AMARA corrió hacia las almenas con Giraldi a su lado y vio a la horda marat, bajo el bramido retumbante de enormes cuernos de animal, que iniciaba un avance decidido; se desplazaban a un trote constante, con los lobos y los moa saltando a su lado.
—¡Cuervos! —susurró uno de los legionares al lado de Amara, que vio cómo el hombre intentaba coger su lanza, se le escapaba y la dejaba caer. Ella se echó hacia atrás, con las manos extendidas para apartar el arma que se caía.
Giraldi la atrapó con su mano de nudillos cubiertos de cicatrices.
—Tranquila —gruñó con los ojos fijos en Amara. Le entregó la lanza al legionare—. Tranquilos, muchachos.
La horda se acercó. El sonido de miles de pies que golpeaban el suelo mientras corrían se elevó como un trueno lejano.
—Tranquilos —repitió Giraldi. Miró a ambos lados de la línea y gritó—: ¡Arqueros! ¡Escudos!
Los legionares se acercaron a las almenas. En cada una apareció un hombre con uno de los enormes escudos de la legión. Detrás de cada uno de ellos, otro hombre con un arco y una gruesa aljaba de guerra llena de flechas colocaba una saeta en el arco y tomaba posición. La mayoría de estos arqueros eran hombres de las explotaciones del valle.
Los marat se acercaron y el bramido espeluznante de sus cuernos se oyó más fuerte y fue más desmoralizador. Una agitación inquieta recorrió la línea de escudos.
—Tranquilos —insistió Giraldi, y miró a uno de los jóvenes con la armadura prestada que tenía a su lado—. ¿Estás seguro de que podéis alcanzar esa distancia, muchacho?
El joven miró por encima del borde del escudo que sostenía delante de él un fornido legionare.
—Sí. Están a tiro.
Giraldi asintió.
—¡Arqueros! —gritó—. ¡Disparo a discreción!
A lo largo de toda la línea, los arqueros apuntaron las flechas hacia el cielo, colocándose muy cerca del defensor que sostenía el escudo. Amara vio cómo el joven que tenía más cerca preparaba el arco y le daba un golpe con la cadera a su compañero. El legionare se arrodilló, bajando el escudo, y el arquero tiró de la cuerda al equilibrar el arco, apuntó con rapidez y disparó contra los atacantes. Su compañero se puso en pie con rapidez y colocó el escudo en posición.
A lo largo de la muralla, los arqueros empezaron a disparar. Cada hombre soltaba una flecha cada cinco o seis segundos, o incluso más rápido. Amara estaba al lado de Giraldi, en la única almena que no estaba ocupada por un hombre con escudo, y contempló cómo las flechas volaban por el aire y se precipitaban contra las filas de los marat. La puntería letal de los aleranos abatía con igual precisión a marat y bestias, cubriendo el suelo de cadáveres recientes, lo cual provocaba que los cuervos ansiosos revoloteasen y picasen como un enjambre a la horda atacante.
Pero seguían adelante.
Los arqueros habían empezado a disparar a casi seiscientos metros, una distancia increíble, como sabía Amara. Debían de ser artífices de la madera con una capacidad similar a la de un caballero para conseguir semejante logro. Durante casi un minuto, no hubo más sonido que el zumbido de los arqueros al tensar los arcos, los legionares arrodillándose y levantándose, los bramidos de los cuernos marat y el rumor de miles de pies.
Pero cuando los marat se acercaron a distancia de carga contra las murallas, toda la horda rugió con un grito horrísono que golpeó a Amara como una ola de agua fría: helada y terrorífica por su simple intensidad. En el mismo instante, las aves de guerra dejaron escapar un chillido agudo y penetrante, que ya era terrorífico emitido por una sola de esas bestias, pero que procedente de miles sonó como si proviniera de una sola vida autónoma. En el mismo instante, el sol asomó por el horizonte al otro extremo de la llanura, y la luz intensa y repentina recorrió las almenas y provocó que los arqueros vacilasen y parpadearan cuando intentaron el siguiente disparo.
—¡Tranquilos! —gritó una vez más Giraldi con una voz que casi no se oía en el caos—. ¡Lanzas!
Los soldados que estaban sujetando los escudos cogieron las lanzas con ademán decidido.
Abajo, la carga marat llegó a los primeros pinchos defensivos, afilados como cuchillas, que los artífices habían sacado de la tierra. Amara miró con atención, con el corazón en la garganta. Los que formaban la vanguardia de la carga marat empezaron a saltar y girar entre los pinchos, en lo que parecía un juego de saltos infantil. Detrás de ellos saltaban sus bestias de ataque. Amara vio cómo algunos de los marat, que empuñaban garrotes pesados y nudosos, empezaban a golpear los pinchos por los lados, destruyéndolos.
—A los que llevan garrotes —indicó Amara—. Diles a los arqueros que apunten contra ellos. Cuanto más tiempo podamos mantener los pinchos en su sitio, más difícil les será llegar a la puerta.
