AUNQUE no los tenía fríos, los pies de Isana estaban maltrechos y arañados cuando, arrastrando a la reticente Odiana, salió de los matorrales enmarañados del bosque y llegó a la carretera que recorría todo el valle de Calderon. Casi no había recuperado el aliento en la oscuridad que precede al amanecer, cuando oyó el retumbar de cascos de caballos al galope que se acercaban por la calzada.
Agarró la muñeca de Odiana y la arrastró de regreso al borde de la calzada, pero ya era tarde. Dos jinetes, al galope sobre las piedras de la carretera manipuladas con un artificio, ya las habían visto y casi les pasan por encima antes de poder detener los caballos, siluetas grandes en la oscuridad, que se encabritaron y se revolvieron al detenerse.
—¿Señora Isana? —jadeó la sorprendida voz de un hombre joven desde la oscuridad—. ¿Qué está haciendo aquí?
Isana miró sorprendida a su vez al jinete.
—¿Frederic?
—Sí, señora —respondió el joven.
Dijo algo en voz baja al caballo y desmontó sin soltar las riendas.
—Furias, señora, no creíamos poder volverla a ver. ¿Se encuentra bien?
El otro jinete también desmontó e Isana reconoció al estatúder Roth por la pálida melena de color blanco que le rodeaba la cabeza. Se acercó a ella y la abrazó.
—Gracias a las furias, Isana. Nos temíamos lo peor.
Ella se recostó contra el viejo estatúder, sintiendo de repente el cansancio en sus brazos y piernas, y tuvo que pedirle a Rill que le secase las lágrimas en los ojos.
—Estoy bien. Ha faltado poco, pero estoy bien.
—¿Quién es? —preguntó Roth, mirando detrás de Isana hacia donde se encontraba Odiana, que permanecía sentada al lado de la carretera mirando al vacío con expresión apática.
—Es una historia muy larga. Yo la cuidaré. Pero ¿qué estáis haciendo aquí?
—Explorar —respondió Roth e hizo un gesto con la cabeza hacia la carretera.
Por ella llegó el rumor de más cascos de caballos y el traqueteo de ruedas de carros que avanzaban a marcha forzada. Isana vio más caballos, algunos de los cuales tiraban de pesados carros de granja y otros con jinetes montados, que se acercaban por la calzada. Frederic silbó con fuerza y movió el brazo, y a su señal, los carros iniciaron una parada lenta mientras se acercaban.
—Pero ¿qué estáis haciendo? —repitió Isana.
La expresión de Roth parecía muy cansada en la penumbra.
—Isana, los marat penetraron ayer en el valle. En algún momento de la pasada noche. Atacaron Aldoholt y lo han incendiado. Por lo que sabemos, no ha sobrevivido nadie.
Isana respiró hondo, aturdida, y se sintió mareada.
—¿Todo el mundo?
—Sí —asintió Roth—. Vimos los fuegos al anochecer, y Warner y sus chicos fueron a investigar. Los envió a avisar a Guarnición y a Riva. Los dos que iban a Guarnición han sido asesinados. Los encontramos destrozados a unos tres kilómetros. No sabemos nada de los otros.
—Oh, no —jadeó Isana—. Oh, furias, pobre Warner.
—Luego, esta noche, Frederic estaba trabajando en los campos…
Frederic asintió.
—Con esa roca enorme. No la pude retirar antes de la tormenta y como no podía dormir, volví por la noche, señora Isana. Y esos dos hombres cayeron del cielo.
—¿Cayeron del cielo? ¿Caballeros Aeris?
—Sí, señora. Uno de ellos iba de negro y el otro, con los colores de Riva, señora, y estaba herido, así que golpeé al otro en la cabeza con la pala. —Su voz tenía una nota de ansiedad, como si no estuviera seguro de que hubiese actuado correctamente—. No hice mal, ¿verdad?
