43

CORRIÓ, corrió para salvar la vida.

El patio era un laberinto de confusión y movimiento, pero sabía la dirección en la que tenía que ir: lejos del hombre que había matado a Atsurak. Tavi giró, rodeó a un par de guerreros marat trabados en combate y huyó hacia el otro lado del fuerte. Oyó el aullido del viento por encima de él y después, una racha repentina lo envió al suelo. Chilló y procuró no apuñalarse con la daga que llevaba en la mano, mientras rodaba sobre sí mismo y golpeaba las piedras del patio.

Cuando se detuvo, levantó la mirada y vio a un caballero Aeris con armadura completa que picaba hacia él con la lanza preparada. Tavi se rebuscó en los bolsillos. Al acercarse el caballero, le lanzó un puñado de la sal gruesa que había cogido del ahumadero en Bernardholt y se lanzó hacia un lado.

El caballero profirió un grito repentino y pataleó en el aire; se precipitó contra el suelo a demasiada velocidad, y aunque pudo dar un par de pasos desesperados, acabó por caer y dar vueltas sobre las duras piedras. El muchacho oyó cómo se le rompía una extremidad con un crujido muy fuerte a causa del impacto, y el chillido inmediato del herido.

El chico se puso en pie y miró a su alrededor. Más caballeros Aeris se habían elevado sobre el patio, buscándolo. Al otro lado de un grupo de legionares, el enorme espadachín al cual Tavi había vislumbrado en los establos de Bernardholt lo distinguió y se dirigió hacia él con la espada levantada para acabar con cualquier oposición que pudiera encontrar en su avance. No se veía por ningún sitio al hombre que había acabado con Atsurak.

Corrió para alejarse del espadachín y pasó a lo largo de los establos para dirigirse hacia el centro del fuerte y la puerta del otro extremo. Seguramente allí habría alguien que no estuviera en todo el meollo de los marat, o si no, podría encontrar un edificio seguro para esconderse.

Alcanzó el extremo de los establos al mismo tiempo que una figura fornida salía por una de las puertas de las instalaciones con un peto todavía a medio abrochar y con un yelmo que le caía sobre los ojos.

—¡Ya voy, ya voy! —gritaba.

Tavi tropezó con el joven y ambos cayeron al suelo. El peto mal abrochado cayó y dio varios tumbos, aunque logró mantener en la mano la empuñadura de la espada. El hombre se retiró hacia atrás el yelmo, cogió la espada con las dos manos y se incorporó.

Tavi se protegió la cabeza con los brazos.

—¡Frederic! —gritó—. ¡Fred, soy yo, Tavi!

El otro bajó la espada y se lo quedó mirando.

—¿Tavi? ¿Estás vivo?

—¡No por mucho tiempo! —suspiró, intentando ponerse en pie—. ¡Quieren matarme, Fred!

Frederic parpadeó. Su yelmo le cayó sobre los ojos.

Tavi levantó la mano para apartárselo y vio cómo un nuevo caballero Aeris bajaba hacia él. Metió la mano en el bolsillo para buscar más sal, pero con las prisas le había dado la vuelta al bolsillo cuando la sacó antes, y el resto se había caído al correr.

—Tavi —explicó Fred—, el estatúder me ha dicho que no me quite el yelmo…

—¡Cuidado! —gritó Tavi, y se lanzó sobre su amigo, mucho más alto que él, al que desequilibró y tiró al suelo.

El caballero pasó volando con la espada extendida hacia abajo y el muchacho sintió un pinchazo caliente y repentino en el brazo.

Frederic parpadeó al ver que un caballero pasaba volando y giraba en el aire para volver a atacar.

—Tavi —exclamó aturdido, mirando el brazo del chico—. Te ha cortado. —Levantó la vista hacia su amigo con los ojos muy abiertos y murmuró—: Intentan matarte…

—No te puedo decir lo contento que estoy de que estés tú aquí para explicármelo —replicó Tavi haciendo una mueca al sentir el dolor. La sangre le había manchado la camisa, pero podía mover el brazo—. No es tan grave. Ayúdame a ponerme en pie.

Frederic lo hizo con cara de miedo y confusión.

—¿Quiénes son?

—No lo sé. ¡Cuidado, aquí viene de nuevo!

Se escondió en el edificio, pero vio cómo en el otro extremo de los establos aparecía la silueta inconfundible del espadachín recortada frente a las puertas del otro lado, espada en mano.

—No podemos salir por ese lado —jadeó.

Miró a su espalda: al caballero Aeris se le habían unido varios de sus compañeros, que se alineaban para otra carga.

—Fred, necesitamos a Thumber.

—¿Qué? ¡Pero si Thumber no sabe luchar!

—Sal, Fred. Necesitamos sal para tirársela a esos artífices del viento. ¡Un montón de sal!

—Pero…

—¡Corre, Fred!

Los caballeros Aeris se lanzaron contra ellos con un torrente aullante de viento.

Tavi agarró la daga y miró a su alrededor, pero no había ningún sitio adonde ir.

