KITAI frunció el ceño, juntando las cejas pálidas.
—¿Qué soy qué?
—Eres una chica —repitió Tavi.
—No —replicó Kitai con un susurro feroz—. Soy un cachorro. Hasta la unión, todos los marat son cachorros. Después de la unión con un tótem, me convertiré en una mujer joven. Hasta entonces soy un cachorro como cualquier otro. Tus costumbres no son las nuestras, alerano.
Tavi la miró.
—Pero eres una chica.
Kitai hizo girar los ojos en sus órbitas.
—Supéralo, chico del valle.
Ella empezó a ponerse en pie y a salir lentamente del agua.
—Espera —susurró Tavi, y levantó una mano para cerrarle el camino.
—¿Qué?
—Espera hasta que se hayan ido. Si sales ahora, te verán.
—Pero estoy cubierta con una sábana fría.
—Y si andas delante de ese fuego, serás lo único frío en los alrededores —explicó Tavi—. Quédate aquí, quieta y en silencio. Cuando muera el fuego se dispersarán para buscarnos, y entonces tendremos nuestra oportunidad.
Kitai frunció el ceño, pero lentamente se volvió a meter en el agua.
—¿Nuestra oportunidad para qué?
Tavi tragó saliva.
—Para penetrar en el bosque y llegar a ese gran árbol.
—No seas idiota —replicó Kitai, aunque sus palabras sonaban reticentes—. Las Guardianas están alerta. Nadie ha llegado nunca hasta el árbol y ha vuelto a salir cuando las Guardianas han estado despiertas. Moriremos.
—Te olvidas de algo: yo voy a morir de todas formas —dijo torciendo el gesto—. Pero puede que sea lo mejor. No quiero conducir a una chica a ese tipo de peligros.
La chica marat frunció el ceño.
—Como si ahora fuera menos capaz de derrotarte que hace un momento…
El alerano negó con la cabeza.
—No, no es eso.
—¿Entonces qué es?
Tavi se encogió de hombros bajo la sábana.
—No lo sé explicar. Nosotros… nosotros no tratamos a nuestras mujeres igual que a nuestros hombres.
—Eso es una estupidez —replicó Kitai—. También es una estupidez que sigamos con el juicio. Si ninguno de los dos regresa con la Bendición, el juicio no es concluyente. Esperarán hasta la próxima luna nueva y lo volverán a celebrar. Hasta entonces serás el invitado de Doroga, chico del valle. Estarás a salvo.
Tavi tragó saliva, pensativo. Una parte de él estaba deseando lanzar un grito de alivio. Podía salir de este abismo extraño con esas criaturas de otro mundo y volver a la vida de arriba. No era amistosa, entre los marat, pero seguiría vivo, y lo mantendrían con vida y a salvo hasta el siguiente juicio. Podría sobrevivir.
Pero la luna nueva tardaría semanas. Los marat se pondrían en marcha mucho antes para atacar Guarnición y después las explotaciones del valle, incluido su hogar. Por un momento, la imaginación de Tavi dibujó la escena de su regreso a Bernardholt para encontrarlo desierto y cubierto por el hedor de la carne podrida y el cabello quemado; se vio a sí mismo abriendo una de las puertas batientes y viendo una nube de cuervos carroñeros elevándose hacia el aire, abandonando los cuerpos de personas que había conocido durante toda su vida, destrozadas e irreconocibles sobre la tierra fría. Su tía. Su tío. Frederic, Beritte, la vieja Bitte y otros muchos.
Las piernas le empezaron a temblar, no por el frío, sino porque de repente comprendió que en ese momento no les podía dar la espalda. Si regresar con esa estúpida seta significaba que podría otorgar a su familia más posibilidades de sobrevivir ante lo que se aproximaba, entonces tenía que hacer todo lo que estuviera a su alcance para conseguirlo. Ahora no se podía echar atrás, ahora no podía salir corriendo, aunque eso significase que se fuera a enfrentar a un peligro mortal.
Era bastante posible que acabase como aquel cuervo, atrapado en el croach y devorado vivo. Durante un instante los ojos pálidos y coloreados de las Guardianas le persiguieron en la mente. Había tantas… Aún estaban allí, reunidas alrededor del fuego que se estaba extinguiendo, saltando sin sentido las unas sobre las otras por todas partes, con sus patas nudosas cayendo como plumas sobre la superficie del croach. Sus caparazones correosos emitían chirridos cuando se acercaban y se rozaban unas contra las otras. Y su olor: algo penetrante, acre e inexplicablemente extraño. Al darse cuenta de que las podía oler, Tavi sintió que se le erizaba el pelo de la nuca, y sus temblores aumentaron como una reacción a ello.
—Tengo que ir —reconoció.
—Morirás —afirmó Kitai con sencillez—. No es posible hacerlo. —Se encogió de hombros—. Es tu vida lo que vas a perder. Mírate. Tiemblas tanto que te castañetean los dientes.
Pero sus extraños ojos opalescentes no dejaron de mirarle, persistentes y curiosos. No pronunció la pregunta, pero Tavi pudo oír cómo la planteaba: «¿Por qué?»
Tavi respiró tembloroso.
