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ISANA asistió a la batalla en las almenas derruidas con el corazón en la boca, atrapada en el segundo piso de un barracón en el patio oriental, e impotente para poder hacer cualquier cosa que pudiera influir en su resultado.

Vio a su hermano caer de las murallas y, a través de la neblina de las lágrimas, vio cómo la cursor también caía al suelo. Gritó cuando Tavi recogió la espada y se enfrentó al enorme espadachín, y de nuevo cuando Fade empuñó el arma vieja para luchar contra el hombre a lo largo de las almenas. Vio, sin importarle el zumbido ocasional de alguna flecha, cómo colgaron a Fade de las murallas, cómo Tavi luchó por la daga y cómo el cursor traidor caía y se perdía de vista.

Contempló cómo Tavi se derrumbaba y cómo la herida Amara arrastraba el escudo para cubrirlos a los dos… y de repente todo quedó en silencio.

—Tavi —se oyó decir—. Tavi, no. ¡Oh, furias!

Se dio la vuelta, salió de la estancia y bajó las escaleras hacia el primer piso del barracón, que era una sala común para los soldados que vivían allí. Las ventanas estaban cerradas con pesados postigos de hierro, pero las barras que usaban para bloquear las puertas habían sido arrancadas de sus goznes unos momentos antes, junto con la pesada puerta de madera, y ahora la entrada estaba tapada con un par de mesas pesadas, que dejaban expedita la parte superior del hueco.

Frederic estaba junto a la puerta, con un escudo de la legión colgado del brazo izquierdo y una lanza mellada aferrada en la mano derecha. A su lado se encontraba una mujer de Guarnición, una matrona recia y de aspecto serio con los pies descalzos y una lanza ensangrentada agarrada con las dos manos. El cabello del joven pastor de gargantes le colgaba alrededor de la cara, mojado por el sudor, y había sufrido un corte que le dejaría una cicatriz larga y blanca desde la mandíbula hasta la oreja, pero su mirada era dura y decidida.

Cuando Isana comenzó a bajar por las escaleras, otro marat se lanzó contra las barricadas con un hacha de cabeza de piedra en cada mano. Lanzó una de ellas hacia Frederic, pero el pastor levantó el escudo y el hacha se partió contra él. La mujer que lo acompañaba asestó una lanzada al muslo del marat y este arrojó la segunda hacha en un golpe dirigido contra el astil de la lanza.

Frederic gritó, dirigió la lanza hacia el marat y la hoja de acero entró con fuerza en su pecho. El joven tiró de la lanza hacia él y con un rugido se inclinó hacia atrás y le pegó una patada en el vientre al marat aturdido. El guerrero salió volando a causa del golpe aumentado por la furia, y fue a caer sobre un montón de cuerpos que ya cubría las piedras del patio inmerso en la lucha.

Isana corrió hacia la puerta.

—Frederic, he visto a Tavi y a Bernard. Están heridos y les tengo que ayudar.

El aludido se volvió hacia ella, resoplando y con sus rasgos hermosos manchados con gotas de sangre.

—¡Pero señora Isana! Hay marat corriendo por todas partes.

—Y ellos están heridos en medio de este caos. Necesito tu ayuda para mantenerlos alejados de las zonas de combate.

La mujer de la lanza le hizo un gesto de asentimiento a Isana.

—Adelante. Podemos defender la puerta durante un rato.

Frederic levantó una ceja de su rostro demacrado.

—¿Está segura?

—Muchas gracias —agradeció Isana y dio una palmadita en el brazo a la mujer. Enseguida agarró el de Frederic—. Se encuentran cerca de la puerta, en la sección derruida de la muralla.

El joven tragó saliva y asintió.

—Así que tenemos que ir al otro patio, ¿no es eso?

—Sí.

Frederic afirmó las manos sobre la lanza y asintió.

—Entonces, vamos.

Isana rodeó con fuerza el hombro de Frederic mientras avanzaban, lanzó una mirada rápida alrededor del patio y se encaminaron a paso ligero hacia el otro extremo de Guarnición, manteniéndose cerca de la muralla. La batalla en el patio era una especie de matadero de pesadilla. Los marat estaban por todas partes, asaltaban los edificios y luchaban entre ellos y con los defensores aleranos.

Un chillido aterrorizado atravesó el patio. En la puerta de un barracón, en el lado opuesto, aparecieron un par de moa. Arrastraban a un legionare herido hacia el patio, cada uno de un brazo, y lo lanzaron al suelo entre los dos.