Giraldi asintió y transmitió la orden a ambos lados de la muralla, y los arqueros, en lugar de disparar al azar contra el enemigo, empezaron a elegir sus blancos.
Palos de escalada y cuerdas con ganchos formados por cuernos o huesos empezaron a elevarse hacia la muralla. Los legionares empujaban los palos con la guarda de la lanza, y algunos desenvainaron las espadas para cortar las cuerdas cuando conseguían fijarse, mientras que los arqueros seguían disparando contra el enemigo. Las flechas empezaron a subir desde la horda. Eran unas flechas cortas y pesadas, disparadas con arcos de formas extrañas. Uno de los arqueros colocados al lado de Amara se entretuvo demasiado al apuntar su disparo y una flecha le atravesó las dos mejillas provocando una súbita fuente de sangre. El joven se cayó medio ahogado en ella.
—¡Cirujano! —gritó Amara y un par de hombres de la muralla se acercaron con rapidez al hombre caído y se lo llevaron abajo antes de empezar a quitarle la flecha.
La cursor volvió a las almenas y recorrió con la mirada al enemigo, pero no pudo ver nada más allá de una horda de marat y sus bestias; eran tantos millares que se hacía difícil saber dónde acababa uno y empezaba el siguiente.
Giraldi la agarró de repente por el hombro y la apartó del borde.
—No sin yelmo —masculló.
—No puedo explicar lo que está pasando —se desesperó Amara, y tuvo que gritar para hacerse escuchar—: Son demasiados.
El centurión entornó los ojos mirando hacia el enemigo y después apartó prudentemente la cabeza.
—Esta es la mitad de sus fuerzas. El resto está de reserva, dispuesto a intervenir cuando abran una brecha.
—¿Los estamos conteniendo?
—En las murallas vamos bien —respondió a gritos Giraldi—, pero la puerta es nuestro punto débil. Atacan la muralla solo para mantener ocupados aquí arriba a la mayoría de los hombres. En la puerta somos muy pocos. Tarde o temprano forzarán la barricada.
—¿Por qué no han cerrado las puertas con un artificio?
—No pueden —respondió Giraldi—. Me lo dijo el ingeniero. Debajo no hay cimientos para un muro adicional, y la superficie interior está cubierta de metal.
Desde abajo llegó un gran crujido y un coro repentino de diferentes gritos de guerra aleranos:
—¡Riva por Alera!
—¡Calderon por Alera!
Giraldi miró de nuevo hacia la llanura.
—Han debido de derribar parte de la barricada. Su jefe de horda ha ordenado que entre el resto de sus tropas y están en movimiento. Intentarán presionar la puerta hasta que rompan las defensas. —Grimaldi sonrió—. Si no rechazan este primer ataque, estamos perdidos.
Amara asintió.
—De acuerdo, centurión. Casi ha llegado el momento. Regresaré en cuanto pueda.
Se inclinó para mirar hacia el patio. Pudo vislumbrar la silueta de un par de legionares que defendían el terreno casi dentro de las puertas repartiendo lanzadas. Desde abajo llegaban gritos y chillidos, y los ojos de Amara captaron un reflejo, el movimiento rapidísimo de una hoja negra que vio solo durante un segundo, lanzada por un espadachín diestro contra el enemigo. Una vez más, Pirellus estaba solo guardando la puerta.
Amara corrió hacia la escalera más cercana y bajó al patio, mirando con fiereza a su alrededor. La paja de las balas que derribara a primera hora de la mañana se había extendido por todo el patio. A excepción de unos pocos heridos, todos se habían retirado hacia el patio occidental, y a los últimos los estaban cargando ahora en camillas. Cruzó el patio en dirección a los establos. De camino vio a Pluvus Pentius que salía de uno de los barracones, pálido y nervioso, llevando de la mano a un niño pequeño cuya otra mano se estiraba hacia atrás y arrastraba a otro niño que iba colgado de ella, y así hasta una media docena de criaturas que el buscador de la verdad estaba conduciendo al otro lado del patio.
Amara se apresuró hacia él.
—¡Pluvus! ¿Qué hacen aquí estos niños?
—E… escondidos —tartamudeó Pluvus—. Los encontré escondidos bajo las literas de sus padres en los barracones.
—Cuervos —escupió Amara—. Llévalos al patio occidental con los heridos. Se supone que están fortificando uno de los barracones para que puedan estar seguros. Y date prisa.
—Sí, de acuerdo —asintió Pluvus, encogiendo más todavía sus hombros escuálidos—. Vamos, niños. Cogeos todos de las manos y seguid juntos.
Amara se precipitó hacia los establos y encontró a Bernard sentado de espaldas a la pared, justo detrás de la puerta, con los ojos medio cerrados.
—Bernard —lo llamó—. Están atacando la puerta. Ya vienen.
—Estamos preparados. Dinos cuándo.
Amara asintió y se dio la vuelta, se concentró en Cirrus y lo envió hacia el cielo, para que localizase a los artífices del viento que sabía que estaban transportando a los duros caballeros de Fidelias hacia la fortaleza.