—No importa. No importa si tengo miedo. Tengo que conseguir esa seta y salir de aquí. Eso es lo único que puedo hacer para ayudar a mi familia.
Kitai se lo quedó mirando un buen rato. Después asintió, mientras sus rasgos mostraban entendimiento.
—Ahora lo comprendo, chico del valle —reconoció en voz baja. Miró alrededor y prosiguió—: Yo no quiero morir. Mi familia no está en juego. La libertad de mi señor no me sirve de nada si muero.
Tavi se mordió los labios, pensando.
—Kitai —preguntó—, ¿existe alguna razón para que no podamos regresar los dos con la Bendición? ¿Qué ocurriría si volviésemos los dos al mismo tiempo?
Kitai frunció el ceño.
—Entonces se asumiría que El Único nos dice que hay méritos en los dos argumentos —explicó—. El jefe quedaría libre para tomar una decisión según su criterio.
—Espera —terció Tavi con el corazón acelerado—. ¿Quieres decir que tú te librarías de tu padre y él quedaría en libertad para conducir a tu pueblo lejos de la batalla con el mío?
Kitai parpadeó mirando a Tavi y sonrió lentamente.
—Ante El Único, sí. Ese era su plan desde el principio. —Sus ojos brillantes parpadearon muchas veces y prosiguió con cierta ferocidad—: El problema es que Doroga no aparenta ser inteligente. No es de extrañar que mi madre lo amase.
—Entonces trabajaremos juntos —concluyó Tavi.
Le ofreció su mano a la chica. Ella se la quedó mirando, frunció el ceño y después imitó su gesto. Su mano era delgada, cálida, fuerte. Tavi le dio un apretón.
—Esto significa que estamos de acuerdo en trabajar juntos —le explicó.
—Muy bien —aceptó Kitai—. ¿Qué crees que debemos hacer?
Tavi lanzó una mirada a las Guardianas, que se estaban dispersando lentamente y al azar, alejándose en direcciones diferentes y a distinta velocidad.
—Tengo un plan.
Una hora más tarde, Tavi, cubierto con la sábana empapada y helada, se movía en silencio sobre la suave superficie del croach, con una zancada regular. Seguía contando mientras avanzaba, daba un paso con cada cifra, y estaba cerca de los quinientos. Una Guardiana caminaba quizá a unos tres metros por delante de él, con un paso lento y regular hacia el gran árbol del centro del abismo. Tavi la seguía desde hacía bastante minutos sin que se hubiera dado la vuelta para mirarlo o hubiese dado ninguna señal de que percibiera su presencia. Había ganado confianza al descubrir cómo lo podían detectar. Mientras tuviera cuidado, permaneciese en silencio y se moviera con suavidad, era invisible a efectos prácticos.
El árbol gigantesco se alzaba cada vez más cerca, aunque a medida que se acercaba, Tavi estaba menos seguro de que «árbol» fuera la palabra correcta para describirlo.
A pesar de que el resto del bosque se hallaba cubierto por una capa de croach verdoso y luminiscente, aquel árbol, de tronco liso, sin ramas y completamente recto, solo lo estaba hasta una altura de tres o cuatro metros. El enorme tronco era tan grande como las murallas de Bernardholt. No parecía que tuviera corteza, solo madera lisa que alcanzaba una altura de más de treinta metros antes de acabar en un borde redondeado e irregular, como si una mano gigantesca hubiese arrancado su parte superior y después los filos se hubieran suavizado con el tiempo.
En la base del árbol vio una abertura cavernosa, un triángulo irregular donde el tronco se abría y permitía la entrada en el interior. Tavi se detuvo y vigiló a la Guardiana a la cual había estado siguiendo. Entró lentamente en el interior del árbol y, al hacerlo, otra Guardiana salió por el extremo opuesto de la abertura, como si ambos estuviesen comunicados.
Tavi se detuvo unos momentos y vigiló. Poco después, la Guardiana a la que había estado siguiendo u otra similar salió del árbol exactamente por el mismo sitio. Pero otra llegó desde una dirección diferente y entró en el árbol exactamente de la misma forma que la primera, para reaparecer unos momentos más tarde.
Las Guardianas debían de llevar algo al interior del árbol, ¿pero qué? Tenía que ser algo pequeño, si entraban y salían como hormigas en un hormiguero. ¿Comida? ¿Agua? ¿Qué llevaban?
Tavi movió la cabeza y tocó la sábana con la punta de los dedos. Aunque estaba fría, no lo estaba tanto como unos minutos antes. El aire ahí abajo en el abismo era muy caliente. Sabía que se tenía que dar prisa, porque a cada momento que pasaba su método de camuflaje perdía eficacia.
Tavi intentó calmar los latidos de su corazón. ¿Y si estos insectos eran más listos de lo que pensaba? ¿Y si le habían permitido llegar hasta allí porque era precisamente allí donde lo querían tener? ¿Y si querían que llegase a un sitio donde no pudiera escapar para abalanzarse sobre él y devorarlo?
¿Y qué podía haber dentro del árbol? ¿Qué habría allí para que las Guardianas le llevasen algo? Si eran como hormigas viviendo en una colonia, donde algunas acarreaban la comida y otras luchaban y demás, ¿tendrían también una reina? Y si era así, ¿estaría dentro del árbol, en el corazón de sus dominios?
