AMARA miró a derecha e izquierda mientras se acercaba a las puertas donde los marat empezaban a abrirse paso. A un lado se encontraban numerosos legionares jóvenes, que contemplaban aturdidos y horrorizados cómo los marat entraban en la fortaleza. Al otro, cuerpos abrasados y hombres con quemaduras graves yacían desparramados tal y como habían caído de las murallas, junto con Bernard y Pirellus, que parecían aturdidos e intentaban recuperarse después de la explosión en lo alto de la muralla y su caída al patio.
—¡A formar! —gritó la cursor hacia los legionares, pero no estaba segura de que la hubieran oído. Se dirigió hacia uno de los hombres con yelmo de centurión y ordenó—: ¡Centurión! ¡Defiende las puertas!
El joven, envuelto en su capa fina, miró primero a Amara, y luego a las puertas y la muralla abrasada que tenía por encima, con los ojos muy abiertos y la boca temblorosa.
—¡A… atrás! —tartamudeó, aunque no parecía que nadie le estuviera escuchando—. ¡R… retirada!
Amara miró desesperada hacia el otro lado.
—¡Pirellus! —gritó—. ¡Arriba! ¡Ponte al mando de la legión!
El centurión, al que habían arrancado el yelmo de la cabeza y tenía el cabello de un lado abrasado casi hasta el cráneo, la miró unos momentos sin comprender.
Los marat arrancaron los últimos fragmentos de lo que quedaba de las puertas y pasó el primero de ellos: un guerrero joven y fornido que blandía un hacha con cabeza de piedra.
No hubo tiempo para nada más. Si los marat conseguían el control de las puertas, podrían entrar en Guarnición y nada impediría que el peso de su número aplastase las defensas aleranas. Aunque la cabeza todavía le daba vueltas y aún le dolía la herida de la espalda, Amara se lanzó hacia las puertas destrozadas.
Se oyó a sí misma lanzar un chillido agudo, mientras el joven guerrero marat se giraba para enfrentarse a ella y movía el hacha en un gran arco paralelo al suelo que intentaba partirla por la mitad a la altura de la cadera. Pero ella recurrió a Cirrus, saltó limpiamente por encima del hacha y le golpeó con su espada a la altura de los ojos. El buen acero de la hoja mordió la cara del marat, que cayó al suelo con un grito, mientras una de las gigantescas aves de guerra se abría paso por las puertas.
Amara trató de apartarse de su camino, pero el pico de la bestia asomó de inmediato y la agarró por el brazo izquierdo con un mordisco repentino y lacerante. El dolor la atravesó y supo que la cota de mallas había evitado que le cercenara el brazo a la altura del codo. El ave movió violentamente la cabeza a derecha e izquierda, zarandeando a Amara como si fuera una muñeca, hasta que con desesperación consiguió dar un tajo en la base del grueso cuello del moa, que emitió un chillido metálico y la lanzó lejos.
Otro marat pasó por las puertas, pero el moa herido se dio la vuelta, sorprendido por el movimiento repentino, y atacó con el acerado pico, provocando que el marat se echara hacia atrás. Amara profirió un grito y se precipitó hacia delante, impulsando la espada, que se hundió en los órganos vitales del ave, y luego aumentó el daño con un medio giro que envió a la bestia al suelo en medio de un maremágnum de inmundicia sin que dejase de patalear y mover el pico.
La cursor jadeó en busca de aliento mientras entraba un nuevo guerrero marat, sobre el que descargó otro golpe. Pero el salvaje se lanzó a un lado y dejó espacio para un segundo guerrero, esta vez una mujer joven y delgada que empuñaba un viejo sable alerano. Esta atacó la cara de Amara y la joven cursor desvió el golpe hacia un lado, pero no pudo evitar que el primer atacante la golpeara con dureza en el costado y la tirase al suelo.
Amara luchó contra él, dejando escapar un grito furioso e inútil, porque el otro había conseguido penetrar su guardia y le aplastaba el brazo de la espada contra el suelo. El marat levantó el puño con un rostro que no reflejaba ninguna emoción, y descargó el golpe contra su boca, dejándola aturdida y en silencio por unos momentos. Entonces él pronunció algo en una lengua gutural y con un tono satisfecho, mientras su mano agarraba el cabello de Amara y le giraba la cabeza ligeramente hacia la mujer marat, que alzó el viejo sable para descargar un golpe descendente.
