36

AMARA se quedó con la mirada fija en el terreno que se extendía delante de las murallas, duro, blanco y frío bajo la luz blancoazulada de las lámparas de furia, y después miró a Bernard.

—¿Estás bien?

El gran estatúder le levantó una mano, con la respiración aún pesada, y se dirigió a Giraldi y Pirellus.

—No conseguí acercarme lo suficiente para poder explicar gran cosa. Había tropas ligeras moviéndose con rapidez, muchos con arcos y me pareció ver a algunos con palos de escalada.

Giraldi sonrió y asintió.

—¿Qué clanes?

—Lobo, moa —respondió Bernard, que apoyó un hombro en una de las almenas.

La cursor se volvió hacia un cubo de agua que colgaba de un gancho cercano y llenó un cazo que pasó a Bernard para que bebiese. Él se lo agradeció con un gesto y apuró el cazo.

—Giraldi, necesitaré una espada, una cota y flechas, si te sobran.

—No —cortó Pirellus, dando un paso al frente—. Giraldi, no le debiste dar un caballo a un civil, y mucho menos permitiremos que permanezca en las murallas cuando esperamos un ataque.

Bernard entornó los ojos hacia el comandante de los caballeros.

—Joven, ¿cuánto tiempo llevas en las legiones?

Pirellus miró directamente a Bernard.

—Lo que importa es que ahora estoy en ellas, señor. Usted no lo está. El objetivo de las legiones es proteger a los habitantes del Reino. Ahora abandone las murallas y déjenos cumplir con nuestro trabajo.

—Se queda —ordenó Amara con firmeza—. Centurión, si tienes alguna cota que me pueda valer, también la puedes traer.

Giraldi se dio la vuelta y señaló con el dedo a uno de los legionares de la muralla. El hombre bajó inmediatamente por la escalera y se precipitó hacia uno de los cuerpos de guardia. Tanto Bernard como Pirellus se giraron para mirar a Amara.

—No —dijo Bernard.

—Creo que no.

Ambos hombres se miraron, malcarados.

La joven dejó escapar un bufido de impaciencia.

—Comandante, has enviado a tus caballeros Aeris a buscar refuerzos, y los que quedan están patrullando por ahí arriba. Sus fuerzas son escasas y es posible que necesiten toda la ayuda que puedan conseguir. El estatúder es un artífice de fuerza considerable y tiene experiencia militar. Está en su derecho como ciudadano a presentarse en defensa de su explotación.

Bernard le frunció el ceño a Amara.

—No me gusta.

Pirellus asintió.

—Tengo que estar de acuerdo, condesa. Vuestra experiencia militar no debe de superar la defensa personal. A mí tampoco me gusta.

—Afortunadamente, no necesito en absoluto que os guste a ninguno de los dos.

Amara le arqueó una ceja a Bernard cuando el legionare volvió corriendo con dos cotas de mallas sobre los hombros y los brazos cargados con armas. Ella cogió la cota que le ofreció, un chaleco largo de anillos entrelazados; se quitó la capa para ponerse la camisa guateada y después, la malla encima. Bernard le apartó los dedos y empezó a apretar las hebillas con la velocidad que da la práctica.

—No deberías estar aquí arriba —le dijo.

—¿Porque soy una mujer? —preguntó ella, y se volvió a colocar la capa sobre el hombro y se ajustó un cinturón con cierre para la funda de la espada.

—Porque estás verde. No has recibido tu bautismo de sangre. No tiene nada que ver con que seas una mujer.

La cursor lo miró con una ceja enarcada.

Bernard se encogió de hombros y abrochó otra hebilla.

—Casi está. Mueve un poco los brazos para que se asiente bien.

Cuando terminó, el estatúder cambió enseguida la capa por la cota de mallas y un yelmo de acero que le protegía la nuca perfectamente, si bien la guarda de metal le presionaba la nariz. Se ajustó el cinturón de la espada, mientras sus ojos vigilaban el terreno fuera de las murallas, y por último, empuñó el arco.

—Silencio —pidió de nuevo el legionare de orejas grandes desde su puesto en la muralla. Ladeó la cabeza por un momento y luego tragó saliva. Miró hacia el puesto de Pirellus en la muralla y asintió—. Señor, aquí vienen.

Pirellus le respondió al hombre con un gesto.

—Ayudad si queréis —les dijo a Bernard y Amara—. Es vuestra sangre. Pero apartaos de mi camino. —Miró hacia ambos lados de la muralla y ordenó—: ¡Arqueros!

Amara contempló cómo los centuriones repetían la orden a lo largo de toda la muralla, por ambos lados, y los hombres se acercaban a las almenas con el arco en las manos y las flechas en una aljaba a su lado. Dispusieron las flechas en la cuerda con los ojos concentrados en el borde de la zona iluminada por las luces de furia de Guarnición, y mantuvieron los arcos medio levantados. La tensión estilizaba sus siluetas, y las fuertes luces a sus espaldas provocaban que sus ojos quedasen en sombra, ocultándoles el rostro. La cursor oyó a un soldado que no se encontraba muy lejos respirando hondo y dejando escapar el aire, como si estuviera impaciente por que todo terminase.

