35

AMARA se quitó el cinturón por pura frustración y utilizó la hebilla para rascar con fuerza los barrotes de la pequeña celda en la que la habían recluido.

—¡Guardia! —gritó, intentando dar autoridad a su voz—. ¡Guardia, ven inmediatamente!

—No va a servir de nada —comentó Bernard, estirado sobre el camastro, en la pared más alejada de la celda—. Desde aquí abajo no pueden oír nada.

—Han pasado horas —replicó Amara, mientras paseaba de un lado a otro por delante de la puerta—. ¿A qué está esperando ese idiota de Pluvus?

Bernard se mesó la barba con una mano.

—Depende de lo timorato que sea.

Ella se detuvo y lo miró.

—¿Qué queréis decir?

El estatúder se encogió de hombros.

—Si es ambicioso, enviará a su gente para descubrir qué está pasando. Intentará explotar la situación en su beneficio.

—Pero no creéis que lo esté haciendo, ¿verdad?

—No, no lo creo. Lo más probable es que haya metido a Gram en la cama y haya enviado un mensajero a Riva para informar de la situación y pedir instrucciones.

Amara escupió un juramento.

—No hay tiempo para eso. Él habrá pensado en ello. Tiene caballeros Aeris alrededor del perímetro del valle para interceptar el paso de cualquier mensajero aéreo.

—¿Él…? Te refieres al hombre del vado. El que le disparó a Tavi. —Aunque su tono no había cambiado demasiado, las palabras de Bernard transmitían una determinación funesta.

Amara cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó en la puerta, exhausta y frustrada. Si hubiera servido de algo, se habría echado a llorar.

—Sí, Fidelias. —El veneno amargo en su voz la sorprendió incluso a ella, y repitió el nombre en voz más baja—. Fidelias.

Bernard giró la cabeza para mirarla en silencio durante un momento largo.

—Lo conoces.

Ella asintió.

—¿Quieres hablar de ello?

Amara tragó saliva.

—Él es…, era mi maestro. Mi patriserus.

Bernard se sentó arrugando el entrecejo.

—¿Es un cursor?

—Lo era —respondió Amara—. Se ha aliado con alguien. Con un rebelde. —Se ruborizó y le ardió la cara—. Probablemente no debería decir nada más, estatúder.

—No tienes que hacerlo —le aseguró—. Y llámame Bernard. Mientras estemos juntos en este antro, creo que podemos prescindir de los títulos. No hay sitio para tantos.

Ella le respondió con una sonrisa débil.

—Bernard, entonces.

—Ese Fidelias era tu amigo.

La joven asintió, apartando la mirada en silencio.

—¿Más que eso?

Amara se ruborizó.

—Si él hubiera querido que ocurriese… Tenía trece años cuando me empecé a formar con él y lo era todo para mí. Él no pensó en eso. Él no… —Dejó que se perdiese la voz.

—No quería aprovecharse de ti —sugirió Bernard. Ante el silencio nervioso de ella, prosiguió—: Aprecio eso en un hombre.

—Es bueno —comentó Amara—. Quiero decir, capacitado. Uno de los mejores de la Corona. Tiene en su hoja de servicio más misiones que ningún cursor vivo y corren rumores sobre otras muchas que no están reflejadas en los archivos. Algunas de las cosas que ha hecho han acabado en los manuales de texto. Ha salvado la vida a miles de personas que nunca han sabido que estuvo allí. —Tragó saliva—. Y si me hubieras preguntado hace solo una semana, nunca habría soñado con que pudiera haber un hombre más leal al Reino. —Fue consciente de que volvía la amargura a su voz—. Un patriota.

—Quizá ese sea el problema —sugirió Bernard pensativo.

Amara frunció el ceño y lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—Existen dos tipos de hombres malos en el mundo. Quiero decir que existen multitud de caminos para que un hombre se vuelva malo, pero cuando lo analizas en profundidad, solo hay dos tipos de hombre que harían daño a los demás con intención, premeditadamente: los que no creen que exista nadie que tenga la más mínima importancia excepto ellos, y aquellos que se imaginan que existe algo que importa más que la vida de nadie; incluso la propia. —Movió la cabeza—. Los primeros son bastante habituales: mezquinos, insignificantes. Están por todas partes. Gente a quien los demás les importa un bledo. Por lo general, el daño que hacen no tiene demasiada importancia.

»Los del segundo tipo son como tu patriserus. Personas que quieren algo por encima de su propia vida, por encima de todo lo demás. Lucharán y matarán para protegerlo, y durante todo ese tiempo se convencerán de que era lo que había que hacer, que era lo correcto. —El estatúder levantó la mirada hacia Amara—. Esos son peligrosos. Muy peligrosos.

Amara asintió.

—Sí. Es peligroso.

—¿Quién dice —murmuró Bernard con los ojos fijos— que esté hablando de Fidelias?

Amara le devolvió una mirada aguda.

—Todo se reduce a las personas —prosiguió él—. No puedes tener un Reino o un ideal sin gente que crea en ello, que lo apoye. El Reino existe para proteger a la gente. Me parece un retroceso que se pueda sacrificar a personas para protegerlo.

—No es tan sencillo, estatúder.

—¿No lo es? Recuerda quién te instruyó —replicó Bernard con voz suave, pero con palabras claras y firmes—. Ahora mismo está ahí fuera y seguramente piensa que está haciendo lo único que puede hacer. Cuervos, lo más probable es que crea que está haciendo lo correcto. Que se encuentra en una posición de saber cuando los demás no saben, y por eso tiene que tomar la decisión él mismo y nadie más.