Una docena de preguntas más pasó por la cabeza de Tavi, antes de darse cuenta de que no estaba haciendo nada más que perder el tiempo. No tenía respuesta para ninguna de las preguntas y no iba a conseguir ninguna si se quedaba allí; lo único que lograría era calentarse. Volverse más vulnerable.
Siguió contando de cabeza y llegó a los quinientos.
Contuvo la respiración, dispuesto a huir si el plan salía mal, aunque sabía que tenía pocas posibilidades de escapar del corazón del abismo. Tavi esperó. Y esperó. No ocurrió nada.
Sintió que se le desbocaba el corazón a medida que le invadía el pánico. ¿Kitai lo había abandonado y no iba a cumplir su parte del plan? ¿La habían encontrado y matado antes de llegar a la hora acordada? ¿Sabía contar hasta quinientos? ¿Qué había salido mal?
Permaneció quieto y siguió contando, decidido a llegar hasta seiscientos antes de huir.
Entonces la tranquilidad y el silencio del Bosque de Cera se rompieron con una sinfonía de chillidos sibilantes. Si no hubiera estado viéndolo en ese momento, nunca habría creído que pudiera tener cerca tantas Guardianas sin darse cuenta. Salieron de todas partes, de cualquier superficie donde brillase el croach, abriéndose camino a través del suelo ceroso del bosque, saltaron desde las ramas fosforescentes de árboles retorcidos, saliendo en masa del interior del tronco del gran árbol. Aparecieron cientos de ellas y el aire tembló con sus silbidos y chillidos, y los crujidos de los caparazones rozándose entre sí.
Tavi se quedó helado, presa del pánico. Era lo único que podía hacer para no volverse loco por la rapidez con la que habían aparecido. Una de las Guardianas pasó a su lado, tan cerca que casi rozó la toalla empapada.
Todas se fueron en la misma dirección: la opuesta a donde se encontraban las cuerdas hacia el mundo de arriba. Tavi decidió que Kitai había cumplido su parte: solo debía de llevar una cuenta más lenta que la de él. Había utilizado la mitad del aceite que les quedaba y la yesca para provocar un incendio que atrajese a las Guardianas. Si estaba en lo cierto y había seguido con el plan, ahora estaría bajo su sábana, moviéndose hacia las cuerdas.
La última de las Guardianas desapareció de su vista, desvaneciéndose entre los árboles fosforescentes. Ahora solo le quedaba a él cumplir su parte del plan.
Se le formó un nudo en la garganta; parecía que de repente sus rodillas hubieran perdido los músculos y los tendones. Creyó que en cualquier momento iban a ceder para caer derribado sobre la superficie del croach, porque tenía mucho miedo. Luchó para mantener controlada la respiración, lenta y tranquila, y asegurarse de que sus temblores no se convertían en movimientos repentinos que pudieran ver las Guardianas, y fue avanzando hacia el tronco del árbol.
Dentro, el croach no estaba dispuesto en una capa suave sobre el suelo y las paredes, sino que se amontonaba y apilaba como el trigo en el granero. Grandes tiras enredadas se enroscaban por las paredes o se retorcían entre ellas como las entrañas de una bestia enorme y fosforescente. Se lo quedó mirando unos momentos, confuso y sin comprender nada. Era hermoso de una forma extraña y ajena, inquietante y fascinante.
Paseó su mirada desde una estructura intrincada a la siguiente y se acercó a la pared, donde sería menos probable que una Guardiana al entrar tropezase con él de forma involuntaria. Miró a su alrededor e intentó orientarse siguiendo la descripción de Kitai.
Penetró aún más en el silencio fantasmagórico del árbol, alrededor de un montículo de croach enroscado, que parecía un hormiguero, y dejó atrás un campo pequeño de bultos de croach, que podría contener algo así como un millar de Guardianas, silenciosas bajo la superficie.
Encontró las setas en un círculo en el centro, como le había dicho Kitai. Crecían en la base de un montículo luminiscente del doble de la altura de un hombre y con el diámetro de una casa pequeña. El montículo emitía una vibración de luz verdosa y Tavi creyó que podía ver la sombra de algo oscuro y delgado dentro de él.
Se acercó y una sensación de amenaza lo cubrió como un baño helado, peor aún que la sábana empapada que llevaba como capa. Se le aflojaron aún más las rodillas y su respiración, a pesar de sus esfuerzos, se volvió irregular.
«Kitai era bastante guapa», pensó. Aunque era una salvaje, tenía algo en la cara, en los ojos, que él encontraba intrigante. Si no fuera vestida con una túnica harapienta (que de hecho era vergonzosamente corta, ahora que pensaba en ello), habría tenido un aspecto más femenino, menos salvaje. Por supuesto, él había empezado a imaginarla sin la túnica: si le hubiera dicho que se hundiera más en el agua, es posible que se la hubiese quitado del todo. La idea hizo que le ardieran las mejillas, pero siguió presente en su imaginación, espoleada por su atractivo exótico.
Sacudió súbitamente la cabeza. ¿Qué le estaba pasando? Debía tener cuidado y conseguir la Bendición de la Noche. Las setas oscuras tenían una especie de espinas afiladas en la parte inferior, según le había explicado Kitai, que en una ocasión se pinchó la mano y la hinchazón le duró meses.
