29

A Amara le ardía y le dolía el tobillo, e intentó por todos los medios que su respiración trabajosa adquiriese un ritmo constante. A varias decenas de metros por delante de ella, Bernard, que corría entre los árboles cubiertos de hielo y nieve, alcanzó la cima de una pequeña elevación y se perdió al otro lado. Ella lo siguió, tambaleándose en las últimas zancadas y se cayó en una zanja detrás del pequeño montículo con un crujido de nieve y hojas heladas.

Bernard le puso una mano sobre la espalda para que recuperara el equilibrio y levantó la otra para colocarla delante de su boca y bloquear así el vaho que se escapaba con cada exhalación. Sus ojos miraban a lo lejos y Amara sintió cómo corría un velo sobre ellos.

Las sombras se movieron y formaron dibujos sutiles sobre su piel, mientras los árboles de su alrededor suspiraban y se agitaban como si los moviera el viento. No pareció que los arbustos helados se hubieran movido, pero crecieron hasta formar una pantalla que los cubría, y les invadió repentinamente el olor a tierra y plantas aplastadas, que ocultaba incluso ese rastro de su presencia.

Unos segundos más tarde, oyeron el sonido de cascos en el bosque, a sus espaldas, y Amara se movió apenas lo suficiente para espiar sobre la cima en la dirección por la que habían venido.

—¿No detectarán nuestro rastro? —le susurró con un resoplido rasposo.

Bernard negó con la cabeza. Su rostro estaba demacrado por el cansancio.

—No —susurró a su vez—. Los árboles han perdido hojas en algunos sitios. La hierba se ha movido lo suficiente para desplazar la nieve en otros. Y hay hielo y granizo por todas partes. Además, las sombras ayudan a ocultarlo todo.

Amara se volvió a hundir tras el promontorio; arqueó una ceja.

—¿Estáis bien?

—Cansado —contestó Bernard, y cerró los ojos—. Son caballeros. Sus furias no están familiarizadas con el terreno, pero son fuertes. Empiezo a tener problemas para despistarlos.

—Fidelias se ha saltado todas las precauciones si ha desencadenado una caza general contra nosotros. Eso significa que también ha acelerado los planes de ataque. ¿A qué distancia nos encontramos de Guarnición?

—Hay unos centenares de metros hasta la linde de los árboles —dijo Bernard—. Después, casi un kilómetro de terreno abierto. Nos podrá ver quienquiera que se encuentre en este extremo del valle.

—¿Podemos atravesarlo sobre una onda de tierra?

Bernard negó con la cabeza.

—Cansado.

—¿Podemos correr?

—Con tu pierna así, no. Y con ellos montados… solo tendrán que darnos alcance y patearnos.

Amara asintió y esperó hasta que el sonido de los jinetes se alejó de ellos en otra dirección.

—Casi un kilómetro. Si llega el momento, es posible que yo pueda transportarnos a los dos. Esos caballeros están usando furias de tierra, ¿verdad?

Bernard asintió.

—También alguna de madera.

—En cualquier caso, nos alejaremos de ellos en campo abierto y en el aire.

—¿Y si les acompañan caballeros Aeris?

—Tendré que ser más rápida que ellos —respondió Amara y entornó los ojos para mirar hacia lo alto—. Aún no he visto ninguno. Resulta muy difícil mantener la posición ahí arriba con tan poco viento, a menos que estén tan altos que las nubes los oculten, y en ese caso también nos ocultarán a nosotros.

Bernard tembló y tocó el suelo con la mano.

—Espera —su voz tenía una nota de tensión, y un momento después dejó escapar el aire contenido con un pequeño gemido—. Están cerca. No nos podemos quedar mucho más. La tierra está demasiado dura y resulta difícil ocultarnos.

—Estoy dispuesta —repuso Amara.

Bernard asintió y abrió los ojos con sus rasgos marcados en el rostro por una determinación sombría y cansada. Se pusieron en pie y atravesaron el bosque.

Les costó solo unos instantes alcanzar la linde de los árboles y salir al campo abierto que conducía hasta Guarnición.