Ella se retiró el cabello de la cara.

—¿Cómo sé que no ha tomado la decisión correcta?

Bernard se puso en pie y se le acercó. Le puso una mano sobre el hombro y la miró con los ojos muy serios.

—Porque un árbol sano no tiene las raíces podridas, Amara. Ninguna empresa con grandeza nace con una traición, mintiendo a las personas que confían en ti y te quieren.

Esta vez a Amara le ardían las lágrimas en los ojos, y los cerró un momento. Él la acercó un poco y la joven se recostó durante un instante sobre su calor y su fuerza.

—No sé qué más puedo hacer —le explicó—. He hecho todo lo posible por avisar de lo que iba a llegar. Pero no ha sido suficiente.

Y Gaius había contado con ella. Le había confiado esta misión.

—A veces —murmuró Bernard—, lo único inteligente es no hacer nada. A veces solo te tienes que quedar quieto y ver cómo se empiezan a desarrollar los acontecimientos antes de ponerte en marcha. Tener paciencia.

Ella negó con la cabeza.

—No hay tiempo para eso —replicó—. Tenemos que conseguir que baje alguien. Tienes que conseguir que me escuchen o…

Bernard le puso sus dos grandes manos sobre los hombros, agarrándolos con suavidad, y los empujó contra la pesada madera de la puerta. Después apoyó su peso contra ella, atrapándola, y bajó su boca hacia la de ella en un beso que fue abrupto y tranquilo al mismo tiempo.

Amara sintió que se le abrían los ojos de la sorpresa. Su boca era suave y cálida, y de repente se sintió ultrajada. ¿Acaso pensaba que era una niña insulsa y charlatana a la cual se podía distraer con un beso, como a una colegia temblorosa?

De acuerdo, su calidez y su cercanía eran muy reconfortantes. De acuerdo, el poder amable de sus manos y su cuerpo eran atractivos y tranquilizadores, a la vez que intimidantes. Y de acuerdo, su olor a cuero, viento del campo y un aroma indescriptible, pero muy masculino, eran algo que le hacía sentir que podría despojarse de sus ropas y bañarse desnuda en él.

Amara levantó las manos para apartarlo, pero descubrió que sus palmas descansaban sobre los pesados músculos de su pecho, midiendo su fuerza y su calor, mientras su boca se apretaba contra la suya, con los labios abiertos, presionando, explorando y saboreándolo.

Bernard dejó escapar un sonido corto y ávido, presionando más su cuerpo contra el de ella, y su corazón se aceleró. Amara seguía enfadada con él, por supuesto. Además, tenía trabajo que hacer. Y a pesar de lo bien que pudiera oler, o sentirse, o de cómo su cuerpo respondía con tanta rapidez ante el suyo…

La joven rompió el beso con un gruñido de frustración y él se apartó un poco, mientras buscaba sus ojos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó. Su voz salió más suave de lo que había pretendido, más baja.

—Creo que estoy encerrado en una habitación pequeña con una mujer hermosa —explicó Bernard, con voz neutra—. Y la estoy besando.

—No tengo tiempo para besarte —replicó Amara, pero tenía la vista fija en su boca y sus propios labios sentían un poco el hormigueo de la separación.

—Pero querías besarme —insistió Bernard.

—No —repuso Amara—. Quiero decir que no es el momento.

—¿No? ¿A dónde tienes intención de ir?

Bernard se inclinó y, con su boca cálida, depositó un beso suave a un lado del cuello de Amara. Su lengua se movió sobre la piel de la chica y en respuesta, unos latigazos recorrieron sus extremidades, provocándole una ansiedad más fuerte de lo que hubiera podido sentir jamás. Sintió cómo su cuerpo se derramaba en el suyo, aunque en ese momento no tuviera la más mínima intención de dejarse llevar.

Ella lo cogió por el cabello y arrastró su boca de vuelta a la suya, súbita y hambrienta, besándolo, apretándose contra él con un juego entre el abandono y el desafío, deslizando las manos sobre su pecho, sus brazos y hombros. Entonces llevó sus caderas contra la puerta, empujando pero sin separase de él. Continuó con ese movimiento hasta llegar al camastro, que le golpeó la parte trasera de las rodillas haciéndola caer en él.

Ella no apartó la boca de la suya, siguiéndolo, acomodándose sobre sus caderas cuando se sentó. Sus manos se colocaron sobre su cintura, amplia y fuerte, y el hambre de Amara se redobló: sintió de repente el deseo irracional de notar esas manos en sus muslos, en su espalda, en su cuello, en todas partes.

—Esto es solo un beso —susurró Amara contra su boca, con unos labios demasiado hambrientos de tocar los de él como para perder mucho tiempo con las palabras—. Eso es todo. Solo un beso.

Ella siguió su ejemplo y marcó una línea de besos sobre su mandíbula hasta alcanzar la piel más suave de su cuello y el inicio del hombro, donde le mordió.

—Eso es todo —asintió Bernard, aunque las palabras llevaban escondido un jadeo.

Sus manos se aferraron a su cintura y empezaron a deslizarse hacia las caderas.

