25

SER capturado, pensó Tavi, era doblemente malo. Era incómodo y aburrido.

Los marat no pronunciaron palabra, ni con los aleranos ni entre ellos. Cuatro marat habían apoyado las puntas de sus lanzas en los cuellos de Tavi y Fade, mientras que otros dos les habían atado los brazos y las piernas con una cuerda trenzada y resistente. A Tavi le quitaron el cuchillo y el morral para registrarlo y después confiscaron la mochila vieja y desgastada de Fade. Por último, los dos que los habían atado, simplemente los colocaron sobre sus anchos hombros y salieron corriendo con ellos bajo la tormenta.

Después de media hora rebotando contra el hombro del guerrero marat, Tavi sentía el estómago como si hubiera estado dándose barrigazos desde el árbol más alto a orillas del Rillwater. El marat que lo transportaba corría con una agilidad pura y depredadora, moviéndose por el terreno con un ritmo que devoraba la distancia. Saltó por encima de un arroyo y sobre una fila de arbustos sin que el peso de su prisionero fuese ningún inconveniente.

Tavi intentó descubrir en qué dirección iban, pero la oscuridad, la tormenta y su posición forzada (en su mayor parte boca abajo) lo hizo imposible. La lluvia se convirtió en un granizo fuerte y punzante, que casi lo cegaba por completo. El viento seguía aumentando y se volvía más frío, y Tavi podía ver a los manes del viento moviéndose en la tormenta, salvajes e inquietos. Ninguno de ellos se acercó a la partida de guerreros marat.

Trató de determinar su posición por las formas del terreno que veía correr bajo su nariz, pero la tormenta empezó a bañarlo con una capa blanca y monótona. No tenía manera de orientarse por el tipo de rocas o tierra que veía a sus pies, no podía guiarse por las estrellas, ni orientarse por las formaciones del terreno. Lo siguió intentando durante una hora más, hasta que se rindió porque era inútil.

Eso lo dejó con una única cosa en la que pensar: el miedo.

Los marat los habían capturado a Fade y a él. Aunque su apariencia era similar a la de los aleranos, en realidad no eran humanos, y nunca mostraron el más mínimo deseo de serlo, sino que continuaban siendo unos salvajes primitivos que devoraban a los enemigos caídos en combate y se apareaban con bestias. Aunque no conocían el artificio de las furias, lo podían igualar gracias a sus capacidades atléticas, una osadía que era más locura que virtud. Su enorme población vivía en las extensiones desconocidas de las tierras salvajes situadas tras el lado oriental de la última fortificación de las legiones: Guarnición.

Cuando la horda marat penetró en el valle, matando al príncipe y aniquilando su legión hasta el último hombre, solo los pudieron expulsar los grandes refuerzos enviados desde el resto de Alera, tras varios combates enconados y sangrientos. Ahora habían regresado, probablemente para atacar en secreto, y Tavi los había visto y conocía sus propósitos.

¿Qué le iban a hacer?

Tragó saliva y se intentó convencer de que el ritmo acelerado de su corazón era consecuencia de la paliza que estaba recibiendo sobre el hombro de su captor, en lugar del terror silencioso que había anidado en su interior y que iba creciendo lentamente con cada zancada.

Una eternidad más tarde, el marat fue reduciendo poco a poco el ritmo de la carrera hasta detenerse. Gruñó algo en una lengua rápida y gutural, y bajó a Tavi del hombro; tras dejarlo en el suelo, puso firmemente un pie desnudo y manchado de barro sobre su cabello. Le cubrió la boca con las manos y dejó escapar algo que semejaba una tos baja y gutural, un sonido que parecía imposible que surgiera de un pecho de tamaño humano.

Un sonido similar de respuesta llegó desde los árboles y entonces el suelo tembló cuando unas formas grandes y pesadas, oscuras bajo la tormenta y la noche, se les acercaron. Tavi reconoció el olor antes de poder vislumbrar la silueta exacta de las criaturas: gargantes.

El marat que había cargado con Tavi, evidentemente el jefe del grupo, le dio una palmada en el lomo al toro más cercano, y la gran bestia se arrodilló con una delicadeza poderosa, con los dientes ocupados en rumiar varios kilos de hierba. Su captor habló a los demás del grupo y levantó de nuevo a Tavi. El muchacho miró a su alrededor y vio que otro marat cogía a Fade.