«Pretenden arrancarme la cabellera —pensó Amara—. Se quieren llevar mi cabello».
De repente se oyó un chillido agudo y aterrorizado. El guerrero marat se alejó de un salto de Amara, mientras su compañera levantaba el sable para enfrentarse al ataque furioso y temerario de uno de los jóvenes legionares. Este tajaba y sajaba con su espada legionaria, más con brutalidad e ira elementales que con una estrategia coherente, pero consiguió apartar a los dos marat de Amara.
Se volvió hacia los otros legionares jóvenes, y Amara lo reconoció como el joven que el día anterior estaba de guardia en las puertas por el hematoma púrpura en su mandíbula.
—¡Vamos! —les gritó a sus compañeros—. ¿Os vais a quedar quietos mientras una mujer lucha? —Se volvió hacia sus oponentes con el grito de—: ¡Riva por Alera! —y los atacó de nuevo.
Primero uno, después dos, y al final muchos más legionares avanzaron con fuertes gritos de rabia, formando un muro de escudos que contuvo la marea de marat que intentaba pasar a través de las puertas destrozadas. Con todo, los jóvenes legionares, aunque actuaban como grupo, poco a poco empezaron a retroceder paso a paso.
Amara sintió cómo la arrastraban por el suelo cogida por un codo y casi no pudo seguir agarrando la espada. Miró hacia arriba sorprendida y vio al sanador Harger que se cernía sobre ella y le tocaba ligeramente las sienes con la punta de los dedos.
—El brazo está roto —informó un segundo más tarde con voz ronca—. Es posible que también lo estén varios dientes. Algunos anillos rotos de la cota de mallas se te están clavando en la espalda y tienes un esguince. Pero vivirás. —Lanzó una mirada hacia el combate alrededor de las puertas y le dedicó una sonrisa rápida—. Bien hecho, muchacha. Has avergonzado a esos chicos de ciudad para que al final entrasen en combate.
—Pirellus —consiguió jadear Amara—. Al otro lado de las puertas. Está aturdido.
Los ojos de Harger se abrieron de par en par.
—Grandes furias, ¿ha sobrevivido a este infierno?
—Bernard. Lo tiró de la muralla.
Harger asintió, tenso, y la puso en pie.
—¿Dónde está? Si alguien puede hacer algo, ese es Pirellus.
Amara gimió de dolor y vio cómo el sanador también hacía una mueca de dolor y luego respiraba hondo. Él la ayudó a mantener el equilibrio y ella lo condujo, rodeando los cuerpos que se empujaban esforzadamente y los golpes desesperados de las armas, ante las puertas donde había visto a Bernard y Pirellus unos momentos antes.
Los encontró cuando el estatúder había conseguido finalmente ponerse en pie y Pirellus seguía a cuatro patas. Harger se acercó primero al caballero y rozó sus sienes ligeramente con los dedos, después gruñó y lo zarandeó con fuerza. Harger echó hacia atrás la mano para descargar una bofetada en la cara del comandante de los caballeros, pero Pirellus atrapó la muñeca del sanador cuando se dirigía hacia él. Movió la cabeza, parpadeó, levantó la mirada hacia las puertas y después se puso en pie tambaleante para mirar hacia las almenas.
Entonces se dio la vuelta para evaluar la situación en el patio, y le hizo un gesto a Amara.
—Condesa —dijo con voz ronca—. Esa explosión habrá calentado las piedras, pero se enfrían con rapidez, de manera que los marat pasarán por encima aunque consigamos defender las puertas.
Amara tragó saliva.
—¿Qué podemos hacer?
—Trasladad a los legionares a las murallas —ordenó Pirellus.
—Entonces, ¿quién guardará las puertas?
Su barbilla se alzó ligeramente.
—Yo lo haré.
Amara se lo quedó mirando.
—¿Solo? ¿Quién mandará la legión?