El corazón le latía más rápido y tuvo que esforzarse para no perder el control de su respiración. La malla sobre sus hombros le transmitía un peso reconfortante, pero había algo en el olor del metal que la mantenía tensa y hacía que se le erizara el vello de la nuca. Puso una mano sobre la empuñadura de la espada que le colgaba del cinturón y sintió que le temblaban los dedos. Los apretó con fuerza para que nadie se diera cuenta.

Bernard escudriñaba pensativo la oscuridad, sin poner una flecha en el arco. Movió un hombro, quizá acomodándose la malla. Se acercó un paso a ella.

—¿Asustada? —le preguntó.

Ella le frunció el ceño y negó con la cabeza. Incluso ese gesto fue demasiado rígido.

—¿Dónde están?

—Ahí fuera. Más allá de la luz. Vendrán en cuanto se hayan congregado los suficientes para lanzar una carga.

—Diez mil —Amara apretó los labios—. Diez mil.

—No te fijes en el número —le recomendó Bernard, con el mismo tono bajo—. Esta es una defensa sólida y sencilla. Tenemos la muralla, la luz y el terreno delante de nosotros. Construyeron Guarnición en este punto porque es la mejor ubicación defensiva de todo el valle. Esto nos da una ventaja enorme.

Amara lo miró y después observó a uno y otro lado de la muralla. No pudo evitar que le temblase la voz.

—Pero hay tan pocos legionares…

—Tranquila —murmuró el estatúder—. Todo está controlado. Pirellus tiene sus tropas con más experiencia en las murallas. Soldados de carrera, y muchos de ellos con familia ahí abajo. Los reclutas forzosos están en el patio como reserva. Estas tropas pueden luchar contra fuerzas diez veces superiores desde esta posición con buenas posibilidades de victoria, incluso sin los caballeros. Pirellus y sus hombres son los que van a ganar realmente esta batalla. Los legionares solo tienen que contener la horda hasta que los caballeros puedan lanzar sus furias contra los marat. Los vamos a cubrir de sangre y en cuanto podamos determinar quién es su jefe, los caballeros lo liquidarán.

—Matarán a su jefe de horda…

—Eso desanima a cualquier nuevo jefe de horda —explicó Bernard—. O esa es la idea. Cuando hayan muerto los marat suficientes y no tengan líder, sin que hayan conseguido romper nuestras defensas, no tendrán redaños para seguir luchando.

Ella asintió con los labios apretados.

—De acuerdo. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Busca a su líder. No llevará nada que lo distinga de los guerreros normales, así que tendrás que buscar a alguien que grite órdenes cerca del centro.

—¿Y cuando lo encuentre?

Bernard sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco.

—Me lo señalas. Ahora ya deben de estar a punto de atacar. Buena suerte, cursor.

—Lo mismo para ti, estatúder.

Al otro lado, Pirellus apoyó una mano en una almena y se inclinó un poco hacia delante.

—Estamos listos —susurró—. Vamos. Ya estamos listos.

Llegaron sin previo aviso. Los marat atacaron con el grito de miles de gargantas al unísono, sumergiéndose en la fría luz de las furias como una marea repentina y viva de músculo y hueso. Su grito de batalla rompió sobre Amara, ensordecedor y terrorífico, a mucho más volumen del que hubiera creído posible. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, también ella estaba gritando, expulsaba su miedo y lanzaba un desafío, espada en mano, aunque no recordaba que la hubiera sacado de la funda; a su lado, Pirellus, con la espada en alto, hacía lo mismo.

—¡Arqueros! —tronó con una voz que retumbó en las murallas—. ¡Tirad!

Y con el zumbido de cientos de arcos pesados, la muerte salió volando hacia las filas atacantes de los marat.

La cursor contempló cómo la primera línea del enemigo sucumbía, caía, y era arrollada por los que venían detrás. Dos veces más, Pirellus dio órdenes a los arqueros y otras dos veces más, las flechas se precipitaron contra sus filas, lo cual originó la caída y los chillidos de muchos más, pero sin efecto suficiente para detener la marea de cuerpos que fluía contra las murallas de Guarnición.

—¡Lanzas! —ordenó Pirellus y a lo largo de toda la muralla, los arqueros dieron un paso atrás, mientras que legionares con escudos pesados y lanzas largas y con puntas aceradas ocupaban sus puestos.

Flechas impulsadas por los arcos cortos y pesados de los marat empezaron a sobrevolar la muralla y Amara tuvo que mover la cabeza a un lado para esquivar la afilada punta de piedra de una flecha que le pasó rozando la cara. El corazón se le aceleró a causa del miedo y se agachó lo suficiente como para que su cabeza dejara de ser un blanco fácil, en tanto que Pirellus, cubierto por su yelmo, seguía mirando hacia los marat que se aproximaban, ignorando las flechas que zumbaban a su alrededor.

El suelo tembló cuando los marat alcanzaron la muralla, un temblor tangible que atravesó las piedras hasta alcanzar los pies de Amara. Los podía ver como un mar de ojos salvajes e inhumanos y dientes largos como colmillos animales; a su lado corrían lobos como sombras grandes y escuálidas. Los atacantes alcanzaron la muralla, y las puertas retumbaron con el golpe de un tronco de árbol que una docena de manos usaban como ariete. Numerosos palos largos y delgados se levantaron en el aire con cortos clavos a todo lo largo, y cuando los apoyaron en la muralla, los marat empezaron a subir por ellos, ágiles y rápidos, con las armas en las manos, mientras sus compañeros en la parte inferior disparaban flechas contra los defensores.

