33

TAVI echó una mirada hacia los diez metros que le separaban del suelo; rápidamente, alargó la mano y empezó a manipular en la mochila de Fade. Levantó la solapa abierta y agarró lo primero que tocaron sus dedos. Aunque tales movimientos provocaron que girara y se balancease en la cuerda, apuntó lo mejor que pudo y se lo lanzó al marat que le seguía por encima de él.

Kitai chilló y se echó hacia atrás para esquivarlo. Un trozo de queso golpeó contra la piedra al lado de la cabeza del marat, se quedó allí pegado durante un instante y por último comenzó a caer hacía el suelo cubierto de cera.

Kitai parpadeó ante el queso y después miró a Tavi, con el rostro retorcido en una extraña sonrisa. Doroga no había dejado de hacer descender la cuerda, de manera que el tajo que lanzara el marat estaba ya fuera de su alcance. Kitai se equilibró contra la pared de roca, volvió a atrapar la cuerda y empezó a cortarla con el cuchillo.

—Alerano idiota, escucha: lo mejor es que caigas, te rompas una pierna y tengas que volver, en lugar de que te devoren las Guardianas.

Tavi revolvió en la mochila y encontró galletas envueltas en tela. Cogió la primera y se la lanzó a Kitai.

—¿Para que en su lugar me devore tu pueblo?

Esta vez, el marat apretó los dientes, pero no se apartó. Una galleta rebotó en su brazo estirado.

—Al menos no te comeremos vivo.

—¡Para! —gritó Tavi.

Tiró otra galleta pero sin ningún efecto. Una hebra gruesa de la cuerda trenzada se partió con un chasquido resonante y el corazón del muchacho dio un vuelco cuando la cuerda giró y se balanceó de lado a lado. Miró hacia abajo. Faltaban seis metros hasta el suelo. No sería capaz de caer sin hacerse daño, posiblemente demasiado para poder continuar.

Se partió otra hebra y se balanceó sin control de un lado al otro con el corazón martilleándole en el pecho.

Con los brazos y las piernas temblorosos a causa de los nervios, echó un último vistazo hacia abajo (¿cuatro metros o un poco más?). Sacó el pie del lazo en el extremo de la cuerda gris y todo lo rápido que pudo se deslizó por la cuerda, agarrándose con las manos y dejando que las piernas se mecieran por debajo. Alcanzó el lazo y lo encajó en su muñeca de un golpe, permitiendo así que sus piernas pudieran desplazarse libremente.

La cuerda se partió con un chasquido y Tavi cayó a plomo.

Entre que Doroga no había dejado de soltar cuerda desde arriba y la poca distancia que había ganado al bajar más por ella, la caída fue de poco más de tres metros. No mucho más de la altura de los establos, desde donde había saltado tantas veces —siempre sobre montones de paja, cierto, pero nunca tuvo miedo—. Intentó recordar que debía dejar las piernas sueltas para caer y, a ser posible, rodar.

Parecía que la caída duraba una eternidad y el aterrizaje cogió de sorpresa a sus tobillos, rodillas, muslos, caderas y espalda, todo ello en una sucesión fugaz a medida que topaban con el suelo. Cayó de costado, con los brazos agitándose sin control y rebotando contra el suelo, y dejó escapar el aire con una exhalación explosiva. Se quedó tendido durante un momento sin moverse, levemente consciente de que estaba en el suelo con el puño agarrado al lazo de la cuerda.

Recuperó la respiración en unos instantes, mientras se percataba de un par de hechos incongruentes. El primero era que no había nieve en el fondo del abismo, pero la relevancia del hecho no quedó perfectamente constatada hasta que alcanzó el suelo. Hacía calor. Había humedad. Casi sofocante. Se sentó lentamente, apoyándose con las manos.

El suelo debajo de él, o mejor dicho, la cera verdosa y luminiscente bajo sus manos, transmitía una agradable sensación de calidez, así que las dejó sobre ella unos momentos, a fin de que sus dedos helados se recuperaran del viento frío que los había congelado durante la bajada desde la cima del precipicio. Le dolían los tobillos como si los atravesaran miles de agujas diminutas, pero la sensación se alivió pasados unos minutos, para reducirse a una dolorosa molestia a partir de entonces.

Se puso en pie, con la mochila moviéndose incómodamente a su espalda, y miró a su alrededor.