Lo sintió un instante después: una tensión en el aire que indicaba la llegada inminente de una corriente de aire. Requirió a Cirrus y formuló otro artificio de visión para cubrir el cielo en busca de la llegada de tropas.
Los descubrió cuando se encontraban aún a casi un kilómetro de la fortaleza: siluetas negras contra el cielo matinal.
—Aquí están —gritó—. Vienen desde el oeste. Como mucho, a medio minuto.
—De acuerdo —murmuró Bernard.
Amara salió al patio para recibir a los caballeros Aeris con sus palanquines de transporte que bajaban desde el cielo directamente hacia la fortaleza. Una cuña de caballeros Aeris volaba delante de los palanquines con las armas dispuestas y el sol se reflejaba en el metal de sus armaduras. Se dirigieron hacia la puerta en picado.
—¡Preparados! —gritó Amara y desenfundó la espada—. ¡Preparados! —repitió.
Esperó un par de segundos más, hasta que el enemigo alcanzó la muralla del lado del valle y pasó luego por encima del patio occidental y después sobre los edificios del comandante de la guarnición. Respiró hondo con la intención de que sus manos dejaran de temblar.
—¡Soltad!
A su alrededor, en el patio, pilas y montones de paja repartidos por el suelo temblaron y se agitaron, y unos cincuenta arqueros, ocultos con puñados de paja y el artificio de la madera que Bernard había lanzado sobre ellos, se volvieron vagamente visibles. Como si fueran uno solo, levantaron sus grandes arcos y dispararon directamente a la parte inferior de los caballeros que estaban llegando.
La puntería de los arqueros resultó letal, y su ataque cogió a los mercenarios completamente desprevenidos. Los caballeros Aeris gritaron de sorpresa y de dolor, y empezaron a caer del cielo con sus armaduras como una lluvia de meteoritos vivos. Los arqueros no perdieron terreno y siguieron disparando, aunque algunos de los mercenarios sorprendidos comenzó a recuperarse. Uno de los caballeros Aeris que estaba ileso empezó a crear en el aire un escudo de turbulencia y, de repente, las flechas cambiaron abruptamente de rumbo y no llegaron a su objetivo. Amara se concentró en el hombre y envió a Cirrus contra su corriente de aire. El caballero lanzó un grito de sorpresa y cayó como una piedra.
El segundo y el tercer palanquín escoraron y empezaron a girar fuera de control hacia el suelo, mientras que sus porteadores, heridos y sorprendidos, intentaban evitar que las literas cayeran a plomo. El primero de los palanquines consiguió atravesar la lluvia de flechas, a pesar de que uno de sus porteadores había recibido un flechazo en el muslo. Pero finalmente la litera se ladeó y acabó estrellándose contra el tejado de uno de los barracones, al otro lado del patio.
Los caballeros Aeris comenzaron a girar y bajar en picado hacia el patio en formación de ataque, y aunque los arqueros de las explotaciones lo habían hecho bien cuando los caballeros no estaban preparados para enfrentarse a ellos, el aire se convirtió de inmediato en una nube aullante de furias que hacía que las flechas fueran inútiles.
—¡Retirada! —gritó Amara, y los hombres iniciaron el retroceso en dirección a los establos, hostigados en su acción por los caballeros aéreos.
Los invasores se juntaron para cargar con la intención evidente de tomar el patio y hacerse fuertes ahí, y se precipitaron contra los arqueros en retirada en un vuelo picado, rápido y letal. Amara lanzó a Cirrus contra las furias atacantes, y aunque no pudo hacer nada más que romper la formación de los caballeros Aeris, fue suficiente para detener la carga y que tuvieran que regresar al cielo por encima de la fortaleza, lo cual permitió que los arqueros se retiraran hacia los establos, pestilentes debido a la carroña.
Amara se dio la vuelta y corrió hacia el legionare estacionado al otro lado de la puerta. Vislumbró al comandante de los caballeros al lado de una barrica de madera improvisada. Los marat habían conseguido encontrar dos o tres puntos para atravesarla y Pirellus los mantenía a raya saltando de un lado a otro con la espada y con el respaldo de las lanzas de los dos hombres que le ayudaban.
—¡Pirellus! —gritó Amara—. ¡Pirellus!
—Un momento, Señoría —respondió y lanzó con la espada un tajo a ciegas.
El marat que lo recibió murió sin luchar, simplemente cayó en el hueco que había entre varios objetos de madera. Pirellus dio un par de pasos atrás e hizo un gesto con la cabeza a los dos lanceros y a unos pocos legionares que les acompañaban. Los hombres avanzaron para defender la barricada y Pirellus se volvió hacia Amara.
—He oído que me llamabais. ¿Han atacado los mercenarios?
—Dos de los palanquines han caído fuera de las murallas —explicó—, pero el tercero ha aterrizado en el techo de ese barracón.
Pirellus asintió.
—Muy bien. Quedaos aquí y… ¡Condesa!