—Por supuesto que no, muchacho —bufó Roth—. Era un mensajero de Guarnición, Isana, enviado a pedir refuerzos a Riva. Dijo que una horda marat estaba de camino. Y alguien no quería que llegase. Tenía clavada una flecha y habían enviado a un caballero para que lo siguiera hasta el suelo. Frederic le dejó al asesino una marca en la cabeza de la que no se va a recuperar durante algún tiempo, o ya le habríamos preguntado quién lo había enviado.
Frederic agachó la cabeza.
Los carromatos se detuvieron y, un instante después, Otto y Warner se acercaron a la carrera y abrazaron a Isana, Otto cálidamente aliviado, y Warner con una determinación tensa y tranquila.
—¿Así que os dirigís hacia Guarnición? —les preguntó Isana.
Warner asintió.
—Enviamos mensajeros a Riva, a través de los bosques, donde no los podrá seguir nadie que esté vigilando desde el aire. Pero tardarán más que por el aire o los caminos, así que nos dirigimos para rellenar los huecos que pueda haber.
Isana echó una ojeada a los carromatos y a las personas que los abarrotaban.
—Grandes furias, Warner. Debes de haber traído a la mitad de tus trabajadores.
—Un poco más —reconoció Otto ansioso y restregándose las manos—. Todo el mundo capacitado o que tenga cualquier artificio útil, Isana.
—Esas personas no son soldados —protestó ella.
—No —reconoció Warner en voz baja—. Pero todos los hombres han cumplido su servicio en las legiones. Isana, si Guarnición cae, no quedará nada que detenga a una horda para que haga lo mismo que les hizo a Aldoholt y a todas las explotaciones de aquí a Riva. Mejor es ofrecer nuestra ayuda y que no la necesiten, que lo contrario.
—¿Y los niños?
—Los mayores se han llevado a los más pequeños hacia las zonas más alejadas. La Cueva del Mendigo y otros lugares similares. Allí estarán más seguros que si se quedan en las explotaciones hasta que haya pasado todo.
Isana expelió el aire.
—¿Y Tavi? ¿Y mi hermano? ¿Alguien los ha visto?
Nadie dijo nada hasta que Frederic se pasó la mano por el cabello.
—Lo siento, señora —respondió—. Nadie los ha visto o ha sabido nada de los que salieron la noche de la tormenta. Imaginamos que estarán todos muertos o…
—Ya está bien, Frederic —le cortó Roth con severidad—. La mujer está agotada. Isana, tú y esa chica subid al primer carromato. Otto, consigue algo caliente para que se lo tomen y algo para que se abriguen y nos pondremos en movimiento.
—De acuerdo —asintió Otto, que cogió a Isana del brazo.
También intentó coger a Odiana, pero la mujer se apartó de él y dejó escapar un sonido pequeño y agudo.
—Yo lo haré —le indicó Isana, mientras se inclinaba para coger a Odiana por la barbilla.
Una agitada tormenta de emociones la inundó a través de ese roce, pero Isana consiguió contenerlas. Alzó la cara de Odiana para que la mirase y pronunció, moviendo únicamente los labios:
—Sube al carromato.
Odiana la miró sin ninguna expresión, pero se puso en pie cuando Isana la agarró del brazo, y subió al carromato de bastante buena gana, acomodándose en un rincón, mientras con los ojos ocultos detrás del cabello enmarañado contemplaba a los campesinos que iban montados. Isana subió a su lado y un momento después el carromato reemprendió la marcha traqueteante por la carretera.
Alguien le pasó una sábana pesada, que ella colocó sobre las dos, y un momento después una cantimplora con algo caliente. Isana bebió del vino especiado, que si bien le quemó en el estómago, hizo que sintiera las extremidades más calientes y menos cansadas. Le pasó la cantimplora a Odiana, que la sostuvo en las manos durante un buen rato, como si tuviera que hacer acopio de valor para beber, y que, tras hacerlo, se acurrucó bajo la sábana y cayó en lo que parecía un sueño de agotamiento.