Frederic dio un paso al frente y se colocó delante de Tavi con la espada empuñada con ambas manos. Soltó un chillido que se fue convirtiendo en un rugido profundo y echó el arma hacia atrás. Cuando la bajó de nuevo, pasó recta sobre su cabeza y bajó con gran fuerza, cayendo sobre el caballero que iba delante antes de que su espada pudiera detener la del amigo de Tavi.

El golpe derribó al Aeris como si hubiera sido un muñeco de paja, se desplomó desde el aire y quedó de bruces en el suelo tras una caída corta y violenta. El muchacho no tenía la menor duda de que Frederic le había quitado la vida.

Frederic volvió a levantar la espada y la movió violentamente contra el siguiente caballero; sin embargo, esta vez el enemigo viró para evitarlo. El joven falló, pero en el movimiento Tavi pudo vislumbrar el ligero resplandor de algo que brillaba sobre la hoja de la espada: unos montoncitos duros y blancos; eran cristales de sal que pasaron por la corriente de aire delante del Aeris; este soltó un grito, cayó al suelo y rodó con violencia hasta impactar con un sonido de huesos rotos contra la pared de un barracón.

Fred se quedó mirando a los dos hombres con los ojos muy abiertos y jadeando.

—Ya tenía la espada cubierta de sal —tartamudeó mientras se volvía hacia Tavi—. Después de darle al primero, cuando estaba en esa roca. —Se quedó mirando la espada y después, a Tavi—. ¿Estás bien?

Tavi tragó saliva y miró por encima del hombro hacia el interior del establo. Dentro, alguien había salido de las sombras para lanzarse sobre el espadachín. Se produjo un movimiento confuso de siluetas, un grito corto y el espadachín prosiguió su camino.

Frederic tragó saliva, aferrado a la espada.

—¿Tavi? ¿Qué vamos a hacer?

—Dame un minuto —tartamudeó Tavi—. Estoy pensando.

Sin aviso previo, un guerrero marat se lanzó sobre él, lo cogió por un costado, lo levantó del suelo y lo lanzó dolorosamente contra la pared del establo. Tavi dejó escapar un grito de dolor y movió sin fuerza la daga contra el marat, un miembro del clan de los lobos cubierto de sangre, pero falló y apenas llegó a rajar la piel de su oponente.

El guerrero mordió a Tavi con los colmillos, retirándose lo justo para volverlo a aplastar contra la pared, una vez y otra más, con lo cual le vació de aire los pulmones y provocó que los ojos se le ofuscaran con chiribitas.

Fred se situó detrás del guerrero, le pasó su brazo moreno por debajo de la barbilla y lo apartó de Tavi, levantando al marat, que perdió pie y emitió un grito de protesta estrangulado.

—¡Corre, Tavi! —gritó Fred—. ¡Corre!

El chico aterrizó en el suelo, mareado, y consiguió ponerse a cuatro patas. Levantó la mirada para comprobar que el espadachín se seguía acercando, se dio la vuelta, con la daga de empuñadura de oro firmemente sujeta en la mano, y se puso en marcha para volver a la pelea salvaje del patio.

Tavi se agachó bajo la contera de la lanza de un legionare, resbaló en algo húmedo y oscuro que no tuvo tiempo de mirar y siguió adelante. Un hombre ensangrentado a quien el muchacho reconoció como miembro de Rothholt, se volvió hacia él y levantó la espada, pero reconoció al chico antes de descargar el golpe y le gritó algo a través del tumulto y el caos.

El viento rugió una vez más sobre el patio y Tavi miró atrás para ver a otro caballero Aeris que planeaba sobre el patio, buscándolo. Su mirada tropezó con la suya y se detuvo. Los ojos del Aeris se abrieron más y bajó en picado hacia él.

El muchacho oyó cercano el relincho de un caballo y se volvió con los ojos muy abiertos. Rodeó a un hombre de las explotaciones, viejo y fornido, que cargaba a hombros con un legionare herido y lo alejaba del fragor del combate en el centro del patio, para encontrarse con un grupo de caballos, cuyos jinetes blandían lanzas y espadas para abrirse paso entre el tumulto de luchadores.

—¡Hashat! —gritó Tavi.

La cabeza de la marat se volvió con rapidez, con la melena blanca ondeando al viento, y le dedicó una gran sonrisa.

—¡Alerano! —lo llamó con alegría en la voz.

Sus ojos se fijaron en un punto por encima de él y azuzó a su montura apretando las piernas contra los flancos del caballo. El animal se lanzó hacia delante y estuvo a punto de arrollar a Tavi antes de detenerse. El chico miró hacia arriba a tiempo de ver que el caballero Aeris que había venido a por él se enfrentaba a Hashat y fallaba un golpe, mientras la espada de la marat le cruzaba la cara. El hombre gritó tapándose los ojos, pero consiguió elevarse en el aire y se alejó del patio tambaleándose como un borracho. Otro de los guerreros marat se dio la vuelta con un curvado arco en las manos y disparó una flecha que derribó finalmente al caballero del cielo.

—¡Bah! —le gritó Hashat al arquero.