Miró a su alrededor, pero no vio Guardianas. Sabía que eso podría ser una ilusión: podía haber una docena de ellas al alcance de la mano. Pero no importaba lo asustado que estuviera, tenía que seguir adelante.
Esa era la historia de su pueblo, después de todo. Los aleranos nunca habían dejado que el miedo o las posibilidades de fracasar les impidieran superarse y prosperar. Sus historias más antiguas, le había explicado una vez su tío, retrocedían tanto en el tiempo que el cuero, el pergamino y la piedra en que se habían escrito los había desgastado el paso de los años. Un pequeño grupo de solo unos pocos miles de personas habían llegado a Carna desde otro lugar, y se enfrentó a todo un mundo. Habían superado a los hombres de hielo, a los hijos del sol y su fortaleza en la Jungla de las Acacias Amarillas, habían rechazado a los marat y a los canim a lo largo de los siglos porque reclamaban las tierras de Alera como propias. Controlaban los mares alrededor de su hogar, habían recluido a los hombres de hielo en el norte, y superado a los marat mediante luchas salvajes. Con sus furias y su artificio de las furias, los aleranos dominaban el mundo y ninguna otra raza o pueblo podía reclamar su dominio sobre ellos.
Tavi tembló y parpadeó muchas veces. Debía de llevar allí inmóvil, con la mano extendida hacia la primera de las setas, al menos un minuto entero. ¿Qué le estaba pasando?
El vello de la nuca se le erizó en el momento en que cogió la seta más cercana. Se dio prisa, con la respiración agitada, para coger una y después otra, y con cuidado las metió en la bolsa que llevaba colgada del cinturón.
Y entonces creyó que se movía algo en el gran montículo, delante de él.
Levantó de golpe la mirada, dio un respingo y sintió un dolor caliente e inmediato en los dedos de la mano. Las espinas de una seta cercana le habían pinchado. Echó la mano hacia atrás y unas gotas de sangre salieron volando hasta caer sobre el montículo luminiscente que tenía delante.
Se quedó mirando el montículo manchado con las gotas de su sangre. La superficie del croach fosforescente empezó a latir de repente mientras le salían unos bultos, y finalmente comenzó a fundirse bajo las salpicaduras rojas, moviéndose como la piel de una criatura enorme y asquerosa, y provocando una reacción de picazón en Tavi. Contempló cómo las gotas de sangre desaparecían dentro del montículo, hundiéndose en la superficie del croach como copos de nieve en un estanque que aún no se ha helado.
Y la silueta fantasmagórica del interior del montículo tembló de repente. Y se movió. Un lento estiramiento de extremidades, lánguido, ágil, como si fuera un durmiente que, después del paso interminable de las estaciones, finalmente se hubiera despertado. Se movió y Tavi sintió sus movimientos, sintió el despertar de una conciencia enorme y apabullante que se cernía sobre él como la mirada de una bestia antigua y horrible.
El terror atravesó a Tavi, puro y caliente, en lugar de frío, un terror que inyectó fuego a sus extremidades y quemó cualquier pensamiento de su mente que no fuera uno: escapar.
Dio media vuelta y, sin tener en cuenta el peligro de quedar al descubierto, emprendió una carrera presa del pánico.
Más tarde recordaría muy poco de esa carrera. Quizá uno o dos silbidos gorgoteantes, que levantaron ecos en los árboles a sus espaldas, pero eran pocos y los dejó atrás, con pasos ligeros sobre la superficie del croach, porque el terror le daba más velocidad de la que se habría creído capaz antes de aquella noche.
Mientras corría lanzó una mirada por encima del hombro y vio algo a través de los árboles fosforescentes, en la base del monolito, en la abertura por la que había huido. Vio algo alto, brillante, extraño. Estaba de pie dentro del árbol central, justo detrás de la puerta. Tavi no lo podía ver, pero lo podía sentir de una manera desconcertante, íntima, que estaba más allá de cualquier descripción.
Los silbidos agudos que oía a través de los árboles le parecieron como una especie de risa espantosa y burlona.
Tavi huyó y no volvió a mirar atrás.
Corrió sobre el croach hasta que le ardieron las piernas y sintió como si se fueran a desgarrar por las exigencias que les estaba imponiendo. Por poco no vio el trozo de sábana que había arrancado y atado a una rama baja antes del viaje de ida para señalar el camino de regreso. Se encaminó hacia allí, y desde ese punto vio la siguiente marca, y después otra más, señalando su ruta de huida hasta las cuerdas de la base del precipicio.
—¡Alerano! —llegó una voz delante de él. Kitai bajó de una rama de árbol cercana—. ¿La tienes?
—¡Tengo dos! —chilló—. ¡No he podido coger más!
Kitai extendió la mano y Tavi le entregó una de las setas.
—¡Corre! ¡Vamos, vamos, vamos!
Kitai se agachó. Tavi estaba impaciente detrás de la chica, dando saltos en el sitio y lanzando miradas por encima del hombro.
—Date prisa —jadeó—. Venga, venga, venga.
