TAVI tragó saliva. Aún tenía las manos aferradas al cinturón de Doroga. El gargante se movía sin descanso y si no hubiera sido por el sonido de sus pasos, el patio habría estado casi en silencio.
Los cuerpos yacían por todas partes. Tavi intentó no mirarlos, pero parecía que allá donde volviera los ojos, había alguien muerto. Era horrible. Los cadáveres no tenían el aspecto de personas. Parecían deformes y descoyuntados, como si un niño descuidado, después de jugar con sus soldados de madera, los hubiese tirado de cualquier manera después de romperlos. Había mucha sangre y ello le revolvía el estómago, pero lo peor era la terrible tristeza de ver las formas retorcidas y rotas de marat y aleranos, de bestias y hombres por igual.
Parecía un desperdicio tan grande…
El patio se había quedado casi en silencio. En la puerta y en un amplio semicírculo alrededor de ella se encontraban Atsurak y sus marat. Agrupados alrededor de los establos se situaban los defensores aleranos, entre ellos, Amara y su tío.
Atsurak se quedó mirando a Doroga; los ojos del enorme marat reflejaban un odio frío.
Doroga se encaró directamente con Atsurak.
—¿Y bien, asesino? —preguntó el primero—. ¿Te enfrentarás conmigo en un Juicio de Sangre o darás media vuelta y regresarás con tu clan a tus tierras?
Atsurak levantó la barbilla.
—Ven a morir.
Los dientes de Doroga aparecieron con una sonrisa feroz. Se giró hacia Tavi.
—Baja, joven guerrero —murmuró—. Y asegúrate de repetirle a tu pueblo lo que te he dicho.
Tavi miró a Doroga y asintió.
—No puedo creer que estés haciendo esto.
Doroga le guiñó el ojo.
—Te dije que te ayudaría a proteger a tu familia. —Se encogió de hombros—. Una horda se interponía. He hecho lo necesario para terminar lo que he empezado. Ahora, baja.
Tavi asintió y Doroga extendió la cuerda de la silla. Fade fue el primero en bajar del ancho lomo del gargante y se quedó esperando hasta que el muchacho descendió. Doroga casi no usó la cuerda, sino que aterrizó con agilidad en el patio y estiró sus tendones con un crujido. Dio vueltas al garrote de mango largo que tenía entre los dedos y se dirigió hacia Atsurak.
Tavi condujo a Fade alrededor del gargante de Doroga dando un gran rodeo en torno a sus patas delanteras y al charco húmedo que cubría las piedras. Su estómago se revolvió inquieto y tragó saliva, mientras recorría con celeridad los metros que le faltaban para llegar hasta su tío.
—Tavi —saludó Bernard y cubrió al muchacho con un abrazo que casi le rompe las costillas—. Furias, lo que he padecido por ti. Y Fade, buen hombre. ¿Estáis bien?
Fade soltó un ruido afirmativo. Se oyó el sonido de pasos a la carrera, ligeros sobre las piedras, y el chico sintió a su tía Isana, inconfundiblemente era su tía, aunque no pudo ni verla de tanto como lo abrazaba y lo apretaba con fuerza.
—¡Tavi! —exclamó—. Oh, Tavi, estás bien.
Tavi se apretó entre su tía y su tío durante un momento y sintió lágrimas en los ojos. Se apoyó en ellos y les devolvió el abrazo.
—Estoy bien —se oyó responder a sí mismo—. Todo está bien. Estoy bien.
Isana rio y le besó el cabello y las mejillas.
—Fade —saludó—. Gracias a las furias. Estás bien.
—Bernard, ahora no están mirando —comentó Amara al cabo de un momento—. Si nos abalanzamos sobre el jefe de horda, podemos conseguir el cuchillo.
—¡No! —replicó Tavi con rapidez. Se liberó del abrazo y miró a la cursor—. No, no puedes hacer eso. Doroga me lo ha explicado. Se trata de un duelo. Tenéis que dejar que se celebre.
Amara lo miró fijamente.
—¿Qué duelo?
—¿Qué cuchillo? —replicó él.
Amara frunció el ceño.
—El cuchillo demuestra que uno de los Grandes Señores se encuentra detrás del ataque. Tendremos la prueba en nuestras manos si lo conseguimos recuperar, y con ello evitaremos que ese Gran Señor vuelva a hacer algo semejante. ¿Qué duelo?