El lugar era una fortaleza. En aquel punto, dos de las montañas que se levantaban a su alrededor caían juntas y formaban una V enorme. En esa punta del valle se alzaban las lúgubres murallas grises de Guarnición, que cerraban la boca del mismo y bloqueaban la entrada desde las tierras al otro lado con una eficacia poderosa y desalentadora. Las murallas cerraban la boca del valle ante las tierras de los marat, que se extendían al otro lado, con seis metros de altura y casi otros tantos de anchura, todos ellos de piedra gris y lisa, y coronadas con parapetos y almenas. Las siluetas brillantes de unos legionares revestidos con armaduras se alzaban a intervalos regulares sobre la muralla, envueltos en sus capas escarlata y oro, los colores del Gran Señor de Riva.

Detrás de la muralla se encontraba el resto de Guarnición, la fortaleza robusta dispuesta en un cuadro legionario con murallas de tres metros, como si fuera un campamento de marcha construido en piedra en vez de tierra y madera. Allí había pocos centinelas en las murallas, aunque no carecía de ellos. Algunos edificios habían aparecido alrededor de la parte exterior de Guarnición, como estructuras provisionales y descuidadas, que a pesar de este carácter ofrecían cierto aire de solidez, un rasgo habitual en los pueblos pequeños. Las puertas traseras de Guarnición estaban abiertas y la carretera que atravesaba el valle entraba por ellas. La gente se movía por todas partes, caminando con rapidez de edificio en edificio, saliendo y entrando por las puertas del campamento propiamente dicho. Los niños jugaban como siempre entre el hielo y la nieve. Amara podía ver perros, caballos, un cercado de ovejas y el humo de docenas de fogatas.

—Ahí están las puertas —indicó.

—Sí —confirmó Bernard—. Vamos allá. Conozco a la mayoría de los hombres que hay estacionados. No deberíamos tener problemas para llegar hasta Gram. Pero recuerda: sé educada y respetuosa.

—De acuerdo —asintió Amara impaciente.

—Quiero decir —aclaró Bernard— que Gram tiene un temperamento vivo y es capaz de meternos en celdas de aislamiento hasta que se calme. No lo pongas a prueba.

—No lo haré —aceptó Amara—. ¿Podéis decir si se nos están acercando?

Bernard negó con la cabeza, sonriendo.

—Entonces, vamos a cruzar. Mantened los ojos bien abiertos, y si veis venir a alguien, nos elevaremos en el aire.

Amara miró la llanura y observó el cielo una vez más; hizo un gesto de dolor al apoyar el peso del cuerpo en el tobillo herido y empezó a correr hacia Guarnición con zancadas renqueantes. Bernard corría a bastantes pasos detrás de ella con pisadas firmes.

La carrera parecía que duraba una eternidad y Amara estaba a punto de volverse a torcer el tobillo cada vez que movía la cabeza a un lado y otro en busca de perseguidores.

Pero a pesar de su temor a que los arrollasen en campo abierto, alcanzaron sin incidentes los edificios exteriores y después las puertas vigiladas de Guarnición.

Un par de jóvenes legionares estaban de guardia ante las puertas con expresión aburrida; cubiertos por capas pesadas que les protegían del frío, sostenían con negligencia las lanzas en sus manos enguantadas. Uno de ellos no se había afeitado (algo que contravenía el estricto reglamento de la legión, según sabía Amara), y el otro lucía una capa que tampoco parecía la habitual de las legiones, porque la tela era de mejor calidad y los colores no tenían el tono correcto.

—Alto —ordenó el centinela sin afeitar en un tono plano—. Decid cuál es vuestro nombre y el propósito de vuestra visita.

Amara dejó la respuesta a cargo de Bernard, al mirar hacia atrás al estatúder.

Bernard frunció el ceño a los dos hombres.

—¿Dónde está el centurión Giraldi?

El que llevaba una capa diferente de la reglamentaria dirigió a Bernard una mirada indiferente.

—Eh —dijo—, patán, por si no te has dado cuenta, nosotros somos los soldados…

—Y ciudadanos —añadió el otro con un tono hosco.

