AMARA le hizo un gesto a Pirellus.
—¿Serán capaces de elevar la muralla?
El centurión se encogió de hombros.
—Repito, no vendrá mal. La muralla, en su estado actual, no va a detener a los marat.
Cerca, Bernard y el ingeniero dirigían a casi un centenar de hombres y mujeres, que abarcaban desde una edad ligeramente inferior a la requerida para el servicio en las legiones hasta una abuela anciana y arrugada que andaba con la ayuda de un báculo y del brazo de un joven musculoso y serio en quien Amara reconoció a Bernardholt.
—¿Estás seguro de que no es un riesgo excesivo? Antes la hemos defendido —señaló Amara.
—Contra marat que no habían vivido una batalla —respondió Pirellus—. Tropas verdes y medio entrenadas. Y casi nos destruyen. No os engañéis. Tuvimos suerte. Ahora son cinco veces más. Tienen experiencia y no van a operar como tribus separadas. —Sus dedos tamborilearon sobre la empuñadura de su espada negra—. Y recordad, esos caballeros siguen ahí arriba.
Amara tembló y de repente miró a su espalda.
—Exactamente. Por eso, señora Isana, deberíamos… —Se calló de repente—. ¿A dónde ha ido?
Pirellus miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—No os preocupéis. En cualquier caso, los problemas que puede ocasionar esa mujer son limitados. Esa es la ventaja de la muerte inminente, cursor, resulta difícil que a uno le impresionen otros riesgos.
Amara frunció el ceño.
—Pero con su ayuda…
—Condenados —la interrumpió Pirellus con sencillez—. Necesitamos tres veces las tropas que tenemos para resistir, cursor. Lo que están haciendo estos hombres es admirable, pero a menos que uno de sus mensajeros haya conseguido llegar a Riva… —Negó con la cabeza—. Sin refuerzos, sin más caballeros, solo vamos a matar el tiempo hasta la puesta de sol. Mirad a ver si podéis encontrar a su jefe de horda y yo ayudaré a clasificar a los heridos para contar con más hombres disponibles.
Ella le empezó a decir algo, pero Pirellus se dio la vuelta y se encaminó hacia el otro patio. Tenía la rodilla hinchada y de color morado, pero no se permitía cojear. Otro talento que envidiaba en los artífices del metal. Amara sonrió y deseó tener su poder para obviar con esa facilidad el dolor de su brazo roto.
O el miedo que le seguía debilitando las rodillas.
Tembló y se volvió a encaminar hacia las puertas con determinación. Habían retirado con rapidez la barricada cuando los artífices de tierra se dispusieron para realizar su intento con las murallas. Un pelotón de veinte legionares estaba situado en formación al otro lado de las puertas rotas, de guardia por si algún marat intentaba colarse sin que lo vieran. La posibilidad parecía bastante improbable. Cuando Amara pasó bajo la muralla y accedió a la llanura abierta al otro lado, rodeando a los jóvenes, lúgubres y silenciosos, pudo ver la horda marat bajo la luz, que iba creciendo lentamente, como un campo enorme de nieve viva, y se acercaba sin descanso pero sin demasiada prisa.
Se alejó bastante metros de las murallas, caminando con pasos ligeros y cautelosos. Intentó no mirar al suelo. Los restos ennegrecidos de los marat que habían perecido en la primera tormenta de fuego yacían a su alrededor, grotescos y apestosos. Los cuervos aleteaban y graznaban por todas partes y misericordiosamente tapaban la visión de la mayoría de los muertos. La cursor sabía que si miraba podría ver las cuencas vacías de los cadáveres a los que ya les habían comido los ojos, normalmente con parte de la nariz y la carne de los labios, pero no miró. El aire olía a nieve y sangre, a carne quemada y un poco a carroña. A pesar del tapón que proporcionaba Cirrus a su sentido del olfato, lo podía oler.