Lo que desde arriba parecía hermoso, una vez allí abajo era desorientador y un poco inquietante. La excrecencia cerosa, el croach, se extendía hasta las paredes de piedra del abismo y ahí se detenía, excepto en un punto, al menos hasta donde alcanzaba a ver, donde había subido por la pared, con la intención evidente de cubrir un árbol escuálido y solitario que intentaba crecer a través de una grieta en la roca. El resplandor luminiscente componía extraños claroscuros, pues cada árbol cubierto proyectaba sombras difuminadas y fantasmales sobre el suelo también refulgente del bosque. Bajo el croach, las siluetas fantasmagóricas de los árboles le recordaban incómodamente a Tavi los huesos del esqueleto.

El muchacho oyó unos ruidos en la pared y se dio la vuelta a tiempo para ver que Kitai saltaba los poco más de tres metros que le faltaban hasta el suelo del bosque; aterrizó sin ningún ruido, absorbiendo el impacto del aterrizaje con los pies y las manos, y permaneció durante un instante agachado a cuatro patas, con el cabello pálido y sus ojos opalescentes salvajes y verdosos bajo la luz tranquila del croach. Miró a derecha e izquierda, preocupado, y ladeó la cabeza, escuchando, concentrado en el bosque luminiscente que tenía delante.

El temperamento de Tavi estalló de súbito, a medida que el miedo y el dolor se convertían rápidamente en rabiosa indignación, que provocó que le temblaran de repente los brazos con la necesidad urgente de vengarse. Se puso en pie y se acercó en silencio a Kitai. Le dio un golpecito en el hombro al marat, y cuando este se giró hacia él, lanzó el puño y golpeó las costillas del muchacho con toda la dureza que pudo.

Kitai se encogió, pero no se movió con la rapidez suficiente para eludir el puñetazo. Tavi aprovechó la ventaja, apartando el brazo del marat del costado y volviendo a golpear en el mismo punto con toda su fuerza. Kitai intentó empuñar el cuchillo pero Tavi lo empujó con tanta dureza como pudo, y envió al muchacho contra la superficie luminiscente del croach.

El caído volvió sus ojos opalescentes hacia Tavi y se puso en pie apoyándose con las manos.

—Alerano —bufó—, la generosidad de mi señor se ha malgastado contigo. Si quieres un Juicio de Sangre, entonces…

Se calló de repente y sus ojos se abrieron de par en par.

El chico, preparado para defenderse, parpadeó ante el cambio súbito del marat. En los brazos se le puso la carne de gallina. En silencio, siguió la mirada del salvaje hacia abajo, hacia sus propios pies.

Parecía que una parte de la rezumante luz verde del croach se había extendido sobre las botas de Tavi. Frunció el ceño y miró más de cerca. No. Cuando aterrizó, uno de los tacones debió de penetrar en el croach y rompió su superficie como la costra de barro seco sobre un surco aún húmedo. Fuera lo que fuese, la sustancia luminiscente del interior de la cera había goteado sobre el cuero. Las gotas brillaban pálidas y verdes.

Tavi frunció el ceño y se las limpió. Levantó la mirada hacia Kitai, que lo seguía observando con los ojos y la boca abiertos.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Alerano idiota —siseó Kitai—. Has roto el croach. Ahora vendrán las Guardianas.

Tavi sintió un escalofrío y tragó saliva.

—Bueno, no habría caído si alguien no hubiera cortado la cuerda.

—No soy tan estúpido —replicó Kitai. Sus ojos se movieron más allá de Tavi, controlando los árboles—. El croach que hay debajo de las cuerdas es muy grueso. Por eso elegimos ese lugar para bajar. Una vez vi a alguien caer desde seis veces más arriba que la altura de un marat sin romperlo.

Tavi se pasó la lengua por los labios.

—Oh —exclamó. Miró hacia el suelo luminiscente del bosque—. Entonces, ¿por qué lo he roto?

Kitai le echó una mirada, después se dirigió al lugar del aterrizaje de Tavi y se agachó a su lado para tocar el fluido luminoso con la punta de los dedos.

—Aquí es más delgado. No lo comprendo. No ha ocurrido nunca.

—Parece como si estuvieran esperando compañía —dijo Tavi.

Kitai se volvió hacia él con los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso.

—Sabían que vendríamos, y ahora saben que estamos aquí.

Los ojos del marat se movieron a derecha e izquierda y luego dio varios pasos laterales, en dirección a Tavi, avanzando con la espalda pegada a la pared.

