismo tiempo, respetarán los marat. Ese eres tú.

Lentamente, en la cara de Bernard se dibujó una sonrisa.

—Muchas gracias, majestad. Haré…, haré lo que esté en mi mano para no decepcionaros.

—No ocurrirá —afirmó Gaius—. Al principio tendremos que estar en contacto estrecho. —El Primer Señor miró de reojo a Amara y luego continuó—: Tendré que nombrar a un correo especial para nuestras comunicaciones. Bien, veré a ver si puedo encontrar a alguien que esté dispuesto a venir hasta aquí.

Bernard se sonrojó y Amara sintió al mismo tiempo cómo se le calentaba la cara.

—Muchas gracias, majestad —agradeció Bernard en voz más baja.

Gaius le guiñó el ojo. Hizo un gesto y el conde Bernard se desplazó a su izquierda para colocarse al lado de sir Frederic.

Amara sonrió.

—Doroga, del clan de los gargante de los marat —anunció—. Acércate.

La multitud se separó para dejar paso al hombre gigantesco, que se acercó hasta Gaius cubierto con baratijas y ropas de buena calidad que le habían dado los legionares y los hombres de las explotaciones. Con los puños en las caderas, miró a Gaius de arriba abajo.

—No eres lo suficientemente viejo para ser un jefe —declaró.

Gaius rio, espléndido y arrobador.

—Parezco joven para mi edad.

Doroga asintió con prudencia.

—Ah, quizá sea eso.

—Estoy aquí para darte las gracias, jefe Doroga, por lo que has hecho por el Reino.

—No lo hice por tu Reino. Lo hice por el guerrero joven. Y lo volvería a hacer de nuevo. —Doroga levantó un dedo y tocó ligeramente el pecho de Gaius—. Pórtate bien con él. De lo contrario, tú y yo tendremos unas palabras.

Amara miró sorprendida al bárbaro, pero Gaius solo ladeó un poco la cabeza y le temblaron los labios por el esfuerzo para contener la risa. Entonces dio un paso atrás e inclinó la cabeza ante Doroga, entre el murmullo súbito de la legión y los asistentes.

—Así lo haré. Pídeme una prenda y si está en mi mano, será tuya.

—Ya le debo favores a demasiada gente. —Doroga suspiró—. ¿Hemos terminado?

—Eso creo, sí.

—Bien.

Se dio la vuelta y silbó con fuerza, y por detrás de una elevación surgió una joven y adusta muchacha marat montada en un toro gargante negro y enorme. Doroga se acercó a ella, se alzó hasta el lomo del gran animal y saludó con la cabeza a Gaius antes de alejarse.

—Pintoresco —comentó Gaius.

—Lo siento, majestad. No sabía que iba a…

—Oh, no, cursor. Está perfectamente bien. ¿Quién es el siguiente?

Pasaron por una serie de legionares y miembros de las explotaciones que se habían comportado con valentía durante el incidente, incluido el tartamudeante Pluvus Pentius, que salvó a un puñado de niños de la furia de un moa herido, al cual golpeó hasta la muerte con su libro de contabilidad.

—Isana de Bernardholt —llamó finalmente Amara—. Por favor, acércate.

Isana se adelantó con un vestido gris oscuro, con el cabello peinado hacia atrás y recogido en una trenza sobria. Con la barbilla levantada, avanzó y se detuvo delante de Gaius realizando una reverencia profunda y con gracia, pero sin bajar los ojos. Amara vio en ellos algo frío y desafiante, y parpadeó ante la mujer.

Gaius permaneció en silencio durante un momento largo, estudiando a la mujer.

—Tengo entendido que tu valor y coraje ha salvado a muchas personas —dijo por último en voz baja.

—Solo había uno que me preocupara de verdad, majestad.

Gaius respiró lentamente y asintió.

—El chico. Tu…

—Sobrino, majestad.

—Sobrino, por supuesto —Gaius miró a Amara, situada a un lado—. Y según me han explicado, eres propietaria de un esclavo que se comportó por encima y más allá de lo que se podía esperar de él.

Isana inclinó de nuevo la cabeza.

—Te compraré ese esclavo.

La mujer miró a Gaius con expresión dura.

—Estoy segura de que no es lo que pensáis, majestad.

—Deja que sea yo quien lo juzgue. Mientras tanto, Isana, por favor, arrodíllate.

Ella lo hizo con una expresión de sorpresa. Gaius blandió una vez más la espada.

—Te nombro estatúder Isana, con todas las responsabilidades y privilegios que lleva aparejado.

Se produjo otro silencio y a continuación creció un murmullo sorprendido que procedía de la multitud y de las legiones formadas detrás del Primer Señor.

—El primer nombramiento de una estatúder femenina —murmuró Gaius—. Isanaholt. Suena bien, ¿no te parece?

Isana se ruborizó.

—Desde luego, majestad.

—Tu hermano estará muy ocupado con sus nuevas obligaciones. Alguien tiene que asumir el mando, y no veo ninguna razón para que nadie se pueda oponer a ti. Levántate, estatúder.

Amara sonrió mientras Isana se colocaba a un lado.

—Tavi de Bernardholt, por favor, adelántate.

De la multitud surgió un murmullo ansioso.

Amara frunció el ceño.

—Tavi de Bernardholt. Por favor, preséntate.

Nadie se movió. Gaius arqueó una ceja y Amara lanzó una mirada impotente a Isana. Esta cerró los ojos y suspiró.

—Este chico…

—¿Estás segura de que era la recompensa que él quería, cursor? —preguntó Gaius.

—Sí, majestad —respondió Amara—. Me explicó que intentaba llevar de vuelta unas ovejas, que podría utilizar para ahorrar algo de dinero para un semestre en la Academia. Por eso se encontró con los acontecimientos que lo han desencadenado todo.

—Yo no le estoy ofreciendo un semestre. Le ofrezco patronazgo. Debería estar aquí.

Isana miró a Gaius.

—¿Patronazgo? ¿La Academia? ¿Mi Tavi?

—El centro de formación más importante de Carna —explicó Gaius—. Allí puede estudiar. Crecer. Aprender todo lo necesario para una vida de éxito.

—Para eso no necesita la Academia —replicó Isana.

—Pero aun así, ese es su deseo, estatúder Isana. Y esa es su recompensa. Será Tavi Patronus Gaius y estudiará en la Academia.

La mujer asintió.

—Sí, majestad —aceptó, aunque sin abandonar su expresión de preocupación.

Bernard frunció el ceño y miró con atención por unos momentos a su alrededor.

—Majestad, allí está —indicó y señaló con el dedo.

Todo el mundo se volvió para mirar hacia el norte de Bernardholt.

Después de un largo silencio, Gaius preguntó.

—¿Ese que le acompaña es el tal Fade?

Amara asintió.

—Sí, majestad.

Gaius frunció el ceño.

—Ya veo. Cursor, ¿por qué no estaba aquí el muchacho?

—Eh, hum… Parece que tiene ideas propias, majestad.

—Entiendo… ¿Y por qué está haciendo eso en lugar de aceptar su recompensa?

Amara luchó por evitar que le apareciera una sonrisa en los labios.

—Majestad. Es un aprendiz de pastor. Supongo que lo está haciendo porque eso es lo único que intentaba hacer.

Y de este modo, el Primer Señor de Alera, rodeado de súbditos, ciudadanos y caballeros del Reino, se quedó contemplando en silencio cómo Tavi conducía a casa el pequeño rebaño de Dodger, formado por ovejas y corderos, con el desgreñado Fade andando a pasos largos a su lado.

F I N