Las rodillas le temblaron aún más y notó que le faltaba el aire. Tuvo que detenerse y cerrar los ojos durante un momento antes de volverlos a enfocar hacia la horda que se iba aproximando. Alzó el brazo ileso y le pidió a Cirrus que le aclarase la visión.
La furia combó el aire delante de ella y casi de inmediato pudo ver la turba atacante como si estuviera lo suficientemente cerca como para oír sus pisadas.
De pronto comprendió a qué se refería Pirellus. Aunque los salvajes que huyeron de la horda marat se habían reagrupado una media hora antes, para quedar absorbidos por la masa que se acercaba, en general se apreciaba una gran diferencia con los guerreros que se desplazaban ahora hacia Guarnición, sin necesidad de llegarse a enfrentar a ellos para comprender los temores del centurión. Eran hombres adultos, con músculos más fuertes y años de experiencia, que andaban con más confianza y cautela, con la ferocidad atemperada por la sabiduría.
La recorrió un escalofrío.
Las mujeres también formaban parte de la horda; llevaban armas y tenían la apariencia de soldados experimentados, y a Amara no le cupo la menor duda de que lo eran. Hasta donde lo podía determinar el espionaje alerano, se sabía que los marat estaban enzarzados casi constantemente en luchas entre ellos: conflictos a pequeña escala que no duraban mucho y al parecer no daban lugar a grandes hostilidades, sino más bien a combates casi rituales. Pero bastante letales. Se concentró en la tropa lúgubre. Los muertos que había detrás de las murallas de Guarnición corroboraban todo eso.
Mientras los veía venir, Amara sintió de repente una sensación que no había percibido desde hacía mucho tiempo, desde que, de pequeña, le permitieron por primera vez salir a mar abierto con su padre en su barca de pesca. Una sensación de estar fuera, de estar al borde del precipicio de un mundo totalmente ajeno al suyo. Miró las murallas a sus espaldas y notó pinchazos en los ojos al reacomodarlos. Ahí se encontraba la frontera del poderoso Reino de Alera, una tierra que resistió a sus enemigos durante mil años, que había superado un mundo hostil para construir una nación próspera.
Y ella se encontraba fuera, desnuda a pesar de su armadura. El tamaño enorme y la vasta extensión de las llanuras ondulantes que se extendían más allá del último bastión de poder de Alera hicieron que se sintiera súbitamente insignificante.
La voz llegó como un murmullo entre el zumbido de una ráfaga de viento, bajo e indiferente.
—Nunca te sientas intimidada por el tamaño. Te enseñé demasiado bien como para que ahora hagas eso.
Amara se tensó, se disolvió la visión que le proporcionaba la furia delante de ella y miró a su alrededor.
—¿Fidelias?
—Siempre tensas las piernas cuando tienes miedo, Amara. Nunca has conseguido ocultarlo. Ah, y te puedo oír —respondió el ex cursor—. Uno de mis hombres está reforzando mi voz para que tú me oigas, y además, escucha tus respuestas.
—No tengo nada que decirte —susurró Amara, acalorada.
Miró a los legionares que tenía muy cerca y dio un paso al frente, alejándose de ellos para que no la pudieran oír. Levantó de nuevo la mano y se concentró en la horda que avanzaba, buscando entre sus filas a quien pudiera ser su líder.
—Es inútil —comentó Fidelias—. No podéis cubrir las murallas. Y si lo hacéis, romperemos de nuevo la puerta.
—¿Qué parte de «No tengo nada que decirte» no has comprendido? —Hizo una pausa y después añadió con toda la maldad de que fue capaz—: Traidor.
—Muy bien, ahora, escucha —replicó Fidelias—. Sé que no estás de acuerdo conmigo, pero quiero que pienses en esto. Gaius va a caer. Lo sabes. Si no cae con limpieza, aplastará a miles en su caída. Es posible, además, que incluso debilite el Reino hasta el punto de que quede destruido.