El hombre le sonrió, mientras colocaba otra flecha. Ella levantó la espada ensangrentada hasta los dientes y le dio una mano a Tavi.

—¡Sube, alerano!

Tavi le cogió la mano y se sorprendió por la fuerza de la esbelta mujer. Lo subió de un tirón hasta el acolchado ligero de la silla que usaban los marat, le colocó un brazo alrededor de la cintura y les gritó algo a los guerreros que tenía cerca en su lengua incomprensible. Los caballos volvieron grupas juntos y se precipitaron hacia la muralla exterior, abriéndose paso en medio de la muchedumbre de bestias y hombres chillando.

—¿Qué ocurre? —gritó Tavi.

—¡Han obligado a tu gente a retirarse de la muralla! —respondió Hashat también a gritos. Se encogió de hombros y Tavi vio sobre ellos unos trozos de tela negra: los fajines negros que lucían los caballeros enemigos—. Lobo y moa son los que están más cerca de la muralla. Nuestra gente se está abriendo camino hasta aquí, pero les costará un tiempo. Vamos a ayudar a tu pueblo a volver a las murallas o a retirarse hacia el otro patio.

Mientras Tavi miraba, la contera de una lanza voló por el aire y derribó de la silla a uno de los guerreros montados del clan de los caballos, que cayó sobre un puñado de guerreros moa. Uno de ellos clavó el cuchillo de vidrio en su garganta y mientras la sangre manaba como una fuente, le agarró la melena pálida y le cortó el cuero cabelludo.

Al verlo, Hashat lanzó un chillido penetrante de pura rabia, de manera que su caballo retrocedió y clavó los cascos traseros en el pecho del guerrero moa agachado. El hombre cayó con un chillido con parte del pecho tremendamente hundido. Uno de los guerreros marat levantó la lanza, pero Hashat alzó la mano y gritó una orden. El lancero asintió, bajó la lanza hacia el marat y con la punta le marcó un corte largo sobre las costillas. Lo repitió para convertirlo en una X, antes de que los caballos siguieran su camino.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tavi.

—Se ha llevado la cabellera de Ishava —bufó Hashat—. Intentaba destruir su fuerza. Eso es diferente a matar, alerano.

—¿Por qué no lo has matado?

—Porque no vamos a perder la fuerza de Ishava. Lo hemos marcado. Después del combate, alerano, compartiremos al moa y dejaremos que Ishava descanse.

Tavi parpadeó y se quedó mirando a Hashtat. Los ojos oscuros de la jefa de los caballos brillaron de un modo duro y salvaje, y no volvió a sonreír hasta que alguien le tiró una lanza y se tuvo que incorporar en los estribos para cortarla en el aire con la espada.

Llegaron a la muralla, pero la presión del combate les había llevado hacia el rincón noroeste del patio, donde vieron derrumbada parte de la muralla, caída cuando el gargante de Doroga cargó contra ella.

—¡Doroga! —gritó Tavi—. ¿Dónde está Doroga?

—¡Fuera! —respondió Hashat—. Lo hemos montado en su gargante para enviarlo con su pueblo. —Miró alrededor del patio y negó con la cabeza—. No nos podemos quedar mucho tiempo, alerano. Nuestra gente está obligando a los lobos y a los moa a entrar en las murallas.

—¡Mi amigo! —exclamó Tavi—. ¡Fred! ¡Un chico alto con una espada! ¡Está en los establos! ¡Le tienes que ayudar!

Hashat miró hacia atrás a Tavi con una expresión torva antes de dirigirle una sonrisa brillante.

—Le ayudaremos. Ahora, alerano, incorpórate. Agárrate a mis hombros.

Hashat se acercó a la sección derruida de la muralla y miró hacia el sol para ver una serie de siluetas que se movían por allí. Una de ellas lanzó una cuerda. Tavi se puso en pie, con una punzada de dolor en el brazo donde tenía el corte, los pies sobre la silla de montar marat y las manos apoyadas en los hombros delgados y fuertes de Hashat. Se metió la daga de empuñadura de oro en el cinturón y agarró la cuerda. Hashat se quedó mirando mientras subía y entonces espoleó el caballo, dejando al chico suspendido en el aire, al tiempo que alguien desde arriba empezaba a recoger la cuerda.

—¡Fade! —exclamó Tavi.

Fade dejó escapar un grito de alegría y ayudó a Tavi a subir a la sección rota de la muralla. La cara abrasada del esclavo se retorció en una sonrisa grotesca, mientras agarraba al muchacho por los hombros y lo llevaba corriendo hacia las almenas, para alejarlo del borde de la muralla derruida.

En lo alto de la muralla, muchos legionares se mantenían agachados tras las almenas, jadeantes y exhaustos. Nadie estaba ileso. Permanecían agachados, con la espalda apoyada en las almenas y los escudos entre ellos y el patio inferior. Bernard también se encontraba allí, pero se levantó para acercarse a Tavi y lo cogió con fuerza del brazo.

—¡Tavi!

—¡Tío! ¿Dónde está la tía Isana?

