LOS dientes de Tavi castañeteaban, mientras se abrazaba a sí mismo bajo la capa, cuando salieron de la tienda en la que habían estado retenidos Fade y él. No estaba seguro si era el frío lo que le hacía temblar, o si era el puro nerviosismo que le inundaba y le impulsaba a no parar quieto y a quemar el frío del invierno con el movimiento.
—M… m… más nieve —tartamudeó Tavi, mientras seguía la silueta silenciosa de Doroga.
En efecto, grandes copos de nieve caían pausadamente, formando una cortina espesa. De una fina capa de hielo en el suelo de la noche anterior, la nieve ya había pasado a convertirse en una alfombra espesa que le llegaba a Tavi por los tobillos. Resbaló en una placa de hielo que apenas estaba cubierta por la nieve, pero Fade lo cogió por el hombro y lo sostuvo hasta que logró recuperar el equilibrio.
—Fantástico.
Doroga se giró hacia ellos sin detenerse.
—Lo es —asintió—. La nieve y la oscuridad ayudarán a que más Guardianas estén durmiendo.
Tavi miró inquisitivamente al jefe marat:
—¿Qué Guardianas?
—Las Guardianas del Silencio.
—¿Quiénes son?
—Ya lo verás —contestó Doroga.
El marat siguió andando por la nieve hasta que llegó al lado de un gargante enorme y viejo, que rumiaba plácidamente su forraje. Doroga se acercó al animal y no le hizo ninguna señal visible, pero el toro se arrodilló y permitió que utilizara la parte trasera de la pata para trepar y alcanzar la cuerda con nudos que colgaba de la silla. El marat subió con facilidad y después se inclinó con la mano extendida para ayudar a Tavi y a Fade a subir y situarse detrás de él.
Una vez montados, el gargante se puso en pie con pereza, se dio la vuelta despacio y empezó a avanzar pesadamente por la nieve. Durante un tiempo atravesaron la noche en silencio, y aunque el calor de la bestia y de los jinetes que transportaba estaban amortiguando el frío, Tavi seguía temblando. Por lo tanto, eran los nervios. Sintió que en la boca se le dibujaba una sonrisa.
—Así que a ese sitio al que se supone que vamos… —empezó a decir.
—La Bendición de la Noche —aclaró Doroga.
—¿Qué es?
—Una planta. Una seta. Crece en el corazón del Valle del Silencio. Dentro del gran árbol.
—¡Ajá…! —exclamó Tavi—. ¿Para qué sirve?
Droga parpadeó y se volvió hacia atrás para mirarle.
—¿Para qué, chico del valle? Es buena para todo.
—¿Valiosa?
Doroga negó con la cabeza.
—No comprendes el significado de las palabras —aclaró—. Fiebre. Veneno. Heridas. Dolor. Incluso la edad. Tiene poder sobre todo eso. Para nuestro pueblo, no hay nada que tenga más valor.
Tavi silbó.
—¿Tienes alguna?
Doroga vaciló y negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Solo crece allí, chico del valle. Y crece muy despacio. Cuando somos afortunados, una persona regresa cada año con un poco de Bendición.
—¿Por qué no envías a más gente?
Doroga tardó unos instantes en responder.
—Lo hacemos —contestó.
Tavi parpadeó y tragó saliva.
—Así que, bueno, supongo que a los que no volvieron les debió de ocurrir algo.
—Las Guardianas —aclaró Doroga—. Su mordisco es un veneno mortal. Pero tienen sus debilidades.
—¿Qué debilidades?
—Cuando uno cae, las Guardianas se lanzan sobre el caído. Todas ellas. No persiguen a nadie más hasta que lo han devorado por completo.
Tavi tragó saliva.
—Este es el juicio de mi pueblo ante El Único, chico del valle. Acaba de anochecer. Entrarás en el Valle del Silencio y regresarás antes del amanecer.
—¿Y si no vuelvo antes del amanecer? —preguntó Tavi.
—Entonces no regresarás.
—¿Las Guardianas?
Doroga asintió.
—Por la noche son lentas. Silencio. Nadie escapa del Valle del Silencio mientras El Único llena con luz el cielo.
—Fantástico —repitió Tavi y respiró hondo—. Dime, ¿dónde está tu hijo?
Doroga parpadeó, levantó la mirada hacia el cielo y después se volvió hacia Tavi.