—Pareces exhausta —comentó Otto desde el otro lado del carro, con rostro preocupado—. Descansa un poco. Llegaremos muy pronto a Guarnición, pero inténtalo.
Isana le pasó la cantimplora y negó con la cabeza.
—No estoy cansada, Otto, de verdad. Tengo demasiadas cosas en qué pensar.
Pero después de eso se echó hacia atrás, apoyó la cabeza en el lateral del carromato y se quedó dormida al momento; no se despertó hasta que el conductor llamó a Otto.
—¡Estatúder! ¡Ahí está!
Isana se incorporó con un respingo, lo suficiente para ver por delante del carromato. El frío de la mañana le golpeaba la cara y el cuello, y la manta helada que cubría el suelo brillaba bajo la luz pálida de un amanecer que ya no estaba muy lejos.
El humo flotaba sobre Guarnición como una mortaja.
El corazón se le subió a la garganta. ¿Llegaban demasiado tarde? ¿Ya habían atacado el fuerte? Subió hasta el asiento del conductor del carromato, mientras este, uno de los hombres de Otto, empezaba a chistar a los caballos que tiraban del carro para frenar su velocidad impulsada por las furias. Sus respiraciones formaban nubes de vapor bajo la luz mortecina.
Al acercarse, Isana vio a un legionare joven y solitario de guardia sobre la puerta occidental de Guarnición. Una mirada más atenta descubrió que llevaba un vendaje amplio y fuerte que le cubría la frente y el ojo izquierdo, y que esos vendajes eran tan recientes que aún estaban manchados de sangre. Un hematoma oscuro le descoloría la mejilla, aunque ese parecía que tenía al menos un día. Al acercarse el grupo de carromatos y caballos, el joven soldado se inclinó hacia delante y se los quedó mirando.
Warner levantó una mano hacia el guardia.
—¡Los de la puerta! ¡Dejadnos entrar!
—S… señor —tartamudeó el joven—, no debería estar aquí. Los marat nos están atacando, señor. No debería traer ahora mismo a sus trabajadores.
—Sé que los marat están atacando —replicó Warner—. Hemos venido a ayudar, y todos los que estamos aquí podemos hacer algo. Déjanos entrar.
El joven legionare vaciló, pero se produjo un movimiento en la muralla a sus espaldas y apareció un hombre con un yelmo de centurión abollado.
—¿Estatúder Warner?
—Giraldi —saludó Warner con un pequeño gesto con la cabeza—. Hemos oído que tenéis compañía y hemos pensado en invitarnos para ayudaros a entretenerlos.
Giraldi lo miró durante un momento y respondió:
—Warner, lo mejor será que des media vuelta y te dirijas hacia Riva mientras puedas.
Sus palabras acallaron a todos los hombres en la carretera.
Isana se puso en pie en el asiento del carromato.
—Buenos días, centurión. ¿Ha visto a mi hermano?
Giraldi entornó los ojos y después los abrió de par en par.
—¡¿Isana?, oh, gracias a las furias! Tu hermano está aquí. Está dentro, en la puerta oriental. Isana, el conde está muy malherido y Livia ha vuelto a Riva con su hija. Harger y los artífices de la legión hacen lo que pueden, pero dicen que sin ayuda más capacitada no vivirá.
Isana asintió con calma. Dejó que su conciencia se desplazara lentamente hacia Giraldi, empatizando con las emociones del hombre. Rabia, cansancio y sobre todo desesperación colgaban de él como una capa de barro gruesa y fría, e Isana tembló.
—Deduzco que los marat ya han atacado.
—Solo su vanguardia —explicó Giraldi—. El resto de la horda llegará en cualquier momento.
—Entonces, lo mejor será que dejemos de perder el tiempo con la charla, Giraldi. Abre las puertas.
