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ISANA dio un par de pasos rápidos hacia atrás, empujando a Odiana a su espalda, y levantó la barbilla.

—Siempre he creído que eras un cerdo, Kord, pero no un idiota. ¿Crees que te vas a salir con la tuya si cometes un asesinato aquí, en Guarnición?

Kord rio con un sonido ronco.

—Por si no te habías dado cuenta, tienen un pez más grande que pescar. Simplemente, he entrado con todos esos idiotas que han venido a morir.

—Eso no significa que puedas escapar, Kord. Suponiendo que no te lo impida ninguna de las dos cuando lo intentes.

Kord volvió a reír con un sonido seco y chirriante.

—Una de vosotras. ¿Quién podría ser? Ven aquí, puta.

Isana lo miró desafiante a los ojos y no se movió.

La cara de Kord enrojeció colérica.

—He dicho que vengas.

—No te puede oír, Kord. Yo me he ocupado de eso.

—¿De verdad?

Sus ojos hicieron un recorrido desde Isana hasta la mujer que permanecía acurrucada detrás de ella y Odiana dio un respingo ante su mirada, con los ojos muy abiertos y asustados.

—No —exclamó Isana, aunque sabía que las palabras eran inútiles—. ¡No mires!

Pero Odiana levantó la mirada hacia Kord. La expresión asesina en su cara y el dedo que señalaba el suelo delante de él fueron en apariencia suficientes para activar el collar disciplinario. Odiana dejó escapar un chillido silencioso y cayó al suelo, aferrándose al collar. Al hacerlo luchó contra su propio cuerpo convulso para acercarse a rastras a Kord y obedecer así la orden que le había dado. Isana se agachó para retenerla, pero la oleada repentina de terror y de angustia insoportable que la inundó al tocarla casi la deslumbra, y tuvo que apartarse tambaleante.

Kord soltó una carcajada poderosa, dio un paso al frente, y cogió la cara de la mujer con ambas manos.

—Eso está mejor —reconoció—. Eres una buena chica. Te voy a romper tu bonito cuello y después le pondré el collar a Isana. Estate quieta.

Odiana gimoteó, y su cuerpo se seguía convulsionando, pero no hizo nada para resistirse.

—¡Kord, no! —gritó Isana.

De repente, la puerta se movió en el marco. Se produjo un momento de duda y una segunda sacudida, como si alguien intentase entrar y no hubiera esperado encontrar la puerta atrancada. Kord se dio la vuelta para mirar hacia el ruido.

Desesperada, Isana lanzó contra Kord el globo de su lámpara de furia, que golpeó al estatúder en la nuca. La lámpara se rompió y la chispa de su interior estalló por un instante como una luz brillante y después desapareció. El interior del almacén se sumió en la oscuridad y Kord empezó a maldecir con violencia.

Isana se tragó el miedo y avanzó a través de la oscuridad. Se produjo un momento hórrido y frenético al escucharse en la oscuridad los gemidos de Odiana y la respiración pesada y rasposa de Kord. Lo primero que Isana palpó con sus dedos fueron los cabellos de Odiana, y arrastró a la esclava hacia sí. Puso en pie a la mujer y empezó a alejarse hacia el interior del almacén, con la esperanza de moverse en la dirección correcta. Odiana empezó a sollozar e Isana le colocó una mano firmemente sobre la boca.

—No lo hagas, Isana —gruñó la voz de Kord desde algún punto en la oscuridad, junto a la puerta—. No haces más que empeorar las cosas. Ambos sabemos cómo va a acabar todo esto.

Isana sintió un movimiento en el suelo bajo las planchas de madera, pero sabía que la furia de Kord tendría dificultades para localizarlas a través de la madera, al igual que había ocurrido sobre el hielo. Siguió arrastrando a Odiana hacia lo más profundo del almacén, hasta que tropezó con la pared posterior. Buscó un camino con las manos y aunque algunos rayos del alba se estaban filtrando a través de las grietas de las paredes, seguía sin haber luz suficiente para ver. Empujó a la mujer hacia el suelo en un refugio improvisado entre dos cajas y entonces levantó la mano de la mujer y la presionó contra su boca. La esclava tembló con violencia pero logró asentir. Apartó sus manos de la mujer y se dio la vuelta para enfrentarse a la oscuridad.

—Venga, Isana —escuchó la voz de Kord, ahora más distante—. El collar no es tan malo. En cuanto te lo pongas, ya no tendrás más dudas. También podrás ver la parte positiva. Lo hago por ti.