Amara se enderezó con fuerza cuando sus caderas se apretaron contra las suyas, mirando fijamente su cara e intentando aclararse las ideas. Pero era difícil y sería mucho más fácil librarse de la ropa y de la de él, porque lo que quería entre ellos era la piel desnuda. Quería sentir su peso sobre ella, quería sentir la fuerza cálida de él penetrando en ella, que luchase y probase su fuerza contra la de ella, y sentirse superada. En su interior se había declarado un incendio, una necesidad pura y primitiva, que no se podía eludir. Con un gemido de hambre verdadera y animal, empezó a desabrocharle el cinturón.

—Espera —indicó Bernard—. ¡Oh, oh, cuervos, Brutus, idiota!

Se movió debajo de ella, levantándola de repente y dejándola caer sin miramientos sobre el camastro. Amara aterrizó con un golpe sordo.

Bernard se alejó un par de pasos y levantó las manos con las palmas hacia ella, indicándole que parase. Frunció el ceño concentrado y murmuró:

—No, Brutus, abajo.

Y Amara se descubrió de repente mirando a Bernard desde el camastro, helada, hambrienta y jadeante, con el cuerpo dolorido por un deseo insatisfecho, desaliñada, con el cabello despeinado y los labios hinchados por el calor y la intensidad de los besos.

Se llevó una mano a la sien.

—T… tú… tú me has lanzado un artificio.

—Lo sé —reconoció Bernard ruborizándose—. No lo quería hacer. Lo siento.

—¡Me has lanzado un artificio de tierra!

—Lo siento —repitió Bernard con rapidez—. Brutus es…, mi furia es fuerte y a veces piensa que sabe mejor que yo lo que es bueno para mí. —Se dejó caer al suelo—. Lo siento. No sabía que lo estaba haciendo, o no se lo habría permitido. Quiero decir, yo… —Negó con la cabeza y al cabo de un momento continuó—: Ha pasado mucho tiempo. Y Brutus solo… quería que ocurriera algo.

Se lo quedó mirando largo rato, acomodándose en el camastro y recuperando el control de la respiración y de sus sentimientos. Levantó los pies y se abrazó las rodillas, mirándose el calzado, las zapatillas que le había puesto Isana en Bernardholt.

—Estuviste casado —indagó en voz baja.

—Hace diez años —explicó Bernard con palabras suaves y en voz baja, como si fueran zumbidos que se pudieran romper en la boca si los pronunciaba rápido. Ella murió. La peste. Mis hijas también.

—¿Y no has estado…? —No acabó de decirlo.

Negó con la cabeza.

—He estado ocupado. En realidad no he querido estar cerca de nadie hasta… —respiró hondo—, hasta que me besaste la pasada noche. Supongo que ese beso removió algunas cosas.

Amara no pudo desechar el tono sarcástico de su voz.

—Supongo que sí.

Bernard se ruborizó aún más y no levantó la mirada.

Amara dejó escapar una carcajada cansada.

—Oye, está bien. No me has hecho daño.

Y ella lo había disfrutado. Lo había deseado. Le costaba no ruborizarse. Solo el recuerdo de la fusión de ese beso era suficiente para que temblase.

—Eso no implica que esté bien. —La miró preocupado y Amara pensó que eso lo volvía exquisitamente vulnerable y demostraba lo mucho que le preocupaba lo que ella pudiera pensar—. ¿Seguro que estás bien?

Asintió.

—Bueno, salvo por la parte obvia de estar aquí encerrados.

—No creo que nos tengamos que preocupar por eso durante mucho más tiempo. Pero por eso quería robarte un beso. No tenía intención de que ocurriera esto, pero quería al menos tener la oportunidad de besarte antes…

—¿Antes de qué?

Bernard ladeó la cabeza.

—Escucha.

En el exterior, Amara oyó levemente el tañido de una campana que marcaba la medianoche.

—Cambio de guardia —explicó Bernard—. Si Pluvus sigue las ordenanzas, se irá a la cama y entregará el mando nocturno a uno de los centuriones superiores.

—De acuerdo —asintió Amara—. ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Nos da la oportunidad de hablar con alguien a quien conozco —respondió Bernard.

Se puso en pie, inclinó la cabeza mientras escuchaba y un momento más tarde crujió la pesada puerta que cerraba las escaleras del sótano y luego se abrió de golpe.

Amara sintió cómo se le volvía a acelerar el corazón.

—¿Nos dejarán salir?

—Solo hay una manera de saberlo —respondió el estatúder, y se situó al lado de la puerta.

Amara se colocó a su lado.

—¿Querías besarme?

Él se aclaró la garganta.

—Sí.

—¿Por qué?

—Me gustas.

—Te gusto.

El rubor se apoderó de sus mejillas.

—Eres muy guapa y más valiente que nadie que conozca. Y me gustas.

Ella sintió cómo se le curvaban las comisuras de los labios y luchó contra la sonrisa. Entonces se rindió a ella, lo miró y se puso de puntillas para darle un beso en la piel áspera de su mejilla.

Bernard la miró y durante un instante su mirada mostró el hambre ansiosa que ella había sentido en su beso.

—A veces pienso si te voy a tener que dejar solamente cuando no me interrumpa una situación que amenace nuestras vidas.

La lengua de Amara se quedó pegada al paladar porque se le había secado la boca de improviso. Intentó recuperar un poco del ingenio que había perdido de pronto para responderle, pero primero llegó el sonido de unas botas pesadas en las escaleras seguido del de la llave al girar en la cerradura.

Se abrió la puerta: Pluvus Pentius los miraba desde el umbral con una expresión vacía.