—No sé si el conde querría…
—El conde no tiene nada que decir de todo esto —le cortó Isana—. Y si los marat toman Guarnición, destruirán todo lo que tenemos. Nos asiste el derecho a luchar para defender nuestras casas y nuestras familias, Giraldi, y aquí están todos los hombres con edad suficiente para ser veteranos de las legiones. ¡Abre las puertas!
Giraldi bajó la cabeza y le hizo un gesto al joven legionare.
—Las furias saben que necesitamos la ayuda. Hazlo.
La comitiva entró con rapidez en Guarnición e Isana se dio cuenta de que hombres adultos —los veteranos— conducían todos los carros. Penetraron en la fortaleza como si formasen parte de la legión destinada allí y alinearon los carromatos en filas perfectas en el patio occidental. Los hombres empezaron a ocuparse de los caballos, los desengancharon y los condujeron hasta el abrevadero y los establos para protegerlos de los vientos invernales. Todos los campamentos de la legión tenían la misma estructura, lo cual permitía que los veteranos y las unidades recién trasladadas pudieran incorporarse inmediatamente a las operaciones en curso y conocer la disposición del campamento. Mientras algunos hombres atendían a los caballos, otros empezaron a formar a los veteranos en filas delante de la armería, y Giraldi y otro legionare joven procedieron a equiparlos con escudos, espadas, lanzas, petos y yelmos.
Isana bajó del carromato, llevando a Odiana de la mano y marcando el camino a la mujer aturdida, que seguía envuelta en la sábana como una niña somnolienta.
—Harger —llamó Isana, que había visto al sanador supervisando a un grupo de mujeres jóvenes, en realidad poco más que niñas, que estaban convirtiendo sábanas en vendas.
El viejo sanador se dio la vuelta cuando la oyó, y una sonrisa cansada le iluminó la cara.
—Ayuda —comentó—. Bueno, después de todo, quizá podamos presentar batalla.
Se acercó a él y lo abrazó en silencio.
—¿Estás bien?
—Cansado —respondió y miró a su alrededor antes de proseguir—. Esto está mal, Isana. La muralla no es lo suficientemente alta y nuestros caballeros cayeron en el primer ataque.
Isana notó un nudo en la garganta.
—¿Mi hermano?
—Un poco hecho polvo, pero bien —respondió Harger—. Isana, tenemos menos de una hora. Cuando salga el sol, podrás ir de aquí a las torres de vigilancia caminando sobre los hombros de los marat.
Ella asintió.
—¿Ves allí al estatúder Otto? Es un artífice poderoso. No es demasiado delicado porque trata casi siempre al ganado herido con más delicadeza que a las personas, pero puede arreglar los huesos rotos mejor que nadie que conozca, y es capaz de hacerlo desde el amanecer hasta el anochecer. Hay uno o dos hombres que como mínimo tienen la misma capacidad que un artífice del agua de la legión, y muchas de las mujeres son aún mejores. ¿Tienes heridos?
—Un montón —respondió Harger escrutando a su alrededor—. ¿Es verdad eso que dices? ¿Las mujeres son mejores que los artífices del agua de la legión?
—Ve a ver a Otto, que les indicará a nuestros sanadores que te ayuden. ¿Estáis en el patio oriental?
Harger asintió, cerrando los parpados durante un momento. Después, le dio una palmada en el hombro a Isana.
—Muchas gracias. No sé si servirá de algo a la larga, pero hay hombres moribundos que no será ahora cuando mueran.
Isana posó su mano en la de él.
—¿Dónde puedo encontrar a Bernard?
—En la muralla, encima de las puertas —respondió Harger.
Isana lo saludó con la cabeza y emprendió el camino hacia el otro extremo del fuerte. Pasó de largo por las habitaciones del comandante y el barracón de los oficiales en el centro del fuerte; después, fue dejando atrás con rapidez barracón tras barracón. Encontró los primeros cuerpos en el lado más cercano del patio oriental, en los establos. Dentro yacían los caballos muertos y los cuervos ya estaban entrando y saliendo por las puertas; de dentro surgían unos graznidos roncos. A su alrededor, más cuerpos cubrían el patio: los marat y las grandes aves depredadoras estaban apilados en un gran montón a un lado del patio, donde no entorpecían el paso de las tropas que se tuviesen que mover por el interior. Las bajas de la legión yacían en filas perfectas en el lado opuesto, cada soldado envuelto en su capa y con la cabeza tapada para evitar que los cuervos les vaciaran los ojos.