Isana tragó saliva, asqueada, y analizó sus opciones. La más sencilla era gritar pidiendo ayuda. Había cientos de personas en Guarnición y seguramente alguna la oiría.

Seguramente. Pero al mismo tiempo, le estaría descubriendo su posición a Kord. No sabía cuánto le llevaría a la posible ayuda derribar la puerta atrancada del almacén, pero lo más probable era que Kord tardase mucho menos en partirle el cuello. Aunque bullía de frustración, no podía hacer nada más que seguir en silencio y encontrar una forma de huir del almacén, o enfrentarse directamente a Kord. Se agachó en la oscuridad e intentó pensar en una alternativa.

El suelo tembló y se agitó durante un minuto y después llegó del exterior el ruido repentino de vítores y el bramido de los cuernos. Inútil. No sabía lo que había ocurrido, pero nunca la oirían con ese estruendo. Debía descubrir dónde se encontraba Kord y acorralarlo para abrir la puerta o atacarlo directamente, y eso sería una locura. Aunque lo encontrase, el estatúder era mucho más fuerte que ella. Podía lanzar a Rill contra él, pero ¿y si no era lo suficientemente rápida? No, un enfrentamiento de ese tipo era el último recurso desesperado.

Mejor sería intentar algo con un cierto riesgo calculado. Respiró hondo e intentó mantener un tono monótono en la voz, darle cierta cantinela para ocultar mejor la dirección.

—¿Crees que me harás feliz, Kord?

Su respuesta llegó desde mucho más cerca, tal vez desde la misma fila de cajas:

—En cuanto te lo ponga, todo lo que yo desee te hará feliz.

—Supongo que un hombre como tú necesita algo así —replicó, moviéndose hacia atrás para tratar de llegar a otra fila y acorralarlo.

—Sigue hablando. Solo lo hará más dulce cuando te ponga las manos encima. —Su voz también se estaba moviendo.

Del exterior llegaron gritos y un temblor en el suelo, como si lo estuvieran pisando miles de pies a la vez. Los cuernos tocaron la señal de combate e Isana supo que estaban atacando Guarnición.

Kord volvió a hablar y su voz llegó a menos de tres metros en la oscuridad, tan cercana que pudo sentir de repente la nube de rabia y lujuria que lo envolvía como si fuera una niebla caliente y apestosa.

—¿Lo ves? Un pez más grande que pescar. Eso me deja a solas contigo.

Isana no se atrevió a contestar e intentó que sus movimientos fueran lo más silenciosos posible mientras se desplazaba hacia el extremo de la fila y se ocultaba entre las cajas. Si se esforzaba, podía ver a Kord moverse lentamente en la misma línea de cajas, ahora casi al alcance de la mano, pero lo podía sentir más aún a través de la mugre revuelta de sus feas emociones. El estatúder se situó a su altura e Isana tuvo que contener el aliento cuando pasó por delante de ella, mientras la presión en sus sentidos cambiaba a medida que un calor húmedo afloraba en su mejilla izquierda, después en la boca y a continuación en la mejilla derecha, cuando él pasó por delante.

Pero entonces vaciló e Isana se quedó inmóvil. ¿La había percibido de algún modo? ¿Sabía que estaba allí?

—Te huelo —murmuró Kord, y su voz sonó muy cerca—. Te huelo. Huele bien. Me abre el apetito.

Isana contuvo la respiración.

Kord se movió de repente con gran rapidez y esa sensación que transmitía volvió a atravesar su mejilla, su boca y de nuevo la otra mejilla cuando él se abalanzó hacia la puerta. La impresión se desvaneció al cabo de un segundo, al alejarse del alcance de lo que podía sentir con su artificio.

Isana se dio cuenta de que tenía un arma de la que él carecía. Aunque Kord conseguía de su furia una fuerza tremenda, no le permitía ver: su poder no iba más allá de la punta de sus dedos; sin embargo, ella podría usar su artificio para localizarlo, incluso en la oscuridad, si tuviera mayor alcance. ¿Cómo lo podría extender?

Se le ocurrió que lo mejor era provocarlo. Alimentar sus emociones para que fueran una llama brillante, de manera que se emitiesen con mayor potencia y le fuera más fácil sentirlas. Desde luego era un plan peligroso, pero si conseguía ubicar su localización, lo podría acorralar junto a la puerta y buscar ayuda.

Primero se movió hacia el extremo de la fila y se introdujo en otra al azar antes de empezar a recorrerla y levantar la voz.

—¿Sabes cómo escapamos, Kord?