O más bien esa fue la primera impresión de Amara. Entonces la cabeza del buscador de la verdad cayó hacia delante y un instante después dejó escapar un ronquido inconfundible. La puerta se abrió más y Amara vio a dos hombres, uno a cada lado del buscador de la verdad, que lo sostenían dormido y aguantaban su peso muerto. Reconoció a uno, el sanador viejo y entrecano de aquella mañana. El otro, que llevaba peto y yelmo de centurión, era un hombre de mediana edad y cara redonda con ojos oscuros y algo bizcos.

—Bernard —saludó Harger con alegría—. Le acabo de preguntar a Pluvus, aquí presente, si no te tendríamos que dejar salir ya y me ha respondido «sí». —Agarró el cabello de Pluvus y le movió la cabeza vigorosamente arriba y abajo—. ¿Lo ves? Me temo que el muchacho no sabe beber.

—Estatúder —saludó el centurión con la voz tensa—, esto me puede costar el yelmo.

—Giraldi… —Bernard dio un paso al frente y le puso la mano en el hombro—. Me alegro de verte. ¿Cómo está Rosalía?

—Preocupada —respondió Giraldi bizqueando mientras caminaba desde Bernard hacia Amara—. Dime, ¿qué está pasando?

—Los marat vienen hacia aquí. Y creemos que tienen el apoyo de una compañía de caballeros mercenarios.

Giraldi se lo quedó mirando boquiabierto.

—Bernard, eso es una locura. No es posible. ¿Aleranos ayudando a los marat?

—Un guerrero marat casi me liquida cerca de Garados hace dos días —explicó Bernard—. Y la pasada noche, un grupo de artífices más fuertes que yo intentó matar a mi sobrino, que también los ha visto.

—¿A Tavi? Grandes furias, Bernard.

—No nos queda tiempo. Se lo expliqué a Gram y me creyó. Ordenó una movilización general y el envío de exploradores y mensajeros a Riva para pedir refuerzos, antes de que nos atacasen en las mismas puertas de Guarnición. ¿Se han cumplido sus órdenes?

—Yo tengo a toda mi centuria de guardia y armada, Bernard, y he enviado mensajeros a las torres de vigilancia a fin de asegurarme de que enciendan las almenaras si hay problemas, pero eso es todo cuanto puedo hacer con mi autoridad.

—Entonces, hazlo en nombre de Gram —sugirió Bernard—. Mantén a los caballeros armados y dispuestos, y al resto de la guarnición armada. Acomoda a toda la población dentro de las murallas y envía la noticia a Riva. Sin el apoyo de las legiones de Riva es posible que no tenga importancia si estamos preparados para luchar.

Con un gruñido de rabia, Giraldi descargó el peso de Pluvus sobre Harger, que lo recogió con un gemido.

—Bernard —replicó Giraldi—, no lo comprendes. Pluvus está presentando cargos contra ti. Te acusa de traición. Dice que formas parte del complot para asesinar a Gram.

—Eso es un montón de mierda de lagarto, y tú lo sabes.

—Pero yo no soy ciudadano —añadió Giraldi con calma—. Y fuera de tu explotación, tampoco lo eres tú, Bernard. Con Gram fuera de juego…

—¿Está muy mal?

Harger gruñó.

—No está bien, Bernard. Inconsciente. El cuchillo se ha hundido en la parte baja de la espalda. Ya no es tan joven y ha bebido mucho durante las últimas semanas. He hecho por él todo lo que he podido, pero hemos enviado a uno de nuestros caballeros Aeris para traer un sanador con más habilidad que yo. Yo soy un caballo de carga, y esto es delicado. Me supera.

—Al menos habéis hecho eso. ¿Habéis dado noticia del ataque?

Giraldi soltó un bufido de frustración.

—Bernard, no se ha producido ningún ataque. Ni hay señal alguna de un ataque.

—Se va a producir —le cortó Bernard—. ¡Cuervos y carroña!, sabes lo que haría Gram. Hazlo.

—No puedo —gimió Giraldi—. Pluvus emitió órdenes específicas contra una alerta general por «rumores salvajes e infundados». A menos que Gram me dé una orden, no puedo hacer más de lo que ya he hecho. ¿Crees que no lo haría, Bernard? Tengo aquí mujer y tres hijos. Pero carezco de autoridad para ello.

—Entonces lo haré yo…

Giraldi negó con la cabeza.

—Tú tampoco puedes. Hay hombres que te conocen, pero también hay un montón de soldados nuevos. Idiotas como los que te has encontrado hoy en la muralla.

Harger dejó escapar una risita desagradable.

Giraldi dirigió al sanador una mirada dura.

—Dejaste inconsciente al hijo de un Señor de Riva, Bernard. Se sienten insultados y no aceptarán ninguna orden que proceda de ti. No tienes el rango para hacerlo.

Amara dio un paso al frente.

—Lo haré yo —afirmó.

Los tres hombres se quedaron en silencio de repente. Giraldi alzó la mano y se quitó el yelmo en un gesto educado.

—Disculpadme, joven dama. No había reparado en que… Señora, sé que queréis ayudar, pero…

—¿Pero es trabajo de hombres? —preguntó Amara—. Ninguno de nosotros tiene tiempo para esto. Mi nombre es Amara ex Cursori Patronus Gaius. Su Majestad ha tenido a bien otorgarme el título honorífico de condesa, lo cual me parece que me otorga los mismos privilegios de mando que al conde Gram.

—Bueno, joven dama, en teoría estoy seguro de que…

Amara se acercó al centurión.