—En esto no van a necesitar mucho mando —le respondió el centurión—. Ellos tendrán que resistir en la muralla y yo en las puertas, o dentro de pocos minutos estaremos todos muertos.
—¿Cómo pueden proteger las murallas los legionares?
—No lo podrán hacer durante mucho tiempo —reconoció el centurión—. Habrá que inventar algo.
—¿Qué? ¡Eso no es un plan! —se indignó Amara.
—Es todo lo que tengo —reconoció Pirellus—. Condesa, espero por todas las furias que seáis tan astuta como valiente. Si no encontráis una forma de librarnos de ellos, estamos muertos aquí y ahora.
Saludó con la cabeza a Amara y se dirigió hacia el combate en las puertas. Se detuvo a medio camino para recoger un trozo de madera largo y pesado, que era parte de los restos carbonizados de un carro aplastado por los escombros caídos desde la muralla. Se dio la vuelta tenso y se lo entregó a Bernard, mientras el estatúder aturdido se seguía recuperando.
—¿Qué quieres que haga?
—Sígueme —ordenó Pirellus—. Cúbreme las espaldas y no te interpongas en mi camino.
Tras esas palabras, dio media vuelta y prosiguió hacia el combate que se libraba ante las puertas. Con unas pocas frases duras y contundentes, se situó en medio de los jóvenes legionares y blandió la espada. Al cabo de unos segundos, tres guerreros marat se desangraban en el suelo y se detuvo el avance de los atacantes.
Pirellus gritó un par de órdenes a los jóvenes legionares, quienes, después de un instante de vacilación, se pusieron en marcha, divididos en dos formaciones, en dirección a las escaleras que conducían a las almenas, tirando cubos de agua delante de ellos para enfriar las piedras recalentadas que tenían que atravesar.
Pirellus se quedó solo ante las puertas. Amara vio cómo sonreía con una risa ligera y amable que apenas le marcaba los labios. Le hizo una reverencia al marat que estaba al otro lado de las puertas y después, con los dedos de una mano lo animó a avanzar.
Bernard agarró la pesada vara de madera y tragó saliva, mirando hacia Amara. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba con un poco de dificultad, pero se volvió hacia las puertas y se situó a unos tres metros detrás de Pirellus, sin tambalearse.
Amara sintió cómo se formaba en su interior un grito de frustración cuando los marat empezaron a entrar de nuevo por las puertas, de uno en uno o por parejas. El espadachín de Parcia se enfrentó a ellos y primero uno, después otro y hasta un tercer bárbaro, cayeron bajo la espada oscura. Pero Pirellus no era intocable. Un par de guerreros pasaron juntos y se enfrentaron a él. El centurión detuvo limpiamente el ataque de la lanza y desvió el golpe hacia el otro guerrero, y de repente vaciló al encontrarse cara a cara con una joven marat medio desnuda.
No se detuvo más de un hálito antes de inclinarse hacia delante y clavar la espada oscura entre sus pechos, pero esa duda tuvo su precio. El otro marat lanzó la contera de la lanza contra sus piernas, golpeando con fuerza el lado de la rodilla, que crujió, y si Bernard no hubiera avanzado para derribar al joven guerrero con un golpe demoledor de su gruesa estaca, lo más probable era que hubiese matado a Pirellus.
Por su parte, el caballero sonrió, se recuperó con una leve cojera y continuó lo que Amara sabía que al final se convertiría en una defensa desesperada aunque heroica de las puertas.
Harger llegó junto a ella con los ojos hundidos y preocupados, mientras subían hacia las almenas; Amara vio a los legionares que se enfrentaban allí con el enemigo y oyó los chillidos de los moa de guerra y de sus amos marat.
—Señoría —gruñó Harger—, ¿qué vamos a hacer?
Amara le quería gritar de pura frustración y miedo. Vio a un joven legionare que caía de la muralla, gritando y tapándose la cara; la sangre le corría entre los dedos. No cayó más de un metro. Bernard casi no consigue evitar una lanzada mientras eliminaba a otro marat del flanco de Pirellus.