La hoja negra se movió hacia un lado y algo se rompió con un crujido. Amara, que había empezado a darse la vuelta, sintió que las astillas de la madera le atravesaban la mejilla y el astil roto de una flecha rebotó en su cota de mallas. Levantó los ojos hacia el barracón y vio allí a Fidelias, que con calma colocaba otra flecha en la cuerda, tensaba el arco y apuntaba, mientras a su espalda muchos hombres empezaban a bajar del tejado. El cabello ralo del antiguo cursor ondeaba con el viento frío y, aunque se encontraba en la penumbra de las murallas recién levantadas, Amara pudo ver sus ojos fijos en ella, tranquilos y fríos, incluso cuando tensó el arco, apuntó y disparó.
Pirellus se interpuso en el camino del disparo, cortó la flecha con un golpe fuerte de espada y llamó a sus hombres, que estaban detrás de él. A los soldados de Fidelias se unieron los caballeros Aeris, que volaban en círculos sobre la fortaleza y en ese momento bajaron hacia las puertas.
Pirellus arrastró a Amara de vuelta a los establos.
—Escondeos —ordenó.
Mientras lo hacía, Amara pudo ver cómo los legionares formaban una fila irregular que recibió a las tropas atacantes y a los caballeros Aeris con escasa convicción. Fidelias, sobre el tejado del barracón, bajó hasta el suelo y sus ojos recorrieron la paja que lo cubría. Se arrodilló, se produjo un movimiento en el aire, y el ex cursor simplemente desapareció, oculto por un artificio de madera.
—¡Allí! —gritó Amara agarrando el brazo de Pirellus—. ¡El que me ha disparado! Se oculta bajo un artificio de madera y se dirige hacia las puertas. —Apuntó hacia un parpadeo del aire a un lado del patio, que casi no se apreciaba detrás de los legionares que combatían de espaldas a la puerta.
—Lo veo —confirmó Pirellus y miró a Amara—. El estatúder se ha agotado con el artificio de madera. Buena suerte.
Inmediatamente se incorporó y salió hacia el caos, el movimiento y los gritos de la lucha en el patio.
Amara miró a su espalda y descubrió a Bernard sentado donde lo había dejado, con los ojos abiertos pero con la mirada perdida y el pecho subiendo y bajando con una respiración fatigosa. Se acercó a su lado y descolgó la cantimplora del cinturón, apretándosela entre las manos.
—Aquí, Bernard. Bebe.
Obedeció, aturdido, y ella se quedó a su lado girándose para ver la lucha. Los legionares estaban llevando la peor parte, y mientras observaba, un espadachín gigantesco, Aldrick ex Gladius, se acercó al muro de escudos, apartó una espada a un lado, bailó alrededor de otra y mató a un hombre del centro de la fila con un tajo que le atravesó el yelmo y el cráneo, haciéndolo caer instantáneamente al suelo con las piernas insensibles. Sin detenerse, se enfrentó a los dos que estaban a ambos lados del primero. Uno de ellos se movió con rapidez y solo se llevó un corte superficial en el bíceps, pero el otro levantó demasiado el escudo para protegerse y Aldrick aprovechó para agacharse y seccionarle la pierna a la altura de la rodilla. El hombre se cayó con un grito, y los mercenarios avanzaron con fuerza contra su escudo.
Pirellus apareció en medio de la línea de la legión con su hoja negra resplandeciente. Un caballero Aeris que volaba demasiado bajo le golpeó el pecho y, con un chillido repentino, cayó sobre el patio. Uno de los mercenarios, que había conseguido entrar, blandió en una mano un mazo de casi veinte kilos como si no pesara más que una rama de sauce, y movió tan pesada arma contra Pirellus. El comandante de los caballeros se deslizó hacia un lado con un movimiento engañosamente forzado y descargó un tajo que cortó la mano del hombre a la altura de la muñeca. El mazo cayó pesadamente al suelo. Un tercer mercenario apuntó a Pirellus con su espada, solo para detener el ataque y, casi casualmente, acabó desarmado: su espada salió volando hasta golpear la pared del establo, no muy lejos de Amara.
—¡Retirada hacia la puerta! —resonó la orden de Aldrick—. ¡Retirada! —repitió.
Los mercenarios se replegaron con rapidez arrastrando a sus heridos, pero un grito similar de Pirellus provocó que las tropas de la legión detuvieran su avance. Ni Aldrick ni Pirellus se retiraron, quedando uno y otro separados por dos zancadas largas.
Pirellus tendió su hoja hacia Aldrick y después la blandió delante de su rostro en señal de saludo, y el Espada hizo lo propio. Entonces, los dos adoptaron una relajada posición en guardia.
—Aldrick ex Gladius —saludó Pirellus—. He oído hablar de ti. La Corona tiene puesto precio a tu cabeza.
—Me aseguraré de comprobar los carteles de los más buscados la próxima vez que pase por una ciudad. ¿Quieres resolver esto ahora o necesitas que atraviese a otra docena de tus legionares?
—Mi nombre es Pirellus de la Hoja Negra —se presentó Pirellus—. Y soy el hombre que va a acabar con tu carrera.
Aldrick se encogió de hombros.
—No he oído hablar de ti, niñato. No eres Araris.