Tavi también se dirigió hacia la pared, imitando a Kitai, y casi tropieza con un bulto inesperado en la superficie lisa del croach. Miró hacia abajo y después se inclinó para ver mejor.

El bulto no era grande, quizá del tamaño de un pollo. Se levantaba de la superficie lisa del suelo del bosque como un hemisferio de luz verdosa con algo oscuro en su centro. Tavi se acercó aún más para contemplar el bulto oscuro.

El bulto se estiró y se movió. Tavi dio un salto hacia atrás, con el aliento atrancado en la garganta.

—Eso —jadeó—, eso es un cuervo. ¡Hay un cuervo ahí dentro y está vivo!

—Sí, alerano —asintió Kitai con una impaciencia apenas disimulada—. A veces los cuervos son idiotas. Bajan hasta aquí, pican el croach y las Guardianas van a por ellos y los atrapan. —El joven marat miró hacia un lado, donde había muchos bultos más, un poco más grandes, que se encontraban a solo una docena de zancadas largas de las cuerdas, en la base del precipicio—. Pueden seguir vivos durante días mientras los devora el croach.

Tavi tembló y una sensación de frío le recorrió la espalda como un hilo de nieve fundida.

—O sea que si las Guardianas atrapan a uno de nosotros dos…

—Un marat puede vivir semanas enterrado en el croach, alerano.

Tavi se sintió enfermo.

—¿No los rescatáis?

El otro le lanzó una mirada con ojos duros y fríos. Sin mediar palabra, se acercó al cuervo a zancadas silenciosas. Desenfundó el cuchillo, se agachó y pasó la hoja sobre la superficie del bulto. Con un movimiento rápido y fluido, sacó el cuello del cuervo y lo liberó de la materia pegajosa del croach.

Partes de la rapaz se desprendieron y se deshicieron como la carne de un asado que se hubiera cocinado al punto en un horno cuidadosamente atendido. Dejó escapar un sonido rasposo, pero no intentó cerrar el pico; sus ojos parpadearon una vez y a continuación se volvieron vidriosos.

—Solo tarda unas horas —explicó Kitai y dejó caer los restos cerca de la fisura de la cera—. ¿Los ves, alerano?

Tavi se quedó mirando el suelo, asqueado.

—Ya… ya veo.

Kitai sonrió. Luego, dio la vuelta y se empezó a alejar, siguiendo de nuevo la pared de piedra.

—Nos tenemos que mover. Las Guardianas vendrán a investigar la brecha que has abierto y a devolver a su sitio los restos del cuervo. No debemos estar aquí cuando lleguen.

—No —susurró el muchacho—. Supongo que no…

Tavi vio algo que se movía en los árboles.

Al principio solo pudo distinguir un bulto en la cera del tronco de un árbol. Pero notó cómo temblaba y se movía con vida. Por un instante pensó que se había desprendido un trozo de croach del tronco del árbol y que iba a caer al suelo. Era una silueta abultada y estaba cubierta por la misma luminiscencia verde que el resto de la cera. Pero mientras el alerano seguía mirando, se liberaron las piernas de los costados del bulto. Algo parecido a una cabeza con ojos grandes y redondos surgió, cubierta de croach como si fuese un caparazón. Finalmente, del cuerpo de aquella cosa surgieron ocho patas nudosas, con muchas articulaciones, y luego, con una agilidad serena y horrible, descendió por el tronco del árbol y se movió por el suelo del bosque hasta la rotura en la superficie del croach, donde el fluido luminiscente verde burbujeaba y manaba como la sangre en una herida abierta.

Una araña de cera. Una Guardiana del Silencio. Silenciosa, extraña y del tamaño de un lobo. Tavi la miró con los ojos muy abiertos mientras el corazón le latía aceleradamente en el pecho.

Le lanzó una mirada a Kitai, que también se había quedado helado y estaba mirando a la Guardiana. La criatura se inclinó y abrió varias filas de dientes afilados situadas en la base de la cabeza. Agarró trozos del cuervo y usando las patas delanteras los volvió a meter en la brecha abierta del croach. Entonces se situó sobre los restos, y varias de sus patas empezaron a trabajar de un lado al otro con movimientos rápidos y metódicos para sellar la cera que cubría el cadáver.

Tavi le lanzó una mirada a Kitai, que se volvió hacia él y se cubrió la boca con la mano, en una clara señal de permanecer en silencio. Tavi asintió y se movió hacia el marat. Los ojos de este se abrieron en señal de alarma y levantó una mano con la palma hacia fuera para indicarle que se detuviera.