El ruido era inimaginable y los chillidos atravesaban el aire, haciendo que cualquier tipo de comunicación fuera prácticamente imposible. Las flechas caían con más intensidad que las gotas de lluvia en una tormenta y sus puntas oscuras brillaban bajo la luz de las furias, resonando allí donde golpeaban la piedra o el buen acero alerano. La cursor también pudo ver a un veterano entrecano que se retiraba de la muralla con el astil oscuro de una flecha clavado en la garganta y a otro hombre que cayó inmóvil en su puesto con quince centímetros de astil y plumas que sobresalían de la cuenca vacía de un ojo.

—¡Resistid! —gritaba Pirellus—. ¡Resistid!

Los legionares luchaban con una eficacia implacable. A pesar de la agilidad increíble de los que subían por los palos, las lanzas se hundían mortalmente en la carne marat. Los bárbaros caían pálidos desde las murallas hacia la muchedumbre salvaje que se amontonaba a sus pies, provocando más gritos de los de abajo. Una y otra vez, los lanceros de la legión repelieron los asaltos de los marat, derribaron los palos de escalada y rechazaron con el frío acero a los guerreros que subían por ellos. Los legionares luchaban juntos, cada hombre con su compañero de escudo, de manera que mientras uno se enfrentaba al arma del enemigo, el otro daba lanzadas cortas y duras a los órganos vitales o las piernas, derribando de su posición precaria al atacante que trepaba por las murallas. La sangre teñía las lanzas aleranas, los escudos de los legionares y sus armaduras, y caía espesa sobre las almenas, como testimonio mudo del valor de los marat.

Bajo sus pies, Amara podía sentir el temblor sordo de los golpes del ariete que se precipitaba contra las puertas, y de repente se encontró volviéndose hacia la muralla cuando un marat de ojos salvajes pasó entre dos almenas desde un palo de escalada y movió un pesado garrote de madera dirigido a su cabeza.

Amara se agachó para evitar el ataque, sorteó un segundo golpe dirigido contra el hombro y giró sobre sí misma y sajó con la espada el fuerte muslo del marat, abriendo la carne pálida con una repentina explosión de sangre. El otro gritó y se lanzó contra ella, pero dejó caer el garrote. Amara se movió ligeramente a un lado y lanzó la hoja corta contra las costillas del marat cuando cayó a su lado, notando entre sus chillidos la vibración del arma al hundirse, que atravesó el metal y le llegó hasta la mano. Dándose media vuelta y exultante por haber sobrevivido a ese combate, emitió un grito y retiró la espada, apartándose del guerrero marat cuando su cuerpo se precipitó hacia el patio al pie de la muralla.

Levantó la mirada, resoplando, y descubrió que Pirellus la estaba mirando con gesto de asentimiento.

—Intenta lanzarlos por la muralla hacia el exterior —gritó—. No queremos que formen un tapón donde se tienen que mover nuestras tropas.

Pirellus se dio la vuelta para estudiar el terreno a sus pies, arqueando levemente la ceja de modo casi imperceptible, cuando la punta de piedra de una flecha golpeó la cimera de su yelmo.

Amara se atrevió a lanzar una mirada por encima de la muralla hacia el caos de abajo y otra flecha silbó en su dirección en cuanto lo hizo. Movió la cabeza hacia atrás y abajo, para encontrarse con Bernard, agachado a su lado. El estatúder también lanzó una mirada por encima de la muralla antes de incorporarse un poco, levantar el arco y tirar de la cuerda hasta su mejilla. Apuntó durante un instante y soltó la flecha, que se abrió camino entre un par de legionares para hundirse en las costillas de un marat que estaba coronando la muralla y se encontraba con su hacha de acero encima de un legionare aturdido con una muesca en el yelmo. La fuerza del impacto de la flecha lanzó al marat por encima de la muralla, y desapareció al caer.

—¿Has visto ya a su general? —le preguntó Bernard.

—¡No puedo ver nada! —gritó Amara en respuesta—. ¡Disparan cada vez que miro!

—No llevas yelmo —comentó el estatúder—. Yo también te dispararía.

—Eso es muy tranquilizador, gracias —replicó Amara sarcástica y Bernard le sonrió antes de ponerse de pie, disparar otra flecha contra la muchedumbre a los pies de la muralla y luego volver a ocultarse detrás de la muralla.

Amara se incorporó para echar otro vistazo, pero Bernard la agarró por la muñeca.

—No —ordenó—. Se están empezando a amontonar ahí abajo. Mantén la cabeza baja.

—¿Qué?

En respuesta, hizo un gesto hacia Pirellus. Amara giró la cabeza para mirar al hombre y lo vio apuntar con un dedo a un lado, hacia un par de hombres que estaban detrás de pesados recipientes de cerámica junto a tres caballeros acorazados sin armas en las manos.

—¿Proyectiles de fuego? —preguntó Amara, y Bernard asintió.

Vio a Pirellus levantar la espada y bajarla en una señal rápida.