—¿Mi qué?
—Kitai. Tu hijo.
—Ah. Mi cachorro —comprendió Doroga, moviendo los ojos hacia el suelo que tenían delante con una expresión incómoda—. Hashat trae a Kitai.
—¿No monta contigo?
Doroga permaneció en silencio.
—¿Qué? ¿Se ha peleado contigo? —quiso saber el muchacho—. ¿Está coqueteando con el clan de los caballos?
Doroga gruñó y el gargante que tenían debajo dejó escapar un estruendo que hizo temblar los dientes de Tavi.
—No importa —dijo el chico con rapidez—. ¿A qué distancia está ese gran árbol?
Doroga dirigió al gargante hacia una ladera larga en bajada y señaló hacia delante.
—Míralo tú mismo…
Tavi se esforzó por mirar por encima de los hombros anchos de Doroga, pero al final tuvo que plantar un pie en el lomo del toro gargante y medio incorporarse, con Fade agarrándolo del cinturón para equilibrarlo.
A lo largo de una ladera llana, moteada con manchas en sombra alrededor de rocas redondas y cubiertas de hielo, el terreno caía de forma abrupta, como si una mano enorme hubiera excavado en la tierra una cúpula invertida. Un risco bajo bordeaba el precipicio, un círculo que se extendía tan ancho bajo la nevada que el muchacho no pudo ver la mayor parte de la curva ni el extremo más alejado del círculo. Una luz mortecina y verdosa iluminaba desde abajo el borde del risco, y al acercarse el gargante, Tavi pudo ver cuál era su origen.
El fondo del pozo, ese gran cuenco excavado en la tierra, estaba cubierto por una extensión de árboles, pertenecientes a una especie que él no había visto nunca. Se alzaban con troncos retorcidos y nudosos, y sus numerosas ramas se estiraban hacia lo alto, como los brazos de un hombre que se estuviera ahogando.
La fuente de la luz cubría los árboles. Tavi entrecerró los párpados y miró, pero sus ojos tardaron un momento en descifrar lo que estaba viendo. Los árboles estaban cubiertos por algún tipo de planta que emitía esa luminiscencia débil y amenazante. Parecía que cubrían los árboles como hacen algunas setas, pero en lugar de existir como la ligera capa vegetal que cubre ciertas plantas, habían crecido hasta convertirse en una masa espesa de aspecto gelatinoso. Según el gargante se acercaba al borde del precipicio, el muchacho vio que esa excrecencia formaba algunos arroyos y había zonas en las que parecía tener burbujas de aire atrapadas bajo la superficie. Todo aquel lugar tenía el mismo aspecto que si se hubiera tirado cera derretida por encima de la superficie de los árboles —salvo sobre las ramas que se alzaban como brazos desesperados—, capa tras capa, haciendo de todo el conjunto una obra de arte extraña y fantástica. Hasta donde podía ver, a la luz mortecina de la cera luminiscente, esos árboles extraños se retorcían con las ramas y los troncos cubiertos por festones y marañas de la sustancia cerosa.
En el corazón de la escena se alzaba un árbol viejo y solitario, con un tronco desnudo que se alzaba a gran altura lleno de ramas muertas, desgastadas por el tiempo. Aunque no había muestra de comparación, Tavi creyó que la torre de madera vieja y muerta debía de ser enorme.
—El Bosque de Cera —comentó en voz baja—. Vaya, nunca te explican que es tan hermoso.
—Peligro —advirtió Fade en voz baja—. Peligro, Tavi. Irá Fade.
—No —se negó con rapidez—. Soy el que habló. Soy yo quien debe someterse al juicio. —Miró a Doroga—. ¿Correcto?
Doroga se giró para mirar a Tavi y después a Fade.
—Demasiado pesado —respondió.
Tavi ladeó la cabeza.
—¿Qué?
—Demasiado pesado —repitió Doroga—. Su peso romperá la superficie del croach. La cera. Alertará a las Guardianas en cuanto lo pise. Solo nuestros cachorros o una mujer menuda pueden entrar en el Valle del Silencio y salir con vida.
Tavi volvió a tragar.
—De acuerdo —asintió—. Tengo que ir yo.
Fade frunció el ceño, pero permaneció en silencio.