Kord gruñó, ahora a bastantes metros de distancia.

—Un maldito idiota no embreó bien el techo.

—¿Estabas demasiado borracho y ahora no te acuerdas? —sugirió Isana con suavidad—. Enviaste a Aric a embrear el tejado.

—No —gruñó Kord—. Él no haría algo así.

—Lo hiciste tú. Le golpeaste en la cara delante de mí y lo hiciste.

La voz de Kord respondió más dura, jadeando y acercándose.

—Ocurrió. Ocurrió. Me volví loco. Pero él lo comprende.

—No, no lo entiende —replicó Isana en voz aún más baja—. Nos ayudó a escapar. Abrió agujeros en el techo para que entrase el agua del deshielo y pudiéramos recuperar nuestro artificio.

—¡Puta mentirosa! —bufó Kord.

Su puño se precipitó contra una de las cajas y rompió la madera sólida con un crujido ensordecedor. Al mismo tiempo, estalló una lucha en algún lugar cercano, en el patio, probablemente justo delante de las puertas del almacén.

—Te odia, Kord. ¿O acaso ha venido contigo? ¿Está aquí ayudándote? Ahora ya no tienes hijos… No hay nadie que te suceda. Bittan está muerto y Aric te desprecia.

—Cállate —aulló—. ¡Cállate antes de que te destroce esa cabeza embustera!

Isana percibió su enfado, su rabia loca y violenta atravesando implacablemente todo el almacén, y entonces le pidió a Rill en silencio que la abriese más de lo habitual a las emociones.

Lo sintió con precisión. Supo exactamente dónde estaba situada esa rabia. A tres metros, en la siguiente fila de cajas y acercándose con rapidez a ella. Se movió en silencio, intentando acorralarlo y acercarse a la puerta, pero cuando llegó a su altura, separados solo por una fila de cajas, sus pasos se detuvieron y empezó a volver hacia la puerta.

—¡Oh, no! —gruñó—. No, esto es un truco. Me vuelves loco y te persigo, entonces sales corriendo mientras yo doy con esa puta esclava y le rompo el cuello, y de este modo tú te libras. No, no. No eres más lista que yo.

Isana se alejó en silencio, frustrada y sin saber lo cerca que se debía situar para que él siguiera dentro del círculo de sus sentidos. No cruzó la fila de cajas que los separaba, la recorrió hasta su fin.

Kord se detuvo y ella sintió el nacimiento de la esperanza y la lujuria en él, mientras inhalaba a través de la nariz.

—Te huelo, Isana. Huelo tu sudor. Estás aterrorizada.

Oyó cómo se crujía los nudillos. Se detuvo frente a ella, de pie; Isana se agachó, alargó la mano y palpó la pila de una, dos, tres, cuatro cajas que los separaba.

—Te huelo —ronroneó Kord—. Andas cerca. ¿Dónde estás?

Isana se decidió en un instante. Se giró hacia la caja de arriba, se apoyó en ella y empujó con todas sus fuerzas. Pareció que transcurría una eternidad hasta que la caja se tambaleó y cayó, arrastrando a las dos que tenía debajo, pero en realidad solo pudo pasar un segundo. Las cajas cayeron y Kord dejó escapar un grito corto y agudo antes de que se produjera un crujido sorprendentemente ruidoso a causa del impacto.

Isana se precipitó hacia la puerta del almacén tambaleándose en la oscuridad. Encontró el pestillo, lo retiró, abrió la puerta y dejó que entrase la pálida luz matutina, aunque el almacén permaneció en penumbra cerca de las paredes. Se dio la vuelta para mirar adentro.

Kord estaba tendido boca abajo en el suelo con las cajas de madera encima. Una de ellas le había golpeado entre los omoplatos y en parte la seguía teniendo encima sin que se hubiera roto. La otra le debió de dar en la cabeza, porque tenía sangre en la cara, y había caído junto a él.

La última le golpeó en la parte baja de la espalda, en las nalgas y en los muslos. Se había roto y dejaba ver las formas partidas y rotas de las pesadas tejas de pizarra que se usaban en los tejados de los edificios de Guarnición. Isana respiró hondo. Las tejas eran de una cerámica cocida y pesada, y cada una de las cajas debía de pesar más de ciento treinta kilos.

Vio que Kord intentaba moverse, tenso. Gruñó y murmuró algo, y la tierra que tenía debajo se movió débilmente. Lo volvió a intentar, pero no pudo salir de debajo de las cajas. Cayó de nuevo al suelo, jadeando y gimoteando en voz muy baja.