—Y ciudadanos —repitió el primer soldado—. De manera que preguntaremos nosotros, si os parece bien. Repito: decid vuestro nombre y el propósito de vuestra visita.

Bernard entornó los ojos.

—Supongo que sois nuevos en el valle. Soy el estatúder Bernard y estoy aquí para ver al conde Gram.

Los dos soldados se rieron por lo bajo.

—Sí, bueno —replicó el que iba sin afeitar—. El conde es un hombre ocupado. No tiene tiempo para recibir a todos los patanes harapientos que se presentan aquí con problemillas.

Bernard respiró hondo.

—Lo entiendo —reconoció—. A pesar de eso, estoy en mi derecho de pedir una audiencia inmediata por una cuestión urgente que afecta a sus dominios.

El guardia sin afeitar se encogió de hombros.

—No eres un ciudadano, patán. Que yo sepa, no tienes derecho.

En ese momento apareció el temperamento de Amara, que había perdido toda la paciencia.

—No tenemos tiempo para esto —intervino. Se giró hacia el guardia que llevaba la capa adecuada y prosiguió—: Guarnición podría estar en peligro de recibir un ataque. Tenemos que avisar a Gram para que tenga tiempo de reaccionar como crea oportuno.

Los guardias se miraron entre ellos y después a Amara.

—Mira esto… —masculló el que iba sin afeitar—. ¡Una chica! Y yo que pensaba que era un muchacho delgaducho…

Su compañero le lanzó una mirada lasciva.

—Supongo que le podríamos quitar esos pantalones que lleva y comprobarlo.

Bernard entornó los ojos. El puño del estatúder salió disparado y el joven legionare de la capa reglamentaria aterrizó en la nieve completamente desmadejado.

Su compañero parpadeó, miró al joven inconsciente y después a Bernard. Intentó blandir la lanza, pero Bernard dijo algo con dureza, y el astil del arma se arqueó y después se volvió a enderezar, saltó de las manos del centinela y rebotó fuera de su alcance. El guardia dejó escapar un chillido e intentó sacar la daga.

Bernard se acercó al joven y le atrapó la muñeca, manteniendo la mano pegada al cinturón.

—Hijo, no seas estúpido. Lo mejor será que vayas a buscar a tu oficial superior.

—No puedes hacer esto —balbució el guardia—. Te cargaré de cadenas.

—Lo acabo de hacer —le corrigió Bernard—. Y si no quieres que lo repita, irás a buscar a tu centurión —ordenó, y entonces le dio un pequeño empujón que envió al joven hacia la muralla, haciéndole caer sobre un montón de nieve acumulada en la base.

El guardia tragó saliva, se incorporó, giró sobre sí mismo y corrió hacia el interior.

Amara recorrió con su mirada la distancia que había desde el guardia derribado en la nieve hasta Bernard.

—Educados y respetuosos, ¿eh? —comentó.

Bernard se ruborizó.

—Es posible que sean chicos malcriados en la ciudad, pero están en la legión, por todas las furias. Deberían tratar con más respeto a las mujeres. —Se pasó la mano por el cabello—. Y supongo que también deberían mostrar más respeto a un estatúder.

Amara sonrió, pero no dijo nada. Bernard se ruborizó aún más y tosió, apartando la mirada.

El centinela volvió del cuerpo de guardia con un centurión a medio vestir, un hombre joven poco mayor que él. El centurión miró estúpidamente a Bernard durante un minuto, antes de dar una orden directa al joven, regresar al cuerpo de guardia y reaparecer un momento después, aún a medio vestir.

Bastantes legionares se reunieron alrededor de la puerta y, para su alivio, Bernard reconoció a algunos de ellos de sus anteriores visitas a Guarnición. Unos momentos más tarde, un hombre mayor vestido con una túnica civil, pero con el aspecto y el comportamiento de un soldado, se acercó a las puertas caminando con brío y dejando ver un círculo de cabello blanco alrededor de la cabeza calva.

—Estatúder Bernard —saludó, valorando críticamente al estatúder—. No tienes muy buen aspecto.

No hizo ningún comentario acerca del guardia tendido en la nieve, mientras se inclinaba para rozar ligeramente con la punta de los dedos las sienes del joven.

