—¿QUÉ quieres decir con que han fallado? —gruñó Fidelias.
Apretó los dientes y cruzó los brazos, apoyando el cuerpo en el respaldo del asiento del palanquín. Los caballeros Aeris aguantaban las barras mientras navegaban a través de las nubes bajas y la nieve, y parecía que el frío estaba decidido a arrancarle las orejas de la cabeza.
—¿Odias volar? —preguntó Aldrick arrastrando las palabras.
—Responde a la pregunta.
—Marcus informa de que el equipo de tierra ha fallado en su misión de evitar que la cursor llegase hasta el conde Gram. El equipo aéreo vio una ventana de oportunidad y la aprovechó, pero fueron detectados antes de atacar. De nuevo la cursor. Los dos hombres que iban con Marcus murieron durante el ataque, aunque también informa de que el conde Gram fue herido, es probable que mortalmente.
—Desde el principio no fue más que un ataque chapucero, no una oportunidad. Si no estaban sobre aviso antes, ahora ya lo están.
Aldrick se encogió de hombros.
—Quizá no. Marcus informa que la cursor y el estatúder que la acompaña fueron arrestados y cargados de cadenas.
Fidelias ladeó la cabeza hacia Aldrick con el ceño fruncido. Entonces, lentamente empezó a sonreír.
—Bien. Eso me hace sentir bastante mejor. Gram no habría arrestado a uno de sus estatúderes sin oír antes toda la historia. Ahora debe de estar al mando su buscador de la verdad.
Aldrick asintió.
—Eso es lo que informa Marcus. Y según nuestras fuentes, el buscador de la verdad es alguien con un don pero sin talento. De la casa de Pluvus. Es joven, sin experiencia, no domina lo suficiente el artificio para hacer su trabajo y mucho menos para que suponga una amenaza en la lucha.
Fidelias asintió.
—Ajá.
—Parece un accidente afortunado. Al principio había un veterano al que iban a enviar con casi dos cohortes de tertius, pero el papeleo se tramitó de manera incorrecta y en su lugar enviaron una unidad de reclutas.
—¡Y un cuervo que fuera un accidente! —murmuró Fidelias—. Prepararlo me ocupó casi una semana.
Aldrick se lo quedó mirando largo rato.
—Estoy impresionado.
Fidelias se encogió de hombros.
—Lo hice solo para debilitar la eficacia de Guarnición. No pensé que fuera a dar tan buen resultado. —Se quitó enojado un copo de nieve de la mejilla—. Debo de andar por el sendero correcto.
—No lleves demasiado lejos tus esperanzas —replicó el espadachín—. Si los marat pierden parte de su fuerza, esto no servirá de nada.
—Por eso vamos a buscarlos —recordó Fidelias—. Sígueme el juego. —Se inclinó hacia delante y llamó a uno de los caballeros Aeris—. ¿Cuánto falta?
El hombre miró hacia la distancia durante un momento y le respondió a gritos.
—Ahora estamos atravesando la capa de nieve, señor. Tendríamos que ver los fuegos… allí.
El palanquín salió de las nubes y el regreso súbito de la visión hizo que el estómago de Fidelias le diera un vuelco desagradable, ahora que podía comprobar lo lejos que se encontraba el suelo.
Por debajo de ellos, extendidos sobre la llanura más allá de las montañas que protegían el valle de Calderon, se encontraban los fuegos de campamento. Había hogueras que se extendían a lo largo de kilómetros en la noche.
—Hum —murmuró Aldrick, mientras contemplaba los fuegos y las siluetas difuminadas que se movían alrededor de ellos—. No estoy seguro de poder con tantos.
Fidelias distendió la comisura de los labios en una sonrisa.
—Entonces recurriremos al plan de reserva.