—¿Por qué me haces perder el tiempo, centurión? Está claro que crees que existe un peligro, o no habrías armado a tus hombres. Deja de entrometerte en mi camino y dime qué tengo que hacer para ponerlo todo en movimiento.

Giraldi se la quedó mirando totalmente sorprendido, y después volvió su atención a Bernard.

—¿Está diciendo la verdad? —le preguntó.

Bernard cruzó los brazos y miró a Giraldi.

El centurión se pasó la mano por su cabello rapado.

—De acuerdo entonces, Señoría. Supongo que habría que empezar con Pluvus…

Harger gruñó.

—Pluvus está de acuerdo con todo lo que diga la muchacha, ¿verdad, señor? —Agarró el cabello de Pluvus y le movió la cabeza arriba y abajo—. Ahí lo tienes. Yo soy el sanador y según mi opinión médica, este hombre está en su pleno juicio. En cualquier caso, lo está ahora mucho más que cuando está despierto.

Giraldi tragó saliva nervioso.

—Bueno, después tendréis que hablar con Pirellus, Señoría; es el comandante de los caballeros destinados aquí. Si acepta la orden, los otros centuriones seguirán su ejemplo y con ellos, sus hombres.

—¿Pirellus? ¿Pirellus de la Hoja Negra?

—Sí, Señoría. Es un artífice del metal muy poderoso. El mejor espadachín que he visto. Sangre vieja, familia antigua. No le gustan los cachorrillos que nos han enviado, pero tampoco le gustará recibir órdenes de una mujer, Señoría. Le dio a la buscadora Olivia más dolores de cabeza de los que se habría podido imaginar.

—Estupendo —replicó Amara, respirando hondo y pensando. Entonces se volvió hacia Bernard—. Necesito recuperar mi espada.

Los ojos de Bernard se abrieron de par en par.

—¿No crees que matarlo es una medida un poco extrema? Sobre todo porque te hará picadillo.

—No llegaremos a esos extremos, te lo aseguro. —Se volvió hacia Giraldi—. Llévame ante él.

—Señoría —replicó Giraldi vacilante—, no sé si lo comprende. Él y el resto de los caballeros ya se han retirado a dormir.

—Quieres decir que unos están jugando y otros persiguen a las sirvientas —aclaró Amara—. No es nada que no haya visto antes, centurión. Llévame ante él.

—Yo portaré la espada, condesa —murmuró Bernard.

Ella echó una mirada hacia atrás y le dedicó una sonrisa rápida.

—Gracias, estatúder. Sanador, quizá el buscador de la verdad necesita una buena cama.

—En realidad, creo que así es —reconoció Harger con alegría. Arrastró a Pluvus dentro de la celda y lo tiró sin miramientos sobre el camastro—. La cama más cercana posible.

Amara tuvo que ahogar la carcajada que estaba a punto de soltar y luchó por mantener la expresión seria.

—Centurión, adelante.

Amara siguió al centurión Giraldi fuera del sótano de lo que resultó ser un almacén y penetraron en la fortaleza de Guarnición, que se extendía siguiendo el plano habitual del campamento de marcha.

—Amotinamiento —murmuró—. Asalto a un oficial superior. Secuestro de un oficial superior. Tergiversar las órdenes de un oficial superior…

—¿Qué es todo eso, centurión?

—Son todos los cargos por los que me van a ejecutar, Señoría.

—Míralo de esta manera —replicó Amara—. Si vives para que te cuelguen, todos seremos muy afortunados. —Hizo un gesto hacia los barracones que por costumbre albergaban a los caballeros en un campamento. Las luces seguían encendidas y se escuchaban una gaita y risas en el interior—. ¿Esta?

—Sí, Señoría —asintió el centurión.

—Bien. Vuelve con tus hombres. Asegúrate de que controlan las torres de aviso. Y prepara todas las defensas en las murallas.

El centurión respiró hondo y asintió.

—De acuerdo. ¿Cree que lo convencerá?

—La única cuestión es si sobrevivirá o no —respondió Amara y su voz sonó fría y muy segura—. De una u otra forma, estos caballeros estarán dispuestos a luchar por la Corona.

Harger apareció jadeando en la oscuridad; resoplaba como un caballo viejo pero animoso. Sostenía la espada que Amara había cogido del Memorial del Príncipe y se la ofreció por la empuñadura.

—Aquí tienes —jadeó el sanador—. Espero que acabes pronto, muchachita. Uno de los guardias cree haber visto luz en una de las torres más lejanas, pero se apagó. Bernard ha ido allí a caballo para ver qué está ocurriendo.

El corazón le dio un vuelco. Bernard solo en esa región y con los marat tan cerca…

—¿A qué distancia se encuentra la torre?

—A unos once o doce kilómetros —respondió Harger.

—Centurión, ¿cuánto tiempo tardarían la tropas en recorrer esa distancia?

—¿Sin un artificio de las furias? ¿De noche? El terreno es escarpado, Señoría. Podrían llegar en unas tres horas o un poco más, en formación. Unas tropas ligeras tardarían bastante menos.

—¡Cuervos! —masculló Amara—. De acuerdo. Saca a todos los hombres de la cama, centurión. Reúnelos y diles que el comandante de los caballeros les hablará dentro de un momento.

—Uf, Señoría. Si no sale…

—Déjamelo a mí.

Deslizó la funda de la espada dentro del cinturón, apoyando la mano izquierda sobre la empuñadura, y se dirigió hacia los barracones de los caballeros con el corazón en la garganta. Se detuvo delante de la puerta y respiró hondo para tranquilizarse y aclarar las ideas. Tras ello, puso la mano en la puerta y la abrió de un empujón, dejando que golpease contra el marco.