—¿Cómo te atreves a hablar conmigo de la seguridad del Reino? Por tu culpa, sus hijos e hijas yacen muertos detrás de las murallas.
—Nosotros matamos personas —replicó Fidelias—. Eso es lo que hacemos. Gracias a ti, yo también tengo muertos que enterrar. Si quieres, te hablaré de las familias de los hombres que precipitaste a la muerte. Al menos, los muertos de dentro tuvieron la oportunidad de luchar por su vida. Los que tú asesinaste, no. No seas tan tajante con esa acusación en particular, aprendiz.
Amara recordó de repente a los hombres chillando y cayendo. Recordaba el terror en sus rostros, aunque en aquel momento no le había dado mayor importancia.
Cerró los ojos. El corazón le dio un vuelco.
—Si tienes algo que decir, dilo y terminemos con esto. Tengo trabajo que hacer.
—He oído decir que morir puede ser muy molesto —señaló la voz de Fidelias—. Quiero hacerte una oferta.
—No —se negó Amara—. Deja de hacerme perder el tiempo. No la aceptaré.
—Sí lo harás —replicó Fidelias—. Porque no quieres que las mujeres y los niños que hay detrás de esas murallas mueran asesinados con todos los que quedáis.
La cursor se tensó de nuevo y sintió un frío brusco.
—Vete —ofreció Fidelias—. Tú vete con las mujeres y los niños. Haré que mis caballeros retrasen el tiempo suficiente a los marat para daros una ventaja de seguridad.
—No —susurró Amara—. Estás mintiendo. No puedes controlar a los marat.
—No estés tan segura. Mira, Amara, no me gusta lo que se tiene que hacer. Pero tú puedes marcar la diferencia. Puedes salvar las vidas de personas inocentes del Reino sacándolas de aquí. Si no lo haces personalmente, no hay trato. —Se produjo un silencio durante un momento, antes de que Fidelias prosiguiera, con voz cansada—: No sabes lo que estás haciendo, muchacha. No quiero verte morir por ello. Y si puedo salvar las vidas de algunos no combatientes al mismo tiempo que te protejo, mucho mejor.
Amara cerró los ojos; la cabeza le daba vueltas. El hedor de los cadáveres abrasados y la carroña que habían desgarrado los cuervos la volvieron a asaltar. Ella era una cursor, una espadachina habilidosa, una agente de la Corona, una heroína condecorada del Reino… pero no quería morir. La idea la aterrorizaba. Había visto a los hombres que cayeron ante los marat y ninguno de ellos se había ido de manera pacífica. Antes bromeaba con ligereza diciendo que no le gustaría terminar su vida de una manera que no fuera tremendamente sangrienta, para igualar la vitalidad que tenía dentro, pero la realidad era muy diferente. En esto no había nada que considerar, ninguna filosofía abstracta. Solo ojos brillantes y animales, terror y dolor.
Infirió que tenía sentido. Fidelias no era un monstruo, sino un hombre como otro cualquiera. Se había preocupado por ella cuando trabajaban juntos. En cierto sentido, casi más que su padre. Era muy razonable asumir que no la quisiera ver morir si podía evitarlo.
Y si ella podía salvar a algunas personas más, si podía sacar de allí a los que seguramente iban a morir en la lucha que se avecinaba, lo más seguro era que valiera la pena. A buen seguro, no habría vergüenza en su huida ni deshonor ante la Corona.
O ante la memoria de Bernard.
No estaría mal. Su antiguo maestro le estaba ofreciendo una salida. Una huida.
—Amara —la llamó con suavidad la voz de Fidelias—, no queda mucho tiempo. Tienes que actuar con rapidez, si los quieres salvar.
De repente vio la trampa. Aunque no la comprendía del todo, aunque no estaba segura de dónde se encontraba, reconoció lo que había estado utilizando para cegarla: emociones básicas, miedo, el deseo de proteger, la necesidad de salvar su orgullo… Había jugado con esas emociones, del mismo modo que intentó transmitirle un estado emocional primario de terror y pena cuando la traicionó.