Tavi intentó explicarlo:
—Doroga y Atsurak son jefes de sus clanes. Son iguales. Atsurak no le puede ordenar a otro clan que le siga si el jefe de este se le opone en un Juicio de Sangre, un duelo, pero nadie ha tenido el valor de oponerse a él hasta ahora. Doroga se ha opuesto a la decisión de Atsurak de atacarnos, y lo ha hecho delante de todos los marat. Si lo derrota en el juicio, acabará con el poder de Atsurak, y los marat se irán.
—¿Así de sencillo? —preguntó Amara.
—Bueno, sí —respondió Tavi a la defensiva—. Si Doroga vence, los marat comprenderán que El Único lo apoya a él y no a Atsurak.
—¿Qué único?
—El Único —explicó Tavi—. Me da la sensación de que creen que es una especie de furia que vive en el sol. Cuando deben tomar una decisión importante, celebran un cónclave ante El Único. Creen totalmente en él.
Tavi sintió la mano de su tía en el hombro y se dio la vuelta para ver que lo estaba mirando con expresión seria y la cabeza ladeada.
—¿Qué te ha pasado?
—Mil cosas, tita.
Ella sonrió, aunque parecía cansada.
—Eso parece, por lo que veo. ¿Estás seguro de que sabes de lo que estás hablando?
—Sí, señora —respondió Tavi—. Lo sé.
Isana miró a Bernard, que a su vez miró a Amara. La cursor respiró despacio y volvió los ojos hacia Tavi.
—Tavi —empezó, manteniendo la voz baja—. ¿Por qué ha decidido Doroga que iba a retar a ese Atsurak precisamente en este momento?
Tavi tragó saliva.
—Hum… Bueno, es una larga historia. Realmente no estoy seguro de que comprendas todo lo que me ha ocurrido. Pero en realidad no importa, si él está aquí.
En el exterior sonaban unos silbidos agudos, y los aullidos frenéticos de los marat y sus bestias se habían reducido a un rumor bajo.
—¡Giraldi! —llamó Amara hacia las almenas—. ¿Qué ocurre?
—Que me lleven los cuervos si lo sé —respondió una voz jadeante desde las murallas, por encima de las puertas—. Los marat estaban luchando entre ellos, y de repente, todos han empezado a silbar y a separarse de la lucha. Parece que se están juntando por tribus.
—Gracias, centurión.
—¿Condesa? ¿Órdenes?
—Cubrid las murallas —respondió Amara, pero sus ojos se fijaron en Tavi—. No ataquéis si no os atacan antes.
Tavi asintió mirando a Amara.
—Esto es lo que me dijo Doroga que iba a ocurrir. Las tribus marat luchan continuamente entre ellas. Están acostumbradas a eso. Los silbidos son una señal para detener la lucha y dejar que los jefes hablen.
Bernard resopló y miró a Amara.
—¿Qué piensas de todo esto?
La cursor levantó la mano para apartar unos mechones sueltos de pelo que le tapaban los ojos, mientras seguía mirando a Tavi.
—Creo que tu sobrino ha conseguido saber más de los marat que el servicio de espionaje de la Corona, estatúder.
Tavi asintió.
—Ellos, eh…, se comen a sus enemigos. Y consideran que lo es todo el mundo que aparece en sus tierras sin permiso. —Tosió—. Supongo que eso dificulta cualquier intento de saber algo sobre ellos.
Amara movió la cabeza.
—Si salimos de esta, querré saber cómo has conseguido que no te coman y has acabado por lograr la colaboración de una horda marat para salvar este valle.
Fade dejó escapar un sonido bajo y aprensivo de aviso. Tavi miró al esclavo y vio que tenía los ojos fijos en las murallas.
Por el agujero irregular de las murallas de la fortaleza se veía moverse a unas figuras. Numerosos jinetes a caballo, altos marat del clan de los caballos, entraron en el patio. Tavi reconoció enseguida a Hashat, con la melena pálida flotando al viento, aunque la sangre fresca le manchaba el cabello, el tronco y el brazo con el que blandía el acero. Tavi la identificó ante Amara y su tío.
—¿Una jefa? —preguntó Bernard con un tono algo ofendido—. Es una mujer y no lleva camisa.
Amara dejó escapar un silbido bajo.
—Las águilas del cinturón son de la Guardia Real. Si son auténticas, debió de formar parte de la horda que mató al príncipe Septimus.
—Es bastante maja —explicó Tavi—. No se enfrentará personalmente a Atsurak, pero apoya a Doroga. Creo que son amigos.