El resto del patio estaba repleto de heridos y de moribundos. Un puñado de legionares montaba guardia en las murallas, pero parecían insuficientes.
Isana avanzó, aturdida por la matanza. Nunca había visto nada igual. El dolor la asaltó, procedente de los heridos, que lo irradiaban como el calor de un horno. Tembló y se abrazó a sí misma. Detrás de ella, Odiana, que la seguía de cerca agarrada de su mano, dejó escapar un gemido pequeño y asustado, y no levantó la cabeza.
—¡Isana!
Alzó la mirada y vio a su hermano, que se acercaba corriendo; no luchó contra las lágrimas que le brotaban de los ojos, ni tampoco contra la sonrisa que se dibujó en su boca. Él la abrazó con fuerza y la levantó del suelo al hacerlo.
—Gracias a las furias —murmuró—. Tenía tanto miedo por ti…
Ella le devolvió el abrazo, también con fuerza.
—¿Tavi?
Bernard se quedó helado durante un momento y la sensación la atravesó como un carámbano. Ella se apartó y sepultó el rostro entre las manos.
—¿Qué ocurrió?
—Después de la inundación, lo perdí. No lo pude rastrear con la tormenta. Conseguí llegar hasta la muchacha cursor y sacarla del agua, y vinimos aquí.
—¿Estaba solo? —preguntó Isana.
—No del todo, si tienes en cuenta que Fade seguía con él. Pensé que tú lo habrías encontrado después de la inundación.
Ella negó con la cabeza.
—No, no pude. Kord me sacó del río, Bernard.
Los ojos de su hermano se nublaron.
—Todo está bien —le aseguró ella con presteza, aunque hubo de imponer sus manos para extinguir un pequeño temblor de miedo en su vientre al recordar el ahumadero de Kord—. Su hijo, Aric, nos ayudó a escapar. Lo despisté.
—¿Y viniste aquí?
—No sola —respondió Isana—. Acababa de llegar a la carretera cuando Warner y los demás se acercaban por la calzada. He venido con ellos.
—¿Warner? —se sorprendió el estatúder.
—Warner, Otto, Roth… Han traído a todos sus hombres. También a los tuyos. Han venido a ayudar.
—Menudos idiotas —exclamó Bernard, pero sus ojos brillaron y dirigió la mirada hacia la muralla y las puertas destrozadas que conducían al interior del fuerte.
Una barricada improvisada impedía el paso, formada por un par de carromatos volcados, barriles y literas.
—¿Cuántos han venido?
—Todo el mundo —respondió Isana—. Casi quinientas personas.
—¿Las mujeres también?
Isana asintió y Bernard sonrió.
—Entonces, me imagino que lo tenemos que apostar todo a una sola baza. —Sus ojos se fijaron en Odiana—. ¿Quién es?
Isana tragó saliva.
—Una de las esclavas de Kord —mintió—. Me salvó la vida. Lo que lleva puesto en el cuello es un collar disciplinario, Bernard. No la podía dejar allí…
Él asintió, echó otra mirada a las murallas y luego dejó escapar lentamente el aire.
—Podría haber sido lo más acertado. Esto no va a ser fácil.
Isana frunció el ceño y lo miró a él y después hacia las murallas.
—Bernard, ¿recuerdas cuando levantamos nuestra explotación?
—Por supuesto.
—Ayudó todo el mundo en el valle. Levantaron toda la explotación, murallas incluidas, en un solo día.
Bernard parpadeó y se volvió hacia ella para decir, con una voz que traslucía excitación:
—Quieres decir que podríamos elevar las murallas.
