23

AMARA no había tenido nunca tanto frío.

Nadó en ella; flotó en ella, en la pura oscuridad, helada, tan negra y silenciosa como el vacío. Recuerdos e imágenes bailaban y flotaban a su alrededor. Se vio luchando contra el espadachín. Vio a Bernard de pie y acercándose a ella. Y después el frío, repentino, negro, terrorífico.

«El río —pensó—. Isana ha desbordado el río».

Una pulsera de fuego se ciñó alrededor de su muñeca, pero fue una sensación pasajera. Solo existían la oscuridad y el frío; la pureza ardiente y horrible del frío, que penetraba en ella a través de la piel.

Las sensaciones se desdibujaron y se mezclaron, y oyó gotear el agua y vio el viento frío que soplaba sobre su piel mojada. Oyó a alguien, una voz que le hablaba, pero las palabras no tenían sentido y se amontonaban, demasiado rápidas para que las pudiera comprender. Intentó pedirle a quien le estuviera hablando que lo hiciese más despacio, pero no parecía que su boca le respondiese. Brotaron unos sonidos, pero eran demasiado roncos y ásperos como para representar lo que quería decir.

Los sonidos se alejaron y con ellos, el frío. ¿No más viento? Sintió tierra firme debajo de sí y quedó tendida en ella, definitivamente superada por el cansancio. Cerró los ojos e intentó dormir, pero alguien la zarandeó cuando estaba a punto de caer rendida y la despertó. Percibió una claridad que le trajo un hormigueo molesto y desagradable en las extremidades. Le dolía, y sintió cómo sus ojos se cubrían de lágrimas por la frustración. ¿No había hecho lo suficiente? ¿No había dado ya bastante? Ya había entregado su vida. ¿También debía sacrificar todo lo demás?

La coherencia regresó de pronto y con ella, un dolor tan agudo y desgarrador que perdió el hálito y la voz en el mismo suspiro. Su cuerpo, encogido hasta formar una bola, se tensaba en una serie de convulsiones y espasmos, como si hiciese todo cuanto estuviera en su mano para terminar con el frío que la había llenado. Se escuchó emitiendo gruñidos, sonidos guturales e incoherentes que no podía evitar, como tampoco podía obligar a su cuerpo a enderezarse.

Sabía que estaba tendida sobre una piedra, con las ropas que había robado en Bernardholt empapadas de agua, y también que en la parte exterior de la tela se estaban formando cristales de hielo. A su alrededor se alzaban paredes curvas de piedra basta que habían detenido el aullido del viento. Una cueva. Y un fuego que arrojaba luz y el calor que ocasionó ese dolor punzante que le recorría el cuerpo.

Sabía que se estaba congelando y que se tenía que mover, quitarse la ropa y acercarse al fuego, o de lo contrario se volvería a hundir en el silencio y no saldría nunca más.

Lo intentó.

No pudo.

Entonces sintió miedo. No la ráfaga de excitación o el relámpago del terror repentino, sino un miedo lento, frío y racional. Se tenía que mover para seguir viva. Pero no se podía mover. En consecuencia, no podría vivir.

Esa cruda evidencia era lo que la aguijoneaba, lo que lo hacía real. Se quería mover, estirar el cuerpo, arrastrarse cerca del fuego: cosas sencillas, cosas que podía hacer en cualquier momento. Pero como ahora no podía, iba a morir. Las lágrimas le nublaron la visión, pero surgían con desgana, demasiado vacías del calor de la vida como para calentarla.

Algo se situó entre el fuego y ella, una silueta, y sintió una mano, grande y caliente —benditamente caliente— que descansaba sobre su frente.

—Te tendremos que quitar esa ropa —murmuró Bernard con un tono amable.

Se acercó a ella y sintió que la levantaba como a una niña. Intentó hablarle, ayudarle, pero solo podía permanecer hecha un ovillo, temblar y emitir gruñidos de impotencia.

—Ya lo sé —murmuró—. Solo relájate.

Tuvo que tirar para quitarle las camisas, pero no demasiado, porque le venían muy grandes. Las prendas cayeron como lascas de barro helado, hasta que se quedó solo con la ropa interior. Sentía las extremidades encogidas y arrugadas. Tenía los dedos hinchados.