—Senador Harger —le devolvió el saludo—. ¿Le he dado demasiado fuerte?

—Para una cabeza tan dura, nunca es demasiado fuerte —murmuró Harger y se rio con socarronería—. ¡Oh!, tendrá un buen dolor de cabeza cuando se despierte. Llevaba tiempo esperando que ocurriera algo así.

—¿Reclutas nuevos?

Harger se enderezó y dejó de prestarle atención al joven guardia tendido en la nieve.

—La mayor parte de dos cohortes enteras llegadas directamente de Riva. Hijos de ciudadanos, casi todos ellos. En todo el lote no hay suficiente sentido común para llevar sal durante una tormenta.

Bernard sonrió.

—Harger, necesito hablar con Gram. Rápido.

Harger frunció el ceño, ladeó la cabeza y estudió a Bernard.

—¿Qué ha ocurrido?

—Llévame ante Gram —repitió el estatúder.

Harger negó con la cabeza.

—Gram ha… estado indispuesto.

Amara parpadeó.

—¿Está enfermo?

Harger bufó.

—Quizá enfermo de tantos niños ricos que esperan que se les trate como inválidos en vez de como legionares. —Negó con la cabeza—. Tendrás que hablar con su buscador de la verdad, Bernard.

—¿Olivia? Así que aún sigue por aquí…

—No —replicó Harger y sonrió—. La hija menor de Livvie se puso de parto y regresó a Riva para ayudar con el nacimiento. Ahora tenemos…

—¡Centurión! —bramó una voz aguda y nasal—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién está al mando de esta puerta? ¿Qué locura es esta?

Harger puso los ojos en blanco.

—Hemos recibido a Pluvus Pentius en lugar de Olivia. Buena suerte, Bernard.

Harger se inclinó y levantó al joven legionare inconsciente, lo sostuvo sobre el hombro con un gruñido y se encaminó al interior del fuerte.

Pluvus Pentius resultó ser un joven menudo de ojos acuosos y una soberbia evidente. Lucía el escarlata y oro de los oficiales de Riva, aunque el uniforme le caía por los hombros y se ajustaba demasiado alrededor del vientre. El oficial avanzó por la nieve mirando alrededor con gesto de desaprobación.

—Vamos a ver —les interpeló Pluvus—, no sé quiénes sois, pero atacar a un soldado de servicio es una ofensa contra el Reino. —Sacó un fajo de hojas de la túnica y las ojeó, pasando bastantes páginas. Entonces se giró y miró a su alrededor—. Sí, aquí está, una ofensa contra el Reino. Centurión, arréstalos a los dos y mételos en las celdas…

—Perdóneme —interrumpió Bernard—, pero hay un tema más importante que tratar, señor. Soy el estatúder Bernard y es de vital importancia que hable de inmediato con el conde Gram.

Pluvus parpadeó.

—¿Perdón?

Bernard lo repitió. Pluvus frunció el ceño.

—Muy irregular. —Volvió a consultar las páginas—. No, no creo que el conde vaya a recibir peticiones en el día de hoy. Celebra una corte regular cada semana y todos estos temas se le deben presentar en ese momento y anticiparlo por escrito al menos tres días antes.

—No hay tiempo para eso —le espetó Bernard—. Es vital para la seguridad de este valle que hable con él ahora mismo. ¿Sois el buscador de la verdad o no lo sois? Seguramente podéis decir si soy honesto con vos…

Pluvus se quedó helado mirando a Amara por encima de las hojas. La recorrió con su mirada, luego a Bernard y de vuelta a ella.

—¿Estás poniendo en duda mi autoridad, granjero? Te aseguro que estoy muy cualificado y puedo…

Amara le lanzó a Bernard una mirada de advertencia.

—Señor, por favor. Solo necesitamos ver a Gram…

Pluvus se envaró y apretó los labios.

—Imposible —replicó son acritud—. La corte se celebra dentro de dos días, pero no hemos recibido ninguna petición por escrito para presentarla ese día. Por eso me tendrás que entregar tu petición en, veamos… sí, no más de seis días, para poderla presentar ante el conde durante la corte de la próxima semana, y ese es un tema completamente diferente al de un ataque contra un legionare y, además, ciudadano. ¡Centurión! Póngalos bajo arresto.