Ella asintió.
—Si fuera necesario, sí. Giraldi comentó que no eran lo suficientemente altas.
—Es posible —reconoció Bernard—. Es posible, es posible. —Miró alrededor—. Allí. Ese centurión de allí es el ingeniero. ¿Ves el galón en su túnica? Necesitaremos su ayuda. Explícaselo, mientras yo voy a buscar a todos nuestros artífices de tierra.
Se fue corriendo e Isana se acercó al hombre, que la miró, parpadeó y frunció el ceño por encima de un bigote gris y erizado. La escuchó sin interrumpirla mientras le explicaba su plan.
—Imposible —se negó por último—. Eso que dices no se puede hacer, muchacha.
—Tengo cuarenta veranos, centurión —replicó Isana—. Y hay que hacerlo. Mi hermano está trayendo ahora mismo a nuestros artífices de tierra.
El centurión se enfrentó a ella y su cara y el cuello se encendieron con un rojo intenso.
—Artífices de las explotaciones —dijo con desdén—. Esto no es como levantar un granero. Se trata de murallas defensivas.
—No veo la diferencia…
El hombre lanzó un bufido.
—Estas murallas están construidas con capas de estratos entrelazados, muchacha. Son duras, flexibles, pesadas y pueden resistir cualquier tipo de proyectil que se pueda lanzar. Pero no las puedes hacer más altas una vez están colocadas en su sitio, como si fueran una valla para los pastos. Si empezáis a juguetear con la muralla, debilitaréis los cimientos y todo el conjunto se derrumbará. No tendremos muralla alguna, y menos una más alta.
—Según lo veo yo —replicó Isana—, es posible que tampoco tengas ninguna muralla, dado su estado actual.
El hombre la miró por un momento, después frunció de nuevo el ceño e inclinó la cabeza, gruñendo bajo el bigote.
—Entiendo que será difícil, pero vale la pena intentarlo, ¿o no? Si funciona, es posible que podamos oponer resistencia. Si no… —Isana tembló—. Si no, entonces solo precipitará algo que de todos modos no iba a tardar mucho.
—No —concluyó finalmente el ingeniero—. Si hubiera una posibilidad, valdría la pena correr el riesgo. Pero no son ingenieros. Son campesinos. No tienen el tipo de fuerza que hace falta.
—Nunca has vivido en este valle, ¿verdad? —replicó Isana sarcástica—. No todo el mundo con una furia fuerte quiere ser caballero. En mi explotación hay muchachos, poco más que niños, que pueden arrancar del suelo rocas más grandes que un hombre. Y tal como lo entiendo yo, no tenemos nada que perder.
El ingeniero la miró.
—Imposible —repitió—. No se puede hacer. Si dispusiera de un cuerpo completo de ingenieros de la legión, costaría medio día elevar esta muralla.
—Entonces, menos mal que no disponemos de un cuerpo de ingenieros de la legión —remachó Isana—. ¿Lo intentarás?
Una voz nueva intervino en la conversación.
—Lo intentará.
Isana levantó la mirada y vio a la cursor a poca distancia, vestida con las ropas demasiado grandes de su hermano y una cota de mallas prestada. Llevaba una espada colgada de la cadera y tenía roto el brazo izquierdo. Amara parecía cansada y lucía un moretón en el cuello y arañazos en la barbilla, pero miró con calma al ingeniero.
—Coordínate con los estatúderes. Inténtalo.
El ingeniero tragó saliva e inclinó la cabeza con una pequeña reverencia.
—Como deseéis, condesa —acató. Dio la vuelta y se fue.
Amara se giró para observar a Isana; el delgado rostro de la muchacha tenía una expresión tranquila. Entonces miró más allá, hacia donde se encontraba la bruja del agua envuelta en una sábana con expresión distante, y masculló una maldición en voz baja. Movió la mano en busca de la espada.
—Espera —intervino Isana, acercándose y poniendo una mano sobre la de Amara—. No.
