TAVI miró a Fade y siguió a Doroga al exterior de la tienda, hacia la claridad cegadora del primer día de invierno. La luz del sol se derramaba a través de un cielo cristalino para reflejarse en la nieve que cubría el suelo con una capa casi perfecta de blanco. Los ojos de Tavi tardaron varios segundos en acomodarse y bizqueó cuando salió de la tienda, con Fade agarrado del brazo.
Se encontraron en medio de centenares de marat.
Eran todos hombres marat, la mayoría de ellos con una constitución tan recia como la de Doroga, y permanecían sentados alrededor de las hogueras o mirando indolentes, con las manos cerca de lanzas, dagas de piedra afiladas o espadas aleranas forjadas con furias. Como Doroga, solo vestían un taparrabos exiguo, a pesar del invierno, y no mostraban ninguna señal de incomodidad, aunque algunos de ellos lucían capas de cuero y piel que parecían más ornamentales o marciales que confeccionadas con la intención de mantener calientes o secos a sus propietarios. Los niños corrían de un lado a otro, vestidos con la misma túnica larga de cuero que lucía el cachorro de Doroga, y contemplaban a los forasteros con un interés evidente.
Para sorpresa de Tavi, las mujeres no llevaban más ropa que los hombres, y sus piernas delgadas y musculosas lucían al aire, como sus hombros y brazos fuertes, y otras partes asimismo abundantes que un chico alerano se suponía que no debía ver (aunque lo deseara). Tavi notó que se ruborizaba y se cubrió los ojos con las manos, fingiendo que aún se debía al resplandor del sol.
Uno de los guerreros jóvenes que se encontraba cerca hizo un comentario en voz baja y una única carcajada rasposa resonó por todo el campamento, que Tavi comprobó que se extendía a lo largo de la ladera despejada de una colina. Sintió que se ruborizaba aún más y miró a Fade. El esclavo estaba a su lado sin expresión alguna y con la mirada perdida, pero le puso la mano sobre el hombro y la apretó, como para cerciorarse de que el chico seguía allí.
Doroga permanecía de pie, esperando con paciencia, y finalmente le hizo una señal a Tavi con la cabeza indicando la cima de la colina. Emprendió el camino con la clara intención de que lo siguiera. El muchacho miró a su alrededor a los guerreros jóvenes, que lo contemplaban con un desinterés fingido y acariciaban sus armas. Volvió los ojos hacia donde se encontraba una pareja de mujeres marat ya de edad, charlando entre sí mientras apilaban leña debajo de un espetón para asar. Una de ellas se volvió hacia él y lo evaluó levantando un pulgar descarnado y comparándolo después con la longitud del espetón.
Tavi tragó saliva y corrió colina arriba en pos de Doroga, con Fade pisándole los talones.
En la cima de la colina se alzaba una docena de rocas grandes, del tamaño de una casa pequeña, dispuestas en un círculo amplio, algunas apoyadas en las otras. Perduraban redondeadas porque el viento, la lluvia y las estaciones habían erosionado cualquier filo, pero por lo demás habían resistido obstinadamente a los elementos sin fisuras aparentes en su superficie.
En el centro del círculo de piedras había un estanque con siete piedras blancas alrededor. Sobre dos de esas siete se encontraba sentado un marat.
Tavi se quedó sorprendido por las diferencias que había en su apariencia. Doroga, enorme y sólido, rodeó una de las piedras. De camino pasaron al lado de una mujer marat, con el cabello pálido afeitado a ambos lados para dejar solo una melena larga y sedosa en lo alto de la cabeza. También ella llevaba solo un taparrabos, pero más que en su desnudez, el joven se fijó en un sable de caballería alerano que colgaba de su cadera con un cinturón legionario con tres insignias, unos halcones plateados pero deslucidos, que destacaban en el conjunto. Su piel tenía una tonalidad más oscura que la de la mayor parte de los marat; parecía dura y curtida, y sus oscuros ojos eran gélidos, avezados. Cuando Doroga pasó por su lado, la mujer levantó una mano y el jefe del clan de los gargantes rozó levemente sus nudillos contra los de ella.