¿Cómo iba a saber ella lo que tenían que hacer? Ella no era un comandante militar. Sabía que la eliminación repentina de los caballeros de Guarnición había mermado sus defensas. ¿Cómo iba a saber de qué manera superar esa pérdida?
Amara suspiró de repente. Lo sabía.
Enfundó la espada y tiró de la manga de Harger.
—Sanador, llévame con el conde Gram.
Lo hizo sin rechistar y la condujo al centro de la fortaleza, donde un par de legionares veteranos montaban guardia ante la puerta de una estructura de ladrillo funcional y pesada. Amara pasó a su lado y entró en el edificio, subió un tramo de escaleras y penetró en el dormitorio del conde.
Gram yacía en la cama con la cabeza inclinada hacia un lado, el rostro gris y los ojos hundidos. Había rastros de un espumarajo blanco en sus labios y sus manos ágiles yacían inmóviles sobre las sábanas, con un aspecto frágil y una piel tan delgada como el pergamino.
Amara miró al herido y tragó saliva. Sabía que lo que estaba a punto de hacer lo podía matar. Pero lo hizo de todas formas.
—Harger, despiértalo.
El sanador dejó escapar un gemido.
—Señora… Lo puedo hacer, pero lo podría…
—Sé que eso lo puede matar, sanador —le cortó Amara—. Pero si caen las murallas o las puertas, morirá de todas formas. Lo necesitamos. Guarnición lo necesita. No creo que le gustase que la dejásemos caer cuando nos podría ayudar.
Harger la miró en silencio y después sacudió la cabeza con resignación. El viejo sanador vaciló durante unos momentos con el rostro demudado.
—No. Supongo que no le gustaría.
—Lo vamos a trasladar —ordenó Amara en voz baja—. Voy a llamar a los guardias para que ayuden.
Fue al piso inferior a buscar a los dos legionares y regresó con ellos al dormitorio de Gram. Vio que Harger estaba inclinado sobe el viejo conde, cuyo rostro brillaba con un color antinatural. Al fin, tras respirar entre estertores, abrió los ojos y la miró fijamente.
—Harger dice que mis caballeros han desaparecido —gruñó—. Solo quedan las tropas verdes.
—Sí —reconoció Amara con voz contenida—. Están en las murallas. Pirellus está vivo, pero herido, y resiste él solo ante las puertas. Necesitamos que vayáis allí…
—No —la cortó Gram—. No te molestes. No servirá de nada.
—Pero señor…
—Fuego —graznó Gram.
—El enemigo usó los proyectiles incendiarios de los caballeros contra ellos mismos, provocando una explosión en las murallas.
Gram cerró los ojos.
—¿Están todos ante las puertas?
—No —respondió Amara—. Están de nuevo en las murallas. Desplegados a lo largo de ellas.
—No hay nada que hacer —reconoció Gram con un suspiro—. Aunque no estuviese herido. Aunque tuviera más proyectiles de fuego. No puedo alimentar tanto fuego y con tanta anchura.
—Tiene que haber algo que podáis hacer —replicó Amara, dejando caer su mano sobre la del conde.
—Nada —susurró Gram—. No puedo hacer arder algo tan amplio. No tengo fuerza suficiente.
Amara se mordió el labio.
—¿Y otro tipo de artificio?
Gram volvió a abrir los ojos.
—¿Qué?
—Un artificio de fuego —explicó Amara—. Los marat no tienen nada para contrarrestarlo.
Gram miró a Amara, luego a Harger y otra vez a ella.
—Miedo —dijo—. Fuego.
—No sé si le tienen miedo al fuego…
—No —la interrumpió el conde con una expresión ligeramente enojada—. Consigue fuego. Una antorcha. Tú.
Amara parpadeó.
—¿Yo? Pero yo no soy artífice del fuego y…
El herido movió la mano con impaciencia, cortando su frase, y fijó en ella sus ojos brillantes.
—No puedo andar. Alguien la tendrá que llevar. ¿Tienes miedo, muchacha?
Ella asintió, tensa.
El conde soltó una risita que sonó como un graznido.
—Honesta. Bien. Consigue una antorcha. Y prepárate para ser valiente. Más valiente de lo que lo has sido. Quizá podamos hacer algo.