El salvaje lo cargó bajo el brazo mientras ponía el pie en la articulación de la pata delantera del gargante y con un salto subía al lomo arqueado de la gran bestia, donde se acomodó en una especie de silla de montar, que consistía en una esterilla pesada tejida con las mismas cuerdas bastas que ataban a Tavi y que estaban fabricadas con pelo del propio animal.

Colocó al chico boca abajo sobre la esterilla y dispuso varias cuerdas más alrededor del muchacho con la misma facilidad con la que un arriero coloca la carga. Tavi miró al marat. Tenía unos rasgos anchos, desagradables, y sus ojos eran de un marrón muy oscuro. Aunque no era tan alto como su tío, sus hombros y el pecho harían que Bernard pareciera escuálido en comparación, y bajo la piel se movían bloques de músculos poderosos. Su cabello basto y sin color definido iba peinado hacia atrás y recogido en una trenza. Él bajó la mirada hacia Tavi mientras lo terminaba de acomodar sobre el gargante, y la bestia se empezó a levantar sin ninguna señal aparente de su jinete. El marat sonrió mostrando unos dientes anchos, blancos y cuadrados. Murmuró algo en la misma lengua y los del grupo dejaron escapar carcajadas duras y rasposas, mientras montaban en sus gargantes.

Las grandes bestias se pusieron en pie y partieron con un trote rápido, formando una sola fila, de manera que sus grandes zancadas avanzaban por el terreno a gran velocidad, regulares e incansables como las estrellas en el cielo. El muchacho solo podía vislumbrar la silueta de Fade, atado en el gargante que seguía al que lo llevaba a él. Sonrió y deseó poder estar al menos con el esclavo. Lo más seguro era que Fade estuviera aterrorizado, siempre lo estaba.

Avanzaron durante un tiempo que Tavi difícilmente podía calcular, teniendo en cuenta que iba atado boca abajo y que veía poco más que una pata del gargante y el suelo blanco a causa de la nieve que pasaba por debajo. Un silbido grave y repentino rompió la monotonía. Tavi se esforzó en mirar hacia el origen del sonido y después a su captor. El marat movió su peso ligeramente hacia atrás y el gargante fue reduciendo la zancada poco a poco, hasta llegar al final a una parada lenta y pesada.

El marat no esperó a que se arrodillase el gargante, sino que bajó por una cuerda trenzada que disponía de nudos cada dos palmos y que colgaba de la silla, mientras respondía con otro silbido bajo.

De la oscuridad surgió otro marat joven, de espaldas anchas y pecho poderoso, jadeando, como si hubiera estado corriendo. A Tavi le pareció que su expresión era enfermiza, incluso asustada. Habló en la lengua gutural de los marat y el captor de Tavi colocó la mano sobre el hombro del recién llegado y le obligó a repetir lo dicho.

Cuanto terminó, el captor de Tavi emitió un silbido corto y otro marat del final de la fila de gargantes bajó de su silla y trajo consigo lo que Tavi reconoció como una antorcha apagada y una caja de yesca de fabricación alerana. El marat se arrodilló, sostuvo la antorcha entre los muslos, con una piedra hizo saltar chispas de la yesca y encendió la antorcha. Se la pasó al captor de Tavi, que mantenía la mano en el hombro del marat joven y le hizo una señal de asentimiento.

Tavi vio cómo el joven marat conducía a su captor hacia una forma vaga en la nieve. Podía ver poca cosa, excepto que la nieve que la cubría estaba manchada de rojo. El marat dio unos pocos pasos. Después, algunos más. Aparecieron más bultos en el suelo.

El estómago de Tavi le dio un vuelco con el lento choque que supuso para él procesar lo que estaba viendo. Eran personas: los marat estaban caminando entre personas tiradas en el suelo, personas muertas hacía tan poco que su sangre seguía manchando la nieve recién caída. El chico levantó la mirada y creyó ver que la luz de la antorcha del marat se reflejaba en el agua, no muy lejos. El lago.

Aldoholt.