Doroga se sentó en la siguiente piedra, cruzó las manos y se quedó mirando al tercer marat sentado en la cima.
Tavi volvió su atención hacia él. El hombre tenía una estatura moderada y era de constitución delgada. El cabello, pálido como el de los marat, crecía en una melena salvaje y erizada que le caía hasta los hombros y se extendía más allá de las orejas y a lo largo de la línea de la mandíbula. Sus ojos brillaban con una extraña tonalidad gris pálido, casi plateada, y se desenvolvía con una tensión lenta e inquieta. El marat descubrió que el muchacho lo estaba mirando y entornó los ojos, enseñando los dientes. El joven alerano parpadeó al ver unos caninos grandes y afilados en la boca del salvaje, que con toda propiedad se podrían llamar colmillos. Un bufido le surgió de la boca y se incorporó sobre la roca.
Doroga se puso en pie y escupió.
—¿El jefe de los drahga-ha profana la paz del horto?
El marat de los dientes como colmillos miró de Tavi a Doroga. Su voz surgió como un gruñido balbuceante, bajo, duro, casi incomprensible. «En el caso de que un lobo pudiese hablar —pensó Tavi—, sonaría así».
—El jefe de los sabot-ha ya está profanando su santidad con estos intrusos.
Doroga sonrió.
—El horto da la bienvenida a todos los que vienen en paz. —Su sonrisa se amplió un poco—. Pero quizá esté equivocado. ¿Crees que ese es el caso, Skagara?
—Creo que él cree que estás equivocado, Doroga —respondió la mujer marat sin moverse de su lado.
Skagara le lanzó un bufido a la mujer mientras su mirada volaba cautelosa de ella a Doroga.
—Mantente al margen de esto, Hashat. No te necesito a ti ni a los kevras-ha para que me digan lo que creo.
Doroga se acercó un paso a Skagara. El enorme marat apretó sus manos con un lúgubre crujido de nudillos.
—Esto es entre tú y yo, lobo. ¿Crees que estoy equivocado?
Skagara separó los labios, mostrando los dientes, y se produjo un silencio largo y tenso en la colina. Al final dejó escapar un gruñido siniestro y apartó la mirada de Doroga.
—No es necesario traer este asunto ante El Único.
—Ya es suficiente —concluyó Doroga, que siguió mirando al otro hombre y se acomodó lentamente en su piedra. Skagara le devolvió la mirada. Por último, Doroga murmuró—: Nos presentamos ante El Único en este horto.
Levantó la cara hacia el sol con los ojos cerrados y murmuró algo en su propia lengua. Los otros dos marat hicieron lo mismo, emitiendo sonidos en dos lenguas distintas. El silencio reinó en la cima de la colina por unos instantes y entonces todos los marat bajaron los ojos.
—Me llamo Doroga, jefe de los sabot-ha, el clan de los gargantes —recitó el captor de Tavi en un tono formal.
—Me llamo Hashat, jefa de los kevras-ha, el clan de los caballos —expuso la mujer marat.
—Me llamo Skagara, jefe de los drahga-ha, el clan de los lobos. —Dicho esto, se puso en pie, impaciente—. No veo la necesidad de este horto. Tenemos enemigos cautivos entre nosotros. Compartamos su fuerza y entremos en combate.
Doroga asintió con sobriedad.
—Sí. Estos son nuestros enemigos. Así ha hablado Atsurak de los sishkrak-ha. —Se giró hacia Tavi—. Y nadie ha hablado en su contra.
El muchacho tragó saliva y dio un paso al frente. Le temblaba la voz, pero se obligó a que le salieran las palabras y resonaron con la fuerza de un heraldo entre las grandes piedras en la cumbre de la colina.
—Me llamo Tavi, de Bernardholt, en el valle del puente. Y digo que no somos enemigos de los marat.
En la cima de la colina se produjo un silencio de sorpresa que duró un suspiro. Y entonces, súbitamente, Skagara se puso en pie de un salto con un aullido de rabia. Desde el pie de la colina llegaron de pronto los gritos enfadados de docenas de gargantas, hombres y mujeres por igual, superados por el coro de los aullidos profundos y estruendosos de los lobos gigantes.