El ambiente interior del barracón era pesado, con olor a humo de madera y vino. Lámparas de furia ardían en tonos dorados y encarnados. Algunos hombres jugaban a las damas en una mesa, con pilas de monedas apostadas en la partida, mientras que más grupos tiraban los dados en otras dos mesas. Las mujeres, la mayoría de ellas con edad suficiente como para mostrar abiertamente su condición de damas de campamento, recibían aquí y allá el abrazo de un hombre, llevaban vino o estaban sentadas de cualquier manera sobre un sofá o una silla, bebiendo o besando. Una muchacha, poco más que una cría delgaducha con un collar de esclava, bailaba al son de la música de gaita delante del fuego, y proyectaba una sombra delgada y oscura como si fuera algún tipo de adorno exótico.

Amara respiró hondo y se acercó a la mesa más cercana.

—Perdonad —se presentó, manteniendo la voz fría y protocolaria—. Estoy buscando al comandante Pirellus.

Uno de los jugadores sentados a la mesa le dirigió una mirada lasciva.

—Ya tiene a sus chicas para esta noche, muchacha. Pero estaré encantado de llenar tu… —movió unos ojos sugerentes— tiempo.

Amara se encaró con el hombre y replicó con voz helada:

—Voy a fingir que no he oído tus palabras. ¿Dónde está el comandante Pirellus?

La cara del hombre se oscureció con rabia de borracho y se incorporó cuchillo en mano.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que no soy bastante bueno para ti? ¿Eres una excéntrica a la que solo le gustan los ciudadanos relamidos?

Amara invocó a Cirrus y tomó prestada la rapidez de su furia. Su brazo se movió con rapidez y sacó de la funda la espada corta que llevaba colgada de la cadera. El arma recorrió el poco espacio que les separaba antes de que el sorprendido soldado pudiera reaccionar y Amara se inclinó lo suficiente como para pincharle en el cuello. Sobre la sala cayó de repente un silencio mortal, subrayado por el crepitar del fuego.

—Soy una cursor del Primer Señor en persona. Estoy aquí por asuntos oficiales y no tengo paciencia con los idiotas borrachos. Deja el cuchillo.

El soldado emitió un sonido estrangulado y levantó una mano con la palma hacia fuera. Bajó la otra hasta la mesa y soltó el cuchillo. Amara podía sentir las miradas torvas de los hombres a su alrededor fijas en ella como las puntas de una docena de lanzas incisivas. Se le cerró la garganta de miedo, pero no permitió que nada de eso se reflejase en su cara, que seguía con una expresión fría, tranquila y despiadada como un mar helado.

—Gracias —se lo agradeció Amara—. Y ahora, dime, ¿dónde está Pirellus?

Amara oyó cómo se abría una puerta a sus espaldas y una voz tranquila y casi lánguida dijo con un suave acento de Parcia:

—Se está bañando, pero siempre está disponible para una dama.

Amara apartó la espada del cuello del soldado que tenía delante y con una mirada de desprecio le dio la espalda para encarar a quien había hablado.

Era un hombre más alto que la mayoría y con la piel oscura, de un color marrón dorado como la suya. Su cabello, negro como la noche, que llevaba largo en contra de las normas de la legión, se derramaba en una maraña húmeda alrededor de sus hombros. Era delgado, con músculos duros y finos, y llevaba en la mano una espada delgada y curvada de metal más negro que el terciopelo de luto. Se encaró con Amara con una expresión suave y de diversión confiada en el rostro.

Además, chorreaba agua y estaba desnudo como un bebé.

Amara sintió cómo le empezaban a arder las mejillas y luchó con firmeza contra su vergüenza.

—¿Eres Pirellus, comandante de los caballeros de Guarnición?

—Una chica de Parcia —comentó Pirellus con una sonrisa amplia y blanca—. Hace mucho tiempo que no me siento a entretener a una muchacha de Parcia. —Inclinó la cabeza, pero la espada no cambió su posición aparentemente descuidada, pero preparada a su lado—. En efecto, soy Pirellus.

Amara arqueó una ceja y lo miró de arriba abajo.

—He oído muchas cosas sobre ti.

Pirellus sonrió, confiado.

—Pensé que serías —tosió con delicadeza, dejando que su mirada se entretuviera de manera muy significativa— más alto.

La sonrisa se desvaneció. La cursor esperaba que con ella también desapareciera parte de la arrogancia.

—Ponte algo de ropa, comandante —ordenó Amara—. Guarnición está a punto de sufrir un ataque. Armarás y prepararás a tus hombres, y dirigirás un parlamento a los miembros de la legión que se están reuniendo en este momento en el exterior.

—¿Ataque? —balbució Pirellus—. ¿Por parte de quién?, si se me permite preguntar…

—Los marat. Sabemos que reciben el apoyo de una compañía de caballeros. Posiblemente más.

—Ya veo —replicó Pirellus con tono despreocupado—. Ahora, veamos. Te he visto antes. Estoy intentando recordar dónde.

—En la capital —le aclaró Amara—. Hace dos años asistí a algunos de tus combates y estuve en una de tus clases en la Academia.

—Es cierto —reconoció Pirellus con una sonrisa—. Aunque entonces ibas vestida como una mujer. Ahora recuerdo… Eres la pequeña artífice del viento que salvó a aquellos niños del incendio en la parte oriental de la ciudad. Fuiste valiente.