Los dos hombres con los proyectiles, seguramente artífices de tierra, porque eran los únicos que podían levantar con tanta facilidad los recipientes de carbón del tamaño de un hombre, los alzaron y vertieron su contenido por encima de la muralla, para que se precipitase sobre los marat a ambos lados de la entrada.

Pirellus hizo una señal a los tres hombres que tenía detrás y los caballeros, precisos como uno solo, levantaron los brazos y las caras hacia el cielo, para gritar por encima de los chillidos y el caos de la batalla.

El fuego les respondió con un zumbido que ensordeció a Amara y le hizo castañetear los dientes. El calor ascendió hacia arriba, junto con una luz repentina, brillante, escarlata, mortal, que contrastaba con la luz azul y fría de las lámparas de furia, y una racha de viento que asimismo ascendió hizo que a Amara se le erizara el vello de la nuca. Una columna de fuego con la forma de una enorme serpiente alada se alzó por encima de las almenas, se echó hacia atrás y a continuación se precipitó contra el suelo.

Las almenas evitaron que pudiera ver lo que les ocurría a los marat atrapados en la tormenta repentina de llamas vivas, pero al paso del fuego, cuando su zumbido quedó convertido en un eco distante, pudo oír los gritos tanto de hombres como de lobos, chillidos de pánico y de dolor, agudos e insoportables. Los alaridos contenían locura, frustración, absurdidad, terror más allá de lo que hubiera oído nunca, y algo más: la certeza segura de la muerte, la muerte como liberación de una agonía tan pura y ardiente como las llamas que la habían provocado.

En los momentos de silencio que siguieron, del suelo se elevó un penetrante olor hasta las almenas: el hedor de carne achicharrada. Amara tembló asqueada.

Cayó un silencio roto solo por algunos chillidos y gemidos que se elevaban desde el suelo. Se puso en pie y miró abajo por encima de la muralla. La serpiente de fuego había destrozado a los marat y, junto con los aullidos de sus lobos, los hizo retroceder de las murallas de Guarnición. A una orden de Pirellus, los arqueros avanzaron y dispararon flechas contra los bárbaros en retirada con una precisión mortal, derribando a muchos más, agarrados de los astiles que les atravesaban la carne.

No podía ver gran parte del terreno a los pies de la muralla, por lo que se sintió agradecida en silencio. El hedor a pelo chamuscado y a otras cosas peores en las que prefería no pensar casi la supera, hasta que pidió a Cirrus que lo alejara de su nariz y de su boca. Apoyó una mano en las almenas y contempló la tierra abrasada y empapada de sangre, cubierta con una alfombra de cuerpos de cabello pálido.

—Furias —jadeó—. Son poco más que niños.

Bernard apareció a su lado con la cara pálida y lúgubre, y los ojos ocultos bajo la sombra de su yelmo.

—Guerreros jóvenes —explicó—. Su primera oportunidad para probarse en combate. Ese era el clan de los lobos. Falta uno.

La cursor se lo quedó mirando.

—¿Envían al combate a los más jóvenes?

—A luchar los primeros. Si sobreviven, se pueden unir a los guerreros adultos en el cuerpo principal.

Amara volvió a mirar hacia el campo de batalla y tragó saliva.

—Para ellos, esto es solo una fase preliminar. No ha terminado…

—No si conservan a su líder —explicó Bernard—. Bebe un poco. No sabes lo mucho que lo necesitas. El siguiente no va a ser tan fácil.

Y de hecho, un legionare estaba haciendo la ronda con un cubo y una cuerda que pasaba por las asas de tazas de lata, dando agua a todos los hombres en las murallas. Más legionares, soldados jóvenes de las reservas en el patio, subieron a la muralla para ayudar a bajar a los heridos y llevarlos hasta los artífices del agua que trabajaban en las bañeras en el patio. Como siempre, trataron primero a los que tenían heridas leves con fuertes artificios que cerraban heridas sangrantes, encajaban huesos con roturas limpias y devolvían a las defensas de la guarnición un hombre dispuesto a luchar aunque estuviera cansado. Los heridos más graves eran entregados a los cirujanos, hombres y mujeres con habilidad para prácticas médicas más sofisticadas, que trabajaban para mantenerlos estables y con vida hasta que uno de los artífices del agua tuviera tiempo de atender sus heridas.

—Muy cercano a lo que podíamos esperar —estaba comentando Pirellus, en algún punto cercano de la muralla y Amara se concentró en escuchar lo que decía el centurión—. Aunque la del ariete es una técnica nueva para ellos. Aprenden rápido…

Giraldi gruñó.

—Niños, son niños… Cuervos, no me gusta este tipo de derramamiento de sangre.

—¿Cómo están los hombres?

—Bastante bien, si tenemos en cuenta que no han dormido durante toda la noche. Alguna baja en el lado norte de la muralla y solo heridos en el lado sur.

—Bien —asintió Pirellus—. Que todo el mundo reciba agua y los arqueros, más flechas. Asegúrate de que esos proyectiles de fuego llegan aquí arriba de una sola pieza y lleva algo de comer a mis artífices del fuego. No lo hacen tan bien con el estómago vacío.

—¿Quiere algo para eso? —preguntó Giraldi.

—¿Para qué?

—Para la herida.

—Ha sido el borde del yelmo —explicó Pirellus—. Una flecha me lo ha clavado en la piel. Parece peor de lo que es.