Los pasos aparentemente lentos del gargante cubrían mucho terreno con rapidez y enseguida los condujo hasta el borde del precipicio. Allí, Tavi vio a Hashat al lado de un caballo alto y pálido, cuyas crines lanzaba el viento hacia un lado, de manera que la mujer marat con sus largas piernas era como una imagen en el espejo del animal grande y gris. La fría luz invernal relucía en los broches con forma de águila del cinturón de su espada.
A un lado, sentado al borde del precipicio, cerca de un par de bultos en la nieve, se encontraba Kitai, que seguía llevando su túnica basta. Sus piernas escuálidas colgaban al vacío, y movía los pies ociosamente. El viento le retiraba el cabello negro de su rostro de rasgos delgados y firmes, y tenía los ojos abiertos solo una rendija, para resistir los copos de nieve que le azotaban.
Tavi arrugó la nariz hacia el chico y la cara le picó durante un momento, donde le había cortado la mañana anterior.
Doroga saludó con la cabeza a Hashat, sin pronunciar palabra, y le chasqueó la lengua al gargante. La gran bestia soltó un bufido y se detuvo antes de apoyarse delicadamente en el suelo. Doroga tiró la cuerda que colgaba de la silla y usó una mano para equilibrarse mientras se deslizaba hacia el suelo. Tavi lo siguió, al igual que Fade.
—Doroga —saludó Hashat, que se acercó a ellos con el ceño fruncido—. ¿Estáis preparados?
El marat asintió.
—Se extiende la noticia —comentó Hashat—. Los lobos estaban partiendo cuando salí hacia aquí para traer a Kitai. El ataque será al amanecer.
Tavi soltó un leve gruñido y miró a Fade. El esclavo parecía preocupado, aunque no tenía los ojos fijos en nada. Se limitaba a mirar hacia el Bosque de Cera.
Doroga asintió.
—Entonces, esto lo decidirá. Si vence el alerano, evitaremos la lucha.
—Atsurak no estará contento contigo, Doroga.
El gran marat se encogió de hombros.
—Quizá no sobreviva al día. Si lo hace, lo hace. En todo caso, eso aún está por llegar.
Hashat asintió.
—Entonces, empecemos.
—¡Kitai! —rugió Doroga.
La figura sentada al borde del precipicio no se movió.
El marat torció el gesto.
—¡Cachorro!
Él siguió sin moverse.
Doroga miró a Hashat. La marat de larga melena apartó la cara demasiado tarde para ocultar su sonrisa.
—Tu cachorro está creciendo —le dijo—. Siempre se ponen de mal humor antes de unirse. Ya lo sabes.
—Tú quieres que Kitai forme parte de los caballos —murmuró Doroga.
Hashat se encogió de hombros.
—Velocidad, inteligencia. ¿Quién no lo querría? —Levantó la barbilla y lo llamó—: Kitai, estamos listos para empezar.
El aludido se levantó, se sacudió la túnica con indiferencia y se acercó con una expresión fría. Se detuvo a un paso de Tavi, mirándolo.
El muchacho sintió miedo de repente, sintió de nuevo que el corte le escocía, y después apretó la mandíbula, obstinado. Nunca permitió que un matón lo asustase. Le habían dado palizas con bastante frecuencia, pero nunca se rindió al miedo. Así que se acercó un paso a Kitai, con los ojos entrecerrados como respuesta a su mirada opalescente. Los ojos de ambos quedaron a la misma altura, con lo que el marat no parecía mucho más alto que el alerano. Tavi cruzó los brazos y permaneció desafiante ante su oponente.
Kitai parecía inseguro sobre cómo debía reaccionar ante la actitud de su oponente y miró a Hashat.
Doroga expuso enojado:
—Los dos conocéis el juicio. El primero que encuentre la Bendición de la Noche y me la entregue en mano será el vencedor. —Se volvió hacia Tavi—. Alerano, la Bendición tiene la forma de una seta con la cabeza plana y el tallo delgado, y es del color de la noche. Se encuentra en la base del gran árbol, en el interior del tronco.
—Seta negra —repitió Tavi—. Árbol grande. De acuerdo, lo he captado.
—Kitai, tú estás familiarizado con el juicio.
El otro chico asintió.
—Sí, señor.
Doroga se volvió hacia él y colocó sus enormes manos sobre sus hombros delgados. Le dio la vuelta a Kitai para que lo mirase, sin esfuerzo alguno ni apenas un movimiento de hombros.