El palanquín se deslizó hasta el pie de una colina que se alzaba sobre la llanura ondulante. En su cima se alzaba un anillo de piedras enormes, cada una de ellas tan grande como una casa, y en el centro de ese círculo de piedras había un estanque de aguas tranquilas, que de alguna manera se había librado de la capa de hielo que lo debería estar cubriendo. Entre las piedras se veían antorchas, y sus llamas de tonos esmeralda producían un humo pesado y extraño e iluminaban el lugar con una luz intensa. La nieve del suelo daba a todo el lugar una iluminación extraña, y a la luz de la antorcha más cercana se podía ver a un marat pálido y casi desnudo que los miraba con curiosidad.
Fidelias bajó del palanquín y le preguntó al mismo caballero con el que había hablado antes:
—¿Dónde está Atsurak?
El caballero señaló ladera arriba.
—En la cima de la colina. Lo llaman el horto, es allí arriba.
Fidelias giró el tobillo, frunciendo el ceño ante el dolor que aún le producía.
—Entonces, ¿por qué no hemos aterrizado en la cima de la colina?
El caballero se encogió de hombros.
—Nos dijeron que no lo hiciéramos, señor —se disculpó.
—Estupendo —replicó Fidelias sarcástico.
Miró a Aldrick y empezó a subir por la ladera. El espadachín se colocó a su derecha y un paso por detrás. La subida le provocó a Fidelias un dolor insoportable en los pies y se tuvo que detener en una ocasión para descansar.
Aldrick le miró, inquisitivo.
—¿Los pies?
—Sí.
—Cuando terminemos con esto mañana, iré a buscar a Odiana. Es buena arreglando cosas.
Fidelias frunció el ceño. No se fiaba de la bruja del agua. Parecía que Aldrick la controlaba, pero era demasiado lista para su gusto.
—Está bien —zanjó. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Por qué, Aldrick?
El Espada contemplaba la noche a su alrededor con desinterés.
—¿Por qué, qué?
—¿Cuánto tiempo hace que eres un hombre buscado, Aldrick? ¿Veinte años?
—Dieciocho.
—Y durante todo ese tiempo has sido un rebelde. Pasando de un grupo a otro, y todos ellos subversivos.
—Luchadores por la libertad —corrigió Aldrick.
—Lo que tú digas —le quitó importancia Fidelias—. La cuestión es que has sido un grano en el culo de Gaius desde que eras prácticamente un muchacho.
El otro se encogió de hombros. Fidelias lo estudió.
—¿Por qué? —repitió.
—¿Por qué lo quieres saber?
—Porque me gusta conocer las motivaciones de las personas con las que trabajo. La bruja te sigue. Está embobada contigo y no dudo que mataría por ti, si se lo pidieses.
De nuevo, Aldrick se encogió de hombros.
—Pero no sé por qué lo haces tú, ni por qué confía en ti Aquitanius. Así que, ¿por qué eres nuestro aliado? —continuó Fidelias.
—¿No lo has deducido? Se supone que eres el gran espía de la Corona. ¿Aún no lo has averiguado? ¿No has analizado mis cicatrices o fisgoneado en mis diarios, o algo por el estilo?
Con una sonrisa torcida, Fidelias contestó:
—Eres honesto. Eres un asesino, un mercenario, un matón…, pero eres honesto. Pensé que era mejor preguntártelo.
Aldrick reemprendió la subida.
—Tenía una familia —empezó a explicar sin entonación—. Mi madre y mi padre. Mi hermano mayor y dos hermanas menores. Gaius Sextus acabó con todos ellos. —Golpeó con un dedo la empuñadura de la espada—. Lo mataré. Para hacerlo, lo tengo que sacar del trono. Por eso estoy con Aquitanius.
—¿Y eso es todo? —preguntó Fidelias.
—No. —Aldrick no le explicó nada más. Tras un momento de silencio, preguntó—: ¿Cómo tienes los pies?
—Sigamos adelante —respondió Fidelias.
Reemprendieron la ascensión de la colina, aunque el dolor le provocaba un estremecimiento con cada paso.
A unos diez metros de la cima, una pareja de guerreros marat, hombre y mujer, surgieron de las sombras, alrededor de la base de las piedras en lo alto de la elevación. Se acercaron a ellos a través de la nieve. El hombre llevaba un hacha de manufactura alerana y la mujer, una daga negra de piedra afilada.