—No querrá que le sangre sobre el ojo en el momento más inoportuno. Le diré a un cirujano que suba.

—Deja que los cirujanos se ocupen de los heridos —replicó Pirellus con tono firme—. Tú también debes beber, centurión.

—Sí, señor.

La cursor frunció el ceño pensativa y se puso en pie, alejándose un poco a lo largo de la muralla hasta donde estaba sentado Bernard, con la espalda apoyada en las almenas y la cabeza entre las manos.

—Estoy pensando —empezó Amara—: esto no tiene sentido.

El estatúder la miró con los ojos entornados.

—Siempre es así, pero esta es tu primera batalla.

Ella negó impaciente con la cabeza.

—No, no es eso. Hacer esto no tiene ningún sentido para los marat: enviar contra nosotros una fracción de su fuerza y además, la menos experimentada y capaz. ¿Por qué nos iban a combatir por partes si lo pueden lanzar todo contra nosotros?

—Los marat no razonan como nosotros —respondió Bernard—. Ellos siempre colocan a los reclutas novatos por delante. A veces son como velites, que escaramucean por delante de las grandes formaciones de tropas, y otras veces son partidas de saqueo que salen la noche antes, pero siempre van delante. Esto es solo otro ejemplo.

—No son idiotas —replicó Amara testaruda—. ¿Cuántos de sus jóvenes acaban de morir? ¿Cientos? ¿Un millar? ¿Para qué? Han matado a media docena de legionares y han herido a unos cuantos más que volverán a las murallas, como mucho, dentro de una hora.

Pirellus se acercó por la muralla y Amara se lo encontró de repente delante de ella con los brazos en jarras.

—¿Quizá habríais preferido que mataran a más?

—No seas estúpido —le cortó Amara—. Solo creo que tiene que haber algo más en lo que están haciendo. —Miró a Bernard—. ¿Dónde están los caballeros que hemos visto?

El estatúder frunció el ceño, pero Pirellus habló antes de que pudiera decir nada.

—Es cierto, condesa, ¿dónde están? Reconozco que los marat están en movimiento, pero hasta el momento solo hemos visto una partida de guerra sin la presencia de un jefe de horda. Riva se va a convertir en el hazmerreír si envía a sus legiones para no encontrarse con ningún marat.

El temperamento de Amara estalló y se encaró con Pirellus, dispuesta a darle una lección. Bernard se puso en pie como si quisiera interponerse entre los dos.

Pero no hubo tiempo para nada más: bajo la muralla sonó uno de los cuernos de latón llamando a las armas, una nota de clarín que permaneció en el aire frío e iluminado por las furias, y que puso en pie a las tropas veteranas en la muralla con los escudos y las armas dispuestas, antes de que se perdiera la nota.

—Señor —se acercó Giraldi desde su puesto por encima de las puertas—, ahí vuelven.

Pirellus le dio la espalda a Amara y regresó a su puesto sobre las puertas.

Desde el borde de la luz, aparecieron de nuevo los marat, atacando en una masa aullante, pero esta vez sus gritos no se veían puntuados por el aullido de los lobos grandes y oscuros, sino por los chillidos sibilantes y metálicos de los moa, las aves depredadoras gigantes que corrían a su lado a medida que la marea pálida se precipitaba contra las murallas.

—¡Arqueros! —volvió a llamar Pirellus, y una vez más, en tres oleadas de zumbidos y silbidos, los marat cayeron al suelo con la vida arrebatada por las puntas aleranas—. ¡Lanzas! —ordenó Pirellus, y de nuevo la legión se dispuso a recibir a los marat.

Pero aquí se acabaron las similitudes con la carga anterior del clan de los lobos.

Esta vez no hubo palos de escalada ni ariete para batir las puertas. En su lugar, la primera fila de los marat, aullando desafiantes, simplemente se lanzaron contra la muralla y, corriendo a un ritmo furioso, saltaron hasta las almenas.

Si Amara no lo hubiera visto, no lo habría creído posible, pero los marat, sin ayuda de ningún tipo, sencillamente saltaron, se aferraron con una mano al borde superior de la muralla de casi cinco metros de altura y se impulsaron hacia arriba para entrar en combate. Las grandes aves que iban a su lado saltaron aún más, agitando furiosamente sus alas atrofiadas y manteniéndose el tiempo suficiente en el aire para atacar a los defensores desde arriba con sus tremendas garras, y hacer retroceder a los aleranos hasta que los jóvenes guerreros moa pudieran ocupar las almenas y lanzarse a la lucha con un ímpetu ciego y temerario.

Amara miró con horrorizada sorpresa cómo un marat se impulsaba sobre la muralla a tres metros de ella y su gran ave aterrizaba a su lado con un chillido y golpeaba salvajemente con el pico su escudo levantado. El marat blandió el cuchillo y se lanzó sobre ella con un grito, mientras que otro guerrero pasaba por encima de la muralla para ocupar su lugar.

Amara intentó apartarse a un lado, pero se dio cuenta de que allí no había nada más que el vacío del patio. Llamó desesperada a Cirrus y, cuando el marat corría hacia ella, dio dos pasos en el vacío y después volvió a saltar hacia la muralla de piedra detrás de él. El guerrero se la quedó mirando, sorprendido durante un instante, mientras se daba la vuelta para perseguirla. Ella se abalanzó con la espada, manteniendo el filo paralelo al suelo, y se la hundió a un lado del pecho, la deslizó entre las costillas y la sacó luego con facilidad.