Tavi contempló cómo el marat corría describiendo velozmente un círculo y la luz de la antorcha iluminó en cierto momento la muralla inclinada de la explotación. Los cuerpos yacían en una línea que partía de las puertas del recinto, uno a uno, como si sus habitantes hubiesen realizado un último esfuerzo por salir corriendo y hubieran sido derribados uno por uno y rematados en la nieve.

Tragó saliva. Sin duda, sus vecinos estaban todos muertos. Personas a las que conocía, con las que había reído, con las que se había disculpado… personas a quienes conocía, asesinadas y destrozadas. Se le contrajo el estómago, se sintió indispuesto, e intentó inclinarse hacia el lado del animal para vomitar en el suelo en lugar de hacerlo sobre la silla del gargante.

El jefe de los marat regresó, pero le había pasado la antorcha al más joven. En cada mano llevaba algo indefinido y pesado, que Tavi no pudo identificar hasta que el salvaje se acercó al gargante.

El jefe marat levantó aquello hacia la luz de las antorchas y emitió otro silbido bajo dirigido a sus hombres. La luz del fuego iluminó las cabezas cortadas de lo que parecían un lobo gigante y un moa con los ojos vidriosos. Parecía que los residentes de la explotación no eran los únicos que habían muerto, y Tavi sintió una oleada pequeña e impotente de venganza satisfecha. Escupió hacia el jefe marat.

Este último levantó la mirada hacia él con la cabeza ladeada, después se volvió hacia el más joven y dibujó una línea que le cruzó la garganta. El más joven aplastó la llama de la antorcha en la nieve y la apagó. El jefe marat dejó caer las cabezas y se encaminó con rapidez hacia la cuerda con nudos para regresar a la silla de montar. Se giró hacia Tavi y lo miró durante un momento, antes de inclinarse y tocar un lugar en la silla que Tavi había manchado cuando vomitó.

El marat levantó la punta del dedo hasta la nariz, la arrugó y pasó la mirada desde el muchacho a los bultos silenciosos y ensangrentados en la nieve. Asintió con expresión lúgubre y entonces cogió una cantimplora de cuero que iba colgada de la silla, se volvió hacia Tavi y sin mayores miramientos se la metió en la boca y apretó para que saliera agua a presión.

Tavi se atragantó y escupió, mientras el marat retiraba la cantimplora y asentía. Después, volvió a colgarla de la silla y soltó otro silbido bajo. La fila de gargantes se puso en marcha y el marat joven saltó para montar detrás de otro jinete a lo largo de la fila.

El chico miró hacia atrás y descubrió que su captor lo estaba estudiando con el ceño fruncido. El marat apartó la vista y se volvió a mirar la explotación, con inquietud en sus rasgos anchos y feos, quizá preocupado. Después devolvió su atención a Tavi.

Tavi sopló para apartarse el cabello de los ojos y preguntó con voz temblorosa:

—¿Qué diantre estás mirando?

Las cejas del marat se alzaron y una vez más la sonrisa de dientes anchos apareció brevemente en su rostro. Su voz surgió como un murmullo de barítono.

—Te miro a ti, chico del valle.

Tavi parpadeó.

—¿Hablas la lengua de Alera?

—Un poco —respondió el marat—. Llamamos a tu lengua la lengua del comercio. A veces comerciamos con tu pueblo. Comerciamos entre nosotros. Cada clan tiene su propia lengua. Entre clanes hablamos en comercio. Hablamos alerano.

—¿A dónde nos lleváis? —preguntó Tavi.

—Al horto —respondió el marat.

—¿Qué es un horto?

—Tu pueblo no tiene palabra.

Tavi negó con la cabeza.

—No entiendo.

—Tu pueblo no lo hace nunca —replicó sin malicia—. Nunca lo intentan.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho.

El marat se volvió hacia el camino que se extendía delante de ellos y se agachó indiferente para eludir una rama baja. El gargante se movió un poco hacia un lado, al mismo tiempo que lo hacía su jinete, y la rama pasó a menos de la anchura de un dedo del marat.

—Soy Tavi.

—No —replicó el marat—. Tú eres alerano, chico del valle.

—No, quiero decir que me llamo Tavi. Así me llaman.

—Que te llamen de una manera no te convierte en otra cosa, chico del valle. A mí me llaman Doroga.