El estatúder negó con la cabeza, pálido.

—Nos separamos.

Rodeó los hombros del muchacho y lo guió por las almenas, presionando para que se agazapase tras las piedras e interponiendo su cuerpo entre su sobrino y el patio. Tavi contempló sobrecogido el campo de batalla fuera de la fortaleza. Nunca había visto a tantas personas juntas, y mucho menos a tal cantidad de gente intentando matarse entre ellos. La zona de lucha del exterior era tan confusa como la del patio, pero de dimensiones a una escala mucho mayor. Los gargantes gritaban y bramaban en la distancia y avanzaban con paso lento pero constante hacia las murallas, mientras grupos montados del clan de los caballos atacaban y se retiraban por todas partes, enfrentándose a manadas de guerreros lobo o a bandas desorganizadas de moa con sus aves de guerra descontroladas.

—Grandes furias —jadeó Tavi.

—Baja la cabeza —murmuró Bernard mientras cogía un pesado escudo de la legión y lo colocaba delante de su cuerpo y de cara al patio—. De vez en cuando se detiene alguien y dispara una flecha.

—¿Y la tía Isana?

Bernard gruñó, y algo golpeó el metal del escudo con un golpe hueco y pesado.

—Estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance, muchacho. ¡No te levantes!

Fade soltó un grito de alarma desde detrás de su escudo y Tavi miró hacia atrás a tiempo de ver cómo alguien saltaba desde el otro lado del hueco en la muralla. Amara aterrizó en las almenas al lado de Fade con una ráfaga de viento y un gruñido por el esfuerzo, y se escondió enseguida detrás del escudo de Fade, jadeando.

—¿Tavi? —exclamó con los ojos muy abiertos—. No creía que lograras escapar de esa…

—Tuve ayuda.

—¿La tienes?

—Sí —asintió.

Giró la empuñadura de la daga hacia ella y se la entregó. Amara la cogió, palideció y sacudió la cabeza.

—Se la tengo que entregar al Primer Señor.

Bernard sonrió.

—¿Qué dice Giraldi?

—Estamos atrapados —respondió Amara, que se limpió el sudor de la frente con mano temblorosa—. Caballos y gargantes están empujando a los otros marat dentro de Guarnición. Controlan todo el patio occidental excepto la muralla. En el patio oriental todo el mundo está refugiado en los edificios para defenderse. Giraldi cree que la gente de Doroga conseguirá meter una cuña entre moa y lobos en una hora poco más o menos, y tendrán que abandonar el campo.

Bernard soltó el aire.

—Una hora —repitió. Algo golpeó el escudo y le empujó el hombro hacia Tavi—. No vamos a durar tanto. ¿Y mi hermana?

—Está en uno de los barracones del patio oriental, con Gram. Giraldi dice que la vio entrar con él.

—Bien —murmuró Bernard—. Bien.

Delante de ellos, en la muralla, uno de los legionares gritó. Tavi miró y vio que una flecha le asomaba al hombre por la parte superior del hombro. No parecía una herida mortal, pero al cabo de unos segundos, la cabeza del hombre perdió fuerza sobre el cuello y cayó a un lado en silencio.

Bernard agarró el brazo de Tavi y caminaron agachados a lo largo de las almenas protegidos por el escudo, que mantenía por encima de los dos. Comprobó el cuello del hombre e hizo una mueca.

—Le ha debido de dar en la arteria. Ha muerto. —Entonces frunció el ceño y se inclinó hacia delante—. Esa no es una flecha marat…

El siguiente legionare en la muralla dio de repente un respingo. Su cabeza se lanzó hacia atrás donde unos pocos centímetros de su yelmo sobresalían del escudo. Parpadeó un par de veces y la sangre corrió entre los ojos y por encima de las sienes. Su mirada se vació y cuando cayó a un lado quedó a la vista una flecha clavada en el yelmo.

Amara arrastró a Fade por la muralla y se atrevió a lanzar una mirada fuera del escudo.

—Es él —susurró.

Un tercer hombre acurrucado detrás del escudo lo apretaba contra su cuerpo, demasiado cerca. La flecha siguiente atravesó el escudo y se hundió en el pecho del hombre, entre las costillas. Dejó escapar un grito ahogado y de repente le salió sangre por la boca.

Tavi miró horrorizado al legionare que moría a su lado en la muralla. Había ocurrido muy deprisa. El arquero oculto había tardado menos de medio minuto en matar a tres hombres.

—Tenemos que salir de aquí —tartamudeó el último legionare. Se empezó a poner en pie—. No nos podemos quedar en este lugar.

—¡Agáchate, idiota! —gritó Bernard.

Pero el legionare se dio la vuelta para correr a lo largo de la muralla, hacia la cuerda que se encontraba al lado del hueco. En cuanto se detuvo lanzó un grito y Tavi vio una flecha negra y gruesa que atravesaba la pierna del hombre. Cayó al suelo con un chillido, aterrizando encima del escudo.

La siguiente flecha le penetró por la oreja. El soldado se tendió en silencio como si fuera a dormir y ya no se volvió a mover.