Doroga se incorporó al mismo tiempo con los ojos encendidos y aunque permaneció en silencio, los repentinos balidos graves de docenas de gargantes retumbaron como el trueno a través del cielo invernal en conjunción con los relinchos distantes de incontables caballos.
Los marat corrieron hacia las piedras de la cima de la colina, aunque ninguno penetró en el círculo. Se acercaron con ojos muy abiertos, excitados, aferrando sus armas, empujándose unos a otros para ver mejor, pero a pesar de eso, siempre divididos en tres grupos claramente diferenciados: los del clan gargante, de hombros anchos y músculos poderosos; los silenciosos, con dientes como colmillos y aspecto hambriento, del clan de los lobos; y los altos y esbeltos, con el cráneo afeitado, salvo unas crines blancas que ondeaban al viento, del clan de los caballos. La cima aislada de la colina se convirtió en el centro de una muchedumbre bulliciosa, y se llenó de murmullos excitados, armas blandidas y miradas amenazadoras. La tensión y la violencia flotaban en el aire como un relámpago contenido que cobrara fuerza y se fuese estirando para liberarse.
En ese momento, Doroga, de pie encima de su piedra, levantó los brazos.
—¡Silencio! —rugió, y su voz se dispersó sobre la colina—. ¡Silencio en el horto! ¡Silencio cuando se presenta una cuestión ante El Único!
Cuando Tavi miró a su alrededor para comprobar la reacción que habían provocado sus palabras, advirtió que daba la espalda a Fade, que se apretaba contra él. Sus extremidades temblaban a causa de lo que había ocurrido. Mirando por encima del hombro, vio en el esclavo la misma expresión distante que antes, con los ojos mirando a la nada, aunque había colocado un brazo alrededor del pecho de Tavi, con los dedos agarrando con firmeza el otro hombro.
—Fade —murmuró Tavi—, ¿estás bien?
—Calla —le respondió Fade con un susurro—. No te muevas.
El silencio se extendió por la colina, solo roto por el sonido del gemido del viento. Por el rabillo del ojo, Tavi podía ver a Skagara, agachado delante de su piedra y mirándolo con un gesto que parecía de odio. Su instinto le advirtió que no lo mirase a los ojos, porque con ello solo conseguiría que el marat se dejara llevar por un impulso asesino de rabia, y que todo el clan de los lobos siguiera a su caudillo, con lo cual aquel anillo de piedras se convertiría en un matadero cubierto de sangre.
Tavi no se movió; casi ni respiraba.
—Nosotros, los marat —empezó Doroga, girando lentamente en círculo—, somos Uno y Muchos Pueblos, bajo El Único. Nos preparamos para atacar a los aleranos. Vamos a la guerra por las palabras de Atsurak de los sishkrak-ha. Atsurak el Sangriento. —Sus palabras le llamaban a escupir las siguientes y Tavi percibió el desprecio insolente que contenían—. Atsurak el Asesino de Cachorros.
Numerosos gruñidos gorgotearon en las gargantas de decenas de marat lobos, y una vez más llegaron hasta la cima de la colina los aullidos bajos y duros de los lobos gigantes, que se encontraban al pie, fuera de la vista.
Doroga se volvió para encararse con el clan de los lobos, sin apartarse de ellos y sin rastro de temor en su gesto.
—Nuestra ley le otorga el derecho, si nadie da un paso al frente para decir que está equivocado, de retarlo al Juicio de Sangre. —Sus dedos se movieron para señalar a Tavi—. Este alerano afirma que Atsurak está equivocado. Este alerano dice que su pueblo no es enemigo de los clanes.
—Él no forma parte de los clanes —replicó Skagara—. Aquí no tiene voz.
—Está aquí acusado con su pueblo —rebatió Doroga—. Y los acusados tienen voz en el horto.
—Solo si el jefe de los clanes decide que la tienen —contraatacó Skagara—. Yo digo que no. Tú dices que sí. —Entornó los ojos y miró a Hashat—. ¿Qué dice el clan de los caballos?