—Tengo que actuar con rapidez —repitió en voz baja—. Tengo que ir. Yo misma. O no hay trato. —Respiró hondo—. ¿Por qué querrías asegurarte de que no participo en esta batalla, Fidelias? ¿Por qué ahora y no hace una hora? ¿Por qué no me has hecho esta oferta hasta que me has visto observando al enemigo?
—No te hagas esto a ti misma, Amara —oyó como respuesta—. No racionalices el camino que te conduce fuera de la vida. No dejes que mate a esos niños.
Tragó saliva. Él tenía razón, por supuesto. Quizá la estaba manipulando. Quizá al aceptar su oferta estaba sacrificando una ventaja desconocida. ¿Pero de verdad podía discutir este argumento? ¿Podía realizar un intento de maniobrar contra él, aquí y ahora, cuando era casi seguro que iba a morir? Y cuando eso les iba a costar la vida a los niños…
«Corre. Sálvalos. Llora con la Corona las pérdidas en el valle».
—Tu propósito como cursor es el de salvar vidas, Amara. Sé fiel a tu objetivo. Y deja que yo siga fiel a mi elección.
Los cuervos graznaron y levantaron el vuelo a su alrededor. Amara abrió la boca para aceptar la propuesta, pero un ruido repentino la detuvo. Sin aviso previo, el suelo empezó a temblar, con un ritmo bajo y duro. Se tambaleó y se tuvo que agachar para mantener el equilibrio. Miró hacia las murallas de Guarnición.
Un grito surgió entre los sorprendidos legionares, que inmediatamente avanzaron y se alejaron de las murallas, rompiendo la formación a medida que el movimiento de la tierra los lanzaba a derecha e izquierda. Llegaron hasta donde se encontraba Amara y se dieron la vuelta para contemplar con ella las paredes que hasta hacía unos momentos habían estado protegiendo.
Las murallas de Guarnición se tambalearon y temblaron, como cuando un hombre se estira al despertarse. Se mecieron como una ola baja y suave que atravesara la piedra gris sin junturas. Y entonces, con el crujido de la tierra al romperse, empezaron a crecer.
Amara lo contempló maravillada. Nunca había presenciado un hecho similar a semejante escala. Las murallas se elevaron, cada vez más altas, como una ola que se acerca a la orilla. La pared avanzó varios pasos hacia el enemigo y Amara comprendió que se estaba haciendo más gruesa en la base, a fin de soportar la mayor altura. El muro creció y en el gris mortecino de la piedra empezaron a aparecer zonas con bandas escarlata y azul, mezcladas con la roca, los colores propios de Alera, y después otras zonas de escarlata y oro, los colores de la ciudad de Riva, origen de la legión. Las almenas también crecieron y con un chirrido abrupto de la piedra, surgieron pinchos en lo alto de ellas y al punto aparecieron más a lo largo de la misma muralla, como dagas largas y delgadas de una piedra negra que brillaba bajo la luz creciente. Los pinchos se extendieron, como si fueran zarcillos germinados en alguna cepa letal bajo la superficie de las murallas, brotando en todas partes como tallos de hierba que crecieran al instante, con sus puntas resplandecientes que señalaban hacia la horda agresora.
Los cuervos, decepcionados, alzaron el vuelo en una tormenta repentina de alas negras y graznidos roncos, para luego dar vueltas sobre el campo de batalla como volutas de humo asustadas.
El rumor cesó. Las murallas de Guarnición se alzaban a una altura de nueve sólidos metros y estaban cubiertas con dagas afiladas como cuchillas de la misma piedra negra que, según pudo ver ahora Amara, los marat utilizaban para fabricar sus armas. El propio terreno estaba dispuesto a empalar a cualquier atacante.
Y en el silencio que siguió, Amara pudo escuchar cómo susurraba la voz de Fidelias:
—Malditos cuervos.