—¡Maldito seas, Fidelias! —gritó Amara con voz ronca.

Tavi miró a un lado y otro de la muralla. Detrás de él, las almenas terminaban abruptamente ante el hueco que había abierto Doroga en la muralla; por delante, estas se extendían hasta alcanzar un muro de roca sólida. Los constructores de Guarnición habían usado los viejos afloramientos de granito de las colinas a ambos lados de la fortaleza como sus murallas septentrional y meridional, que eran poco más que unos precipicios de rocas casi verticales.

—¿Podemos escalar por ahí? ¿Podemos salir por ahí?

—¿Con todos esos caballeros Aeris? —Amara negó con la cabeza—. No tendríamos ni una posibilidad.

Según podía oír Tavi, el patio bullía con los gritos de los marat y de sus bestias: relinchos ocasionales de caballos, aullidos de lobos y los chillidos sibilantes de los moa. Si bajaban por la cuerda, solo iban a saltar del fuego a las brasas.

—Estamos atrapados —sentenció.

Otra flecha golpeó en el escudo de Bernard y la punta de acero pasó a través de los refuerzos de metal y la madera del escudo, del cual sobresalió varios dedos y casi penetró en una de sus sienes. Bernard se quedó lívido, pero no cambió su expresión resuelta y siguió cubriendo a su sobrino y a sí mismo con el escudo.

El viento aulló en el hueco de la muralla y Tavi miró hacia atrás para comprobar que el hombre que había ordenado antes el ataque de los caballeros Aeris contra las almenas estaba siendo desembarcado por uno de ellos en las murallas. Un momento después, el enorme espadachín aterrizó a su lado.

Amara respiró hondo con la cara pálida.

—Vete de aquí, Fidelias.

El hombre de aspecto inofensivo miró con una expresión neutra a los que estaban agachados en la muralla.

—Dame la daga.

—No es tuya.

—Dame la daga, Amara.

Como respuesta, la cursor desenvainó la espada que llevaba en el costado. Sacó la daga del cinturón y la tiró sobre las piedras que había a su espalda.

—Ven en su busca, si puedes. Me sorprende que no matases a todo el mundo cuando tuviste la oportunidad.

—Se me han terminado las flechas —reconoció el hombre—. Aldrick, mátalos.

El espadachín desenvainó la espada y lentamente comenzó a avanzar por la muralla.

Amara se humedeció los labios y mantuvo baja la espada, paralela a su muslo. Tavi pudo ver cómo le temblaba la mano.

A su lado oyó cómo gruñía su tío. Bernard forcejeó con las tiras de cuero del escudo y se las soltó del brazo. Entonces se lo dio a su sobrino.

—Aguanta esto —le pidió.

El estatúder se puso en pie con el hacha de doble filo empuñada y se acercó a Amara para resistir a su lado.

Tavi tragó saliva sin dejar de mirar.

Aldrick se detuvo a bastante pasos de la pareja y se quedó súbitamente inmóvil.

Bernard encogió uno de sus hombros, lanzó un grito y comenzó a girar, describiendo con el hacha un arco letal alrededor del cuerpo, dirigido contra la cabeza del espadachín. Aldrick se agachó por debajo de la trayectoria y el hacha mordió la piedra de una de las almenas, convirtiéndola en fragmentos de roca y polvo. Bernard giró y utilizó la inercia para mover el hacha hacia abajo en un golpe que pretendía partir en dos el cuerpo del espadachín.

Aldrick esperó hasta el último segundo para moverse y al hacerlo pareció que no se había movido en absoluto. Solo giró las caderas hacia un lado y apartó su cuerpo del hacha descendente, de modo que no le alcanzó en el pecho, literalmente, por un pelo.

Al mismo tiempo, levantó la espada. La punta se hundió en el costado de Bernard, justo por encima del cinturón. El herido se tensó con los ojos muy abiertos. Dejó escapar un gruñido corto y ronco, y sus dedos soltaron el mango del hacha, que cayó sobre la muralla con un ruido sordo.

Tavi miró horrorizado. Aldrick giró la hoja cuando la extraía del costado del estatúder, y con ello logró que este cayera desde las almenas hacia el caos del patio.

—¡Tío! —chilló.

Amara extendió una mano hacia él mientras caía.

—¡Bernard!

Fade, con un chillido, dejó caer el escudo y luego corrió hacia Tavi, agarrándose al muchacho mientras gimoteaba de manera incomprensible.

Aldrick movió la espada a un lado y gotas de sangre, de la sangre de su tío, mancharon las piedras de las almenas.

El rostro de Amara se cubrió de repente con una máscara de frío desprecio.

—Que te lleven los cuervos, Fidelias —maldijo con una voz gélida y baja—. Que los cuervos os lleven a todos.

El muchacho no la vio atacar, solo notó una nube de color del mismo tono que la capa que llevaba la cursor. Amara se precipitó contra Aldrick con su espada de la Guardia y el metal hizo que el aire silbara en el recorrido.