—Doroga. —Tavi frunció el ceño—. ¿Qué nos vais a hacer?

—¿Haceros? —El otro, a su vez, también frunció el ceño—. Mejor no pensar en eso por ahora.

—Pero…

—Chico del valle, cállate. —Doroga lanzó una mirada en dirección a Tavi con unos ojos oscuros y amenazantes. Tavi tembló al verlo y le recorrió un escalofrío. Doroga gruñó y asintió—. Mañana es mañana —dijo mientras apartaba la mirada—. Esta noche estás en mi poder. Esta noche no irás a ningún sitio. Descansa.

Después de eso guardó silencio. Tavi lo miró largamente, y después pasó un rato más moviendo las muñecas atadas, intentando aflojarlas un poco para intentar huir. Pero solo consiguió que las cuerdas se apretaran aún más, cortándole las muñecas y provocándole dolor y un escozor constante. Así que se rindió después de retorcerlas durante varios minutos.

Tavi se dio cuenta de que el granizo había dado paso a una nieve pesada y húmeda, y de que era capaz de levantar un poco la cabeza para mirar a su alrededor. No podía identificar dónde se encontraban, aunque unas siluetas lejanas que vio de soslayo en las sombras le cosquilleaban en la memoria. Supuso que debían de estar en algún punto más allá del lago y de Aldoholt, pero no se podían dirigir a ningún otro lugar que no fuera Guarnición, la única entrada y salida al final del valle.

¿Lo era?

Tenía la espalda y las piernas empapadas y heladas, pero poco después de ser consciente de ello, Doroga lo volvió a mirar, sacó una sábana de tejido alerano de la alforja y la colocó sobre Tavi, cubriéndole también la cabeza.

Tavi apoyó la cabeza en la esterilla de la montura y se dio cuenta inopinadamente de que el material usado para su confección, el pelo trenzado de gargante, conservaba bastante bien la temperatura, y en cuanto el marat le puso encima la sábana empezó a entrar en calor.

Eso, junto con el paso suave y constante del animal, fue demasiado para Tavi en su estado de agotamiento. Se durmió en algún instante de lo más profundo de la noche.

Se despertó envuelto en sábanas. Se sentó, parpadeó varias veces y miró a su alrededor.

Se encontraba en una tienda extraña. Estaba construida con palos largos y curvados colocados en círculo, unidos en el extremo superior a otro palo central, y por encima de esa estructura se extendía una cubierta de cuero. Podía oír el viento en el exterior, a través de un agujero en el techo de la tienda, por el que también entraba un poco de la pálida luz del sol invernal. Se frotó la cara y vio a Fade sentado en el suelo a su lado, con las piernas cruzadas, las manos en el regazo y una mueca extraña en la cara.

—Fade —lo llamó Tavi—. ¿Estás bien?

El esclavo levantó la mirada, vacía durante un momento, y después asintió.

—Problemas, Tavi —comentó por último con tono muy serio—. Problemas.

—Lo sé —reconoció el muchacho—. No te preocupes. Encontraremos una forma de salir de esta.

Fade asintió, mirando a su compañero con ojos expectantes.

—Bueno, no ahora mismo —aclaró, después de un momento de indecisión—. Al menos me podrías ayudar a encontrar una manera de librarnos de esto…

El esclavo mostró una expresión ausente cuando lo miró, y después frunció el ceño.

—Los marat comen aleranos.

Tavi tragó saliva.

—Lo sé, lo sé. Pero si nos fueran a comer no nos habrían dado sábanas y un lugar donde dormir. ¿De acuerdo?

—Quizá les guste la comida caliente —replicó Fade lúgubre—. Comida cruda.

El chico se lo quedó mirando fijamente.

—Eso es ayuda suficiente, Fade —reconoció Tavi—. Levántate. Quizá no haya nadie vigilando y podamos escabullirnos.