Fidelias se detuvo delante de ellos y levantó las manos vacías.
—Paz. He venido a hablar con Atsurak.
El hombre se acercó con los ojos entornados. Llevaba las plumas pesadas y oscuras de un moa trenzadas en el cabello pálido.
—No permitiré que hables con Atsurak, forastero, mientras se encuentra en el horto. Tendrás que esperar hasta…
El temperamento de Fidelias estalló, y con un arrebato de rabia se proyectó hacia la tierra para tomar prestada la fuerza de Vamma y descargar tal golpe contra el guerrero marat del hacha que le levantó los pies del suelo y lo dejó tendido sin sentido sobre la nieve.
Sin detenerse, Fidelias pasó por encima de la sombra silenciosa del marat caído, se acercó cojeando a la esbelta mujer guerrera y dijo exactamente con el mismo tono:
—Paz. He venido a hablar con Atsurak.
Los ojos de color ámbar de la marat, brillantes bajo unas cejas espesas y pálidas, repasaron de arriba abajo a Fidelias. Los labios se separaron de los dientes, dejando ver unos caninos como colmillos de lobo.
—Te llevaré ante Atsurak —respondió.
Fidelias la siguió durante el resto de la subida hasta las grandes piedras de la cima. El humo de las antorchas, pesado y oscuro a ras de suelo, desprendía un olor peculiar y Fidelias se sintió un poco mareado cuando penetró en el círculo. Miró hacia atrás a Aldrick y el espadachín asintió con las aletas de la nariz muy abiertas.
Siete piedras, lisas y redondas, con sus superficies por encima del humo pesado, estaban situadas alrededor del estanque de agua, que no se había congelado. Parecía que el humo se hundía en él y formaba un remolino bajo su superficie, dejándola reluciente y opaca, con el reflejo de la luz de las hogueras y el resplandor mortecino de la nieve y el hielo en la noche.
Repartidos alrededor del estanque se encontraba un centenar de marat, unos con el cabello trenzado con plumas de moa, y otros con el aspecto desgreñado de lo que Fidelias supuso que era el clan de los lobos. Hombres y mujeres comían, o bebían de calabazas pintadas de colores brillantes, o se apareaban entre el humo acre y mareante con un abandono animal. En las sombras se alzaban las siluetas silenciosas de las aves de guerra moa, y en el suelo se proyectaban las de los lobos, siempre alerta, incluso en el descanso.
Sobre una de las piedras se encontraba Atsurak, que ya se había repuesto de los hematomas y se había cubierto los cortes con tiras de cuero y trenzas de hierba. La daga de Aquitania colgaba de una tira en su cintura, con la hoja oculta en una funda de cuero crudo, situada de manera que la pudiera ver todo el mundo. A cada lado del caudillo se postraba una mujer guerrera marat, del grupo de cejas espesas y dientes de colmillo. Las dos estaban desnudas y eran jóvenes y ágiles.
Los labios de los tres estaban manchados de sangre fresca y roja, y atada sobre la piedra más cercana yacía el cuerpo tembloroso de una joven mujer alerana, que seguía llevando los harapos de una falda y un delantal de granjera, y aún estaba viva.
La boca de Aldrick se torció en una mueca de asco.
—Salvajes —murmuró.
—Sí —reconoció Fidelias—. Los llamamos así porque son salvajes, Aldrick.
El espadachín gruñó.
—Se han movido demasiado pronto. No hay ningún asentamiento alerano a este lado del valle.
—Obviamente. —Fidelias dio un paso al frente, al tiempo que decía—: Atsurak del clan de los moa, creí entender que tu ataque se iba a producir dentro de dos amaneceres. ¿Estaba en un error?
Atsurak levantó la mirada, fijándose en Fidelias, mientras una anciana, que mostraba los rasgos del clan de los lobos, se levantó del humo en la base de una de las piedras, cubierta de sangre, y se acercó a él. Colocó los brazos despreocupadamente sobre sus hombros, mirando fijamente a Fidelias con sus ojos de color ámbar. Atsurak levantó una mano y tocó a la mujer sin mirarla.