—Gracias —le agradeció Amara.

—Estúpida, pero valiente. ¿Qué haces aquí, colegiala?

—Ahora soy una cursor, Pirellus. He venido a avisarte de un ataque antes de que te entierre una horda marat.

—Qué considerado por tu parte… Y estás hablando conmigo, ¿por qué?

—Estoy hablando contigo porque eres el oficial capacitado de más alto rango. El conde está inconsciente, Pluvus es un político idiota y el comandante de guardia es un centurión sin el rango necesario para ordenar una movilización general. La ordenarás tú y pedirás refuerzos a Riva.

—¿Con qué autoridad? —preguntó Pirellus enarcando las cejas.

—Con la mía. La de la condesa Amara ex Cursori Patronus Gaius de Alera.

El rostro de Pirellus mostró de nuevo una sonrisa.

—Conseguiste un título por esa pequeña demostración y crees que por ello puedes ir donde te dé la gana y ordenar lo que te plazca.

Amara cambió de repente la forma de asir la espada y la dejó sobre la mesa a su lado, con la hoja reluciendo bajo la luz. Entonces se volvió a encarar con él y se le acercó, quedándose a menos distancia de un brazo.

—Pirellus —empezó, manteniendo la voz en un murmullo bajo—. Preferiría no estar aquí. Preferiría no tenerte que ordenar con mi rango. Pero no me obligues a llevarlo hasta el extremo al que estoy dispuesta a llegar.

Los ojos de él se encontraron con los suyos, duros y tercos.

—No me amenaces, muchacha. No tienes nada con que cumplirlo.

En respuesta, Amara llamó de nuevo a Cirrus y golpeó al hombre en la mejilla con la mano abierta. El golpe circular impactó y le giró la cabeza antes de que lo pudiera evitar. Pirellus se alejó un paso y por puro reflejo levantó la espada y le apuntó al corazón.

—No te preocupes —le explicó Amara—. Si no haces lo que es necesario, te retaré a un juris macto aquí y ahora, por negligencia en el deber y traición al Reino. —Se dio la vuelta, recuperó su espada, y se giró de nuevo para encararlo—. Espadas. Podemos empezar cuando estés preparado.

El comandante se quedó paralizado, mirándola fijamente.

—Me estás tomando el pelo —replicó—. Estas bromeando, chica. Nunca me podrás ganar.

—No —reconoció Amara—, pero soy lo bastante buena como para que me tengas que matar para ganar. Habrás matado a una cursor en cumplimiento de su deber, comandante. Sea hombre o mujer, tenga razón o no sobre el ataque inminente, serás culpable de traición. Y ambos sabemos lo que te ocurrirá. —Empuñó la espada y lo saludó—. Está claro. Si quieres desperdiciar tu vida, por favor, empecemos el duelo y acabemos con ello. Eso, o vístete y prepárate para defender Guarnición. De una manera u otra, te darás prisa, comandante, porque no hay tiempo para satisfacer tu ego.

Amara se enfrentó a él, con el espacio de un par de zancadas largas de por medio, levantando su espada sin vacilar. Tenía el corazón en la garganta y sintió una gota de sudor que le bajaba por la mandíbula hasta el cuello. Pirellus era un maestro del artificio del metal y uno de los mejores espadachines vivos. Si decidía aceptar el duelo, la mataría y ella no podría hacer gran cosa para evitarlo. Pero a pesar de eso, era necesario. Tenía que convencerle de su sinceridad, debía saber que estaba dispuesta a morir para que actuase, que prefería morir antes que fracasar en su deber con Alera y con Gaius. Lo miró fijamente a los ojos y se concentró en la empresa que tenía por delante, negándose a caer en el miedo o permitir que la espada le temblase ni por un instante.

Pirellus se la quedó mirando durante un momento con expresión sombría y pensativa.

Amara contuvo la respiración.

Lentamente, el caballero abandonó su postura relajada hasta ponerse firmes. Apoyó la parte plana de la espada sobre su antebrazo, sosteniéndola con una mano, y le hizo una reverencia con un movimiento ágil, preciso y contenido.

—Condesa —empezó—, en interés de la seguridad de esta guarnición, haré lo que me ordena. Pero señalaré en mi informe que lo hago bajo protesta.

—No importa, siempre que lo hagas —reconoció Amara. Un gran alivio le rondaba por la cabeza y casi se dejó caer al suelo—. Entonces, ¿dispondrás los preparativos?

—Sí, Señoría —respondió Pirellus con unas palabras exquisitamente educadas pero mordaces—. Creo que me podré ocupar de todo. Otto, que los hombres tomen algo más que té. Despierta a todo el mundo. Camdon, muchacha, ve a buscar mi ropa y la armadura.

Uno de los hombres se retiró corriendo, acompañando a las damas y la bailarina con el collar de esclava.

Amara abandonó la sala y salió al aire libre. Envainó la espada y respiró profundamente. Solo un momento después oyó soplar una racha de viento muy concentrada y miró hacia arriba para ver un par de caballeros Aeris a medio vestir que ascendían hacia el cielo nocturno en direcciones diferentes, y no le cupo la menor duda de que se dirigían a Riva.

Lo había conseguido. Finalmente, Guarnición se estaba preparando para la batalla. Las tropas se empezaban a concentrar en la plaza en el centro de la población. Ardían luces de furia. Los centuriones impartían órdenes a voz en grito y un tamborilero comenzó a tocar a asamblea. Los perros ladraban, y las esposas y los niños aparecieron en algunos de los edificios, mientras se enviaba a otros soldados a despertar a quienes dormían en las casas fuera de la muralla y traerlos a la protección del pueblo amurallado.