En la puerta, los marat se movieron y se apartaron para dejar pasar al jefe de los lobos, que llevaba al lado un par de lobos gigantes de patas largas y cuerpo delgado. Un corte largo y limpio le atravesaba la piel blanca sobre el pecho, punteada de rojo oscuro. El hombre miró alrededor del patio y enseñó los dientes, mostrando los caninos largos característicos de su clan.
—Skagara —explicó Tavi—. El jefe del clan de los lobos. Es un bravucón.
Hashat desmontó y se acercó a Skagara. No le quitó la vista de encima durante todo el camino exhibía una sonrisita peligrosa en la boca. Skagara se apartó un paso cuando ella llegó su lado. Hashat enseñó los dientes y se detuvo a examinar el corte en el pecho del hombre. Entonces se volvió hacia Atsurak y Doroga, cruzando los brazos y con la mano ensangrentada cerca de la espada. Skagara le dirigió una mirada torva e hizo lo mismo.
Doroga se apoyó en el garrote, mirando al suelo. Atsurak esperó con paciencia, sosteniendo la lanza con una mano. El silencio y una tensión creciente reinaron durante largo rato. Tan solo los cuervos producían algún sonido, unos graznidos bajos y constantes, que sonaban fuera de las murallas.
—¿A qué están esperando? —le preguntó Amara a Tavi.
—El sol —respondió Tavi—. Doroga me explicó que siempre esperan a que salga el sol para que ilumine el resultado de un juicio. —Miró por encima de las murallas hacia el ángulo que formaban las sombras—. Supongo que no creen que el duelo vaya a durar mucho.
La luz de la mañana cruzó el patio al ascender el sol. La línea de sombras formada por las murallas que seguían intactas se movió de oeste a este, en dirección hacia los dos jefes marat.
Al cabo de un rato, Doroga levantó la mirada hacia la luz del sol, que casi no había llegado aún al extremo de su garrote. Asintió, bajó el arma con un gruñido y avanzó hacia Atsurak.
El jefe de los moa giró la lanza en un círculo amplio, encogió los hombros y cargó contra su oponente con pasos ligeros y felinos. Se movió con rapidez y casi se perdió de vista la punta de la lanza cuando la precipitó contra el otro jefe marat, pero este desvió el golpe con el garrote y lo movió en un golpe corto dirigido a la cabeza de Atsurak.
Este último evitó el ataque y movió la punta de la lanza contra las piernas del jefe gargante, que saltó, pero no fue lo suficientemente rápido y una línea escarlata brillante apareció en su muslo.
Los marat, en el patio, profirieron un murmullo bajo. Alguien entre los moa dijo algo en una lengua chirriante y los otros guerreros soltaron una carcajada ronca. Entre los moa y los lobos se iniciaron charlas en voz baja.
—¿Están haciendo apuestas sobre el combate? —preguntó Amara incrédula.
Tavi asintió.
—Sí, lo suelen hacer. Doroga ganó a su hija apostando por mí.
—¿Qué?
—¡Chist!
El herido se apartó de la lucha con una mueca y se miró la pierna. Intentó apoyar el peso del cuerpo, pero le falló y tuvo que apoyar el garrote en el suelo para ayudarse. Atsurak sonrió al verlo y giró de nuevo la lanza a su alrededor. Dio un paso lento y deliberado hacia el jefe de los gargantes, al cual rodeó y obligó a girarse para encarar a su enemigo, presionando la pierna herida. La cara de Doroga se retorció en una mueca de dolor.
—Tavi… —dudó Amara—, ¿qué ocurre si pierde Doroga?
Tavi tragó saliva con el corazón acelerado.
—Significará que El Único ha decidido que Doroga estaba equivocado y entonces el resto de los clanes seguirán a Atsurak como lo habían hecho antes.
—¡Oh! —reaccionó Amara—. ¿Lo conseguirá?
—Cinco toros de plata por Doroga —respondió Tavi.
—Aceptados.
Atsurak corrió de repente hacia Doroga. Este levantó su arma y desvió la lanza hacia un lado, pero ese golpe de respuesta fue torpe y lo desequilibró. El jefe de los moa se agachó y atacó inmediatamente. Una vez más, Doroga solo pudo desviar el golpe en el último momento, pero esta vez le costó ya perder del todo el equilibro. Cayó sobre las piedras del patio.