El espadachín dio un par de pasos rápidos hacia atrás sin mostrar sorpresa ni emoción en el rostro. Levantó la espada y detuvo el golpe de ella. A ese primero siguieron muchas más acometidas, que resonaron con lo que pareció que era un tono continuo, pero el espadachín las detuvo todas, con la espada cerca del cuerpo y unos movimientos muy cortos y rápidos.

Tavi se arrastró hacia delante, con lágrimas que le nublaban los ojos, y tirando del gran escudo y de Fade, que no dejaba de sollozar. Recuperó la daga que había tirado Amara y se la volvió a meter en el cinturón mientras contemplaba el duelo, indefenso y aterrorizado.

Amara giró, se agachó y volvió girar, con la espada dirigida al cuello, las rodillas y de nuevo al cuello de Aldrick. Este bloqueó todos los golpes y entonces, con una sonrisa dura y repentina, descargó su espada. Amara gimió y el arma se le cayó de las manos, yendo a parar cerca de Tavi.

Aldrick blandió la hoja en horizontal y Amara profirió un grito ronco, tambaleándose contra las almenas con el cabello sobre la cara. Tavi pudo ver sangre en la cota de mallas, alrededor de su vientre. La cursor se volvió hacia Aldrick con los pies inestables y alzó los brazos hacia él para golpearle. El espadachín la apartó de un manotazo y con el pie le golpeó la rodilla. Amara bufó y cayó sobre las piedras. Pero intentó levantarse de nuevo.

El Espada sacudió la cabeza, como si estuviera disgustado, y golpeó con la pesada bota el brazo herido de Amara, quien dejó escapar otro grito y se retorció. Miró hacia Tavi sin conseguir fijar la vista y con la cara blanca como una sábana.

Aldrick no se detuvo. Apartó la espada, se agachó y dirigió un mandoble contra la paralizada cursor.

Tavi no se detuvo a pensar. Agarró con la mano izquierda la espada tirada en el suelo y tal como estaba, de rodillas, se abalanzó sobre el traidor. El filo brilló delante de él y encontró el hueco entre la cota de mallas del espadachín y la parte superior de su bota, abriendo en la piel un corte insignificante. Pero fue suficiente para que Aldrick renunciara a asestar el golpe que iba dirigido contra el cuello de Amara y optara por desviar el torpe ataque de Tavi.

Aldrick bufó, con el rostro enrojecido de repentina rabia, que hizo destacar una antigua cicatriz blanca sobre su mejilla encarnada. Lanzó su espada contra la del muchacho, que sintió la vibración del golpe en los hombros y en el pecho, y se le entumeció el brazo con una oleada de pinchazos desde la punta de los dedos hasta el codo. El acero voló hacia algún lugar a su espalda.

Rodó hacia atrás e intentó levantar el escudo para cubrirse, pero el espadachín lo apartó de una patada, de manera que salió disparado de las manos de Tavi y cayó al patio.

—Chico estúpido —dijo Aldrick con ojos fríos—. Dame la daga.

El muchacho agarró la empuñadura de la daga con una mano y empezó a alejarse a rastras a lo largo de la muralla.

—Lo has matado —le gritó Tavi con voz ronca—. ¡Has matado a mi tío!

—Y lo que le ocurrió a mi Odiana es culpa tuya. Te debería matar ahora mismo —gruñó Aldrick—. Ríndete. No puedes ganar.

—¡Vete con los cuervos! ¡Si no te gano yo, alguien lo hará!

—Como quieras —replicó el espadachín. Hizo un molinete con la espada y se acercó a él levantando la hoja con los ojos fríos—. Ni el mismo Araris Valeriano, si estuviera aquí en persona, me podría vencer. Y tú no eres Araris.

El espadachín llevó las dos manos a la empuñadura de su arma y golpeó. Tavi vio el metal frío y ensangrentado de la hoja que caía hacia él y supo que estaba a punto de morir. Chilló y levantó una mano, sabiendo que no iba a servir de nada, pero fue incapaz de evitarlo.

La espada descendió para descargar el golpe mortal.

Y se encontró con otro acero en un repique frío y claro como una campana. Surgió una nube de chispas plateadas allí donde la hoja de Aldrick se encontró con el acero de la espada de la Guardia.

Fade se había situado encima de Tavi con ambas manos en la empuñadura de la espada corta, las piernas muy abiertas, las rodillas ligeramente dobladas y el cuerpo relajado. El espadachín empujó con la espada, pero Fade pudo mantenerla alejada de Tavi, aparentemente con muy poco esfuerzo, y al cabo de unos momentos, el esclavo retorció el cuerpo. La hoja de Aldrick se deslizó hacia un lado y saltó hacia atrás para evitar el contragolpe, pero no fue lo bastante rápido. El arma de Fade se dirigió hacia el rostro de su oponente y le abrió de nuevo la cicatriz blanca, que volvió a sangrar.

Aldrick se retiró en guardia mirando a Fade con los ojos muy abiertos y el rostro enrojecido que iba palideciendo.