Tavi se paró en seco.

Detrás de él, el crujido de las extremidades de la Guardiana sobre la cera se había detenido. Por el rabillo del ojo, Tavi pudo ver que volvía a reunir todas sus extremidades y saltaba arriba y abajo con gran inquietud. Empezó a emitir una serie de gorgoteos, que no se parecían a los de las aves, ni a nada que Tavi hubiera oído nunca. El sonido hizo que le corrieran escalofríos por todo el cuerpo.

Después de un momento pareció que la Guardiana volvía a su trabajo. Kitai se volvió hacia Tavi con movimientos muy, muy lentos y ágiles. Hizo gestos con las manos hacia él, cada movimiento limpio, circular y exagerado. Se dio la vuelta y se empezó a alejar, silencioso y lento, con pasos fluidos como si fuera una danza.

Tavi tragó saliva y se dio la vuelta para seguir a Kitai, intentando emular los pasos del muchacho. El marat iba delante de él, pegado a la pared de piedra del abismo, y Tavi lo siguió hasta que se encontraron a varias docenas de metros de la Guardiana. El alerano sentía su presencia a sus espaldas, extraña y de otro mundo, molesta como las patas de una mosca sobre la nuca. Cuando se perdió de vista, sintió cómo se relajaba y se acercó a Kitai por puro reflejo, porque por muy diferente que fuera el otro chico, era más familiar y más amistoso que esa criatura, aquella especie de insecto que estaba enterrando el cuervo dentro de la cera luminosa.

Kitai miró por encima del hombro hacia Tavi y después más allá de él, con los ojos muy abiertos. Había algo en ellos: un terror férreamente controlado, pensó Tavi. Le pareció que el marat también parecía un poco aliviado de verlo tan cerca de él, y los dos muchachos intercambiaron un gesto silencioso de asentimiento. Tavi sintió que habían llegado a un acuerdo sin necesidad de pronunciar la menor palabra: tregua.

Kitai dejó es escapar el resuello muy lentamente.

—Debes ser silencioso —susurró—. Y moverte con suavidad. Captan los movimientos bruscos.

Tavi tragó saliva.

—¿En silencio estamos seguros? —musitó.

El rostro de Kitai palideció un poco más y negó con la cabeza, dando al gesto un movimiento circular para suavizarlo.

—Encuentran incluso a los que están en silencio. Lo he visto.

El alerano frunció el ceño.

—Deben de tener algún otro sentido. Olor, oído, algo…

Kitai volvió a negar con la cabeza.

—No lo sé. No nos quedamos cerca de ellas para estudiarlas. —Miró alrededor y tembló—. Debemos tener cuidado. Ha llamado. Vendrán otras a explorar. Por ahora serán lentas. Pero ten por seguro que las Guardianas acudirán.

Tavi asintió, tragó y se obligó a hacer el gesto con lentitud y no con un movimiento nervioso.

—¿Qué podemos hacer?

El marat señaló hacia el árbol viejo que se alzaba en el centro del bosque.

—Seguimos con el juicio, alerano.

—Uh… Quizá no deberíamos…

—Yo continuaré, alerano. Si tienes demasiado miedo para seguir adelante, quédate. —Sus labios se movieron en una sonrisa maliciosa—. Es lo que esperaría de un niño.

—No soy un niño —protestó Tavi furioso—. Tengo más años que tú. ¿Qué edad tienes? ¿Doce años? ¿Trece?

El otro entornó los ojos.

—Quince —confesó.

Tavi se quedó mirando al otro chico durante un momento y empezó a sonreír. Se tuvo que controlar para no soltar una carcajada.

Las arrugas en la frente de Kitai se marcaron profundamente.

—¿Qué?

El alerano movió la cabeza en una negación lenta.

—Nada, nada —susurró.

—Loco —replicó Kitai—. Tu pueblo está loco.

Luego, dio la vuelta y siguió penetrando en el bosque luminiscente.

Tavi lo siguió de cerca con pasos silenciosos y con el ceño fruncido, intentando controlar la risa irracional que pugnaba por salir. Después de que pusieran varias docenas de metros más entre la Guardiana y ellos, se quitó de la espalda la mochila que le había entregado Fade, la abrió y hurgó en su interior.