Los legionares que se encontraban al lado de Amara estallaron de repente en vítores, y la cursor casi no fue capaz de retener el grito de desafío que le subía por la garganta. Vociferó una orden a los hombres para que volvieran dentro, y estos empezaron a recorrer el difícil camino entre los pinchos que se alzaban delante de las murallas. Uno de ellos resbaló y se cortó en la pierna, hecho que suscitó una charla repentina y entusiasmada sobre lo afilados que eran los pinchos y lo bien que los habían cortado. Los mayores elogios procedían del hombre herido. Más vítores se elevaron desde el interior de la fortaleza y según Amara estaba mirando, más legionares aparecieron en la muralla; algunos izaron banderas de la legión y de Riva, que volvieron a ocupar su puesto encima de las puertas. Dentro, uno de los músicos empezó a tocar con la trompeta la llamada a las armas, y los legionares, profesionales y hombres de las explotaciones por igual, le respondieron con un rugido unánime que retumbó en las rocas de las montañas que rodeaban la fortaleza.
Amara se dio la vuelta para encararse con la horda que atravesaba la llanura.
—Lucha por lo que quieras, Fidelias —concluyó—, pero no te lo entregaremos. El futuro de estos hombres y mujeres, niños y soldados, no está labrado en piedra. Si quieres la fortaleza, ven y conquístala.
Se produjo un silencio largo y terrible antes de que respondiese Fidelias; cuando lo hizo, su voz sonaba tranquila y equilibrada.
—Adiós, Amara.
Con el susurro más leve del viento, el contacto desapareció.
Amara se dio la vuelta y llamó a Cirrus. Dio un paso adelante, se elevó ligeramente sobre el campo de pinchos, que se extendía algo más de treinta metros, y aterrizó en la puerta por delante de los legionares que regresaban del exterior. Su corazón latía con rapidez, decidido y desafiante.
Intentó que no se notara que el brazo roto también le daba punzadas de dolor.
Se trasladó rápidamente al patio, pero las sombras de las murallas, que ahora eran más altas, habían cambiado la perspectiva del lugar. Tardó un momento en orientarse, hasta que vislumbró a Bernard sentado al pie del nuevo muro mientras hablaba con un grupo de hombres que resoplaban, pero mostraban rostros jubilosos. Escudos, armas y petos se encontraban junto a cada hombre, y una de las mujeres les había traído agua. Parecía que se habían echado tanta agua sobre la cabeza como la que había bajado por sus gargantas; sus túnicas estaban mojadas y el aliento se convertía en vapor delante de sus bocas sonrientes. Pirellus estaba cerca del estatúder, y la saludó con la cabeza cuando la vio.
—Interesante —comentó el centurión mientras echaba la cabeza hacia atrás señalando la muralla—. Solo podrán utilizar los palos de escalada o intentar la toma de la puerta. Al final, podremos presentar una buena batalla.
—Increíble —reconoció Amara, sonriéndole primero a Pirellus y después a Bernard—. Nunca he visto nada igual.
Este último miró hacia arriba con una sonrisa cansada.
—Siempre resulta sorprendente comprobar lo que puedes hacer cuando lo tienes que hacer.
—¿Visteis algo? —preguntó Pirellus.
—No —respondió Amara—, pero me parece que nuestra oposición temía que viera algo.
Les resumió su conversación con Fidelias.
Bernard frunció el ceño.
—¿Sabes? Quizá deberíamos meter a toda la gente que podamos en los carromatos y que emprendan camino. ¿Podremos resistir lo suficiente como para que se puedan alejar?
Pirellus miró la muralla y después, hacia el otro lado del patio.
—Es un riesgo que vale la pena correr. Me ocuparé de ello —se ofreció—. No habrá espacio para todo el mundo, pero al menos podremos sacar a los niños.
—Muchas gracias —le dijo Amara.
Pirellus asintió.
—La pasada noche teníais razón, condesa —reconoció—. Yo estaba equivocado.