Solo en ese momento abandonó Hashat su postura relajada en la piedra, se puso en pie y se encaró con Skagara, sin hablar durante un momento, con el viento agitando su melena hacia un lado como si fuera una bandera. Entonces se giró, dio un paso hacia la sombra de Doroga y cruzó los brazos.
—Dejad que hable el muchacho.
Murmullos de excitación se extendieron entre los marat en la cima de la colina.
—Fade —susurró Tavi—, ¿qué está pasando?
Fade negó con la cabeza.
—No lo sé. Cuidado.
Doroga se volvió hacia Tavi.
—Habla según tu creencia, chico del valle —le indicó—. Preséntala ante El Único.
Tavi tragó saliva, echó un vistazo hacia atrás a Fade y entonces se alejó del esclavo, estirándose todo lo que pudo. Miró alrededor del círculo a los marat que lo observaban con expresiones de curiosidad, desprecio, odio o esperanza.
—M… mi pueblo… —empezó. Pero se atragantó y tosió, mientras el estómago le daba tantos vuelcos a causa de los nervios que estaba seguro de que iba a vomitar de nuevo.
—¡Ajá! —escupió Skagara—. Miradle. Demasiado asustado incluso para hablar. Demasiado asustado para presentar sus creencias ante El Único.
Doroga le dirigió al jefe de los lobos una mirada hosca antes de volver a mirar a Tavi.
—Chico del valle, si quieres hablar, ahora es el momento.
Tavi asintió, tragándose el sabor agrio de su boca, y se volvió a enderezar.
—Yo no soy vuestro enemigo —prosiguió. Se le quebró la voz y se aclaró la garganta. Por fin, logró hablar más fuerte y sus palabras resonaron con claridad entre las rocas—. Yo no soy vuestro enemigo. Mi pueblo no ha buscado ninguna pelea con los marat desde antes de mi nacimiento. No sé quién es ese Atsurak, pero si dice que queremos hacer daño a vuestro pueblo, es un mentiroso.
Las palabras resonaron entre las piedras y cayeron entre un silencio extraño y perplejo. El joven alerano miró a Doroga y descubrió que el jefe de los gargantes lo estaba contemplando fijamente con la cabeza ladeada.
—Mentiroso… —Doroga frunció el ceño y bajó la voz hasta un murmullo confidencial—. No creo que Atsurak nos engañe con ninguno de vosotros, si eso es lo que quieres decir. Él no convive con aleranos.
—No —negó Tavi con los nervios revoloteando de nuevo en su estómago—. Pero es un mentiroso. Dice mentiras.
El gargante volvió a parpadear y asintió como si hubiera comprendido de repente. De nuevo levantó la voz.
—Crees que habla equivocadamente.
—Sí —asintió Tavi—. ¡Espera, no! No, no, una mentira es algo muy distinto a una equivocación…
Pero las palabras de Tavi no fueron escuchadas, al estallar un griterío entre los marat en la cima de la colina.
Skagara se puso de pie encima de su piedra y levantó los brazos pidiendo silencio.
—¡Qué lo demuestre! ¡Qué este cachorro alerano pruebe sus creencias ante El Único! ¡Qué se enfrente al Juicio de Sangre con Atsurak y terminemos con esta historia! —Skagara le bufó a Tavi—. Atsurak le abrirá el vientre antes siquiera de que pueda gritar.
—Atsurak no está aquí —replicó Doroga levantando la barbilla—. Yo soy el jefe más antiguo aquí presente. Y por eso es mi deber aceptar el desafío a la postura de Atsurak en su lugar.
Los ojos de Skagara se abrieron de par en par.
—Atsurak no lo aprobaría.
Doroga apretó sus dientes blancos.
—Atsurak no está aquí —repitió—. Yo defenderé su posición como debe hacerse.
Skagara gruñó.
—Está bien. La fuerza de Doroga es bien conocida. Destrozará al alerano en el Juicio de su Clan, como haría Atsurak en el Juicio de Sangre.
—Sí, sería así —reconoció Doroga—, si aceptara el juicio en persona. Pero eso no va a ocurrir.