La mochila contenía dos jarras pequeñas de buen aceite de lámpara, dos cajas negras con yesca, una lámpara pequeña, una caja de virutas que podían servir de leña para un fuego, carne seca trenzada de un modo que a Tavi le resultaba extraño, dos sábanas gruesas y de abrigo, varios trozos delgados de madera que se podían montar como una caña de pescar, sedal y varios anzuelos de metal.

Y en el fondo de la mochila, un cuchillo curvado de aspecto intimidatorio, pesado y con una guarda con pinchos que cubría los nudillos. La hoja tenía dos veces la longitud de la mano de Tavi. Era un arma de combate.

«¿Dónde habrá conseguido Fade algo así?», se preguntó. ¿Por qué tendría un esclavo en su habitación una mochila tan bien aprovisionada, presumiblemente dispuesta para partir en cualquier momento? Había regresado tan deprisa con la mochila que ni siquiera tuvo tiempo de empaquetar. Seguramente, la tenía preparada para cualquier eventualidad.

Tavi movió la cabeza y casi tropieza con Kitai, que se había parado de repente delante de él. Se detuvo, muy cerca del otro chico, de manera que pudo sentir el calor casi febril del cuerpo del marat.

—¿Qué ocurre? —susurró.

Kitai tembló y movió casi imperceptiblemente la cabeza.

Tavi miró a la izquierda, desplazando solo los ojos.

Una Guardiana sentada sobre una raíz retorcida salía del suelo del bosque, cubierta con un manto de croach luminiscente, a unos tres metros. El alerano miró hacia el otro lado, buscando la manera más práctica de alejarse de la ella.

Una segunda Guardiana estaba sentada sobre una rama baja y cubierta de cera, a la altura de la cabeza de Tavi. Dejó escapar un gorgoteo agudo, subiendo y bajando con sus extremidades nudosas. La primera Guardiana respondió con un tono diferente y también empezó a saltar con un movimiento fluido y continuo. Sonaron otros gorgoteos por los alrededores. Muchos. Demasiados.

Tavi se estremeció.

—¿Qué hacemos? —preguntó con un susurro, casi sin respirar.

—Yo… —Kitai volvió a temblar y Tavi vio que los ojos del chico estaban muy abiertos y al borde del pánico—. No lo sé.

Los ojos de Tavi se movieron hacia la más cercana de las dos Guardianas, que agitó la cabeza con los ojos pálidos mirando a un lado y a otro, girando con movimientos independientes, con un punto oscuro en su centro que era lo único que se parecía a una pupila. Entonces, mientras Tavi la estaba mirando, ocurrió algo extraño. Los ojos de la Guardiana cambiaron de color delante de él: pasaron de la tonalidad pálida del blanco de un gusano a un anaranjado brillante parecido a la llama de una vela.

En ese instante, la Guardiana se quedó mortalmente detenida. Los dos ojos se orientaron hacia la pareja de muchachos y acto seguido dejó escapar un silbido agudo y ensordecedor, que sonaba igual que el chillido de un pájaro loco.

Kitai tenía un nudo en la garganta y se lanzó hacia delante.

Los ojos de Tavi se movieron a derecha e izquierda y pudo ver con toda claridad el comportamiento de las Guardianas. Los ojos de la otra Guardiana se volvieron asimismo anaranjados y se orientaron inmediatamente hacia la silueta de Kitai. También esta dejó escapar el chillido estridente e, imitando a la primera, salió en persecución del chico marat con una agilidad mortífera y engañosamente lánguida.

En ese momento, Tavi supo exactamente cómo los habían detectado las Guardianas y cómo era posible engañarlas.

—¡Kitai! —gritó y salió corriendo detrás del muchacho marat—. ¡Hitai, espera!

Más chillidos se oyeron a su alrededor, mientras Tavi corría para alcanzar a Kitai. Era imposible. El muchacho marat no cargaba con ninguna mochila y se movía con la agilidad y la velocidad de un venado aterrorizado. Casi no pudo mantener a la vista al marat mientras corría, y a su alrededor se empezaron a reunir los ojos brillantes y anaranjados de las arañas de cera, que destacaban en fuerte contraste con el resplandor verde del croach.

Si Kitai no hubiera tropezado con un agujero en el croach, quizá donde una de las arañas de cera acababa de salir hacía poco, Tavi nunca hubiera sido capaz de alcanzar al muchacho. Cuando lo hizo, se inclinó y puso en pie al marat tirando de su cabello salvaje.