—Celebramos nuestra victoria, alerano. —Sonrió y mostró los dientes manchados de escarlata—. ¿Has venido a compartir?
—Estás celebrando una victoria que aún no has conseguido.
Atsurak movió una mano.
—Para muchos de mis guerreros, más tarde no habría posibilidad de celebrarla.
—¿Así que has roto el pacto? —preguntó Fidelias—. ¿Has atacado antes de lo previsto?
El marat frunció el ceño.
—Una partida de asalto golpeó primero, como es nuestra costumbre. Conocemos muchas formas de entrar y salir del valle del puente, alerano. No son caminos para un ejército, sino para grupos de exploradores y partidas de saqueo. —Hizo un gesto hacia la muchacha atada—. Su pueblo luchó bien contra nosotros. Murió bien. Ahora compartimos su fuerza.
—¿¡Os la estáis comiendo viva!? —inquirió Aldrick.
—Pura —corrigió Atsurak—. No la ha tocado el fuego, el agua ni el acero. Tal como son ante El Único.
Mientras hablaba, un par de guerreros moa se incorporaron y se acercaron a la prisionera. Con una eficacia cotidiana y casi rutinaria, la levantaron, le arrancaron la ropa y la volvieron a atar sobre la piedra, con el vientre hacia las estrellas y brazos y piernas estirados.
Atsurak miró a la cautiva.
—Tomamos más fuerza de esta forma —musitó con sus labios ensangrentados—. No espero que lo entiendas, alerano.
La chica miró a su alrededor, frenética, con los ojos rojos a causa de las lágrimas, el cuerpo temblando por el frío y los labios azules.
—Por favor —jadeó en dirección a Fidelias—. Por favor, señor. Por favor, ayuda.
Fidelias se encontró con su mirada y se acercó a la piedra sobre la que estaba atada.
—La situación ha cambiado. Tenemos que modificar los planes para ajustarnos a ella.
Atsurak lo siguió con los ojos y con una expresión cada vez más recelosa.
—¿Qué ha cambiado, alerano?
—Señor —le susurró la chica con un gesto desesperado y horrible a causa de las lágrimas y el miedo—. Señor, por favor.
—Chist —la calmó Fidelias. Puso una mano sobre su cabello y ella estalló en sollozos silenciosos, apagados—. Nos tenemos que poner en movimiento ahora mismo. Es posible que hayan avisado de nuestra llegada a las tropas de Guarnición.
—Que lo sepan —replicó Atsurak, reclinándose con pereza sobre una de las mujeres que permanecían a su lado—. Aun así, les abriremos sus blandas barrigas.
—Estás equivocado —repuso Fidelias. Levantó la voz lo suficiente para que todos los marat alrededor del estanque lo pudieran oír—. Estás equivocado, Atsurak. Debemos asaltar de inmediato. Al amanecer.
El silencio cayó sobre la cima de la colina; un silencio repentino, profundo, casi como si los marat tuvieran miedo de respirar. Todas las miradas fueron de Fidelias a Atsurak.
—Dices que estoy equivocado —repitió Atsurak con palabras bajas y suaves.
—Los jóvenes de tu pueblo escuchan a los mayores, jefe del clan de los moa. ¿Es así?
—Lo es.
—Entonces tú, joven jefe, escúchame. Yo estuve presente la última vez que los aleranos lucharon contra tu pueblo. No hubo gloria en ello. No hubo honor. Casi no se libró ninguna batalla. Las rocas se alzaron contra ellos y la hierba ató sus pies. El fuego recorrió el suelo y el fuego se abalanzó sobre ellos y los destruyó. No hubo prueba, ni Juicio de Sangre. Murieron como animales estúpidos en una trampa porque se confiaron. —Torció los labios en una mueca macabra—. Murieron con las barrigas demasiado llenas.