Dicho esto, se calló, con un ataque de tos, pero de sonido muy débil, y su cara se retorció en una mueca de dolor.
Amara intercambió una mirada con Harger y le hizo un gesto a uno de los legionares. El hombre salió y volvió poco después portando una antorcha.
—Aquí, muchacha —susurró Gram haciéndole un gesto con una mano—. Acércala.
Amara lo hizo, se arrodilló al lado de la cama y le acercó la antorcha al conde herido.
Gram cerró los ojos y puso la palma de la mano sobre las llamas. Amara dio un respingo y casi aparta la antorcha, pero Gram no vaciló ni retiró la mano, y aparentemente el fuego no le tocó la carne.
Amara lo sintió primero en su interior: un temblor pequeño y aterrorizado que le recorrió el vientre y los muslos, que le debilitó las piernas. La mano le empezó a vibrar y alzó la otra para mantener estable la antorcha. Gram dejó escapar un suspiro de dolor lento y bajo, y la sensación que tenía en su interior se duplicó, acompañada de un miedo repentino y animal, de manera que se tuvo que controlar para no salir corriendo de la habitación. El corazón se le aceleró con pulsaciones frenéticas, el dolor de las heridas pareció aumentar y de repente no pudo respirar.
—Muchacha —jadeó Gram, que volvió a abrir los ojos—. Escúchame. Lleva esto hasta el frente. Muéstraselo a todos los marat. Llévalo donde lo puedan ver. —Dejó escapar un jadeo sibilante, mientras se le empezaban a cerrar los ojos—. No lo tires y no te dejes llevar por el pánico. ¡Corre!
Amara asintió y se puso en pie con el cuerpo tembloroso y débil a causa del miedo.
—Tranquila —le indicó Harger—. Sal de aquí. Corre. No sé durante cuánto tiempo podrá sostener el artificio.
La joven cursor no pudo evitar tartamudear dos veces antes de poder decir:
—De acuerdo.
Se dio la vuelta y salió de la habitación, luchando por controlar la respiración y por mantener el paso equilibrado. El miedo la atravesó como el hielo invernal, como pequeños trocitos fríos que viajaban por su sangre, provocando dolorosamente que el corazón no bombease algunos latidos. Casi no podía mantener sus pensamientos concentrados en las puertas, mientras llevaba la antorcha sin dejarla caer, porque no dejaba de repetirse que si la tiraba o si se rendía ante el miedo y huía, todos los esfuerzos de Gram habrían sido en vano.
Sintió que empezaba a sollozar cuando penetraba en el patio y sintió que el cuerpo le comenzaba a temblar con un pánico que le nublaba el pensamiento. Más que nada, lo que quería era alejarse de las puertas, huir, subir al aire y dejar muy atrás a sus salvajes enemigos.
Pero en vez de eso, siguió avanzando hacia las puertas, cada vez más débil y menos segura a cada paso que daba. A medio camino, se tambaleó y cayó, y las lágrimas la cegaron. Pero siguió avanzando, gateando sobre las rodillas, con el brazo herido, aferrada a la antorcha y evitando que se cayese al suelo.
De repente gritó alguien justo delante de ella y sintió cómo la ponían en pie con una fuerza terrorífica; vio frente a ella a un gigante con los ojos inyectados en sangre y que empuñaba un garrote del tamaño de un árbol.
Amara luchó contra el pánico y contra los sollozos que le atenazaban la garganta.
—Bernard —exclamó—. Bernard. La antorcha. Llévame a la muralla. ¡Llévame a la muralla!
El gigante frunció el ceño y le rugió algo que estuvo a punto de provocarle un chillido histérico. Luego, simplemente la cogió bajo un brazo y la subió por las escaleras hasta alcanzar el caos frenético que se había apoderado de las almenas. Sintió cómo volvía a tocar el suelo con los pies y se tambaleó hacia delante en dirección a las almenas, sobre las puertas.
No podía pensar y no se pudo controlar durante los últimos pasos. Se tambaleó hacia delante, gritando y sollozando, mientras mantenía bien alta la antorcha; estaba segura de que le esperaba la muerte, una muerte que respiraba con suavidad y con alas negras y crujientes como las de los cuervos que esperaban y esperaban en algún lugar de la oscuridad que precede al amanecer para lanzarse sobre los ojos de los cadáveres.