—Entonces, ten cuidado. Tu madre querría que tuvieras cuidado.
El chico levantó la barbilla, aunque le brillaban los ojos.
—Mi madre —replicó— habría recogido la Bendición y habría regresado mientras estás hablando, señor.
De repente, Doroga enseñó los dientes.
—Sí —asintió.
Una de sus manos apretó el hombro de Kitai y soltó al chico para volverse hacia Tavi.
—Os bajaremos y esperaremos hasta el amanecer. En cuanto empecéis, no hay reglas, lo que importa es el resultado. Si lo deseas, puedes decidir no enfrentarte ahora al juicio, chico del valle.
—¿Y regresar a tu campamento para que me coman?
—Sí. Lamentablemente —asintió el marat.
Tavi soltó una carcajada nerviosa.
—Sí, bueno. Creo que probaré suerte con las Guardianas.
—Entonces, empecemos.
Doroga se volvió hacia uno de los bultos que sobresalían en la nieve, lo limpió con sus grandes manos y dejó a la vista un enorme rollo de cuerda, con un trenzado que Tavi nunca había visto antes. A su lado, Hashat hizo lo mismo con un segundo rollo de cuerda.
Tavi vio por el rabillo del ojo que Kitai se colocaba a su lado. El chico marat contempló cómo los dos adultos descubrían la cuerda y comprobaban su longitud.
—Es cuerda de los gadrim-ha. Los que llamáis hombres de hielo. Fabricada con el cabello de sus mujeres. Ni se hiela ni se rompe.
Tavi asintió.
—¿Lo has hecho antes? —preguntó.
Kitai asintió.
—Dos veces. Antes no fue por un juicio. Pero he entrado dos veces y he vuelto con la Bendición. Fui el único que regresó.
Tavi tragó saliva.
—¿Tienes miedo, alerano?
—¿Tú no?
—Sí —respondió el otro—. Miedo de perder. Para mí, todo depende de esta noche.
—No comprendo.
El joven marat le informó:
—Cuando regrese con la Bendición antes que tú, habré defendido el honor de mi señor en un juicio ante El Único. Seré ya una persona adulta y podré elegir dónde vivir.
—Y tú quieres vivir con Hashat.
Kitai parpadeó y miró a su rival.
—Sí.
Tavi estudió al otro muchacho.
—¿Estás, uh…, estás enamorado de ella?
Kitai frunció el ceño juntando las cejas pálidas.
—No. Pero quiero formar parte de su clan. Ser libre con su clan y no caminar lenta y pesadamente por ahí con Doroga y su estúpido Sabot. —Miró alrededor, en apariencia para cerciorase de que no había nadie cerca, y le confió en voz baja—: Apestan.
Tavi alzó las cejas y asintió.
—Sí. Supongo que sí.
—Alerano —dijo Kitai—, mi señor tiene razón en una cosa. Tienes valor. Será un honor enfrentarme a ti en un juicio. Pero te venceré. No creas que esto va a acabar de ninguna otra forma, por muchos espíritus que puedas llamar en tu ayuda.
Tavi fue consciente de que torcía el gesto. Por su parte, los ojos de Kitai se entornaron y dio medio paso hacia atrás, con una mano desplazándose hacia el cuchillo que llevaba en el cinturón.
—No domino a ninguna furia —reconoció Tavi—. Pero en mi explotación tenemos un dicho acerca de contar los pollos antes de que se hayan incubado.
—Mi pueblo se come los huevos antes de que los incuben —replicó Kitai y se acercó hacia las cuerdas enrolladas—. Creía que podrías salir vivo gracias a tus espíritus, alerano. Pero parece que solo tendremos que usar una cuerda antes del amanecer.
Tavi empezó a soltar una respuesta rápida e hiriente, pero la mano de Fade lo cogió de repente por el hombro. El muchacho se dio la vuelta para mirarle.
La preocupación contraía el rostro quemado del esclavo de un modo repugnante.
—Ten cuidado, Tavi —le recomendó, y tras eso, se descolgó la mochila que le colgaba del hombro y se la lanzó.
El muchacho dejó escapar un gemido a causa del peso.
—Fade, eh… Quizá sea mejor que no me lleve nada. Iré más rápido sin nada.