Bernard la volvió a acostar, cerca del fuego, y su calor la inundó, lo cual le alivió la tensión de los calambres en los músculos y redujo lentamente el dolor que la acompañaba. Comenzó a poder controlar la respiración y disminuyó su ritmo, aunque seguía temblando.

—Ten —le ofreció Bernard—. Estaba mojada, pero la he estado secando desde que pudimos encender el fuego.

La levantó, y un momento después ya tenía puesta la camisa, un poco húmeda pero también caliente por el calor del fuego. No se preocupó en meterle los brazos en las mangas, solo la envolvió en ella como si fuera una sábana, y Amara se acurrucó agradecida.

La joven abrió los ojos y lo miró. Estaba tendida de lado y encogida. Él, sentado sobre los talones, extendía sus manos enormes hacia el fuego, desnudo de cintura para arriba. La luz del fuego jugaba con su oscuro vello pectoral, con los pesados músculos de su cuerpo y marcaba líneas suaves en varias cicatrices antiguas. La sangre se había secado y formaba una línea en su labio, donde lo había partido un golpe del otro estatúder, y la mejilla ya se le había oscurecido a causa de un hematoma, uno más, ya que mostraba otros en las costillas y en el vientre.

—Vos me seguisteis —dijo Amara un momento más tarde—. Me sacasteis del agua.

Él la miró y después devolvió su atención al fuego. Asintió.

—Era lo mínimo que podía hacer. Detuviste al hombre.

—Tan solo unos segundos —replicó ella—. No habría podido oponer resistencia durante demasiado tiempo. Él es un espadachín consumado. De los buenos. Si el río no se hubiera desbordado de su cauce cuando lo hizo…

Bernard movió una mano y negó con la cabeza.

—Ese no. El que disparó la flecha contra Tavi. Salvaste la vida de mi sobrino. —La miró y dijo en voz baja—: Muchas gracias.

Ella sintió cómo se ruborizaba y bajó la mirada.

—¡Oh!, de nada. —Al cabo de unos instantes preguntó—: ¿No tenéis frío?

—Un poco —admitió, haciendo un gesto hacia las numerosas prendas de ropa que estaban extendidas sobre piedras cerca del fuego—. Brutus está intentando introducir un poco del calor en las piedras que están debajo de esas ropas, pero no comprende demasiado bien el concepto de calor. Se secarán dentro de un rato.

—¿Brutus? —preguntó Amara.

—Mi furia. El perro que viste.

—¡Oh! —recordó—. Dejadme intentarlo.

Amara cerró los ojos y le murmuró algo a Cirrus. El aire alrededor del fuego se agitó con pereza y después el humo y las corrientes de calor trepidaron y se desplazaron hacia la ropa. Amara abrió los ojos para inspeccionar el trabajo de Cirrus y asintió.

—Ahora se deberían secar un poco más rápido.

—Gracias —repitió Bernard, y cruzó los brazos para contener sus temblores—. Así que conocías a los hombres que perseguían a Tavi.

—También había otra persona más, una artífice del agua. Vuestra hermana la expulsó del río.

Bernard bufó con una sonrisa en el rostro.

—Seguro. Eso me lo perdí.

—Los conozco —siguió Amara y le contó brevemente todo lo que pudo sobre Fidelias, los mercenarios y sus temores sobre el valle.

—Política. —Bernard escupió al fuego—. Acepté una explotación en este valle porque no quería saber nada de los Grandes Señores. Ni siquiera del Primer Señor.

—Lo siento —se disculpó Amara—. ¿Todo el mundo está a salvo?

Bernard negó con la cabeza.

—No lo sé. Después de la lucha, no puedo presionar demasiado a Brutus. Se está asegurando de que el otro artífice de tierra no nos pueda encontrar. He intentado mirar, pero no he podido localizar a nadie.

—Estoy segura de que Tavi está bien —le animó Amara—. Es un muchacho con muchos recursos.

Bernard asintió.

—Es listo. Rápido. Pero es posible que eso no sea suficiente con esta tormenta.