Algo chilló detrás de ella y un dolor urente le recorrió la espalda. Se desplomó hacia delante, dejándose caer sobre el marat tendido en el suelo y giró la cabeza para descubrir que el gran moa se dirigía hacia ella con los ojos, oscuros y vidriosos, vacíos de nada que se pudiera parecer al miedo, mientras lanzaba el pico contra sus ojos.

Puso las manos por delante, empujando a Cirrus, y la furia se precipitó contra la enorme ave, lanzándola contra una de las almenas. Se tambaleó y se dio la vuelta para reorientarse en su dirección, pero al hacerlo un legionare con armadura pesada lanzó la espada en un golpe poderoso, y con su fuerza alimentada por la tierra, cortó la cabeza del moa. El legionare le dirigió una sonrisa antes de darse la vuelta y lanzarse contra otro recién llegado a las murallas.

Amara intentó incorporarse, mientras los combates que se habían extendido por toda la muralla llegaban también al patio. Las tropas de reserva, después de un momento de sorpresa, habían avanzado bajo las órdenes de sus jóvenes oficiales y se enfrentaban a los marat, que habían saltado desde la muralla o seguido hasta el patio los saltos de sus moa de guerra.

Más gritos, frenéticos, aterrorizados y salvajes a causa del furor de la batalla, resonaban a su alrededor, desorientadores y terroríficos. Al otro lado de la puerta, los marat habían tomado una sección de la muralla y la defendían con tenacidad, de manera que cada vez eran más los que podían incorporarse a la lucha. Al fin, hasta Pirellus en persona entró en liza.

El parciano de piel dorada blandió la espada negra e inició lo que solo se podría describir como un acercamiento deliberado a lo largo de la muralla, gritando a los legionares para que se apartaran de su camino. Recibió al primer marat con un golpe tan rápido que Amara no vio su inicio, sino que solo se dio cuenta de la sangre que salía volando en un arco, mientras el marat caía sin vida. Una de las grandes aves perdió sus garras cuando atacó a Pirellus, y la cabeza salió volando sobre la muralla un instante después.

Más marat se lanzaron contra el maestro artífice del metal, tanto hombres como bestias, en una oleada furiosa, pero el espadachín los superaba. Cada movimiento evitaba un golpe y le permitía devolverlo, sin que ninguno de ellos dejase de ser letal. Con una precisión calculada, Pirellus recorrió la sección ocupada de la muralla, eliminando a los enemigos como si fueran telarañas, y los legionares volvieron a ocupar el espacio, mientras arrojaban los cuerpos desde las almenas y luchaban con fiereza para mantenerse firmes en la sección de la muralla que acababan de ocupar.

Pirellus limpió la sangre de la espada con una expresión neutra y remota, y de nuevo señaló con el dedo a los hombres con los proyectiles de fuego. Los artífices de tierra quitaron las tapas y se prepararon para lanzarlos por encima de las almenas hasta el suelo, al pie de la muralla. Los artífices del fuego detrás de ellos tenían una expresión distante y sus bocas se movían en silencio, convocando a sus furias para la tormenta infernal que iban a desencadenar contra el enemigo.

Y entonces lo sintió Amara. Captó las corrientes de aire zumbando con tensión y percibió con una parte de ella que no podía describir por completo la oleada creciente de viento que se movía en la oscuridad por encima de ellos.

Giró la cara para mirar hacia arriba, pero quedó cegada por las lámparas de furia montadas sobre las almenas para velar el cielo que había por encima; a lo largo de la muralla aumentó el viento, que comenzó a soplar con fuerza de un lado a otro. Amara creyó oír gritos desde arriba, donde debían de estar patrullando los pocos caballeros Aeris de Guarnición. Algo goteó desde lo alto y durante un momento pensó que había empezado a llover. Pero la sensación era cálida y no fría, de manera que cuando se limpió la mejilla, vio que en realidad lo que caía era sangre.

—¡Bernard! —gritó—. ¡Están aquí!

No tuvo tiempo para asegurarse de que la había oído: inmediatamente llamó a Cirrus y se elevó en el aire, sintiendo cómo la envolvía el zumbido del viento mientras ascendía por encima de las almenas hacia el cielo oscuro que cubría la fortaleza asediada.

El aire estaba plagado de caballeros Aeris, enzarzados en duelos, de manera que podían verse parejas de hombres girando a través del cielo en combates a muerte, así como sus furias, que intentaban cortar el flujo de aire del adversario o herir a su oponente de suficiente gravedad como para que perdiera la concentración y cayese. Justo estaba mirando a uno de los hombres con los colores de Riva, que no pudo esquivar el ataque de una espada y, con un desesperado grito de terror, empezó a caer del cielo como una piedra. Pasó al lado de Amara y se precipitó contra el suelo delante de las murallas de Guarnición, pero el ruido del impacto quedó ahogado por el tumulto que reinaba en aquel punto.