Pirellus frunció el ceño y se movió con una fluidez acuosa en una nube de músculos y acero. Aldrick paró el primer golpe del parcio provocando una lluvia súbita de chispas plateadas, y contraatacó con uno de sus golpes, que resultó ser una finta para girar en círculo y descargarle un tajo. Pirellus se agachó por debajo, aunque el golpe levantó chispas en su yelmo y se llevó parte de la cimera, ahora llamativamente brillante en el suelo cubierto de paja.
Los dos oponentes se miraron y Pirellus sonrió.
—Rápido para un viejo —comentó—. Pero has fallado.
Aldrick no respondió nada. Un instante más tarde, un lento reguero de sangre comenzó a gotear bajo el borde del yelmo de Pirellus en dirección a su ojo.
El de Guarnición se debía de haber clavado el borde del yelmo en el corte que ya tenía antes, abriéndolo de nuevo, razonó Amara.
Ahora fue Aldrick el que sonrió. El rostro de Pirellus había palidecido bajo su piel morena. Alzó los ojos hacia Aldrick y atacó, descargando con la espada golpes rápidos: alto, bajo y de nuevo alto, todos los cuales detuvo Aldrick con una lluvia de chispas plateadas. El mercenario pasó a la ofensiva lanzando con la espada tajos cortos y duros hacia su contrincante, más bajo que él. La hoja negra de Pirellus interceptó a su vez todos los golpes despidiendo chispas de un color púrpura tan oscuro que casi no eran visibles cuando surgían con cada impacto. Los golpes hicieron retroceder varios pasos al parcio, sin que Aldrick le diera ni un instante de tregua.
Amara vio que Pirellus estuvo a punto de derribar al espadachín. El de Guarnición se deslizó por debajo de un tajo, apartó de un golpe con la mano abierta el brazo de su contrincante y lanzó su hoja contra el vientre de Aldrick. Este se giró y la hoja del parcio provocó más chispas negras contra la armadura del Espada, abriéndola como si fuera papel. El golpe no alcanzó su objetivo, pero Aldrick empezó a manar sangre por una larga línea escarlata que le atravesaba el vientre. Se recuperó, paró otro golpe y otro más, mientras Pirellus seguía asestando espadazos decididos.
A Amara le parecía que el espadachín estaba esperando algo, tal como se confirmó al cabo de pocos segundos. La sangre que corría sobre el ojo de Pirellus le obligó a cerrarlo y movió la cabeza a un lado en un esfuerzo por limpiárselo.
En ese momento se movió el espadachín: se deslizó bajo un golpe demasiado lento del parcio y lanzó un pie en una patada dura que retumbó como si hubiera clavado una lanza en el suelo. Pero no fue una lanza lo que golpeó su bota, sino la rodilla herida de Pirellus. Los huesos se quebraron con un duro crujido que fue claramente audible, y Aldrick proyectó su hombro contra Pirellus, empujándolo hacia un lado.
El rostro del comandante de los caballeros no mostraba nada más que determinación, pero al tambalearse, descargó el peso sobre la rodilla, que no pudo ya seguir soportando su cuerpo. Cayó al suelo, girándose y descargó otro golpe contra Aldrick, que se acercaba.
El Espada desvió el ataque con fuerza, lo que hizo surgir más chispas de color índigo.
Entonces, con un paso a un lado y un tajo rápido, separó la cabeza de Pirellus de sus hombros.
La sangre formó un arco desde el cuerpo del parcio, que cayó a plomo sobre las piedras del patio. Su cabeza se alejó varios metros rodando. Su cuerpo se convulsionó, y el brazo que sostenía la espada siguió blandiendo a derecha e izquierda aun después de muerto.
Amara miró horrorizada al caballero caído, mientras su instinto le gritaba y la obligaba a recordar que Fidelias seguía en movimiento y no lo habían detenido. Se puso en pie, sin saber aún qué podía hacer para detener lo que estaba ocurriendo en el patio. Aldrick se dio la vuelta y, sin detenerse, empezó a avanzar, solo, hacia los legionares que guardaban las puertas.
Antes de que llegase hasta ellos, la madera de la barricada crujió con un chirrido atormentado y empezó a astillarse y desmoronarse. Explotaron astillas y trozos de madera, de modo que los legionares se apartaron sorprendidos y horrorizados. Entonces la propia madera se comenzó a agitar y a mover, las patas de las mesas se giraron y se encogieron, los maderos se partieron y el carromato, con un crujido torturado, se derrumbó sobre el terreno.
Los marat que había al otro lado de la muralla empujaron con fuerza contra la barricada, que sin la estabilidad precaria de sus diversos componentes empezó a temblar y a derrumbarse.
Fidelias apareció no demasiado lejos de Aldrick y se dio la vuelta para hacerle una señal a uno de los caballeros Aeris. El hombre descendió, asió a Fidelias por debajo de los brazos y lo llevó de vuelta al tejado del barracón. Aldrick ex Gladius pasó por encima del cadáver caído de Pirellus para conducir al otro puñado de mercenarios detrás de ellos.