Mientras Isana miraba, el yelmo del legionare salió volando y reveló la cabeza calva de Warner y bajo ella, su cara exhausta.

—¡Warner! —gritó Isana.

Warner levantó la mirada con el rostro ceniciento e intentó mover la espada hacia el ave más cercana, pero el movimiento fue apático, como si no le quedaran fuerzas. Los dos terribles moa empezaron a destrozar al estatúder entre insoportables chillidos. Dos marat de cabello trenzado con plumas oscuras de moa se quedaron mirando hasta que finalizaron; Warner se quedó tirado e inmóvil. Uno de ellos se adelantó con un cuchillo en la mano y, después de pensárselo un momento, cortó las orejas del caído. Le dijo algo a su compañero que provocó una risa ronca y mientras las aves seguían ocupadas con el cadáver, los dos se dieron la vuelta y entraron en el barracón que había estado defendiendo el muerto.

A los gritos que inundaban Guarnición se unieron otros: los chillidos de niños aterrorizados.

—Alguien les ayudará —jadeó Frederic—. ¿Verdad, señora Isana? Alguien les irá a ayudar, ¿no?

Isana miró entre el patio más alejado y el barracón donde chillaban los niños, y tomó una decisión en un brevísimo lapso de tiempo. Aunque Tavi estaba herido, tenía posibilidades de sobrevivir. Si no hacía nada, aquellos niños no tendrían ninguna.

—Seremos nosotros quienes lo hagamos —contestó—. Vamos.

El joven tragó saliva y asintió. Retiró la mano de Isana de su hombro y avanzó, mientras hacía girar, nervioso, la lanza entre las manos. Ella le siguió.

Ninguno de los moa los vio hasta que Frederic movió la lanza en un gran arco que terminó en el cuello del más grande, que se partió con un crujido agudo. El ave se derrumbó inmediatamente, mientras que la segunda se volvió hacia Frederic y atacó, tratando de picotear la cara del pastor de gargantes. Este dio un salto hacia atrás y el ave lo siguió.

Dentro del barracón, los niños seguían gritando. Isana esperó a que el moa se apartase un par de pasos más de la puerta y se deslizó hacia el interior.

—¡Señora Isana! —la llamó Frederic—. ¡Espere!

La mujer entró sigilosamente en el barracón y encontró a los dos marat delante de una docena de niños que se escondían detrás de unos arcones y literas que habían amontonado en el suelo para formar una barricada improvisada. Algunos de los niños mayores blandían lanzas de la legión y se defendían cada vez que los marat se acercaban; estos hablaban entre sí en voz baja, con la intención evidente de decidir el mejor modo de sacar a los niños de detrás de la barricada.

Isana se movió en silencio hacia el marat más cercano, alargó la mano y le tocó en el cuello mientras llamaba a Rill.

El atacante dio un respingo y dejó escapar un chillido ronco que se redujo a un borboteo cuando el agua le empezó a salir por la nariz y la boca. El segundo marat giró sobre sí mismo con gran rapidez, aprovechando la inercia para lanzar un puñetazo con los nudillos muy marcados. Isana sintió que el golpe le impactaba en el pómulo y la tiraba al suelo.

Intentó escabullirse, pero el marat la atrapó por el tobillo y la arrastró hacia él. Le dio patadas, pero el guerrero le hizo un corte en la pierna con el cuchillo, formando una repentina línea de intenso ardor alrededor de la pantorrilla. Sintió cómo se movía, sintió cómo su peso se precipitaba sobre ella y una mano basta se enredaba en su cabello, tirando hacia atrás la cabeza. Por el rabillo del ojo vio el resplandor de una lustrosa daga de piedra que se dirigía hacia su cuello.

Levantó el brazo, jadeando, y bloqueó el antebrazo de su agresor, deteniendo la hoja a unos pocos centímetros de su cuello. El marat gruñó y presionó, e Isana notó cómo le cedía el brazo ante la superioridad física del guerrero.

Se retorció, jadeando, e invocó una vez más a Rill, con la esperanza de que el primer marat siguiera incapacitado cuando este saliera de él. La furia la inundó e Isana la contuvo mientras hundía las uñas de la mano libre en el antebrazo del marat. La sangre manó de las heridas en la piel pálida, y entonces ella impulsó a Rill para que entrase por esos arañazos.

El marat jadeó, temblando, y la fuerza del brazo empezó a mermar. Se quedó rígido, experimentó convulsiones y de repente soltó tanto a Isana como el cuchillo. Su cuerpo se sacudió y se alejó de la mujer arqueando la espalda y agarrándose el pecho.