De alguna manera consiguió llegar a las almenas sobre las puertas y se quedó quieta manteniendo la antorcha muy alta, convertida en un blanco fácil para los arqueros marat.
La llama creció en un estallido repentino de sonido y calor, como un río desbordado de luz rugiente que se lanzó hacia el cielo e iluminó el terreno a dos kilómetros a la redonda. Todo el terror y todo el miedo de su interior se liberó a través de la antorcha, salió con las llamaradas fieras y repentinas, arrastrándola fuera, magnífica y multiplicada, sobre el terreno que tenía a sus pies.
Se produjo un instante de un silencio espantoso mientras el poder del artificio de fuego se precipitaba sobre los marat. Y entonces un chillido, nacido como uno solo en miles de gargantas, se elevó en el aire. La presión del asalto de los marat se desvaneció con mayor rapidez que cuando llegó. La marea pálida de los guerreros enemigos se retiró abruptamente de las murallas de Guarnición, aullando de terror junto a los chillidos sibilantes y aterrorizados de sus aves de guerra. Los maltrechos legionares que defendían las murallas empezaron a lanzar vítores, mientras el artificio de fuego arrollaba a los marat y estos huían a la carrera.
Amara vio cómo se retiraban, al tiempo que el terror manaba desde ella y se derramaba hasta acabar con la poca fuerza que le quedaba. Se tambaleó y a punto estuvo de caer de las almenas, si no hubiera sido por el apoyo de Bernard, que apareció detrás de ella. Se reclinó sobre él, agotada y casi sin poder mantener los ojos abiertos, mientras que a su alrededor los guerreros aleranos lanzaban vítores desafiantes contra el enemigo en desbandada.
Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir, el cielo se había aclarado. Estaba sentada en las almenas, envuelta en la capa de Bernard. Entumecida y dolorida, consiguió levantarse y miró hacia el pie de la muralla y el patio interior.
Los heridos, los moribundos y los muertos yacían por todas partes. Sanadores y cirujanos trabajaban sobre los caídos, hombres con quemaduras tan graves que casi no se les podía reconocer como humanos. Amara vio cómo un hombre dejaba escapar un estertor y se quedaba rígido, con una mano ennegrecida retorcida como una garra. El legionare que lo acompañaba y que también lucía un vendaje manchado de escarlata, colocó una capa sobre la cabeza del hombre. Después, con la ayuda de otro legionare, llevó el cuerpo hacia el creciente depósito de cadáveres que se alineaba al otro lado del patio.
Se dio la vuelta y miró por las murallas. Las vigilaban quizá una docena de legionares, jóvenes, todos ellos muy tensos, pero ilesos y con las lanzas prestas.
En el campo de batalla, al pie de las murallas, los cuervos habían llegado a por los muertos.
Se abalanzaban sobre ellos formando una alfombra negra y graznante, agitando las alas y con los ojos brillantes llenos de un hambre vidrioso, sin preocuparse de las lealtades de los caídos. Saltaban de un cuerpo a otro, arrancando lenguas y ojos, y cuando Amara vio que un cuerpo se agitaba, pero que luego quedaba sepultado bajo las bestias carroñeras aladas, sintió que se le revolvía el estómago encogido y apartó la mirada.
Un momento después apareció el estatúder a su lado, con el rostro cansado, y le entregó un cazo con agua fría. Amara bebió.
—Mal asunto —afirmó en voz baja.
—Malo —asintió Bernard—. Aunque consigamos recuperar a los heridos leves, la guarnición ha perdido dos tercios de sus fuerzas. Solo siguen con vida tres caballeros, entre ellos Pirellus. Las puertas están destrozadas y no hay forma de sustituirlas y, en cualquier caso, ya hemos comprobado cómo el enemigo es capaz de saltar por encima de las murallas.
—¿Cómo está Gram?
—Harger dice que no es probable que se vuelva a despertar antes de morir. El último artificio le quitó muchas fuerzas.