Atsurak se abalanzó sobre él para matarlo, pero el caído movió el largo mango del garrote entre los pies del jefe de horda, forzándole a saltar hacia atrás para evitarlo. Atsurak frunció el ceño y escupió algunas palabras duras antes de levantar la lanza, hacerla girar sobre su cuerpo y lanzarse contra Doroga con intenciones letales.
El jefe de los gargantes estaba esperando la carga de su enemigo. Con una agilidad sorprendente, apartó la lanza a un lado con la mano, dirigiendo la punta contra el suelo, y después cerró su puño poderoso y asió el astil. Lo empujó hacia Atsurak con una potencia insospechada y la cantonera de la lanza golpeó al jefe de horda en el vientre, deteniéndole en seco.
Doroga arrebató la lanza de manos de su oponente mientras este se tambaleaba hacia atrás, buscando aire. Doroga se puso en pie con gran agilidad, antes de levantar la pierna herida, partir el astil de la lanza alerana y arrojar los fragmentos a un lado.
—¡Lo ha engañado! —exclamó Tavi lleno de alegría.
—Calla —ordenó Amara.
—Ahora ya lo tiene —comentó Bernard.
Doroga lanzó a un lado el gran garrote, que cayó sobre las piedras con un ruido sordo.
—Recuerdos a los zorros —dijo con la voz muy tranquila.
Entonces extendió las manos anchas y con la misma sonrisa sin humor y de ojos duros, se acercó al otro marat.
Atsurak palideció, pero también extendió las manos y esquivó a Doroga con un rodeo. Se abalanzó abruptamente contra él con un movimiento que recordaba al de las aves depredadoras, al tiempo que saltaba y golpeaba la parte alta del pecho de su enemigo.
Doroga encajó de lleno el golpe y, aunque lo detuvo en seco y le obligó a dar un paso atrás, sus manos se dirigieron hacia el tobillo de su rival y le atrapó el pie. Atsurak empezó a caer, los hombros de Doroga se endurecieron y sus manos dieron un giro.
Algo se rompió en la pierna de Atsurak con un crujido muy desagradable. El jefe de horda jadeó y cayó, pero golpeó con el pie bueno en el tobillo de Doroga. El pie del jefe de los gargantes salió disparado y cayó enredado con su enemigo.
Tavi vio que Atsurak se encontraba en una clara desventaja que no podría superar. Apabullado por la fuerza física y demasiado herido para alejarse, solo era cuestión de tiempo. Las manos de Doroga se alzaron y se cerraron alrededor del cuello del jefe de horda, quien cogió las manos de su enemigo entre las suyas, pero Tavi pudo ver que era un esfuerzo inútil.
El muchacho era incapaz de apartar la mirada, pero algo le llamó la atención, un ligero movimiento al fondo de la escena. Levantó los ojos y vio que todos los marat estaban concentrados en la pelea, acercándose con ojos brillantes. Hashat jadeaba con los ojos muy abiertos, mientras contemplaba la lucha de los dos hombres.
Sin embargo, al lado de Hashat, Tavi vio que Skagara, el jefe de los lobos, daba un paso atrás, con lo cual desapareció de su campo de visión. Había estirado la mano hacia atrás y Tavi vio que uno de los guerreros marat metía la punta de piedra de una flecha en una pequeña jarra de cerámica y se la pasaba a Skagara, junto con uno de los arcos cortos de los marat. Con un gesto rápido, el jefe de los lobos sacó la flecha envenenada y levantó el arco.
—¡Doroga! —gritó Tavi—. ¡Cuidado!
La cabeza del marat se alzó con gran rapidez, mirando a Tavi y después a Skagara. Doroga rodó y colocó la figura desmadejada de Atsurak entre el asesino y él.
De repente, el jefe de los moa desenvainó del cinturón la daga alerana, con su empuñadura de oro, y salvajemente asestó un tajo en la mano del jefe de los gargantes, quien se echó hacia atrás con un grito y dejó libre a Atsurak.
—¡Matadlos! —gritó el jefe de horda con los ojos enfebrecidos—. ¡Matadlos como hicimos con los zorros! ¡Matadlos a todos!
Doroga rugió, se puso en pie y cargó contra Atsurak.
Sin vacilar, Skagara disparó la flecha envenenada. Tavi vio cómo recorría la corta distancia entre ellos y se hundía en el brazo de Doroga con un crujido. El jefe de los gargantes cayó al suelo.