Un soldado ya de edad con bastantes legionares jóvenes detrás de él dio un paso hacia Bernard.

—Señor, bajo la autoridad de la que estoy investido por mi rango y por orden de mi oficial al mando, voy a proceder a su arresto. Por favor, entregue sus armas, cese y desista en cualquier artificio de las furias y acompáñeme hasta las celdas, donde será encerrado, y su caso se presentará ante el conde.

Bernard gruñó y apretó las mandíbulas.

—Estupendo —exclamó y cerró los puños—. Hagámoslo a tu manera. Quizá un par de cabezas rotas más harán que pueda ver mucho más rápido a Gram.

Los legionares se acercaron a Bernard, pero el centurión vaciló con el ceño fruncido.

—Estatúder —empezó con cuidado—, este asunto no tiene por qué ponerse feo.

Pluvus hizo girar los ojos.

—Centurión, arresta a este hombre y a su compañera. No tienes ni idea del papeleo que tengo pendiente. Mi tiempo es precioso.

—Bernard —dijo Amara mientras le ponía una mano sobre el hombro—, esperad.

Bernard se encaró a los soldados con resolución en su rostro y provocando un leve temblor en el suelo. Los soldados se quedaron helados, con expresión nerviosa.

—Venga —gruñó el enorme estatúder—. No tenemos todo el día.

—¡Quitaos de en medio! —tronó una voz desde el interior de las puertas.

Amara parpadeó, sorprendida por el tono.

Un hombre vestido con una camisa arrugada y manchada de vino se abrió camino a través de la muchedumbre que contemplaba el altercado. No era alto, pero su pecho era como un tonel y la mandíbula, que parecía tan pesada y dura como para romper piedras en ella, estaba cubierta por una barba rizada de un feroz color rojo. Su cabello, muy corto, era de un color similar, pero en él asomaban algunos mechones grises que hacían que la cabeza pareciera un campo de batalla, con tropas de escarlata intentando mantener el terreno contra los enemigos de gris. Tenía unos ojos profundos bajo las cejas espesas, inyectados en sangre, enfurecidos. Andaba descalzo por la nieve y de las huellas que dejaba ascendía vapor.

—En nombre de todas las furias, ¿qué está pasando aquí? —exigió con voz tonante—. ¡Bernard, llama y trueno, hombre! ¿Qué cuervos crees que le estás haciendo a mi guarnición?

—¡Oh! —exclamó Pluvus haciendo que revolotearan las páginas a causa de los nervios—. Señor, no sabía que habíais salido de la cama. Es decir, señor, no sabía que os fuerais a levantar hoy. Me estaba ocupando de esto por vos.

El hombre se detuvo con un balanceo y se llevó los puños a las caderas. Miró a Pluvus y después a Bernard.

—Harger me despertó de un sopor perfecto a cuenta de todo esto —replicó—. Así que será mejor que sea bueno.

—Sí, señor; estoy seguro de que lo es. —Pluvus le hizo un gesto con la mano al centurión—. Arréstalos. Ahora. Ya has oído al conde.

—No he dicho que arresten a nadie —gruñó el conde Gram con irritación. Miró con atención a Bernard y después a Amara con una mirada penetrante, a pesar de los gritos y el balanceo—. ¿Has conseguido otra mujer, Bernard? Cuervos, ya era hora. Siempre he dicho que no te pasaba nada que no pudiera solucionar un buen revolcón, o un par de ellos…

Amara sintió cómo el calor le ruborizaba las mejillas.

—No, señor —replicó ella—. No se trata de eso. El estatúder me ha ayudado a llegar hasta aquí para avisaros.

—Muy irregular —tartamudeó Pluvus ante Gram, al tiempo que reordenaba las hojas.

Gram le arrancó enojado las páginas de las manos.

—Deja de agitar esto debajo de mis narices.

Se produjo una súbita llamarada de luz y calor y después unas pavesas finas y negras se dispersaron con el viento frío. Pluvus dejó escapar un gritito de desesperación.