Los legionares de la puerta se habían dispuesto en formación frente a los marat, pero los invasores se abalanzaron sobre ellos con un salvajismo implacable e hicieron recular, paso a paso, a los hombres de la puerta.
Amara se puso en pie y corrió al interior de los establos.
—¡Coged escudo y espada! —les gritó a los arqueros—. ¡Defended la puerta!
Los hombres corrieron por el interior del establo, empuñaron las armas y salieron para unirse a los defensores de las puertas.
Cuando Amara regresó al lado de Bernard, este ya estaba en pie.
—¿Qué ha ocurrido?
—Han llegado sus caballeros. Los hemos diezmado, pero han conseguido debilitar la barricada. Pirellus ha muerto. —Lo miró—. Yo ni siquiera soy un soldado. ¿Qué podemos hacer?
—Giraldi —respondió Bernard—. Ve con Giraldi. Enviará más hombres para reforzar las puertas. Ve tú, yo aún no puedo correr.
Amara asintió y salió corriendo; atravesó el patio para subir las escaleras hacia la muralla: allí la lucha era más intensa, y pasó por encima del cuerpo de un marat, prueba evidente de que habían conseguido subir a la muralla al menos una vez.
—¡Giraldi! —gritó, cuando llegó a la zona de mando sobre las puertas—. ¿Dónde estás?
Un lúgubre legionare con escudo y la cara medio oculta por la sangre se volvió hacia ella. Era Giraldi, con los ojos tranquilos a pesar de todo, y la espada ensangrentada en su mano.
—¿Condesa? Decíais que buscabais al jefe de la horda. Finalmente lo tenemos ahí —gruñó Giraldi—. Allí, ¿lo veis?
—No importa —replicó Amara con la voz ronca—. Pirellus ha muerto.
—¡Cuervos! —exclamó Giraldi, pero estaba demasiado cansado para que el vocablo tuviera la fuerza de una maldición—. Me parece que alguien les debería dar su merecido por eso.
Amara levantó la cabeza al notar que algo terriblemente caliente y duro le daba punzadas con fuerza en el vientre. Se dio cuenta de que el terror se había desvanecido. Se sentía demasiado cansada para tener miedo, y tenía demasiado miedo para seguir aterrorizada. Se percató de que era una especie de relajación que llegaba con lo inevitable, una fuerza loca y silenciosa.
—¿Quién es?
—Allí —respondió Giraldi señalando. Una flecha se rompió contra su escudo, pero no se inmutó, como si estuviera excesivamente agotado como para que le preocupase—. Mira, ese alto que lleva los moa a su alrededor y la lanza alerana.
Amara se concentró en el lugar y vio por primera vez al jefe de horda de los marat. Avanzaba con paso firme por entre las filas de guerreros que se lanzaban contra las murallas, con la barbilla levantada y una sonrisa arrogante en la boca. Llevaba plumas negras trenzadas en el cabello pálido, y muchos moa le seguían a modo de guardia de honor letal. Otras tropas iban delante, cantando.
Las fuerzas del jefe de horda le empezaron a abrir camino, gritando con un ritmo constante.
—¡Atsurak! ¡Atsurak! ¡Atsurak!
Amara llamó a Cirrus para que le proporcionase un artificio de visión, decidida a memorizar los rasgos del hombre, para encontrarlo y matarlo a toda costa por dirigir la horda contra ellos. Memorizó la forma de su nariz y la boca cruel, la anchura de sus hombros bajo una túnica de cuero de dentilargo, el…
Amara aguantó la respiración sin dejar de mirar y le pidió a Cirrus que acercase su visión aún más al jefe de horda.
Colgada de la cadera, a través de la cuerda delgada y retorcida que usaba como cinturón, podía ver la daga con el sello de un Gran Señor de Alera, cuya empuñadura de oro y plata brillaba bajo el sol matinal. Amara intentó escrutar más y Cirrus le posibilitó que pudiera fijarse en la empuñadura de la daga y en el pomo de acero que la coronaba: el halcón de Aquitania.
—Furias —exhaló.
Aquitania. Aquitanius en persona. No había nadie más poderoso que él en el Reino, excepto el Primer Señor. Eran caballeros de Aquitania, por tanto… Aquitanius había subvertido a Fidelias, Aquitanius había intentado que ella le diera a conocer la disposición interna del palacio, para…
«Para asesinar a Gaius. Quiere el trono para él».
Tragó saliva. Debía recuperar esa daga a cualquier precio. Llevar una prueba tan contundente ante el Senado terminaría con Aquitanius, serviría de advertencia para todos los que colaborasen con él y los convencería de que volvieran a ser leales. Podría demostrar quién era el verdadero culpable que estaba detrás de todas estas muertes, y aunque creía que odiaba al jefe de horda que se acercaba a las defensas vacilantes ante las puertas de Guarnición, su odio se convirtió en una rabia repentina y furibunda contra el hombre cuyas ambiciones habían provocado los acontecimientos de los últimos días.
Pero ¿lo podría hacer? ¿Podía recuperar la daga?