Kitai sacó la yesca y el pedernal con expresión fría y los golpeó. Las chispas cayeron en la sábana empapada en aceite que estaba extendida sobre el croach que tenían delante. La chica observó cómo se elevaban las llamas y enseguida se movió con rapidez, agarrando el extremo del sedal que Tavi había empapado en agua helada antes de irse. Tiró del sedal hacia ella, mano sobre mano. El otro extremo del sedal tiraba de una de las ramas más altas del árbol, donde crecían hojas vivas por encima del alcance del croach, y después volvía a caer hacia la punta que estaba atada en la esquina de la sábana empapada en aceite. Kitai soltó el sedal y la sábana en llamas se elevó hacia las ramas del árbol y prendió en las hojas vivas.
El fuego creció súbitamente en el árbol originando llamas altas, y una vez más, desde la zona de la torre central se alzaron chillidos sibilantes que llegaban como una sólida muralla de sonido terrorífico, pero esta vez superados por un pitido más profundo que ahogó los silbidos y continuó luego por encima del silencio.
Kitai miró a Tavi con los ojos muy abiertos.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —respondió el alerano—. Pero, eh…, creo, eh…, creo que lo he despertado.
Se miraron una vez más y con un acuerdo silencioso se dieron la vuelta y huyeron hacia las cuerdas que se encontraban a unos metros de distancia, hacia la seguridad de la cima del precipicio. Desde ambos lados, Tavi vio cómo las Guardianas se precipitaban hacia el fuego a través de los árboles, cerrándose sobre él como una alfombra de ojos brillantes, patas nudosas y caparazones correosos.
Tavi había alcanzado las cuerdas y Kitai se encontraba solo unos pasos por detrás cuando algo cayó desde uno de los árboles cubiertos de croach que tenían encima; algo alto, delgado y terriblemente rápido. Fuera lo que fuese, no era una guardiana, porque extendió una extremidad larga y sus dedos de aspecto duro y quitinoso se cerraron alrededor del tobillo de Kitai, tirándola al suelo. La muchacha dejó escapar un grito de terror y se revolvió contra lo que la agarraba.
Tavi solo vio a retazos lo que ocurrió a continuación. Recordaba que se dio la vuelta para ver algo que pensó que se parecía a una avispa horrible, con alas semitransparentes moviéndose bajo la luz mortecina del croach. Se inclinó sobre Kitai, con unos hombros extrañamente jorobados que se flexionaban mientras bajaba la cabeza y sus mandíbulas se hundían en su muslo. Kitai profirió un grito horrible y golpeó la cabeza de la cosa con los puños una o dos veces. Entonces sus ojos se quedaron en blanco y su cuerpo se empezó a retorcer y convulsionar en espasmos impotentes, con las extremidades moviéndose sin control. Intentó gritar, pero el sonido salía roto e irregular.
La avispa, cubierta con el limo fosforescente del croach, alzó la cabeza y emitió un silbido que levantó ecos en todo el abismo como el tañido de una campana enorme. Le goteó sangre de las mandíbulas y Tavi vislumbró unos ojos compuestos y un extraño fluido amarillento en los bordes de las heridas de Kitai.
—¡Chico del valle! —gritó una voz distante.
Tavi miró hacia arriba y vio a Doroga, con una mano en la cuerda e inclinado sobre el abismo, tanto que incluso desde tan abajo, Tavi podía distinguir su cara angustiada.
—¡Alerano! ¡No puedes salvar a mi cachorro! ¡Sube!
Tavi volvió la mirada desde Doroga a la chica marat en el suelo, con aquel ser horrible inclinado sobre su cuerpo retorcido. El terror lo atravesó, dejándole un sabor horrible en la boca, y sintió que no podía ver, que no podía enfocar los ojos. Una mano se aferró a la cuerda con una frustración impotente.
Kitai le había salvado la vida.
Ella confió en su plan para que los dos pudieran salir vivos del abismo.
Él era el único que la podía ayudar.
Tavi soltó la cuerda.
Se dio la vuelta y corrió, no hacia el monstruo que se cernía sobre Kitai, sino que pasó de largo, rodeó varios árboles luminiscentes y se dirigió hacia el que estaba en llamas. Las Guardianas se arremolinaban a su alrededor. Podía oír cómo resonaban los silbidos y los chillidos por todo el bosque hacia donde él se encontraba.
El muchacho saltó hacia las ramas más bajas del árbol, impulsándose hacia arriba y empezó a subir hacia la punta, en dirección al fuego. A media escalada, se dio un impulso y se encontró cara a cara con una Guardiana, que se echó hacia atrás sorprendida, con las mandíbulas chocando contra su caparazón.
Tavi no tenía tiempo para pensar. Llevó la mano hacia el cuchillo curvado de Fade que había sujetado en su cinturón y lanzó una cuchillada contra los ojos de la criatura, que se alejó de él. La siguió, avanzando y atacando con el cuchillo la cara de la araña.
Con un chillido, la Guardiana cayó hacia atrás, perdió pie en el árbol y se precipitó hacia abajo con las patas descontroladas. Golpeó el suelo seis metros por debajo con un crujido y un «plof» húmedo. Tavi se asomó para ver cómo pataleaba panza arriba, con las extremidades estiradas y perdiendo fluidos luminiscentes del cuerpo roto, que se confundían entre el suelo del bosque.