—¡Ay! —bufó Kitai retándole con la mirada.

—¡Cállate! —ordenó Tavi con tono firme—. ¡Sígueme!

Kitai parpadeó sorprendido, pero el alerano no le dio tiempo a que empezase a discutir con él. Miró a su izquierda y siguió adelante, empujando al otro muchacho en las primeras zancadas para que se moviera, y entonces corrió a toda velocidad hacia la pared rocosa del abismo. De repente apareció una Guardiana en el suelo delante de él. Tavi se sobrepuso a su miedo y siguió corriendo hacia la criatura.

La araña de cera se puso de pie sobre las patas traseras al acercarse Tavi, pero antes de alcanzarla, el muchacho empezó a girar, sosteniendo en alto con los dos brazos la pesada mochila. La carga casi le hace perder el equilibrio, pero en vez de eso avanzó con un par de giros y dejó caer el peso de la bolsa, que impactó con fuerza contra la criatura. La Guardiana era más ligera de lo que parecía. El golpe la arrojó hacia un lado y se precipitó con fuerza contra la cera que rodeaba el árbol. Cayó al suelo a causa del impacto y empezó a mover las patas frenéticamente.

Tavi siguió corriendo; detrás y alrededor de él, los gorgoteos de las Guardianas se volvieron más fuertes, más penetrantes, llenos de lo que imaginó que debía de ser una rabia escalofriante y extraña.

Los dos muchachos, jadeando, alcanzaron la pared rocosa del abismo. Tavi dejó caer la mochila para poner las dos manos sobre la piedra; miró hacia arriba y después a ambos lados de la pared, estudiando la roca negra lo mejor que podía, sin más luz que la débil del croach luminiscente.

—Las cuerdas están muy lejos de aquí —susurró Kitai—. No tenemos escapatoria.

—No necesitamos una escapatoria —replicó Tavi, que acercó su boca a la roca, la tocó brevemente con la lengua y después escupió el sabor acre de la cal—. Por aquí —indicó.

Recogió la mochila y siguió adelante atravesando la luz verde del Bosque de Cera, con la pared rocosa a su izquierda. Mientras corría, metió la mano en la mochila.

—Nos están rodeando —anunció Kitai con un hilo de voz—. Nos están acorralando.

—No es necesario que vayamos mucho más lejos —contestó Tavi, y le entregó a Kitai una de las jarras de aceite—. Aguanta esto.

El marat cogió la jarra con torpeza y le frunció el ceño a Tavi mientras corrían.

—¿Qué es esto?

—Sujétalo un momento. Tengo una idea.

Unos ojos anaranjados brillaron a su derecha y Tavi no percibió a la Guardiana que se lanzaba contra él hasta que ya la tenía encima. El pie de Kitai le hizo la zancadilla y lo envió al suelo.

La araña se lanzó sobre el alerano y falló por un pelo. Fue a parar a la pared, sosteniéndose con las patas sobre la superficie casi vertical y se dio la vuelta sobre todas ellas, silbando. Las mandíbulas crujían y se movían contra el caparazón.

Tavi vio cómo Kitai sacaba el cuchillo y lo lanzaba. La hoja vidriosa penetró en la cabeza de la criatura, provocando una fuente repentina de fluido verdoso y fosforescente, mezclado con algo oscuro y de olor acre. La Guardiana volvió a lanzarse adelante, pero sin una dirección precisa: simplemente describió un gran arco y cayó al suelo, pateando y con convulsiones.

Kitai puso en pie a Tavi.

—Espero que sea una buena idea, alerano.

Tavi sintió que temblaba de terror y asintió con rigidez.

—Sí. Sí, yo también.

Reanudó la carrera con Kitai pisándole los talones.

El sonido de una cascada de agua le llegó a Tavi un momento después y alargó la zancada, saltando por encima de otra raíz retorcida. Delante de él, la pared de roca se dividía con una fisura larga y estrecha. Por allí se filtraba el agua en un flujo lento y constante, agua de condensación del ambiente caluroso del croach. En la base de la fisura había un estanque largo y estrecho que conformaba una zona en la cual el croach no podía crecer sobre la tierra desnuda. El estanque tenía un aspecto espantosamente oscuro y Tavi no pudo calcular si era muy profundo.

—No podemos escalar por aquí, alerano —farfulló Kitai.

Otro chillido sonó en la cercanía y Kitai se dio la vuelta sobre sí mismo, con el cuerpo agachado y en tensión.