—Lleva sal —le informó Amara—. La cogió antes de partir.

—Al menos eso es bueno saberlo.

—Y no está solo. Le acompaña el esclavo.

Bernard sonrió.

—No sé por qué mi hermana se lo ha permitido.

—¿Tenéis muchos esclavos?

Bernard negó con la cabeza.

—Solía comprarlos a veces y les daba la oportunidad de ganarse la libertad. No pocas de las familias de la explotación comenzaron de esa manera.

—Pero no le habéis dado esa oportunidad a Fade…

Él frunció el ceño.

—Por supuesto que sí. Fue el primer esclavo que compré cuando levanté Bernardholt. Pero se gastaba el dinero en cosas en vez de ahorrar para el rescate. O hacía alguna estupidez y tenía que pagar los arreglos. Hace años que perdí la paciencia para tratar con él. Ahora está en manos de Isana. Viste esa ropa harapienta y no quiere dejar de llevar ese viejo collar. Es un buen tipo, supongo, y es un calderero y herrero bastante decente. Pero tiene el cerebro de un ladrillo.

Amara asintió y se sentó. El esfuerzo la dejó jadeante y mareada.

La mano de Bernard, cálida sobre su espalda, le ayudó a mantener el equilibrio.

—Tranquila. Debes descansar. Quedar sumergida en el agua de esa manera te puede matar.

—No puedo —reconoció Amara—. Me tengo que poner en marcha y encontrar a Tavi, o al menos avisar al conde en Guarnición.

—Esta noche no vas a ir a ninguna parte —le indicó Bernard, e hizo un gesto con la cabeza hacia la oscuridad a un lado de la caverna en la cual ambos estaban refugiados; Amara pudo oír afuera el aullido del viento—. La tormenta se ha desencadenado y es peor de lo que pensaba. Esta noche no se va a mover nadie.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—Acuéstate —le aconsejó—. Descansa. No tiene sentido que te canses más.

—¿Y vos?

El estatúder se encogió de hombros.

—Estaré bien. —Su mano se apoyó suavemente en el hombro de la joven—. Descansa. Partiremos en cuanto pase la tormenta.

Amara dejó de luchar contra el calor que la estaba invadiendo con un suspiro de alivio, y dejó que la mano de Bertrand la recostase. Sus dedos apretaron un poco y ella pudo sentir su fuerza a través de la piel. La recorrió un escalofrío, que le generaba a la vez una sensación de seguridad y un espasmo repentino de necesidad física y primordial, arremolinada en el vientre y dispuesta a permanecer ahí, y que le provocó la aceleración de sus latidos y de la respiración.

Levantó la mirada y advirtió en su cara que se había dado cuenta de su reacción. Sintió que se ruborizaba de nuevo, pero no desvió los ojos.

—Estás temblando —dijo en voz baja y sin apartar la mano.

Ella tragó saliva.

—Tengo frío —reconoció.

De repente fue muy consciente de sus piernas desnudas, descaradamente expuestas, y las escondió debajo de la camisa (la de Bernard) que él le había puesto encima.

Entonces Bernard se movió, deslizando la mano desde su hombro. Se estiró a su lado, con su pecho contra el hombro de ella, de manera que Amara quedó tendida entre el fuego y él.

—Reclínate sobre mí —sugirió en voz baja—. Solo hasta que entres en calor.

Ella volvió a temblar y se recostó, percibiendo su fuerza y su calor. Sintió la urgencia de rodar sobre el otro lado, de hundir su cara en el hueco que se le formaba a él entre el cuello y el hombro, de sentir su piel contra la suya, de compartir la cercanía, el calor… y a pesar de todo volvió a temblar. Se humedeció los labios.

—¿Te encuentras bien?

—Estoy… —Tragó saliva—. Sigo teniendo frío.

Él se movió. Levantó el brazo, lo pasó por encima de ella, con cuidado pero con firmeza, y la atrajo un poco más hacia sí.

—¿Mejor?

—Mejor —susurró Amara. Giró las caderas y los hombros a fin de poderle ver la cara. Su boca podía respirar de la suya—. Muchas gracias. Por salvarme…

Lo que él estuviera a punto de decir murió en sus labios; sus ojos se fijaron en los de la joven y después, en su boca. Transcurrió un momento de silencio doloroso.