Oyó que llegaban más Guardianas. Trepó más arriba por el árbol, hasta que alcanzó una rama libre de croach, delgada e incapaz de soportar su peso. De la punta de la rama colgaba la sábana en llamas. El fuego se extendía por ella hacia el tronco del árbol.
Comenzó a cortar la rama con el cuchillo; el acero mordía la madera blanda con facilidad. Inmediatamente se colocó el cuchillo entre los dientes y se colgó de la rama con las dos manos.
La rama se curvó y después se rompió, alejándose del árbol. Tavi bajó deprisa, siguiendo la rama larga con sus hojas encendidas y la sábana empapada en aceite, y cuando alcanzó el suelo del bosque, corrió hacia Kitai.
El ser que se cernía sobre ella lo vio venir y se volvió hacia él con un silbido; abrió las mandíbulas por completo y extendió los brazos quitinosos. Sus ojos brillaban y reflejaban la luz del fuego en miles de facetas, pero lo más horrible de su cuerpo cubierto de limo era que parecía inacabado, como si no se hubiera completado su metamorfosis. Medio nacido, medio vivo, el enorme ser parecido a una avispa movió las alas con un zumbido furioso y silbó a las Guardianas a su alrededor.
Tavi gritó y movió la rama con un arco amplio y torpe, trayendo consigo el fuego.
El ser silbó y se alejó de las llamas, echando las alas hacia atrás con fuerza.
El chico aprovechó la ventaja, moviendo la rama hacia delante y alejando al monstruo siseante de la silueta inmóvil de Kitai. La muchacha yacía pálida y silenciosa, con los ojos abiertos pero inmóviles, y el pecho se le movía con una respiración trabajosa. Tavi deslizó un brazo por debajo del cuerpo e, impelido por el terror, la levantó hasta su hombro. Se tambaleó bajo su peso, pero cogió la rama y se giró violentamente moviendo de un lado a otro la madera, las hojas y la sábana en llamas.
La criatura se alejó poco a poco de él, hasta topar con la pared a varios metros de las cuerdas sin que sus horribles ojos dejasen de centrar su atención en su oponente.
«¡Oh, cuervos! —pensó Tavi—. Lo sabe. Sabe que voy en busca de las cuerdas».
Si no se movía, estaba acabado. Aunque no le atacase la criatura, acabaría asfixiado entre las Guardianas. Incluso su fuerza, impulsada por el miedo, estaba empezando a flaquear y el cuerpo le ardía por todo el esfuerzo realizado. Al menos tenía que llevar a Kitai hasta las cuerdas. Le podía atar un pie y Doroga la podría subir.
Doroga. Tavi miró hacia la cima del precipicio y vio la silueta pálida del marat, que lo estaba mirando.
—¡Valor, chico del valle! —grito el jefe de los gargantes y desapareció del borde del abismo.
Aún había una posibilidad. Moviendo la rama a ras de suelo, corrió hacia la criatura, que escaló con destreza por la pared, con un movimiento lateral parecido al de los cangrejos. El chico miró hacia arriba y vio un pequeño saliente rocoso. Eso no era bueno. Necesitaba que viniera hacia él, hacia las cuerdas.
El alerano apretó los dientes contra la hoja del cuchillo por pura frustración.
—¡Oh furias, Kitai! —exclamó—. Espero que esto funcione.
Sin miramientos, dejó a la muchacha en el suelo, se inclinó hacia delante, asió la cuerda más cercana y empezó a subir.
La criatura emitió un silbido y se dirigió hacia él. Sabía que no tenía ni la más mínima posibilidad de escapar, ni de luchar en las cuerdas, pero cogió el cuchillo que llevaba en los dientes y lo blandió contra la criatura.
Se detuvo, y vaciló ya fuera de su alcance. Su cabeza horrible se ladeó a un lado, como si estuviera valorando la nueva amenaza.
—¡Doroga! —chilló Tavi—. ¡Ahí lo tienes, ahí lo tienes!
Desde arriba llegó un grito largo y torturado, resonante con la voz de bajo de Doroga, pero lleno de rabia y desafío.
Tavi no habría creído nunca que un hombre pudiera levantar una roca tan grande. Pero el marat volvió a aparecer en lo alto del precipicio, llevando sobre su cabeza una piedra del tamaño de un ataúd, con los brazos, los hombros y los muslos en tensión por el esfuerzo. Flexionó todo el cuerpo con un movimiento lento y poderoso y la enorme piedra se precipitó sobre la criatura.
Su cuello giró hasta que la cabeza le quedó mirando directamente a su espalda. La criatura reaccionó batiendo las alas, pero no fue lo suficientemente rápida como para escapar por completo de la roca que se precipitaba sobre ella. Pasó justo por delante de Tavi, que pudo esquivarla solo por un par de dedos. La avispa se separó de la pared, pero la roca la golpeó, la impulsó dando vueltas por el aire y cayó a varios metros de distancia. El pedrusco impactó contra el suelo y se partió en varios trozos que rebotaron por todas partes, y la sustancia fosforescente dentro del croach saltó por los aires como si fuera una fuente.