Amara pensó que por fin estaba todo en manos de los soldados. Ella había cumplido con su parte. Fue los ojos de la Corona, sus manos y avisó a los defensores de Alera. Seguramente con eso era suficiente. Encontró una sombra en una de las gruesas murallas del pueblo y se apoyó en ella, dejando que su cabeza se recostara en las piedras. Su cuerpo tembló de cansancio y una sensación de alivio la inundó como un licor fuerte, haciendo que se sintiera pesada y cansada. Muy cansada.

Levantó la mirada hacia las estrellas, que ahora eran visibles de vez en cuando entre las nubes pálidas, y descubrió con cierta sorpresa que no le caían lágrimas. Estaba demasiado cansada para llorar.

Redoblaron los tambores y sonaron las trompetas con las órdenes; los diferentes tonos de metal llamaban a formar a cada una de las centurias con los manípulos de la legión. Los hombres empezaron a ocupar sus puestos en las murallas y otros acumularon agua en previsión de los incendios que provocase el combate. Artífices del agua y sanadores de la legión como Harger, así como esposas e hijas de los legionares, se dirigieron hacia los refugios seguros dentro de las murallas, donde llenaron con agua las bañeras en espera de recibir a los heridos. Los artífices del fuego iluminaron las murallas, mientras los caballeros artífices del viento de Guarnición tomaron posiciones en el aire, volando en patrullas para avisar y prevenir cualquier ataque por sorpresa desde el oscuro cielo nocturno. Los artífices de la tierra ocupaban sus puestos junto a puertas y murallas, con las armas cerca, pero con las manos desnudas apoyadas en las piedras de las defensas, convocando a sus furias para otorgarles mayor poder de resistencia.

El viento empezó a soplar desde el norte, trayendo hasta Amara el aroma mezclado del distante mar de Hielo con el de los hombres y el acero. Por un tiempo, mientras las luces distantes comenzaban a acariciar el horizonte oriental, todo estuvo en silencio. Una espera tensa se derramó sobre los que se encontraban dentro de las murallas. En uno de los barracones, ahora vacío de hombres y ocupado por los niños de las casas extramuros y del pueblo, los más pequeños cantaban juntos una nana, suave y dulzona.

Amara se separó de la zona de oscuridad de la muralla y se acercó a las puertas que lindaban con la tierra de los marat, más allá de Guarnición. Los guardias al pie de las murallas la detuvieron, pero el centurión Giraldi la vio y la dejó pasar. Subió por una escalera que conducía a las almenas sobre la puerta, donde los arqueros y los artífices del fuego se habían reunido en gran masa, preparados para dar muerte a cualquiera que intentase asaltar las puertas de la ciudad.

Giraldi se encontraba junto a Pirellus, que ahora iba protegido por una armadura de acero reluciente. El espadachín de Parcia la miró y después volvió su atención a la oscuridad.

—No hay ninguna señal —comentó—. Las torres de vigilancia no han encendido las almenaras.

—Uno de mis hombres vio algo antes —informó Giraldi en voz baja—. Un explorador ha ido a mirar.

Amara tragó saliva.

—¿Ha vuelto?

—Aún no, Señoría —respondió Giraldi con gesto preocupado—. Aún no.

—Silencio —exclamó de repente uno de los legionares, un joven larguirucho con orejas grandes.

Se inclinó hacia delante con una mano en pantalla en la oreja, y Cirrus acarició suavemente a Amara para explicarle que el joven estaba utilizando un artificio de viento para oír.

—Un caballo —informó—. Un jinete.

—¡Luces! —ordenó Pirellus, y su voz levantó ecos en el valle.

Una a una se fueron encendiendo a lo largo de las murallas las lámparas de furia, brillantes, azules y frías, lanzando su resplandor hacia la oscuridad justo antes del amanecer que les rodeaba.

Durante un momento largo no se movió nada en la nieve. Pero después todos pudieron oír el sonido de cascos de caballo al galope. Segundos más tarde, Bernard penetró en el haz de luz montado en un exhausto caballo gris, con espuma en los belfos y sangre en los flancos, de los que colgaban trozos de piel donde algo había desgarrado al animal aterrorizado. Al acercarse a la fortaleza, el caballo corcoveó y relinchó. Amara casi no podía comprender cómo el estatúder se mantenía en la silla y conseguía que el animal siguiera su camino hacia Guarnición.

—¡Abrid las puertas! —gritó Bernard—. ¡Dejadme entrar!

Giraldi esperó hasta el último instante antes de emitir una orden; las puertas se abrieron y se volvieron a cerrar detrás del caballo aterrorizado, casi antes de que pudiera terminar de pasar por ellas. Un mozo se acercó para encargarse del animal, pero este se echó hacia atrás y relinchó de pánico.

Cuando Bernard descendió de su cabalgadura y se alejó de allí con rapidez, el animal, frenético, se dejó caer sobre las piedras heladas del patio y se derrumbó a un lado, sangrando y resollando. Amara podía ver las heridas largas en el flanco del caballo: desgarros de cuchillos o de garras.

—¡Preparados! —jadeó Bernard, antes de darse la vuelta y subir rápidamente las escaleras hacia las almenas sobre las puertas—. La cursor tenía razón. Ahí fuera hay una horda, y unos diez mil venían justo detrás de mí.