—Deshonras la memoria de guerreros valientes…
—Que murieron porque no aprovecharon su ventaja —le cortó Fidelias—. Conduce a tu pueblo a la muerte si eso es lo que deseas, Atsurak, pero yo no participaré de ello. No quiero malgastar las vidas de mis caballeros en un intento por neutralizar a los caballeros de una guarnición avisada y preparada.
Otro marat, un moa, se puso en pie.
—Habla con las palabras de un alerano —escupió—. Las palabras de un cobarde.
—Digo la verdad —replicó Fidelias—. Si eres sabio, joven, escucharás a los mayores.
Atsurak se lo quedó mirando en silencio un largo rato, antes de soltar el aire.
—Los aleranos luchan como cobardes —empezó—. Les vamos a obligar a un Juicio de Sangre antes de que puedan preparar sus espíritus para esconderse detrás de ellos. Atacaremos al amanecer.
Fidelias dejó escapar un suspiro casi silencioso y asintió.
—Entonces, ¿se ha terminado la celebración?
Atsurak miró a la cautiva, temblorosa bajo la mano de Fidelias.
—Casi.
—Por favor, señor —susurró la chica—. Por favor, ayúdeme.
Fidelias la miró y asintió, tocando su boca con la otra mano.
Entonces le rompió el cuello y el sonido seco resonó en el silencio de la cima de la colina. Sus ojos lo miraron sorprendidos unos segundos. Después, lentamente, su mirada se perdió y quedó vacía.
Dejó que la cabeza de la chica cayera sin fuerza sobre la piedra.
—Ahora sí ha terminado —le dijo a Atsurak—. Te quiero en tu puesto al salir el sol.
Atravesó el círculo en dirección a Aldrick, intentando ocultar la cojera.
—¡Alerano! —gruñó Atsurak con una voz pesada y bestial.
Fidelias se detuvo sin darse la vuelta.
—Recordaré este insulto.
Fidelias asintió.
—Estate preparado por la mañana.
Sin mirar atrás, bajó de la colina en compañía de Aldrick y en dirección al palanquín. Aldrick iba a su lado en silencio con cara de preocupación. En mitad del descenso, el estómago de Fidelias le dio un vuelco sin ninguna causa aparente y se tuvo que detener para vomitar, arrojándolo todo sobre sus pies heridos, con la cabeza inclinada.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Aldrick con voz baja y fría.
—Me duelen los pies —mintió Fidelias.
—Te duelen los pies —repitió Aldrick en voz baja—. Del, has matado a esa chica.
El estómago de Fidelias se revolvió.
—Sí.
—¿Y no te preocupa?
Volvió a mentir.
—No.
El Espada negó con la cabeza.
Fidelias respiró hondo. Después, lo hizo por segunda vez y se obligó a recuperar el control de su estómago.
—Ya estaba muerta, Aldrick —comentó—. Lo más probable es que ya hubiera visto cómo se comían vivos a su familia o sus amigos. Ahí mismo, ante sus ojos. Ella era la siguiente. Aunque la hubiéramos sacado de aquí de una sola pieza, ya había visto demasiado. La habríamos tenido que eliminar.
—Pero tú la has matado.
—Era lo más misericordioso que podía hacer —contestó Fidelias, y se puso en pie mientras la cabeza se le iba despejando poco a poco.
Aldrick se quedó callado.
—Grandes furias —exclamó por último—. Yo no tengo estómago para este tipo de muertes.
Fidelias asintió.
—No dejes que eso te impida cumplir con tu deber.
Aldrick rezongó.
—¿Estás listo?
—Estoy listo —respondió Fidelias, y reemprendieron juntos la bajada—. Al menos hemos conseguido que los marat se pongan en movimiento. —Los pies le dolían horriblemente, pero bajar la colina era más llevadero que subirla—. Prepara a los hombres. Atacaremos a los caballeros en Guarnición tal como hemos planeado durante el viaje hasta aquí.
—Entonces, ahora ya solo queda luchar.
Fidelias asintió.
—No creo que ahora queden ya grandes obstáculos para la misión.