Un dolor agudo traspasó la pierna de Tavi y al mirar hacia abajo vio que un trozo de la piedra le había alcanzado: tenía un corte en el pantalón y sangre en el muslo. Desde arriba llegó un aullido desafiante y de triunfo proferido por Doroga, un rugido que conmovió las paredes del abismo.
La criatura emitió otro silbido, esta vez más agudo, lleno de furia y a Tavi le pareció que también de miedo. Se tambaleó, pero no se pudo levantar y se empezó a arrastrar hacia los árboles, cuando los ojos brillantes de docenas de Guardianas empezaron a aparecer a su lado.
El muchacho dejó caer el cuchillo, se deslizó por la cuerda y corrió hacia Kitai. La cogió y la empezó a arrastrar de vuelta hacia las cuerdas, gimiendo por el esfuerzo pero moviéndose con rapidez.
—Alerano —susurró la chica herida abriendo los ojos y con una expresión dolorida y cansada—; demasiado tarde, alerano. Veneno. Mi padre… Dile que lo siento.
Tavi la miró.
—No —susurró—. Kitai, no. Casi estamos fuera.
—Era un buen plan…
Su cabeza cayó hacia un lado y los ojos se le quedaron en blanco.
—No —masculló Tavi con rabia repentina—. ¡No, que te lleven los cuervos! ¡No puedes!
Metió la mano en el bolsillo, mientras las lágrimas le empezaban a empañar la visión. Debía de haber alguna manera de salvarla. No podía morir. No ahora. Estaban tan cerca de lograrlo…
Algo le pinchó con fuerza en el dedo y el dolor lo volvió a recorrer. La maldita seta le había vuelto a morder con sus espinas. La Bendición de la Noche.
«Fiebre. Veneno. Heridas. Dolor. Incluso la edad. Tiene poder sobre todo eso. Para nuestro pueblo, no hay nada que tenga más valor».
Llorando, Tavi cogió la seta y empezó a arrancarle las espinas, sin importarle el dolor. Estaba rodeado por los chillidos, que se acercaban, si bien la rama en llamas parecía haber confundido a las Guardianas, que habían ralentizado su avance.
Tavi se agachó y pasó un brazo por detrás de la cabeza de Kitai, incorporándola un poco. Acercó la mano a la herida del muslo de la chica y aplastó la seta en su mano.
Un líquido claro de olor mohoso goteó entre sus dedos y se extendió por la herida, mezclado con sangre y veneno amarillento. La pierna de Kitai se contorsionó al tocarla el fluido y la chica jadeó de repente.
El muchacho acercó el resto de la seta hasta los labios de la chica y lo apretó contra su boca.
—Cómetela —le urgió—. ¡Cómetela! ¡Te la tienes que comer!
La boca de Kitai hizo una mueca y empezó a masticar de manera automática. Se tragó la seta, parpadeó y abrió muy lentamente los ojos, fijos en él.
El tiempo se detuvo.
Tavi se dio cuenta de que estaba mirando a la chica, consciente de repente, totalmente consciente de su presencia de un modo que no había experimentado antes. Podía sentir la textura de la piel bajo su mano y el impulso súbito de colocar los dedos sobre su pecho para sentir el pálpito de su corazón, que poco a poco iba ganando fuerza. Podía notar el movimiento de la sangre en sus venas, el miedo, el arrepentimiento y la confusión que llenaban sus pensamientos. Estos se aclararon cuando ella fijó sus ojos en él, mientras se abrían de par en par, y Tavi se dio cuenta de que Kitai había sentido su presencia de la misma manera.
Sin apartar los ojos de él, levantó la mano y le tocó el pecho en respuesta, presionando con los dedos para sentir las pulsaciones del corazón de Tavi.
Al alerano le llevó un instante interminable separar los latidos de su corazón de los de ella y el movimiento de la sangre en sus oídos. Latían juntos, perfectamente acompasados. Al darse cuenta, sus pulsaciones se aceleraron y las de ella respondieron en consonancia, provocándole una oleada de calor en el rostro, que quedó reflejada en la expresión de Kitai. Tavi contempló el milagro en sus ojos y vio que solo podía ser un reflejo de lo que había en los suyos.
Su aroma, fresco y salvaje, se arremolinó a su alrededor y lo traspasó como algo vivo. La forma de sus ojos, sus mejillas, su boca… En ese instante vio en ella la promesa de la belleza que llegaría en su momento, la fuerza que aún debía crecer, el valor y la perspicacia temeraria que igualaba la suya y que en ella ardía salvaje y verdadera.
La intensidad de todo esto le nubló la visión, y parpadeó para limpiarse las lágrimas, pero vio que Kitai también parpadeaba con los ojos llenos de lágrimas, que la estaban inundando y también le empañaban la vista.
Tras absorber las lágrimas, los ojos de Tavi volvieron a ella para descubrir que los remolinos opalescentes de colores sutiles y tornasolados habían mutado en dos estanques profundos de color verde esmeralda.
Ojos tan verdes como los suyos.
—Oh, no —susurró Kitai con la voz sorprendida y débil—. Oh, no. —Abrió la boca e hizo ademán de sentarse, pero tembló y se derrumbó en sus brazos, abrumada de repente por el cansancio.
El momento congelado en el tiempo llegó a su fin.