—Pero ella es…
—Sé quién es —la cortó Isana—. Ahora no le va a hacer daño a nadie. Me salvó la vida… y un esclavista le ha puesto al cuello un collar disciplinario.
—No puedes confiar en esa mujer —insistió Amara—. Habría que encerrarla.
—Pero…
—Es un caballero por derecho propio. Una mercenaria. Una asesina —la voz de la cursor resonó enojada—. Tengo todo el derecho a matarla ahora mismo.
—No lo permitiré —replicó Isana, levantando la barbilla.
Amara se encaró con ella en voz baja.
—No estoy segura de que esa sea una decisión que tengas que tomar tú.
Justo en ese momento, un hombre alto y de piel oscura que parecía de Parcia, envuelto en una armadura magnífica pero manchada de cenizas y sangre, se acercó a ellas.
—Condesa —dijo con calma—, la horda casi está aquí. Si me acompañáis, veremos si podemos descubrir a su jefe.
Amara miró a Isana y se volvió hacia el hombre.
—¿Crees que matarlo ahora iba a servir de algo, Pirellus?
El centurión sonrió con un brillo repentino de dientes blancos.
—En mi opinión, malo no será. Y en cualquier caso, me gustaría asegurarme de que el animal responsable de todo esto —hizo un gesto vago a su alrededor— no vuelve sano y salvo a casa para fanfarronear sobre ello.
Isana se retiró un par de pasos, se dio la vuelta con tranquilidad y alejó a Odiana de la pareja.
—Ven —le murmuró a la bruja del agua, aunque sabía que Odiana no la podía oír—. Están aterrorizados y enfadados. No te iban a tratar justamente. Vamos en busca de un lugar donde no te puedan ver mientras pasamos por esto.
Atravesó deprisa el patio hacia uno de los grandes almacenes en el extremo más alejado. Cuando estaba abriendo la puerta para entrar, un grupo de hombres de las explotaciones, envueltos en sus túnicas invernales de fabricación casera, pero luciendo el acero de la legión, entraron en el patio marcando el paso en filas perfectas en dirección hacia las puertas. Otra fila, dirigida por Bernard y el ingeniero, hablando entre murmullos pero de forma intensa, pasó a la derecha, por detrás de ellas.
Isana abrió la puerta y condujo a su compañera dentro del almacén. El interior estaba oscuro y podía oír el sonido de las ratas. Un gato gris de patas largas y cuerpo delgado le rozó las piernas y desapareció en la oscuridad, persiguiendo a su almuerzo. Bultos y sacos pesados se alineaban en filas perfectamente ordenadas, con el contenido claramente etiquetado. Había muy poca luz para ver con claridad, así que Isana miró a su alrededor hasta que encontró una lámpara de furia e hizo que cobrara vida; luego, levantó el globo de luz con la mano y miró entre las filas.
—Allí —indicó, y empezó a remolcar a la mujer hacia adelante, mientras seguía hablando en un tono bajo y tranquilo, con la esperanza de que la artífice del agua, pese a la sordera, pudiese encontrar un poco de alivio al menos en la intención de las palabras—. Sacos de comida. Serán más blandos que el suelo, y si te tapas es posible que puedas dormir un poco. Aquí no molestarás a nadie.
No había dado una docena de pasos cuando se cerró de golpe la puerta del almacén a sus espaldas.
Isana se dio la vuelta con rapidez, levantando la lámpara de furia, mientras unas sombras bailaban y daban vueltas salvajes en el almacén.
Kord, cubierto con una túnica sucia, dejó caer el pesado pestillo sobre la puerta reforzada del almacén. Entonces se volvió hacia Isana con los ojos brillantes y una sonrisa que dejó ver sus dientes, tan grasientos y manchados como lo estaba la cadena de estatúder que llevaba alrededor del cuello.
—Bien, bien —dijo en voz baja, casi arrulladora—. ¿Dónde nos habíamos quedado?