—Solo tú, Hashat o yo podemos representar a Atsurak —bufó Skagara.
—A menos —replicó Doroga— que invoque el derecho de mi descendiente a representarme en el Juicio ante El Único.
Skagara se quedó mirando jefe de los gargantes con un silencio asombrado.
—Kitai —llamó Doroga—, entra en el horto.
El chico que había herido antes a Tavi en la mejilla apareció nervioso delante de la muchedumbre, procedente de las filas del clan de los caballos, según apreció el muchacho. Doroga también vio de dónde salía y frunció el ceño.
—Ven aquí, cachorro.
Kitai vaciló al borde de las piedras, pero por último entró con rapidez y sus pasos lo llevaron con presteza al lado de la piedra de Doroga.
Doroga puso la mano sobre el hombro de Kitai.
—Te pido que me representes en esto. ¿Aceptas?
Kitai tragó saliva y asintió sin pronunciar palabra.
Skagara rezongó:
—Entonces, marcad el círculo. Que los contendientes se descalcen. Dejemos que la prole de Doroga demuestre la fuerza de su señor. El alerano no es contrincante en un Juicio de Fuerza, ni siquiera para tu cachorro, Doroga.
—El juicio del clan de los gargantes es el Juicio de Fuerza —reconoció Doroga—. Pero Kitai aún no se ha unido a un clan. Y el juicio del clan de los zorros, el clan de la madre de mi cachorro, es el Juicio del Ingenio. Kitai puede competir en cualquiera de ellos. Y yo declaro que el Juicio de los zorros es el que mejor sirve a los intereses de los marat.
Hashat frunció el ceño ante Doroga, como si no lo acabara de comprender del todo, pero aun así dijo:
—Apoyo la opinión de Doroga. Presentemos esta cuestión ante El Único.
—No —escupió Skagara—. El clan de los zorros ya no existe.
Doroga se giró de nuevo hacia Skagara y avanzó un paso hacia el otro hombre. Cerró sus puños con un crujido de nudillos y la mandíbula se mostró prominente al apretarla. Se detuvo al otro lado del estanque, delante del jefe de los lobos, temblando con un esfuerzo visible por contenerse.
—Creo —comentó Hashat en voz baja—, que Doroga cree que estás equivocado, Skagara. Creo que desea presentar el asunto ante El Único en el Juicio de Sangre del clan de los lobos.
Skagara le lanzó una mirada a Hashat y se tambaleó hacia atrás.
—Esto no lo voy a olvidar, Doroga —amenazó con una voz aguda y tensa—. Atsurak tendrá noticia de cómo has pervertido nuestras leyes para favorecer tus propósitos.
—Desaparece de mi vista —ordenó Doroga con una voz baja y terrorífica.
Skagara se retiró atravesando una incómoda muralla de guerreros del clan de los lobos y emprendió el camino de bajada desde la cima de la colina.
Un cuchicheo molesto se propagó entre los espectadores marat, pero Doroga giró en círculo para calmarles.
—Regresad abajo. Hashat y yo organizaremos el juicio. Dejaremos que El Único nos ayude a decidir qué senda debemos tomar.
Los marat se dispersaron de manera pacífica, aunque continuaban las conversaciones muy vivas entre ellos y, aunque parecía que los lobos se retiraban con reservas hacia el pie de la colina, un gran despliegue de colmillos y gruñidos de advertencia alejaron a los que se acercaban demasiado.
Unos momentos después, Tavi y Fade se habían quedado a solas con los tres marat. Doroga movió los hombros para relajarlos y luego soltó un largo suspiro.
—Muy bien —se decidió el jefe de los gargantes—. Hashat, ¿cuál crees que sería un juicio apropiado?
La jefa de los caballos se encogió de hombros.
—Lo habitual en este horto.
Kitai jadeó.
Doroga sonrió.
—Sabes lo que intento hacer.
—El lobo tiene razón en un aspecto. Con esto estás forzando la tradición, si no la ley. Si la fuerzas demasiado, perderás el apoyo de tu clan y del mío. Creo que lo mejor es que a partir de este momento sigas la tradición lo mejor que puedas.