—Ya está —concluyó Gram, sacudiéndose las manos—. Avisarme. ¿Avisarme de qué?

—De los marat —contestó Bernard—. Se han puesto en marcha, señor. Creo que vienen hacia aquí.

Gram gruñó y señaló con la barbilla a Amara.

—¿Y tú eres…?

—Cursor Amara, señor —respondió, y alzó la barbilla para devolverle directamente su mirada inyectada en sangre, sin parpadear.

—Cursor —murmuró Gram y miró a Pluvus—. ¿Ibas a arrestar a uno de los cursores del Primer Señor?

Pluvus tartamudeó.

—¿Y también a uno de mis estatúderes?

Pluvus balbució algo.

—¡Bah! —gruñó Gram—. Niñato, pon la guarnición en alerta total, llama a todos los soldados de permiso y ordena a todos los hombres que se coloquen la armadura y el equipo de combate, ahora mismo.

Pluvus se los quedó mirando atónito, pero Gram ya se había colocado al lado de Bernard.

—¿Hasta qué punto crees que es grave?

—Avisad a Riva —respondió Bernard en voz baja.

Gram apretó la mandíbula.

—¿Quieres que decrete una movilización general? ¿Eso es lo que me estás diciendo?

—Sí.

—¿Sabes qué tipo de fuego va a caerme sobre la cabeza si estás equivocado?

Bernard asintió.

Gram gruñó.

—Exploradores. Despliega exploradores y patrullas de reconocimiento en las tierras salvajes y ponte en contacto inmediatamente con las torres de vigilancia.

—S… sí, señor —asintió Pluvus.

Gram lo miró durante un segundo.

—¡Ahora! —rugió.

Pluvus dio un salto, se volvió hacia el soldado más cercano y empezó a repetir una versión de las órdenes de Gram.

El conde se volvió hacia Bernard.

—Está bien. Creo que será mejor que me expliques qué tipo de idiota eres… ¡Atizarle a uno de mis soldados!

Una caricia resbaladiza de aire frío se deslizó por la nuca de Amara y le produjo un escalofrío: un aviso de Cirrus. Miró hacia atrás, a la blancura cegadora de la luz del sol reflejada en la nieve y el hielo. Se puso la mano sobre los ojos, haciendo sombra, pero no vio nada.

Cirrus la volvió a tocar: otra advertencia.

Amara respiró profundamente y se concentró en la zona de tierra que quedaba a sus espaldas.

Casi no pudo ver a través del velo.

Quizá a solo unos tres metros de distancia, había una perturbación en el aire, a unos cuantos metros por encima del suelo, una danza ondulante de la luz, como ondas de calor que surgieran de una piedra calentada por el sol. El aire se le atragantó y envió a Cirrus hacia la perturbación con una orden susurrada. Su furia encontró un globo de aire denso, manipulado para que se combara ligeramente, como los que usaba ella para ver desde lejos con más claridad.

Amara respiró hondo y lanzó a Cirrus contra el globo, de forma rápida y repentina.

Se produjo un silbido del aire en expansión al dispersar el globo y de repente aparecieron tres hombres con armadura y espadas en la mano flotando en el aire. Amara gritó y los hombres, con expresiones de sorpresa, dudaron por unos segundos antes de actuar.

Uno se lanzó por el aire contra ella, con la espada brillando en la mano. Amara se echó a un lado y proyectó las manos hacia el hombre para dirigir a Cirrus. Una racha repentina de viento se abalanzó sobre el costado del atacante, alejándolo de ella y dirigiendo su ataque contra una de las murallas de piedra de Guarnición. El hombre intentó frenar su avance, pero impactó con fuerza contra la muralla y dejó caer la espada a causa del golpe.

El segundo hombre, con expresión fría y tranquila, lanzó las manos hacia delante y un vendaval se levantó inmediatamente delante de las puertas de Guarnición, formando un remolino de nieve y trozos de hielo que se convirtió en una nube punzante que derribó a los legionares, que se refugiaron detrás de las puertas.

El tercero blandió la espada y se lanzó contra la espalda de Bernard.