Lo tenía que intentar. Ahora se daba cuenta de por qué Fidelias quería que ella estuviese fuera de la fortaleza. Quería ocultarle su presencia, porque sabía muy bien que solo ella y dos o tres personas más en la fortaleza podrían reconocer qué significaba realmente la daga.
Sacudió la cabeza para obligarse a centrar sus pensamientos y dar los pasos adecuados.
—¡Giraldi! Necesitamos refuerzos —tartamudeó—. ¡La puerta está a punto de caer!
Giraldi sonrió, y mientras la miraba su rostro se descompuso y se profundizaron sus arrugas, como si hubiera envejecido una eternidad en un instante.
—No importa —replicó y movió la barbilla hacia la llanura, bajo la fortaleza—. Mirad.
Amara lo hizo, y lo que vio le debilitó las piernas. Se apoyó con fuerza en las almenas; la cabeza le daba vueltas y el corazón le latía de forma superficial e irregular.
—No —hipó—. No. Esto no es justo.
En la llanura, más allá de la horda salvaje de los marat, había aparecido otra horda, tan numerosa como la primera. Esta incorporaba elementos de caballería, aunque no podía discernir mucho más. La caballería era inútil para tomar una posición fortificada, pero era idónea para saquear las tierras enemigas. Rápida, letal y destructiva. Sabía que solo el número de enemigos que acababa de llegar había cambiado definitivamente la batalla de un combate desesperado a uno sin esperanzas. Miró a Giraldi y lo vio en sus ojos.
—No podemos ganar —reconoció la cursor—. Es imposible resistir.
—¿Contra eso? —Negó con la cabeza, se quitó el yelmo y se limpió el sudor de la frente, pero se lo volvió a colocar cuando empezaron a silbar las flechas.
Ella inclinó la cabeza y sus hombros empezaron a agitarse. Las lágrimas eran cálidas y amargas. Una flecha con punta de piedra se quebró en la almena por encima de ella, pero no le importó.
Amara levantó la mirada hacia el jefe marat, hacia Atsurak, que estaba a punto de tomar las puertas, hacia el número enorme de guerreros enemigos que aún no se habían implicado en el combate, desplazándose con rapidez por la llanura en dirección a la fortaleza.
—Resiste —le ordenó a Giraldi—. Resiste todo lo que puedas. Envía a alguien para asegurarnos de que los civiles han empezado a correr. Diles a los heridos que se armen para luchar lo mejor que puedan. Diles… —Tragó saliva—. Diles que tiene mal aspecto.
—Sí, condesa —asintió el centurión con la voz cansada—. Eh… Siempre me imaginé que mi última orden sería «oye, pásame otra tajada de asado».
Le sonrió, descargó la espada casi sin darse cuenta contra un marat que estaba subiendo por una almena y se alejó para cumplir sus órdenes.
Amara bajó de la muralla y observó ausente la situación en el patio. Fidelias y sus hombres no estaban a la vista y probablemente ya se habrían ido, transportados por sus caballeros Aeris. La barricada había sido atravesada por más marat, y aunque les resultaba difícil avanzar sobre los cuerpos caídos en el suelo, aun así seguían adelante, indiferentes a los gritos desesperados que lanzaban los aleranos.
Ella desenvainó la espada, la de los guardias caídos en el Memorial del Príncipe, y admiró la finura de su factura. Entonces alzó la mirada hacia los marat que empujaban a través de las puertas, segura de que a su debido tiempo vería a su jefe de horda, quien reclamaría la fortaleza para él.
Bernard apareció a su lado. Seguía teniendo un aspecto cansado, y llevaba un hacha de leñador de doble hoja en las manos.
—¿Tenemos un plan?
—El jefe de horda; lo he visto: lo quiero matar.
Le habló de la daga que llevaba en la cintura y de la llegada de la segunda horda.
Bernard asintió lentamente.
—Si llegamos hasta él… —murmuró—. Intentaré un artificio de madera contigo. Coge el cuchillo y corre. Llévaselo hasta el Primer Señor, si puedes.
—Estás agotado. Si intentas otro artificio te puede m… —Se calló y después suspiró.
—Pirellus tenía razón —comentó el estatúder—. Lo bueno de estar condenado es que no tienes nada que perder.
En ese momento se volvió hacia ella, deslizó un brazo alrededor de su cintura y la besó en la boca, sin vacilar, sin timidez, sin nada más que un hambre primordial atemperado con una especie de ternura exquisita. Amara dejó escapar un jadeo suave y se dejó llevar por el beso, repentinamente ávida, y sintió cómo las lágrimas amenazaban de nuevo con inundar sus ojos.
Ella se apartó del beso demasiado pronto y luego lo miró. Bernard le sonrió.
—No quería que esto quedara pendiente.
La cursor sintió una sonrisa cansada en su propia boca y se giró para mirar hacia las puertas.
En el exterior sonó el bramido de los cuernos, más profundos y de algún modo más violentos y exaltados que los primeros que habían oído. El suelo empezó a temblar una vez más, y los gritos y el estruendo del exterior de las murallas se elevaron de nuevo en una oleada enorme de sonido que le golpeó los oídos, la garganta y el pecho. Creyó incluso que podía sentir una vibración en los pómulos a causa del volumen ensordecedor.