—Cuervos —maldijo Amara en voz baja—. Es un hombre muy valiente.
—Sí.
—Entonces, los marat van a volver —afirmó Amara.
—Pronto.
Ella cerró los ojos, cansada.
—¿Qué más podemos hacer?
—No lo sé —reconoció Bernard.
—Deberíamos sacar a las mujeres y a los niños. Las familias de los hombres. Subirlos a carromatos y enviarlos a Riva lo más rápido que podamos.
—No podemos. Esos caballeros no se ocuparon solo de las puertas. Algunos entraron en los establos y asustaron a los caballos, que llamaron la atención de una media docena de moa. No quedan caballos en Guarnición.
Amara lo miró.
—¿Pueden huir a pie?
—He hablado de ello con Pirellus y Giraldi. Incluso yendo por la carretera, las mujeres y los niños no pueden correr más rápido que los marat, aunque consigamos defender Guarnición durante el mayor tiempo posible. No hay hombres suficientes, y la mayor parte de las familias no se querrán marchar. Han decidido que se quedan a luchar en vez de arriesgarse a que los maten durante la huida. Pirellus les está animando, les dice que están a punto de llegar refuerzos desde Riva.
—Nunca —negó Amara entumecida—, nunca pensé que tuvieran tantos caballeros Aeris para aislar el valle. No creo que se les haya escapado nadie.
Bernard asintió.
—Hemos enviado mensajeros a pie para avisar a las explotaciones. Esperemos que podamos conseguirles un poco de tiempo. Si se dirigen inmediatamente hacia Riva, es posible que consigan salir del valle… —Dejó que su voz cansada se perdiera.
La cursor se puso en pie a su lado y se recostó sobre él. Él también se apoyó en ella y los dos compartieron un largo momento de silencio en la tranquilidad que precede al amanecer.
—Deberías irte —comentó Bernard—. Tú puedes salir volando de aquí. Le tendrías que llevar la noticia al Primer Señor.
—Aunque pudiera volar —replicó Amara—, mi deber es hacer todo lo que pueda para detener lo que está ocurriendo aquí. Descubrir quién lo ha provocado. Llevar a los responsables ante la justicia. No me puedo ir.
—No existe ninguna razón para que mueras aquí, condesa.
—Esta discusión no tiene ningún sentido, estatúder. No puedo volar. Ahora mismo, no puedo. Estoy demasiado cansada. —Apoyó la mejilla en su hombro y lo sintió fuerte y cálido, y tomó de él todo el alivio que pudo.
Al cabo de un momento, sintió que él la abrazaba con un brazo, y ella se apretó aún más contra él.
—Lo siento, Bernard —se disculpó—. Siento no haber sido más rápida; no haber hecho algo diferente. Lo siento por tu hermana y por tu sobrino.
Él tragó saliva y cuando habló, la voz le salió áspera y tranquila.
—No hay nada por lo que disculparse. Solo espero que estén bien.
Amara le tocó el brazo y se quedaron juntos y en silencio, con los graznidos de los cuervos delante de ellos y los gemidos de heridos y moribundos a sus espaldas.
El cielo se aclaró un poco más y Amara sintió cómo Bernard jadeaba de repente.
—Furias misericordiosas.
La joven abrió los ojos y miró hacia la llanura más allá de Guarnición, que ahora se empezaba a iluminar a medida que iba saliendo el sol y brillaba sobre un mar de cuerpos pálidos.
Los marat.
Miles y miles de marat. Llegaban de horizonte a horizonte, hasta donde alcanzaba la vista. Veinte mil. Treinta, cincuenta mil… No había forma de precisar un número tan grande. Los contempló mientras la horda se acercaba a Guarnición atravesando la llanura. Suficientes para aplastar a los defensores de la pequeña fortaleza. Suficientes para inundar el valle de Calderon. Suficientes para saquear las tierras desprevenidas más allá del valle y destruir miles de comunidades aleranas indefensas.
Miró a Bernard y luego se apartó un paso de él, para apoyar una mano en las almenas mientras contemplaba cómo se aproximaba la horda enemiga.
—Será mejor que avises a Pirellus —le indicó en voz baja—. Dile que se prepare.