E inmediatamente atravesó el patio con paso firme a pesar de la pierna herida.
Bernard silbó.
—Creo que eso le ha costado un poco —le indicó a Amara.
—En cualquier caso, no es nada de lo que no pueda prescindir —replicó Amara con tono seco—. Bernard, esos caballeros siguen ahí fuera y nos van a atacar de nuevo.
—Lo sé —reconoció el estatúder—. Pero no tenemos suficientes caballeros Aeris para controlar el cielo. No sabemos cuándo ni por dónde vendrán.
Ella le hizo un gesto con la cabeza.
—Pero creo que tengo una idea bastante certera, y esto es lo que quiero que hagas.
Le dio brevemente unas cuantas instrucciones y él asintió, reunió a algunos de los hombres y se fue a preparar la estrategia. Amara también habló con Harger y seguidamente subió a la muralla. Las almenas estaban abarrotadas de hombres, pero localizó a Giraldi en su puesto en el centro de la muralla, encima de la puerta.
—Centurión —lo saludó.
—Condesa.
—¿Cómo ve la situación?
Hizo un gesto con la cabeza hacia los atacantes marat, que se encontraban ahora a poco menos de dos kilómetros.
—Se han detenido —le explicó—. Aunque fuera del alcance de nuestros mejores arqueros, incluso de esos muchachos de las explotaciones. Están esperando.
—¿A qué?
El soldado se encogió de hombros.
—Quizá a la salida del sol. Si esperan unos minutos más, el sol nos deslumbrará cuando salga.
—¿Será muy grave?
Volvió a encogerse de hombros.
—En todo caso, no ayudará.
Ella asintió.
—¿Cuánto tiempo los podremos detener?
—Esas cosas no se pueden calcular. Si los mantenemos fuera de las murallas y de las puertas, un buen rato.
—¿Lo suficiente como para dar una buena ventaja a un grupo de carromatos?
El centurión la miró.
—¿Los carromatos de los estatúder?
Amara asintió.
—Ahora mismo los estamos cargando con mujeres y niños.
Giraldi la miró fijamente, y al cabo asintió.
—Entonces, de acuerdo. Los detendremos el tiempo suficiente. Perdonadme.
Se retiró de las almenas para encontrarse con un legionare sofocado que llegaba corriendo por la muralla. Amara lo siguió. Giraldi frunció el ceño.
—¿Dónde están esas cantimploras, soldado? —preguntó.
El legionare saludó.
—Lo siento, señor. Se encuentran en el almacén oriental, pero ya ha sido asegurado.
—Ya ha sido asegurado —repitió Giraldi—. ¿Cómo lo sabes?
—La puerta estaba cerrada.
Giraldi frunció el ceño.
—Bueno, encuentra a Harger y llévalo a… ¿qué tienes ahí, en las botas?
—Paja, señor.
—¿Cómo ha llegado eso a tus botas, legionare?
—Uno de los hombres de las explotaciones la está esparciendo, señor. La están repartiendo por todo el patio.
—¿Qué?
Amara intervino.
—Son órdenes mías, centurión.
—Oh —murmuró Giraldi, que se quitó el yelmo y se pasó la mano por el cabello rapado—. Con el debido respeto, Señoría, ¿qué tipo de orden insensata es esa? Si esparcís la paja por el patio, todo esto arderá y provocará el mejor fuego que se haya visto nunca, y lo peor es que estará entre nosotros. Por lo que sé, van a disparar flechas incendiarias por encima de la muralla.
—Se trata de un riesgo calculado, centurión, que no puedo explicar aquí.
—Señoría… —empezó a protestar Giraldi.
En ese momento, llegó un grito desde las almenas.
—¡Señor!
Amara y Giraldi se dieron la vuelta para mirar hacia allí.
Un joven legionare con la cara pálida movió la barbilla hacia la llanura, más allá de la fortaleza.
—Ahí vienen.