Doroga miró a Tavi y después a Kitai.
—¿Tienen edad suficiente?
Tavi dio un paso al frente.
—Esperad un minuto. Ya he hecho lo que querías que hiciera, Doroga. ¿En qué me estoy metiendo ahora?
Hashat se volvió hacia Tavi.
—Alerano, estás vivo y no te has convertido en comida. Solo por eso deberías dar las gracias a Doroga y callarte.
—No lo creo —replicó Tavi—. Este sitio ha estado a punto de estallar. Me estáis utilizando. Creo que lo más educado sería al menos decirme cómo. Y por qué.
Hashat entornó los ojos y posó una mano sobre la empuñadura del sable, pero Doroga negó con la cabeza.
—No. Tiene razón. —Regresó a su piedra y se sentó pesadamente—. Chico del valle, has aceptado un Juicio de Ingenio con Kitai. El vencedor en el juicio tendrá el favor de El Único en el problema que has planteado.
Tavi frunció el ceño.
—Quieres decir que si gano tendré razón y mi pueblo no será enemigo de los marat.
Doroga asintió con un gruñido.
—Y mi clan y el de Hashat rechazarán el liderazgo de Atsurak, que quiere atacar a tu pueblo.
Los ojos de Tavi se abrieron de par en par.
—Bromeas… ¿Se desvanecería la mitad de la horda de los marat? ¿Así? —Se volvió para mirar a Fade, con el corazón acelerado—. Fade, ¿has oído eso?
—No has ganado el juicio —intervino Kitai escupiendo las palabras—. Ni lo harás.
Doroga le frunció el ceño a su cachorro antes de volverse hacia el alerano.
—Es mi deseo que puedas ganar y así podré retirar a mi pueblo de este conflicto. Pero es posible que no sea el deseo de El Único.
—Sé que no es el mío —recalcó Kitai. El joven marat asintió hacia su padre y después le preguntó a Hashat—: ¿Tu oferta sigue en pie?
La jefa de los caballos miró a Doroga y hacia Kitai y contestó:
—Por supuesto.
Kitai asintió de nuevo y se acercó a Tavi con sus ojos multicolores entreabiertos.
—Ingenio o fuerza, no me importa, alerano. Te venceré. —Y con una mirada furiosa a su padre, se fue colina abajo.
Tavi parpadeó y le dijo a Doroga:
—Pero… pensaba que te quería ayudar.
El marat se encogió de hombros.
—Mi cachorro intentará derrotarte. Como debe ser. Será un buen juicio ante El Único.
Tavi tragó saliva.
—Pero…, ¿un Juicio de Ingenio? ¿En qué consiste?
—Encárgate de que esté preparado —le pidió Doroga a Hashat y se dio la vuelta para emprender el camino de descenso detrás de su cachorro.
Hashat se cruzó de brazos y miró al alerano.
—¿Y bien? —preguntó Tavi—. ¿Qué se supone que debo hacer?
—Irás esta noche para regresar con la Bendición de la Noche del Valle de los Árboles —respondió Hashat con sencillez—. El primero que vuelve con él es el vencedor del juicio. Sígueme. —La marat empezó a bajar la colina con sus piernas delgadas a zancadas largas.
—Bendición de la Noche, Valle de los Árboles. De acuerdo, está bien. —Se dispuso a seguirla, pero se detuvo cuando Fade lo agarró de la camisa. Se dio la vuelta con el ceño fruncido—. ¿Qué ocurre?
—Tavi —dijo Fade—, no lo hagas. Deja que yo me enfrente al juicio.
Tavi parpadeó.
—Hum, Fade… Es un Juicio de Ingenio, ¿recuerdas?
Fade negó con la cabeza.
—Valle de los Árboles. Lo recuerdo.
El muchacho frunció de nuevo el ceño y se volvió hacia Fade.
—¿Qué recuerdas?
—Es como los marat llaman al Bosque de Cera. —Fade miró más allá de Tavi hacia Hashat, que regresaba al campamento, y en su rostro quemado se reflejó una angustia atroz—. Seguramente, uno de vosotros morirá.