Ambos se pusieron en pie. Tavi no se había acabado de acercar al faldón de la tienda para mirar afuera cuando se abrió, dejando pasar una oleada de luz pálida que atravesó un marat joven y delgado, vestido con una larga túnica de cuero. Llevaba el cabello recogido en una trenza idéntica a la de Doroga, aunque su cuerpo era bastante más esbelto y sus rasgos, más finos y marcados. Los ojos del joven contenían un remolino irisado de colores, en lugar del marrón oscuro de los de Doroga, y los abrió mucho al verlos, como si estuviera sorprendido, y de inmediato una daga afilada de piedra negra apareció en su mano y se dirigió contra el rostro del muchacho.

Tavi se echó hacia atrás con rapidez suficiente para salvar sus ojos, pero no para evitar un dolor repentino y urente en el pómulo. El muchacho soltó un chillido, mientras Fade lloriqueaba y le tiraba frenético de la camisa, arrastrándolo hacia atrás y hacia el suelo.

El marat parpadeó, sorprendido, y después les preguntó algo en su lengua gutural, con un tono agudo y, según le pareció a Tavi, algo nervioso.

—Lo siento —respondió el chico—. Hum… No te entiendo. —Desde el suelo le enseñó al marat sus manos desnudas e intentó esbozar una sonrisa, aunque supuso que debió de parecer bastante enfermiza—. Fade, me estás pisando la manga.

El joven marat frunció el ceño, bajando un poco el cuchillo, y preguntó algo más, esta vez en una lengua que sonaba diferente. Pasó su mirada de Tavi a Fade y torció el gesto con asco al reparar en las cicatrices de este último.

El alerano negó con la cabeza, mirando al esclavo, que desplazó el pie y ayudó con cautela a Tavi a incorporarse, mientras vigilaba al joven marat con los ojos muy abiertos.

El faldón de la tienda se abrió de nuevo y entró Doroga. Se quedó inmóvil durante un momento, contemplando la cara de Tavi. El marat corpulento gruñó algo en un tono que el joven prisionero reconoció muy bien, por cuanto normalmente se lo oía a su tío cuando se había metido en algún lío.

El joven se giró para encararse con Doroga, colocó las manos detrás de la espalda y escondió el cuchillo. El jefe marat frunció el ceño y dijo algo que provocó que al joven se le ruborizaran las mejillas. Este replicó algo, a lo que Doroga respondió con la negativa inconfundible de una bofetada con la mano abierta y la palabra «gnah».

El marat joven alzó la barbilla desafiante, le espetó algo con sequedad y salió de la tienda, situándose fuera del alcance del otro con la velocidad de una ardilla asustada.

Doroga levantó la mano y se acarició un lado de la cara, antes de mirar a Tavi y a Fade. El marat los estudió con sus ojos oscuros y gruñó.

—Mis disculpas por el comportamiento de mi cachorro, Kitai. Me llaman Doroga. Soy el jefe de los sabot-ha, del clan gargante. Vosotros sois aleranos y mis prisioneros. Sois enemigos de los marat y tomaremos vuestra fuerza.

Fade gimoteó y se aferró al brazo de Tavi con tanta fuerza que se le entumeció.

—¿Quieres decir —preguntó el chico, después de un prolongado silencio— que nos vais a comer?

—No es mi deseo —respondió Doroga—, pero ese es el decreto del jefe de clan Atsurak. —Se calló por unos instantes, mirando fijamente a Tavi antes de volver a hablar—. A menos que esta decisión se impugne ante nuestra ley, entregarás tu fuerza a nuestro pueblo. ¿Comprendes?

Tavi no comprendía y negó con la cabeza.

Doroga asintió.

—Escúchame, chico del valle. Los marat nos preparamos para atacar a los aleranos del valle. Nuestras leyes os llaman enemigos. Nadie dice lo contrario. Mientras seas enemigo de los marat, serás nuestro enemigo y os perseguiremos y os capturaremos. —Se inclinó hacia delante para decir, hablando con mucha lentitud—: Mientras nadie diga lo contrario.

Tavi parpadeó también con lentitud.

—Espera —replicó—. ¿Y si alguien dice que no soy un enemigo?

Doroga sonrió, mostrando de nuevo los dientes.

—Entonces —explicó—, tendremos que celebrar un juicio ante El Único y descubrir quién tiene razón.

—¿Y si digo que no somos vuestros enemigos?

Doroga asintió y salió de la tienda.

—Comprendes lo suficiente. Sal fuera, chico del valle. Sal fuera ante El Único.