Hashat se giró con la espada destellando bajo el sol cuando la desenvainó y seccionó en el mismo movimiento la cuerda del arco de Skagara y el cuello del jefe de los lobos, quien cayó derribado con una repentina fuente de sangre.
El patio se convirtió en un caos. Los grandes moa que se encontraban cerca de Atsurak chillaron cuando este se volvió hacia ellos y señaló a Doroga con la mano. Cargaron contra el hombre caído en el suelo; al mismo tiempo, su gargante bramó y se precipitó en su defensa. Fuera de las murallas, lo que había sido un silencio tenso estalló una vez más en un tumulto cacofónico. El clan de Hashat cargó hacia el indefenso Doroga, y lo propio hicieron también los guerreros de Atsurak.
Fade dejó escapar un gemido y se aferró con fuerza a la camisa de Tavi.
—¡El cuchillo! —se oyó gritar a Amara—. ¡Coged la daga!
La cursor avanzó, pero la detuvo la acumulación repentina de guerreros marat, cuyas lanzas brillaban letalmente con la misma maldad que emanaba de los ojos de los moa, a su lado. Las tropas aleranas formaron en filas, mientras Bernard cogía por el brazo a su hermana y a Amara, y las arrastraba tras los escudos de las tropas.
Fade lanzó un chillido de miedo, se dio la vuelta para seguir a Bernard y sin darse cuenta arrastró a Tavi con él.
—¡Fade! —protestó el muchacho.
—¡El cuchillo! —gritó Amara—. ¡Sin la daga, todo esto será inútil!
Tavi no se detuvo a pensar. Se dejó caer a plomo, levantó los brazos y salió de la túnica que le iba demasiado grande. Rodó hasta ponerse en pie, miró en derredor en el patio y corrió hacia Atsurak, que seguía en el suelo. Los guerreros del jefe de horda estaban luchando contra los aleranos o se enfrentaban al furioso gargante de Doroga, así que estaban demasiado ocupados para darse cuenta de la silueta huidiza de un chico de corta estatura.
Atsurak contemplaba la lucha que se libraba alrededor del gargante de Doroga. La gran bestia había corrido hacia delante para colocarse sobre el cuerpo caído de Doroga, moviendo la enorme cabeza, y pisoteaba, coceaba y bramaba ante cualquiera que se acercase. Tavi se humedeció los labios al ver el garrote caído de Doroga. Lo recogió, aunque era muy pesado, y se preparó para moverlo y golpear con fuerza la cabeza de Atsurak, coger luego el cuchillo y volver corriendo con su tío.
Pero en vez de eso, una repentina ráfaga de viento le lanzó paja (¿qué hacía tanta paja tirada por el patio?) y polvo contra los ojos, cegándolo, aunque no llegó a derribarlo. Se protegió los ojos y alzó la mirada hacia muchos hombres con túnicas y armaduras negras, que blandían armas de acero y planeaban sobre el patio. Uno de ellos extendió la mano hacia Atsurak: debía de estar controlando el viento que azotaba el patio.
Otro caballero Aeris aterrizó y dejó al mismo hombre de escaso pelo y aspecto inofensivo a quien el muchacho había visto antes sobre las piedras del patio. El hombre avanzó hacia el cegado Atsurak, con una mano agarró el cabello del marat y con la otra sacó un cuchillo corto y le degolló el cuello al jefe de horda.
Este se retorció y pateó con violencia, y la daga le salió volando de la mano, rebotó en las piedras del patio y aterrizó sobre un montón de paja, cerca de Tavi.
—¡La daga! —ladró el hombre con el cuchillo ensangrentado—. ¡Coged la daga!
El chico miró al asesino, que se cernía sobre el cuerpo retorcido y aún tembloroso de Atsurak. No tenía la menor duda de que lo mataría a él con la misma rapidez. Pero también sabía que no era leal a la Corona, que los había estado persiguiendo a Amara y a él, y que había intentado hacer daño a su tía y a su tío.
Tavi pensó que dos días atrás hubiera dejado que el hombre recuperase la daga, se habría dado la vuelta para salir corriendo a toda prisa; con toda seguridad, hubiese encontrado algún sitio donde esconderse hasta que pasara todo.
—Dos días atrás —resopló Tavi—, tenía más sentido común del que tengo ahora.
Entonces se lanzó hacia delante, recogió la daga de donde había caído y empezó a correr.
—¡Allí! —oyó Tavi como gritaba el hombre—. ¡Ha cogido la daga! ¡Matad a ese chico!