—Deberías dormir —sugirió Bernard.

Amara tragó saliva, sin poder apartar su mirada de la de él y negó con la cabeza. Se acercó hasta que su boca tocó la del hombre, esos labios un tanto ásperos, suaves y cálidos. Podía oler su aroma a cuero y viento fresco, y apreció cómo se arqueaba en el beso, suave y dulce. Él le devolvió el beso, con suavidad, y pudo recibir ligeros rastros del calor de su boca buscando hambrienta la suya, y eso provocó que el corazón le palpitara aún más rápido.

Bernard concluyó el beso y separó su boca de la de ella, con los ojos cerrados. Tragó saliva, movió la garganta y Amara sintió cómo su brazo la apretaba un poco más durante un momento. Entonces abrió los ojos.

—Tienes que dormir —le indicó.

—Pero…

—Estás medio helada y tienes miedo —explicó Bernard en voz baja—. No me voy a aprovechar de eso.

Amara se ruborizó y apartó la mirada.

—Pero, si no… Quiero decir…

Él le puso una mano sobre la cabeza y la llevó suavemente hacia abajo. El otro brazo se desplazó bajo su cabeza, de manera que la mejilla de Amara descansara sobre el brazo y no sobre su barba.

—Descansa —repitió en voz baja—. Duerme.

—¿Estáis seguro? —preguntó, pero a pesar de sus deseos, los ojos se le cerraron y se negaron a abrirse.

—Estoy seguro, Amara —respondió, y su voz sonó como un murmullo leve que, además de escuchar, sintió a su lado—. Duerme. Yo estaré de guardia.

—Lo siento —se disculpó—. No quería…

Sintió cómo se inclinaba sobre ella y apretaba su boca sobre su cabello húmedo.

—Calla. Podemos hablar de esto más tarde, si quieres. Descansa.

Con las mejillas encendidas, Amara se recostó en su calidez y suspiró. El sueño se la llevó antes de que pudiera siquiera volver a respirar.

La despertó la luz. Seguía tendida junto al fuego, pero las ropas que se habían estado secando ahora estaban encima de ella, manteniéndola caliente, excepto la espalda, que en ese momento sentía que se estaba empezando a enfriar. Bernard no estaba a la vista y el fuego se había ido consumiendo, pero en un lado de la pequeña cueva relucía una luz grisácea.

Amara se levantó, se envolvió en las camisas y se encaminó hacia la boca de la cueva. Allí encontró a Bernard, que seguía sin camisa, contemplando el paisaje que brillaba con la luz previa al amanecer y el hielo que cubría todas las superficies y las ramas de los árboles. Granizo mezclado con nieve ocultaba el suelo y lo tapizaba todo de blanco, provocando que los sonidos pareciesen más cercanos y ofreciendo a la tierra el extraño resplandor tamizado de la luz invernal. Amara dedicó solo un momento a contemplar el paisaje y después miró a Bernard. Su expresión era dura, alarmada.

—¿Estatúder? —le preguntó.

Él se llevó un dedo a los labios, con los ojos fijos en algún punto y la cabeza ladeada hacia un lado, como si estuviera escuchando. Entonces sus ojos se dirigieron hacia el sur, hacia los árboles que se alzaban en una zona silenciosa en penumbra, transmitiendo tranquilidad.

—Allí —señaló.

Amara frunció el ceño, pero se acercó, abrazándose un poco más a las capas de ropa para protegerse del frío exterior. El invierno había llegado con fuerza, impulsado por la tormenta. Miró a Bernard y después hacia los árboles que observaba con tanta intensidad.

Lo oyó antes de ver nada: un sonido bajo y ondulante que comenzó a crecer y a acercarse. Le llevó un momento identificar el sonido para definirlo como algo que pudiera reconocer.

Cuervos. El graznido de miles de cuervos.