La cursor recorrió el cielo con la mirada, vislumbrando las siluetas de los caballeros aéreos tanto con los sentidos de Cirrus como con los propios, y contó al menos treinta, tres veces el número de los defensores de la fortaleza. Más combates de destreza se desarrollaban a su alrededor, pero su resultado ya estaba decidido: los caballeros Aeris de Guarnición serían expulsados del cielo o morirían, y el enemigo se haría con el control de todos los movimientos por encima de la fortaleza.

Amara vislumbró, hacia arriba y a la retaguardia de las posiciones enemigas, lo que se había temido: varios palanquines, sostenidos por más caballeros, que debían llevar a más poderosos artífices de las furias, como aquellos con los que se habían enfrentado antes. Mientras observaba, un buen número de caballeros formó una escolta alrededor de tres de ellos, y empezaron a descender hacia la fortaleza asediada.

Concretamente, hacia las puertas donde Pirellus y sus caballeros dirigían las defensas aleranas.

Amara no tuvo tiempo para evaluar siquiera su plan. En su lugar, acercó más a Cirrus bajo sus pies y se lanzó hacia arriba contra las literas que descendían. Un caballero sorprendido comenzó a darse la vuelta para encararse con ella en el aire, pero, con un gesto casi al desgaire, la chica pasó a su lado a toda velocidad y le descargó un golpe que empezó en la parte baja de la pierna y le recorrió toda la extensión de la espalda hasta el hombro, cortando los pantalones de cuero que llevaba y atravesando parte de la malla sobre su espalda. Soltó un grito y no pudo sostenerse en el aire, porque su concentración se había distraído con el dolor, y se precipitó hacia el suelo como la hoja cortada de un árbol.

Amara se lanzó hacia delante y usó una racha impresionante de aire para catapultarse hacia arriba. Entonces, mientras la inercia la seguía impulsando contra el enemigo, colocó la presencia de Cirrus delante de ella y lanzó la furia contra los que aguantaban uno de los palanquines.

No era lo bastante fuerte como para derribar de encima de sus furias a los cuatro caballeros que sostenían la litera, y tampoco era eso lo que intentaba. En su lugar, se concentró en los dos caballeros de delante, con la única pretensión de cortarles el viento por unos segundos cruciales. Tuvo éxito. Los hombres dejaron escapar gritos de sorpresa y cayeron a plomo, arrastrando en su caída las varas del palanquín que estaban aguantando.

Y lanzaron a cielo abierto a media docena de hombres que había dentro de la camilla. Dos de ellos llevaban los cinturones de contención y quedaron colgados precariamente, mientras los caballeros intentaban enderezarlo de nuevo, pero los otros, anticipándose a un rápido desembarco sobre las murallas, ya se habían desabrochado. Esos cayeron hacia el suelo y aunque unos pocos caballeros de la escolta se lanzaron tras ellos, Amara sabía que nunca serían capaces de salvarlos de una caída tan cerca del suelo.

De repente sintió que una docena de ojos se fijaban en ella, mientras la inercia la llevaba a la culminación de su impulso y empezaba a descender. Se giró en el aire con la cara hacia abajo y mantuvo los brazos muy unidos al cuello, para no perder velocidad al unirse con Cirrus y poder restablecer su corriente de aire antes de que otro de los caballeros se la pudiera cortar.

Media docena de corrientes convergieron sobre ella a la vez y se aferró al aire aterrada y frustrada, mientras las luces de furia de la fortaleza se acercaban cada vez más. Tuvo suerte: tantos enemigos intentaban interceptarla, que fue capaz de hacer que chocasen, convirtiendo las corrientes de aire en una maraña, y después alteró la dirección de su caída con brazos y piernas. Cirrus se colocó a toda velocidad debajo de la cursor y recuperó el control de la caída cuando otro caballero, menos timorato que los demás, se precipitó sobre ella blandiendo su espada en alto.

Amara giró hacia un lado, pero él igualó su caída y la espada se movió en su dirección. La detuvo con su hoja y se enzarzó en un combate espada contra espada, intentando conseguir el control del viento a su alrededor y aprovecharlo a su favor. El enemigo la agarró por la muñeca y empezaron a dar vueltas salvajes sin dejar de caer.

Bajó la mirada hacia el patio que se acercaba ante sus ojos y luego levantó la vista hacia la cara de su enemigo en el momento en que este hacía lo mismo. Se produjo un momento de acuerdo mudo y los dos se separaron, mientras las furias rugían a sus pies en un intento por frenar la caída.

Amara lanzó una mirada frenética a Guarnición, ya muy cercana, y guió la caída hacia un montón de balas de paja que había al lado de los establos. Las balas, sólidamente empaquetadas, habrían hecho muy poco para amortiguar la caída, si no hubiera sido por la corriente de Cirrus, que ralentizó el impacto y deshizo las balas en paja suelta. La joven rebotó contra la parte alta de la pila y acabó por impactar contra el suelo al otro lado.

Su enemigo, más ágil que ella, o menos cansado, aterrizó limpiamente en el suelo a su lado y se giró para descargarle la espada contra el cuello. Amara llegó a interceptar la hoja con la suya y la desvió hacia la bala de paja que tenía a su lado, mientras con la otra mano sacaba del cinturón el cuchillo corto que había robado a Fidelias y lo clavaba en la bota del artífice del viento.