Amara gritó para avisarle, pero quizá el cansancio de Bernard le hizo reaccionar con lentitud. Se dio la vuelta e intentó apartarse hacia un lado, pero la nieve y el hielo traicionaron a sus pies y cayó.

Gram se encontraba en su camino. El conde de cabello llameante sacó la espada del cinturón del sorprendido Pluvus y se encaró con el caballero Aeris que les atacaba. El acero restalló contra el acero y el atacante pasó de largo y dejó atrás a Gram.

—¡Ponte en pie! —rugió Gram. Escupió mientras la nieve y el hielo le dificultaban la visión—. ¡Coge a la chica! ¡Entra en las murallas!

El conde giró su cuerpo contra las salpicaduras de hielo y protegió la mano contra su costado. Amara vio cómo surgía de repente una llama mientras Gram se volvía contra el segundo atacante y le lanzaba una rugiente muralla de fuego que atravesó el hielo y la nieve. El caballero Aeris profirió un grito atroz, y el vendaval desapareció.

Algo negro y pesado cayó humeante en la nieve, ante las puertas, y un olor a carne chamuscada se extendió por el aire.

Amara se acercó a Bernard y ayudó al estatúder a ponerse en pie. No vio a un hombre que los atacaba hasta que casi fue demasiado tarde. El agresor se había incorporado y había sacado un cuchillo del cinturón con los ojos fijos en ella. Con un giro de la muñeca y una súbita racha de aire, el cuchillo se dirigió contra Amara, silbando por su gran velocidad.

Bernard también lo vio y la tiró al suelo, sacándola fuera de la trayectoria del cuchillo.

El arma se le clavó a Gram en la parte baja de la espalda.

Tal era la fuerza del lanzamiento impulsado por una furia que Gram salió proyectado varios pasos hacia delante en la nieve. Cayó a plomo, sin un grito ni un jadeo de dolor, y se quedó inmóvil.

Alguien en las murallas bramó una orden y un par de legionares con arcos dispararon contra el hombre en la base de la muralla, casi directamente desde encima de él. Las flechas se clavaron con fuerza, una en el muslo y la otra en la nuca; la punta ensangrentada de la segunda salió por la garganta del atacante. Él también cayó en la nieve y la sangre formó con rapidez un charco rojo a su alrededor.

—¿Dónde está el otro? —preguntó Amara.

Se puso en pie y miró hacia el cielo. Por el rabillo del ojo vislumbró brevemente otro destello de luz y aire, pero cuando se fijó en él había desaparecido. Con precaución, envió a Cirrus hacia allí, pero la furia no encontró nada. Después de explorar inútilmente por los alrededores durante un rato, Amara se rindió.

—Esto no es bueno —susurró—. Se ha ido.

Bernard gruñó y se puso en pie, con una pierna rígida y con una mueca de dolor en el rostro.

—¡Gram!

Se dieron la vuelta y vieron a Pluvus y a muchos legionares inclinados sobre el cuerpo de Gram caído en la nieve. El buscador de la verdad estaba pálido.

—¡Sanador! —chilló—. ¡Qué alguien vaya a buscar al sanador! El conde está herido, ¡traed al sanador!

Los legionares a su alrededor miraban con sorpresa.

Amara dejó escapar un bufido de frustración y agarró al soldado más cercano.

—Tú —ordenó—, ve a buscar al sanador. ¡Ahora mismo!

El hombre asintió y salió corriendo.

—Tú —exclamó Pluvus con el rostro retorcido de angustia, rabia y miedo—, no sé quiénes eran esos hombres, ni qué está pasando, pero tú tienes que estar implicada. Has venido para hacerle daño al conde. Es culpa tuya.

—¿Te has vuelto loco? ¡Esos hombres eran enemigos! ¡Tienes que poner a esta guarnición en pie de guerra!

—¡Mujer, no me puedes dar órdenes como si fuera un esclavo común! —gritó Pluvus—. Todos habéis visto lo ocurrido. Centurión —ordenó con los ojos acuosos pero con la voz cargada de autoridad—, arresta a estos dos y llévalos a las celdas acusados de asesinato y traición contra la Corona.