Isana tembló y trató de protegerse de los sentimientos de terror y pánico repentinos del marat, pero no lo liberó del ataque de Rill. El guerrero jadeó, tratando de respirar como un pez fuera del agua, pero ella sabía que eso no le iba a ayudar. La furia detuvo la sangre en sus venas y los latidos de su corazón.

No duró más de un minuto. Isana se encontró mirando a una docena de niños aterrorizados y con los ojos muy abiertos al otro lado de los cadáveres de los guerreros marat a los que había matado.

Un momento después, Frederic, respirando a duras penas, apareció en el quicio de la puerta. El joven había prescindido del escudo y en su lugar llevaba a una muchacha delgada y medio vestida que lucía un collar de esclava y sedas de bailarina. La pierna de la chica estaba ensangrentada y se apoyaba en Frederic, con el rostro hundido en su hombro, llorando.

—Señora Isana —resopló el joven—. ¿Se encuentra bien?

—Por ahora —respondió. Se acercó a él y le ayudó a colocar a la chica detrás de la pequeña barricada—. Frederic, te tienes que quedar aquí y proteger a los niños. Defiende el edificio. ¿De acuerdo?

Él la miró con preocupación.

—Pero ¿y usted?

—Lo conseguiré —respondió Isana.

Durante un momento, el terror, el dolor y el pánico de los que tenía a su alrededor se elevaron como una ola que amenazase con engullirla. Los cadáveres de los marat yacían en el suelo, retorcidos y rígidos, con expresiones de agonía. Se oyó a sí misma que dejaba escapar una tenue carcajada nerviosa.

—Lo conseguiré. Tengo que llegar hasta él.

El joven tragó saliva y asintió.

—Sí, señora.

Se obligó a respirar hondo para controlar las emociones que la atravesaban.

—Defiende la puerta, Frederic. Defiéndelos.

Entonces salió por la puerta del barracón lo más rápido que pudo y reemprendió el camino hacia el patio más alejado.

Parecía que la batalla estaba perdiendo fuelle. Los cadáveres y los heridos yacían por todos lados. Vio cómo un marat de los moa aparecía por una esquina y era arrollado por un par de marat a caballo que le atravesaron la espalda a lanzadas mientras huía. Un lobo gigante enloquecido por la sangre se lanzó contra uno de los caballos, clavó los colmillos en sus cuartos traseros y derribó al animal, mientras que el jinete saltaba de la silla y se daba la vuelta, lanza en mano, para enfrentarse al lobo.

Isana siguió avanzando y pasó por delante del edificio de mando, donde un legionare entrecano y de aspecto sombrío le gritó que entrase. Ella lo ignoró y continuó hacia el patio oriental.

Allí la lucha había sido mucho más intensa y la matanza era mayor. No solo por los muertos que se habían preparado para las exequias al principio del día, sino por los cientos de cuerpos más que yacían en el suelo; en su mayoría eran marat, pero de vez en cuando resaltaba el rojo y el dorado de la túnica de un legionare de Riva en medio de los cuerpos pálidos de los bárbaros. Podría haber cruzado el patio sin poner un pie en las piedras.

Cuando lo atravesaba, por dos veces tuvo que evitar a sendos marat que pasaban a su lado huyendo hacia las puertas rotas con ojos salvajes y aterrorizados. Se apartó de su camino y los dejó pasar. En cierto momento, numerosos marat montados a caballo pasaron al galope a través de los cadáveres, con los cascos pisoteándolos de manera indiscriminada en su camino hacia las puertas. Aquí y allí se movían los heridos, arrastrándose o esperando la muerte en silencio. El lugar estaba dominado por el olor a sangre y el hedor séptico de los vientres desgarrados, y cuando llegó a la sección derruida de la muralla, donde había visto a Tavi por última vez, se sintió mareada.

Tuvo que pasar por encima de un montón de escombros para alcanzar el extremo más alejado, tratando de hacerse una idea de lo duro que podía ser lo que vería: a su hermano muerto sobre las piedras, a Fade colgado al extremo de una soga, estrangulado o con el cuello roto. A Tavi por encima de ellos y desangrado hasta la muerte.

En lugar de todo eso, encontró a Bernard tendido y quieto, apoyado en la base de la muralla. Le habían desabrochado su cota de mallas para enrollarla hacia arriba, dejando al descubierto la zona del tajo de la espada del mercenario, y allí la piel era rosada y lisa, como si la acabasen de unir con un artificio. Se tambaleó sobre las piedras hasta llegar al lado de su hermano y alargó la mano hacia el cuello. Encontró el pulso, lento, pero constante y fuerte.