El hombre se echó hacia atrás con un grito y después, con una mirada asesina, le hizo un gesto amenazador con la mano. El viento rugió y Amara sintió que una gran presión la aplastaba con dureza contra el suelo. Se debatió tratando de moverse o levantar la espada, pero la furia del artífice se lo impedía. Recurrió a Cirrus, pero sabía que había sido demasiado lenta y que solo podía contemplar cómo su oponente volvía a levantar el arma.

Se oyó un zumbido y una flecha atravesó la cota de mallas del caballero justo en el punto en que se cruzaba sobre el cuello. La flecha le hizo dar un par de pasos hacia atrás antes de caer muerto sobre las piedras.

La presión sobre Amara cesó de repente y de nuevo pudo respirar y moverse. Intentó ponerse en pie, pero seguía mareada por la caída y por el esfuerzo de controlarla, de manera que solo lo había conseguido en parte cuando Bernard llegó a su lado con el arco en la mano.

—¡Cuervos y furias! —maldijo—. ¿Estás bien? ¿De dónde han salido?

—Las puertas —jadeó Amara—. Los proyectiles incendiarios. Apártalos de las puertas. ¡Corre!

El rostro del estatúder palideció y salió corriendo por el patio, de regreso a las murallas. Un marat, aturdido por una caída desde las almenas, levantó un hacha con cabeza de piedra, pero Bernard hizo un movimiento con la mano y el mango de madera del hacha retrocedió, la hoja golpeó la sien del agresor y lo envió de nuevo al suelo, ahora sin sentido.

Amara sintió un dolor sordo en el hombro y la espalda y estar de pie le resultaba muy difícil, pero contempló cómo Bernard subía por una de las escaleras de regreso a la muralla. Cogió el arco con las dos manos, se abrió paso por encima de un marat que luchaba contra dos legionares y sorteó las garras de un moa herido que estaba tendido de lado y agitaba frenético la pata que le quedaba para alcanzar el costado de Pirellus. Bernard agarró el hombro del comandante de los caballeros y le gritó por encima del caos.

El rostro del centurión palideció de incredulidad, pero Bernard señaló hacia arriba y Pirellus se giró a tiempo de ver cómo bajaba el primero de los otros dos palanquines, rodeado de caballeros Aeris revestidos con cotas de malla. Sus ojos se abrieron de par en par y gritó a los soldados de las murallas cuando el rugido del viento tiró al suelo a los hombres de las almenas y alejó a los marat de las murallas.

Bernard perdió el arco pero siguió de pie, alimentándose de la fuerza de su furia, como sabía Amara. Agarró a Pirellus y a otro hombre a su lado y los arrastró hacia delante y fuera de la muralla para que cayeran hacia el patio.

Los ojos de Amara se movieron hacia los palanquines y vio a Fidelias en uno de ellos; señalaba hacia abajo y le decía algo a uno de los ocupantes del otro palanquín, un hombre alto y delgado con rasgos cetrinos. El interpelado se puso en pie con los ojos cerrados y estiró la mano.

En respuesta, los proyectiles de fuego, que esperaban en las murallas al lado de sus artífices, ahora derribados por los vientos tempestuosos que soplaban por encima de ellos, estallaron con una llama cegadora.

La tormenta de fuego barrió la muralla por encima de las puertas, donde abatieron a los caballeros de Guarnición. Dispersadas y alimentadas por los vientos hasta convertirse en una furia peligrosa, una parte de las llamas siguió a lo largo de las murallas, y provocó el caos por igual entre legionares, marat y aves depredadoras. El fuego recorrió las murallas como una guadaña y precipitó a hombres gritando contra el suelo, envueltos en llamas, girando frenéticamente sobre sí mismos para apagar sus cuerpos ardiendo. Algunos incluso saltaron de las almenas y se lanzaron desesperadamente contra la salvaje horda marat que les esperaba abajo.

Amara contempló con un horror sorprendido cómo los palanquines aterrizaban en el patio, donde media docena de legionares desorganizados trataron de atacar a los invasores. Aldrick ex Gladius bajó de una de las literas y, con los caballeros Aeris a su lado, se enfrentó a ellos y los rechazó fácilmente.

Fidelias bajó del palanquín y se acercó a las puertas. Mientras Amara lo seguía con la vista, él lanzó una mirada a su alrededor con ojos rápidos y duros, y entonces apoyó las palmas desnudas de sus manos sobre la pesada madera. Durante medio minuto se quedó allí con los ojos cerrados. Luego se retiró, les gritó una orden a sus hombres y cojeó de regreso al palanquín. Aldrick y los demás se retiraron también a su litera, y a continuación todo el grupo volvió a ascender y a perderse de vista.

Amara se puso finalmente en pie y recuperó la espada. Levantó la cabeza para ver lo que Fidelias había hecho a las puertas.

Las vio temblar, y después observó cómo se desprendía polvo de una de ellas. Y entonces, las garras crueles de un moa se abrieron paso a través de los recios maderos como si fueran de papel y volvió a desaparecer de la vista.

Solo pudo contemplar, paralizada de terror, cómo los marat, chillando como locos, convertían en astillas las puertas de Guarnición ante sus ojos y empezaban a ocupar la fortaleza.

Tragó saliva y con la cabeza aún dándole vueltas y las manos temblorosas al agarrar la espada, dio un paso adelante para enfrentarse a los invasores.