Isana se acercó a él y lo miró. Se arrodilló a su lado y le tocó la sien con la punta de un dedo, obligando a Rill a penetrar en él.

—Tienes las piernas rotas —le informó con voz monótona—, y la cadera y la espalda. —Mantuvo el contacto durante un momento más—. Y estás exhausto. Has debido de recurrir a tu furia para perseguirnos. —Apartó la mano—. No vas a ir a ningún sitio, Kord.

—Puta —escupió débilmente—. Termínalo ya. Acabemos con esto de una vez.

—Si estuvieras en mi lugar, me partirías la cabeza. —Ella cogió una de las pesadas tejas y le pasó el dedo sobre el borde cuadrado. Asida por el extremo más largo y con el impulso necesario, podía romper un cráneo—. Quizá con una de estas tejas. Me aplastarías la cabeza y me matarías.

—Te vencí —gruñó—. Cuando me muera estaré pensando en ti dentro de aquel círculo, aterrorizada hasta la médula. Recuérdalo.

Ella se puso de pie, dejó a un lado la teja y se fue por uno de los pasillos.

—¿Qué estás haciendo? Cuando salga de aquí…

Isana se acercó a Odiana y cogió la mano de la mujer. La puso en pie y le tapó los ojos con la otra mano. Odiana asintió, débilmente, y ocultó los ojos detrás de sus manos. Isana la condujo al exterior, rodeando a Kord, que intentó sin éxito cogerla de los tobillos.

—No vas a salir de aquí —le explicó Isana—. Solo conozco a una persona que podría tratar tus heridas a tiempo para curarte. Y no parece muy dispuesta a hacerlo.

Isana se colocó a su lado, lo miró y entonces se agachó. Él la agarró del tobillo y ella le apartó las manos con un desdeñoso:

—Suelta.

Agarró su cadena de estatúder, se la sacó por la cabeza y le golpeó con ella en la boca.

Kord la miró; el dolor lo había dejado aturdido y sin capacidad de reacción.

Isana le habló con un tono frío y aséptico.

—No sientes tus heridas, Kord. Pero nunca volverás a andar. Alguien te tendrá que limpiar como a un bebé. No estoy segura de que te puedas incorporar sin ayuda.

Se volvió y empezó a caminar hacia la entrada, llevándose consigo a Odiana.

—Pero eso no impedirá que te vayas a enfrentar a un juicio. En ese estado. Impotente. Apestando a tu propia mierda. Serás sometido a juicio delante del conde y todo el mundo en el valle verá lo que eres. Yo me ocuparé de que sea así. Y por último, Kord, te matarán por todo lo que has hecho.

En el exterior empezaron a sonar cuernos más profundos y tan ruidosos que casi consiguen ahogar los sollozos repentinos, malvados y patéticos de Kord.

—¡Isana! Puta estúpida, no puedes hacer eso. ¡No lo puedes hacer!

—No te puedo oír, Kord —replicó Isana y cerró la puerta a sus espaldas.

Entonces la batalla la inundó de desesperación, agonía y júbilo salvaje, todo en una mezcla caótica. Luchó por seguir en pie y Odiana, que se aferraba a su mano, la ayudó mantener el equilibrio. Las dos artífices del agua casi no fueron capaces de ir cojeando desde el almacén hasta un lugar tranquilo entre los barracones. Los sentidos muy aguzados de Isana, que tan útiles le habían sido en la oscuridad, ahora la dejaban incapacitada, y se dejó caer en el suelo, de rodillas, abrazándose la cabeza con los brazos mientras intentaba amortiguar algunas de las emociones que latían en su interior. Sintió cómo el suelo volvía a temblar levemente, oyó el bramido de alguna bestia enorme y una voz también enorme que rugía para lanzar un desafío.

Cuando alzó la cabeza, Odiana se había ido. Isana levantó la vista y vio un pie descalzo que desaparecía en el tejado de uno de los barracones. Sacudió la cabeza, aún aturdida, y se movió hasta que pudo ver el caos salvaje que reinaba en aquel momento en el patio, y al enorme gargante con su feroz jinete que se giraba para aplastar a un guerrero marat bajo las patas en una oleada repentina de rabia feroz y de un dolor que se difuminó con rapidez.

—Oh, no —se estremeció, abriendo mucho los ojos y centrando su atención en el jinete del gargante y en los dos pasajeros que llevaba a la grupa—. Oh, niño, en qué te has metido. Mi Tavi…