Tan pronto como empezó a temblar, aparecieron las siluetas negras sobre el cielo que ya anticipaba el amanecer. Procedían de donde miraba Bernard, volando bajo cerca de las copas de los árboles. Cientos de ellos, miles, pasaban por el aire como una sombra viviente, ennegreciendo el cielo; volaban hacia el norte y el este, sobre el valle de Calderon, y se desplazaban con una seguridad asombrosa, con un propósito.

—Cuervos —susurró Amara.

—Lo saben —comentó Bernard—. Oh, furias. Siempre lo saben.

—¿Lo saben? ¿Qué es eso que saben? —suspiró Amara.

—Dónde encontrar muertos —dejó escapar una respiración trémula—. Huelen la batalla.

Amara abrió mucho los ojos.

—¿Vuelan hacia Guarnición?

—Tengo que encontrar a Tavi e Isana, y regresar a la explotación —murmuró Bernard.

Ella se giró hacia él y le cogió el brazo.

—No —se negó—. Necesito vuestra ayuda.

El estatúder negó con la cabeza.

—Mi responsabilidad es para con mi casa. He de volver a ella.

—Escuchadme —le rogó—. Bernard, necesito vuestra ayuda. No conozco este valle. No conozco los peligros. Temo moverme por el aire a plena luz del día, e incluso si consiguiese llegar sola hasta el conde, es posible que no me escuchara. Necesito que me acompañe alguien a quien conozca. Tengo que conseguir que reaccione ante esto con toda la fuerza que pueda… si existe alguna posibilidad de proteger el valle.

Bernard negó con la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver conmigo.

—¿Tendrá algo que ver con vos cuando una horda marat ataque Bernardholt? Decidme, ¿creéis que vuestra gente y vos seréis capaces de rechazarlos?

Él la miró dubitativo.

Amara siguió presionando.

—Bernard. Estatúder Bernard. Vuestro deber está con vuestro pueblo. La única forma de protegerlo es alertar a Guarnición y movilizar las legiones. Me podéis ayudar a conseguirlo.

—No lo sé. Mira, Gram es un cabrón viejo y testarudo. No le puedo decir que he visto a los marat en el valle. No lo recuerdo. Su artífice del agua se lo dirá.

—Pero le podéis explicar lo que habéis visto —insistió Amara—. Le podéis decir que me apoyáis. Si tengo vuestro apoyo, tendrá que tomarse en serio mis credenciales como cursor. Él tiene la autoridad de llevar a Guarnición la fuerza de una legión para proteger el valle.

Bernard tragó saliva.

—Pero Tavi no tiene a nadie que cuide de él. Y mi hermana… no estoy seguro de que haya podido superar esta pasada noche.

—¿Estarán mejor si los marat exterminan a todo el mundo en el valle de Calderon?

Bernard apartó la mirada y se concentró en los cuervos que seguían pasando por el aire.

—¿Crees que alguien está vigilando el aire? —gruñó.

—Hay una centuria completa de caballeros estacionados en Guarnición —respondió Amara—. Con un par de cohortes de infantería como apoyo pueden resistir a una docena de hordas. Creo que quien haya organizado todo esto tiene planeado atacarles y destruirlos antes de la llegada de los marat.

—Los mercenarios —sugirió Bernard.

—Sí.

—Entonces, es posible que haya más gente que intente evitar que lleguemos a Guarnición. Asesinos profesionales.

Amara asintió en silencio, mirándole a la cara.

Bernard bajó los párpados.

—Tavi… —Se quedó en silencio durante un largo rato antes de abrir los ojos—. Isana. Los voy a dejar solos en medio de este caos.

—Lo sé —reconoció Amara en voz baja—. Lo que os estoy pidiendo es terrible.

—No. No. Es el deber. Te ayudaré.

Ella le apretó el brazo.

—Gracias.

El estatúder la miró.

—No me des las gracias —le recriminó—. No lo hago por ti.

Aun así, cubrió la mano de Amara con la suya y la acarició.

Ella tragó saliva.

—Bernard. La pasada noche… Lo que dijisteis… Teníais razón. Estoy asustada.

—Yo también —admitió. Le soltó la mano y entró de nuevo en la cueva—. Vamos a vestirnos y nos pondremos en marcha. Tenemos un camino muy largo por delante.