—El marat es mucho más fuerte que Tavi —replicó Fade—. Más rápido.
—Gracias —reaccionó el muchacho, irritado—. Solo necesitaba que me dieras estos ánimos.
Los ojos de Fade brillaron con algo parecido al buen humor y alborotó el cabello de Tavi con una mano.
—Tavi es listo. Ahí. Bolsa de trucos. Sé listo, Tavi. Importante.
El chico ladeó la cabeza y se quedó mirando al esclavo.
—¿Fade? —le preguntó.
El brillo desapareció de los ojos del hombre y le ofreció a Tavi su sonrisa tonta.
—Chico del valle —llamó Doroga—, no hay tiempo que perder.
—Si no vuelvo —le dijo con rapidez Tavi a Fade—, quiero que recuerdes que le debes decir a la tía Isana que la quiero. Y también al tío Bernard.
—Sí, Tavi —asintió Fade. Y añadió—: vuelve.
El chico resopló. Fuera cual fuese la chispa de conciencia que había aparecido en los ojos del esclavo, ahora había desaparecido.
—De acuerdo —respondió, y se fue hacia Doroga.
Manipuló la mochila hasta reducir las dimensiones de sus correas a la mínima dimensión y se la ajustó perfectamente a su espalda.
Doroga estaba manejando la cuerda. El muchacho vio que el marat hacía un lazo en la punta con la habilidad de un marino, apretándolo con fuerza. Luego, se quedó quieto con el lazo en el suelo, y al cabo de un instante, Tavi comprendió: dio un paso al frente y puso el pie en el lazo, cogiendo la cuerda para apretarlo.
Doroga asintió en señal de aprobación. A la derecha de Tavi, Kitai había dispuesto por sí solo la cuerda y se encontraba al borde del precipicio con expresión de impaciencia. El alerano caminó con torpeza hasta el borde del abismo y contempló una caída de varias decenas de metros por una superficie casi vertical. Sintió vértigo y, de repente, el vientre le dio un retortijón.
—¿Tienes miedo, alerano? —preguntó Kitai y soltó una risita.
Le lanzó al chico una mirada cargada de rabia y después se volvió hacia Doroga, que había asegurado el otro extremo de la cuerda en una estaca clavada en la tierra y la estaba pasando alrededor de una segunda estaca, de manera que se pudiera tirar gradualmente de la cuerda.
—Vamos allá —decidió Tavi, y tras dar un paso atrás para acercarse al precipicio, se lanzó al espacio.
Doroga sostuvo con fuerza la cuerda y tras sentirse un momento en vilo, Tavi topó con la pared y se estabilizó, bien agarrado. Doroga empezó a soltar cuerda.
—¡Más rápido! ¡Suelta más rápido! —le gritó.
Hubo una pequeña pausa y después la cuerda empezó a bajar con mayor rapidez, desplazando a Tavi sobre el acantilado de rocas a una velocidad pavorosa.
Desde arriba llegó un grito, y Kitai se lanzó al espacio. El chico cayó durante bastante metros y cuando finalmente la cuerda se estiró y lo frenó, Tavi tuvo la impresión de que Hashat lo había conseguido por poco. El marat miró a Tavi con un brillo rabioso en los ojos y gritó algo hacia lo alto del precipicio en su lengua. Un momento después, él también empezó a descender a mayor velocidad.
Tavi usaba un pie y una mano para evitar golpearse contra las rocas y empezó a ser consciente de que era un esfuerzo mayor del esperable. Al poco tiempo estaba resoplando, pero al mirar a su oponente se dio cuenta de que su idea era correcta: a los grandes músculos de Doroga les resultaba más fácil soltar la cuerda a un ritmo mayor y controlado que a los más delgados de Hashat, y Tavi llevaba una ventaja considerable en el descenso frente al otro muchacho.
Al acercarse a la superficie verde y centellante del croach, echó una mirada hacia arriba para observar a su rival y esbozó una sonrisa con fiereza.
Kitai dio un silbido y la cuerda se detuvo de repente.
Tavi se lo quedó mirando, confuso. Hasta que el otro sacó su cuchillo y atrapó la cuerda que sostenía a Tavi a unos diez metros del suelo del extraño bosque, y, con una sonrisa como respuesta, utilizó su filo oscuro y vítreo para empezar a cortarle la cuerda.