Las lágrimas le nublaban los ojos cuando oyó movimiento y miró hacia arriba, donde vio a Fade levantándose de su asiento a poca distancia. Tenía el cuello marcado y erosionado y la manga manchada de sangre, pero el corte lo habían cerrado con un artificio y la piel lucía rosada, limpia y casi brillante.

—Fade —se sorprendió Isana—, ¿cómo…?

El esclavo giró la cara hacia las almenas.

—Tavi —respondió con voz tensa—. Están con él ahí arriba.

Cayó un poco de gravilla e Isana miró hacia lo alto.

Sobre la muralla se encontraba Odiana, que la observaba con una expresión distante y los ojos oscuros, vacíos y huecos. Movió un pie desnudo y le dio una patada a un rollo de cuerda con nudos que tenía a su lado; la cuerda se desenrolló y cayó, golpeando la muralla al lado de la cabeza de Isana.

—Sube —indicó Odiana.

—¿Qué has hecho con él? —preguntó Isana.

—Sabes que no te puedo oír —respondió la bruja de agua—. Sube —repitió y desapareció tras el vértice de las almenas.

Isana miró a Fade y asió la cuerda. El esclavo se acercó con expresión seria y le puso las manos en la cintura, izándola cuando empezó a escalar.

Llegó a lo alto de la muralla y encontró a Odiana al lado de las formas inmóviles de Tavi y Amara. Los dos estaban pálidos y quietos pero respiraban con regularidad. Isana se acercó al lado de su sobrino y bajó la mano para tocarle la cara y apartar de sus ojos un rizo del cabello. Sintió cómo sollozaba de alivio a medida que se iban difuminando el terror y el miedo de los últimos días, que exigía que el hueco se llenase con lágrimas. No se molestó en alejarlas con un artificio.

—Una reunión feliz —murmuró Odiana.

La mujer se dio la vuelta hacia la cuerda, con la intención evidente de bajar hacia el patio.

—¿Por qué? —preguntó Isana con voz medio ahogada. Levantó la mirada hacia la bruja de agua—. Los has salvado. ¿Por qué?

Odiana ladeó la cabeza con los ojos fijos en la boca de Isana.

—¿Por qué? ¿Por qué, dices? —sacudió la cabeza—. Me pudiste matar en Kordholt. O sencillamente, dejarme atrás. Y no lo hiciste. Me hubieras podido entregar a la muchacha cursor. No lo hiciste. Todo eso se merecía una respuesta. Esta es la mía.

—No lo entiendo.

—Creo que salvarte la vida habría sido una gracia muy pequeña. Salvar las vidas de tu sangre es una cuestión completamente diferente. Tú quieres a ese muchacho como si fuera tu hijo. Lo quieres tanto que me hace daño a la vista. El estatúder. Incluso el esclavo. Son importantes para ti. Así que te doy sus vidas. Nuestra cuenta está saldada. No esperes nada más.

Isana asintió.

—¿Y la muchacha?

Odiana suspiró.

—Esperaba que muriese, como principio general, pero vivirá. Ni la he ayudado ni le he hecho daño. Tómatelo como quieras.

—Muchas gracias.

La bruja de agua se encogió de hombros y murmuró con algo parecido a un tono cálido y sincero en la voz:

—Espero no verte nunca más, Isana.

A continuación descendió por la cuerda y una vez en el suelo, cruzó el patio con paso vivo y se internó en Guarnición con los ojos cansados.

Isana le dio la espalda a la mercenaria que se alejaba y se arrodilló para tocar la frente de Tavi y envió a Rill suavemente al interior del muchacho para comprobar su salud. Sintió que estaba dolorido y que necesitaría un artificio profundo para recuperarse, pero la bruja de agua se había asegurado de que viviría para que lo pudieran tratar.

Notó un roce de cuero sobre la piedra a sus espaldas; era Fade, que subía por la cuerda y al llegar arriba lanzó una mirada preocupada.

—¿Tavi?

—Está bien —susurró Isana—. Se va a recuperar.

Fade puso una mano en el hombro de Isana, en silencio.

—Es valiente. Como su padre.

Isana levantó la vista hacia Fade y sonrió cansada.

—¿Y la batalla? ¿Se ha acabado?

El esclavo asintió, mirando hacia el patio y las puertas.

—Terminó.

—Entonces, ayúdame. Los tenemos que meter en una cama para cuidarlos.

—¿Y después qué? —preguntó Fade.

—Después… —Isana cerró los ojos—. Después volveremos a casa, Fade.