—¡No! —exclamó—. No…

Fade dio un paso al frente y se situó entre el chico y los otros dos hombres. Su voz surgió baja, lenta y controlada.

—Quédate detrás de mí, Tavi.

Tavi lo miró aturdido mientras agarraba la daga y se alejaba de los dos hombres.

—No lo eres —bufó Aldrick—. No lo puedes ser. Estás muerto.

—Hablas demasiado.

Entonces se lanzó hacia delante, pasando ágilmente por encima del bulto inmóvil de Amara, con la espada en dirección hacia el espadachín. Aldrick lo detuvo con una lluvia de chispas doradas, desvió un ataque contra su vientre y atacó hacia la cabeza de Fade, que se agachó; el golpe traspasó medio metro de la piedra de una almena unida mediante un artificio. Un trozo de piedra, del tamaño de una bañera grande, se deslizó hacia abajo y cayó sobre los que batallaban fuera de la fortaleza.

Fade se levantó con la espada en movimiento, con el cabello greñudo y sucio volando a su alrededor y el rostro quemado con una expresión de frío distanciamiento y presionó al espadachín, que hubo de retroceder por las almenas. Cuando su espada golpeaba la de Aldrick, surgía un fuego escarlata, y cuando detenía uno de los golpes del espadachín, se elevaban nubes de motas blancas y plateadas.

Tavi advirtió cómo Aldrick empezaba a tener miedo, porque sus movimientos se volvieron más tensos, más rápidos y menos elegantes. Se retiraba paso a paso, y Fade le presionaba sin descanso. El esclavo descargó un golpe fallido contra Aldrick y el filo levantó otra lluvia de chispas al atravesar la piedra a los pies del espadachín, pero el esclavo se recuperó con rapidez y volvió a empujar a su rival a lo largo de la muralla.

Tavi no había visto nunca algo tan ágil y tan terrorífico como el combate entre los dos hombres. Aunque Aldrick era el más grande de los dos, Fade parecía más flexible y sus movimientos eran más fluidos, pues bloqueaban una y otra vez unos golpes que lo podrían haber matado y que fallaban por un margen muy estrecho. Saltó por encima de un espadazo, se agachó por debajo de otro y volvió a atacar el vientre de Aldrick. El espadachín desvió el golpe y giró sobre sí mismo para cambiar la posición con Fade sobre las estrechas almenas, de manera que ahora estaba de espaldas a Tavi.

Aldrick descargó un par de golpes poderosos sobre el esclavo, que evitó uno y desvió el otro con la espada. Fade contraatacó con una serie de golpes demasiado rápidos para que el muchacho los pudiera seguir y el espadachín tuvo que retroceder de nuevo a lo largo de la muralla, claramente a la defensiva.

La espada de Fade atacó el pie de Aldrick y falló, rozando la piedra. El espadachín descargó una patada con su pesada bota contra la cara del esclavo, y la cabeza de Fade se giró hacia un lado, pero aprovechó el movimiento para lanzar un tajo hacia arriba que no alcanzó a su contrincante, pero atravesó la gruesa almena a su lado.

La espada de Aldrick bajó hacia la muñeca de Fade con un golpe rápido que produjo una herida y arrancó de la mano del esclavo la espada, que fue a parar al patio. Fade gritó y cayó de rodillas, apretando la mano contra el pecho.

Aldrick se aproximó a él, jadeando con los ojos muy abiertos, y levantó lentamente la espada.

—Se acabó —anunció—. Por fin se ha acabado. Has perdido.

—Mira dónde estás —replicó el arrodillado.

Tavi miró los pies de Aldrick y los cortes profundos en las almenas, donde la espada de Fade había atravesado la piedra.

Aldrick miró hacia abajo y palideció.

La almena que se levantaba junto a él se deslizó a un lado a lo largo del corte ascendente que Fade había marcado en ella, de manera que la piedra cayó con una gracia pesada hacia el suelo debilitado de la muralla. Lo golpeó y los dos cortes que Fade había hecho en la piedra se convirtieron de repente en una miríada de crujidos. El espadachín intentó dar unos pasos atrás, pero la piedra bajo sus pies cedió como madera podrida y, con un aullido, Aldrick ex Gladius y quinientos kilos de piedra se precipitaron contra el patio.

El esclavo cerró los ojos por unos momentos, resoplando, y después miró a Tavi.

El muchacho se lo quedó mirando.

—¿Cómo?

Fade encogió un hombro.

—Aldrick siempre pensaba en líneas; de manera que yo he pensado en curvas.

Tavi vio un movimiento detrás de Fade y gritó:

—¡Fade, cuidado!

El esclavo se dio la vuelta, pero antes Fidelias, que llevaba la cuerda que habían usado para subir a la muralla, pasó un lazo por encima de su cabeza. Fidelias tiró y le apretó el cuello. Entonces el hombre afirmó los pies y lo arrastró.

Fade se debatió, pero no tenía punto de apoyo y el tirón lo precipitó fuera de la muralla. Fade se perdió de vista cuando Fidelias soltó la cuerda, uno de cuyos extremos estaba atado alrededor de una almena; de repente, la cuerda se tensó con un tirón y un crujido.