Tavi levantó la cabeza y pudo ver que una primera Guardiana pasaba junto a la sábana y la rama en llamas. Se incorporó, levantó a Kitai y se dirigieron hacia las cuerdas. Metió el pie por el lazo de la punta de una de ellas y después acercó la otra y la ató alrededor de su cintura y de las piernas de Kitai, de modo que ambos quedaron enlazados. Antes de que terminara, Doroga ya había empezado a subirlos por la pared del precipicio. La otra cuerda también subía, porque Hashat debía de estar tirando para mantenerla tensa.
Tavi se agarró a la cuerda y a Kitai, sin estar demasiado seguro de a cuál de ellas agarraba con más fuerza. Cerró los ojos, abrumado, y no los volvió a abrir hasta que Kitai y él estuvieron sentados en la cima del precipicio sobre la nieve fría, fresca y limpia. Cuando por fin los abrió, vio que estaba sentado con la espalda apoyada en una roca, y notaba la tierra fresca bajo su cuerpo; estaba en el punto donde Doroga había arrancado el peñasco que tiró precipicio abajo.
Un instante después se dio cuenta de que Kitai yacía apoyada en él, bajo uno de sus brazos, cálida y relajada, medio consciente. Apretó el abrazo con suavidad, confuso, pero convencido de que quería que durmiese, que descansara y que se encontrase bien así como estaba.
Tavi levantó la mirada y descubrió que Hashat los miraba con los ojos muy abiertos y un gesto de desconcierto, que poco a poco se convirtió en indignación. Se volvió hacia Doroga.
—¿Qué vas a hacer al respecto? —le preguntó.
El jefe, cuyas venas se destacaban en sus brazos y piernas, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada alegre e intensa.
—Lo sabes tan bien como yo, Hashat. Ya está hecho.
La jefa de los caballos frunció el ceño y a continuación cruzó los brazos sobre el pecho.
—Nunca he oído nada igual —se indignó—. Esto es inaceptable.
—Lo es —reconoció Doroga—. Pero ahora tenemos otros temas que resolver.
Hashat se apartó el cabello de delante de los ojos con un movimiento de la cabeza.
—No me gusta —protestó con tono resignado—. Esto ha sido un truco. Me has tendido una trampa.
Los ojos de Doroga brillaron y una sonrisa le distendió los labios, pero mantuvo un tono serio al decir:
—Concéntrate en lo que has venido a hacer, Hashat.
—El juicio —asintió la mujer marat y se volvió hacia Tavi—. ¿Y bien, alerano? ¿Has traído la Bendición?
El muchacho tembló y de repente se sintió como un idiota. Lo había olvidado. Con toda la excitación y la confusión, se olvidó del juicio. Olvidó que había utilizado la seta que necesitaba como prueba para derrotar a Kitai. Y pensó que posiblemente había salvado la vida de la chica, pero había perdido el juicio. Su vida se había malogrado y los marat, unidos, atacarían a su pueblo.
—Yo… —empezó Tavi, metiendo la mano en el morral… y dentro sintió unos dedos calientes.
Tavi miró hacia abajo y vio que Kitai retiraba la mano de su morral. Sus ojos se abrieron, lo miraron y sintió más que vio el agradecimiento silencioso y el respeto por su valor.
—Pero ha sido todo tan estúpido… —susurró y volvió a cerrar los ojos.
Sin palabras, Tavi volvió a meter la mano en el morral y descubrió la segunda Bendición de la Noche donde la había dejado Kitai. La sacó con los dedos pinchados y sangrantes, y se la entregó a Doroga.
Doroga se arrodilló delante de Tavi y aceptó la Bendición con expresión seria. Miró la seta y después el muslo de Kitai, donde se estaba secando el veneno amarillento. Sus ojos se abrieron al percatarse de repente de cuál era la situación y devolvió su atención a Tavi. La cabeza de Doroga se inclinó hacia un lado, mirándolo fijamente, y el muchacho sintió que el jefe de los gargantes sabía sin duda lo que había ocurrido en aquel extraño valle.
Doroga extendió su gran mano y acarició durante un momento el cabello pálido de Kitai con ojos de amor. Entonces se volvió hacia el muchacho.
—Amé mucho a su madre —comentó—. Kitai es todo lo que me queda de ella. Tienes valor, alerano. Has arriesgado tu vida para salvar la suya. Y al hacerlo no has salvado a una sino a dos personas a las que quiero, que forman parte de mi familia.
El marat se puso en pie con toda su altura, bajó la mano hacia Tavi y añadió:
—Has protegido a mi familia, mi hogar. El Único exige que te recompense por esa deuda, alerano.
Tavi respiró hondo y miró de Doroga a Hashat. Los ojos de la guerrera caballo brillaban con una excitación repentina y respiró, apoyando una mano en la empuñadura de su sable.
—Ven, joven —indicó Doroga en voz baja—. Mi hija tiene que descansar, y si te he de recompensar, queda trabajo por hacer. ¿Vendrás conmigo?
El chico respiró hondo y cuando habló, su voz le pareció que sonaba más profunda y más tranquila de lo que era antes. Por una vez, no vaciló ni se quebró.
—Iré contigo.
Cogió la mano de Doroga. El enorme jefe marat mostró los dientes en una ruda sonrisa repentina, y levantó a Tavi.