—Silencio —ordenó Tavi—. Dame el aceite.

Cogió la jarra de manos de Kitai y sacó el corcho de su ancha boca. Se volvió luego hacia la zona inmediatamente posterior donde se encontraban, y pateó con fuerza el suelo unas cuantas veces, hasta romper la superficie de cera, de la que comenzó a brotar más fluido cenagoso y refulgente.

Más chillidos agudos e indignados se alzaron en todo el bosque fosforescente.

—¿Qué estás haciendo? —masculló Kitai—. ¡Les estás indicando dónde estamos!

—Sí —respondió Tavi—. Exactamente es lo que hago.

Vertió el aceite sobre el croach en la grieta que había abierto con la bota y cogió las cajas de la lumbre. Abrió los dos compartimentos separados y cogió la yesca y el pedernal, arrodillándose al lado del aceite. Levantó la mirada para ver el brillo de docenas de puntos anaranjados, los ojos que se acercaban a ellos con la coordinada agilidad extraña y escalofriante de las patas nudosas arrastrándose sobre la superficie del croach.

—Sea lo que sea que te propongas hacer —casi gritó Kitai—, ¡date prisa!

Tavi esperó hasta que los ojos estuvieron cerca. Entonces se acercó al aceite y golpeó la yesca y el pedernal.

Surgieron chispas brillantes, centellas relucientes que cayeron sobre el aceite derramado. Una de ellas fue a parar a un punto en el que el aceite no era lo suficientemente profundo como para ahogarla y de repente, toda la extensión del charco se convirtió en una llama brillante. El fuego se elevó desde la grieta abierta en el croach hasta la altura del pecho de Tavi.

El chico se apartó de las llamas, agarró a Kitai por la túnica de una pieza y tiró de él hacia el estanque. Se zambulleron juntos en el agua fría y Tavi lo sumergió con él.

El agua no era profunda, llegaba poco más o menos hasta el muslo, y estaba terriblemente fría. Tavi y Kitai tiritaron a causa del frío. Entonces el chico alerano miró hacia las Guardianas.

Las arañas de cera habían enloquecido al prender el fuego. Las más cercanas se retiraron de allí y corrían en círculos lanzando chillidos muy agudos. Otras, más alejadas, habían empezado a saltar arriba y abajo, confusas o atemorizadas, emitiendo gorgoteos muy agudos y extrañados.

Ninguna de ellas parecía ver a los muchachos en el estanque.

—Funciona —murmuró Tavi—. Ahora, rápido.

Alcanzó la mochila y sacó las dos sábanas. Le lanzó una a Kitai, cogió la suya y la mojó en el agua. Un momento después, se la puso sobre los hombros y la cabeza, temblando un poco por el frío.

—Deprisa —ordenó—. Cúbrete.

Kitai se lo quedó mirando.

—¿Qué estás haciendo? —desaprobó—. Tendríamos que salir corriendo mientras podamos.

—Rápido, cúbrete.

—¿Por qué?

—Sus ojos —explicó Tavi—. Cuando se acercaron a nosotros, les cambió el color de los ojos. Te vieron a ti, pero a mí no.

—¿Qué quieres decir?

—Percibieron tu calor. —Tavi tartamudeó con los labios temblorosos a causa del frío—. Los marat… Para mí, es como si tu pueblo siempre tuviera fiebre. Tenéis una temperatura más alta. Las arañas te detectaron. Entonces, cuando prendí el fuego…

—Las cegaste —concluyó Kitai con los ojos muy abiertos.

—Sí. Así que ahora moja tu sábana en el agua y cúbrete.

—Listo —reconoció Kitai mostrando admiración en su voz.

Con un movimiento rápido, sacó del agua el borde de la túnica en un esfuerzo por evitar que se mojara más. La arremangó sobre las caderas y entonces se inclinó para hundir la sábana en el agua y se cubrió con ella, como había hecho Tavi.

El alerano se quedó mirando al marat, anonadado.

Kitai le devolvió la mirada.

—¿Qué ocurre?

—No me lo puedo creer —exclamó Tavi. Sintió que se ruborizaba y apartó la cara de Kitai, cubriéndose el rostro con la sábana empapada—. ¡Oh, cuervos, no me lo puedo creer!

—¿Qué es lo que no puedes creer alerano? —preguntó Kitai con un susurro.

—¡Eres una chica!