—No —suspiró Tavi.

Fidelias se volvió hacia él.

—¡No!

El muchacho se puso en pie y se lanzó contra el hombre, en la muralla. Blandiendo la daga, saltó sobre Fidelias, quien agarró al muchacho por la camisa y sin ningún esfuerzo le dio la vuelta y lo lanzó contra las piedras de las almenas. Tavi sintió cómo caía de espaldas contra el suelo con un golpe que lo dejaba sin aire y convirtió la punzada constante y caliente de su brazo herido en un fuego abrasador.

Dejó escapar un suave gemido de dolor e intentó alejarse de Fidelias; al cabo de unos pocos centímetros de recorrido sintió que su espalda estaba al borde ruinoso del muro derrumbado. Miró hacia atrás y abajo; era una caída que lo llevaría a los escombros duros y dentados de la sección derrumbada, donde los marat y sus bestias luchaban y mataban con una eficacia salvaje.

Volvió a mirar a Fidelias, aferrado a la daga.

—Dámela —ordenó Fidelias con voz tranquila y la muerte reflejada en sus ojos—. Dame la daga o te mataré.

—No —resolló Tavi.

—No es necesario que mueras, chico.

Tavi tragó saliva. Se alejó todo lo que pudo sobre la muralla rota y oyó cómo las piedras empezaban a crujir y a renquear bajo su peso.

—Aléjate de mí.

El rostro de Fidelias se retorció de rabia y alargó las manos en un gesto repentino. La piedra se tensó, como si fuera una sábana que estuviera doblando una lavandera de la explotación, y lanzó hacia Fidelias a Tavi, que quedó aturdido.

El hombre alargó la mano para coger la daga, pero el muchacho la dirigió contra él en un intento desesperado por herirle. Fidelias agarró el cuello de Tavi y este sintió que de repente le faltaba el aire.

—Como quieras —aceptó Fidelias—. Sin testigos.

La visión del chico se empezó a desenfocar y sintió que empezaba a soltar la daga.

Fidelias movió la cabeza y aumentó la presión.

—Me la debiste entregar…

Tavi se debatió impotente hasta que sus brazos y piernas parecieron olvidar cómo tenían que moverse. Miró los duros ojos de Fidelias y sintió que se le iba entumeciendo el cuerpo.

De pronto pudo ver que Amara se movía débilmente y levantaba la cabeza. Vio cómo se retorcía para levantar una rodilla y sacar un cuchillo corto de la bota. Apretó la mandíbula y colocó el brazo roto debajo de su cuerpo, con el antebrazo paralelo al suelo, mientras levantaba un poco el torso.

Entonces, con un solo movimiento, echó hacia atrás el cuchillo y lo lanzó contra la espalda de Fidelias. Una ráfaga de viento fugaz impulsó el arma hacia él.

Tavi vio que el hombre daba un respingo repentino con una expresión sorprendida. Se envaró, los dedos se aflojaron alrededor de su cuello y estiró la mano hacia la espalda, mientras la expresión se le deformaba con un gesto súbito de dolor.

—Querías una daga, Fidelias —musitó Amara—. Ahí tienes un cuchillo. Ese es el que te quité.

El herido, con el rostro pálido y asustado, se volvió hacia Tavi y le agarró la mano en la que sostenía la daga.

Se produjo un forcejeo frenético y Fidelias dejó escapar un gritó entrecortado de dolor. El muchacho sintió una mano alrededor de la muñeca, una mano que presionaba con fuerza, y oyó el crujido de los huesos al romperse. El dolor lo atravesó como un rugido y vio cómo le colgaba la mano inutilizada.

Fidelias agarró la empuñadura de la daga.

Tavi cogió el cinturón del hombre y lo empujó con toda su fuerza y todo su peso.

Fidelias perdió el equilibro, lanzó un graznido ronco y cayó de las almenas para precipitarse contra los escombros afilados del hueco de la muralla. El chico se dio la vuelta y miró hacia abajo para ver cómo el hombre aterrizaba sobre las piernas con los pies por delante. Tavi creyó oír el crujido de los huesos.

Apenas Fidelias había llegado al suelo, una marea de marat le pasó por encima.

Tavi se quedó mirando, jadeando, exhausto; sentía más dolor del que creía que podría existir en todo el mundo. El tío Bernard, Fade… Se le acumularon las lágrimas y no pudo evitar los sollozos, dejando escapar un sonido profundo y duro. Apoyó la mejilla en las piedras y lloró sin consuelo.

Unos momentos después sintió cómo Amara se arrastraba hacia él. La cursor llevaba consigo un escudo. Se tendió a su lado y lo usó para cubrirlos a los dos.

No podía dejar de sollozar, sintió que la mano de Amara le daba unos golpecitos desmañados en la espalda.

—Está bien, Tavi. Todo está bien. —Ella apoyó la mejilla en su cabello—. Chist… Todo se arreglará. Se ha acabado.

Acabado.

Tavi lloró en silencio hasta que lo engulló la oscuridad.