La defensa final de la puerta empezó a flaquear. Los marat forzaron su entrada en el patio con ojos salvajes, armas ensangrentadas, cabello pálido y la piel manchada de escarlata. Un hombre de las explotaciones cayó ante dos lobos enormes y un marat que no luchaba con más arma que sus dientes. Un gran moa aplastó contra el suelo a un alerano que huía a gatas; con un giro de cabeza le atrapó el cuello y se lo rompió, en un solo movimiento rápido.
Los marat irrumpieron en tromba y se produjo un caos repentino en el patio, cuyas líneas defensivas estaban desintegradas en docenas de pequeñas batallas separadas: una verdadera locura.
—Allí —indicó Amara con el dedo extendido—. El que pasa ahora mismo por la puerta.
Atsurak entró en el patio rodeado por sus bestias. Con un movimiento certero de una lanza alerana capturada, atravesó la espalda de un legionare y después, sin mirar cómo moría el hombre, extrajo del cuerpo la punta y comprobó el filo con el pulgar. Muchos aleranos se lanzaron sobre él. Uno, antes de acercarse a Atsurak, cayó al suelo con flechas marat de plumas negras saliéndole de ambos ojos, otro fue destrozado por una de las grandes aves. Nadie llegaba a una distancia de lucha personal con el jefe de la horda.
—Yo iré primero —decidió el estatúder—. Atraeré su atención. Tú ven detrás de mí.
—De acuerdo —asintió Amara y le puso la mano sobre el hombro.
Bernard aferró el hacha y tensó sus músculos para avanzar.
Un trueno repentino conmovió el aire en un rugido que hizo que todos los sonidos anteriores no fueran más que los retortijones de una barriga vacía. Chillidos frenéticos y aullidos se alzaron formando una sinfonía. Las propias murallas temblaron, justo al lado de las puertas. Volvieron a temblar a continuación bajo un impacto poderoso y una telaraña de grietas las atravesó. De nuevo el trueno arremetió contra las murallas exteriores y con un rugido grandioso, toda una sección entera se derrumbó. Los aleranos que se hallaban en las almenas tuvieron que saltar hacia los lados, mientras caían las piedras en secciones enormes e irregulares y el aire se llenaba de polvo, que atravesó la luz del sol recién aparecido tamizando una oleada de esplendor dorado y terrible.
A través del repentino hueco abierto en las murallas llegó un bramido poderoso y, tras él, la gigantesca silueta de un gargante de pelo negro, el gargante más grande que Amara había visto en su vida. Ensangrentada y pintada con colores básicos e intensos, la bestia parecía salida de la pesadilla de un demente. Alzó la cabeza, profirió otro bramido estremecedor y destruyó tres metros más de muralla con sus enormes garras. El gargante volvió a bramar y se abrió paso a través de las murallas para penetrar en el patio.
Sobre el lomo del gargante estaba sentado un guerrero marat de cabello pálido y ojos oscuros, con unos hombros tan anchos y un pecho tan poderoso que no le habría encajado ni el peto más grande. Llevaba en la mano un garrote de mango largo y con un movimiento casi sin importancia lo inclinó hacia un lado, golpeó la cabeza de un guerrero del clan de los lobos que estaba estrangulando a un alerano en el suelo, y el marat cayó con el cráneo roto.
—¡ATSURAK! —bramó el marat que iba a lomos del gargante enloquecido. Su voz profunda, ronca y furiosa, conmovió las piedras del patio—. ¡ATSURAK DE LOS MOA! ¡DOROGA DE LOS GARGANTES TE ACUSA DE ESTAR EQUIVOCADO ANTE NOSOTROS, LOS MARAT! ¡SAL, PERRO ASESINO! ¡SAL Y ENFRÉNTATE A MÍ ANTE EL ÚNICO!
Dándose la vuelta con una agilidad enloquecida, el gargante se movió hacia un lado con las poderosas patas delanteras levantadas. La bestia bajó las patas y posó sus pezuñas sobre un guerrero del clan de los moa que cargaba contra él, y simplemente lo aplastó contra las piedras del patio. Ante esta sucesión de hechos, aunque siguió creciendo el caos fuera de las murallas, la batalla en el patio quedó de repente en suspenso.
Al volver a darse la vuelta la gran bestia, mientras lanzaba otro bramido desafiante, Amara vio, bajo la luz doraba que atravesaba la muralla derruida, que el pequeño Tavi se aferraba a la espalda de Doroga sobre el enorme gargante, y detrás de él estaba sentado el esclavo de la quemadura en la cara, que iba agarrado a él y gimoteaba.
Tavi miró con fiereza en derredor del patio y cuando su mirada les alcanzó, su cara se iluminó con una sonrisa.
—¡Tío Bernard, tío Bernard! —gritó, señalando a Doroga—. ¡Me ha seguido hasta casa! ¿Nos lo podemos quedar?