22

FIDELIAS se puso en pie y se alejó de las aguas heladas del río enfurecido, aferrándose con fuerza a la rama del árbol que había conseguido alcanzar con los dedos helados. Se sentía entumecido y el corazón le palpitaba con dificultad ante la impresión del agua gélida. El frío le atraía con una caricia lenta y seductora, animándolo a hundirse en el agua, a relajarse y dejar que los problemas se diluyeran en la oscuridad. Pero en vez de dejarse ir, se aferró a la siguiente rama más alta y sacó el cuerpo del agua. Se detuvo por un momento, tembloroso, intentando recuperar la concentración mientras la tormenta de furias rugía a su alrededor y el viento azotaba su ropa empapada.

Resolvió que lo bueno de la inundación y del agua helada era que ahora ya no podía sentir los cortes en los pies. Había hecho todo cuanto pudo para ignorarlos mientras recuperaba los caballos, pero las piedras y los arbustos no tuvieron piedad con su piel. Dedujo que la mujer, la artífice del agua, los había estado vigilando desde el principio. Fue muy astuta al quitarle las botas de aquella forma. Había estado planeando la huida del muchacho y la manera de dificultar la persecución.

Fidelias se apoyó en el tronco y esperó a que bajaran las aguas. Lo hicieron con rapidez, lo cual demostraba que la inundación había sido más un artificio deliberado que un acontecimiento natural. Meneó la cabeza. Odiana les debería haber avisado, pero era posible que la hubieran superado. Los lugareños no eran meros aficionados en el artificio de las furias: llevaban conviviendo desde hacía años con las del lugar. Las conocían y eran capaces de usarlas con mucha más efectividad que incluso un artífice del nivel del propio Fidelias. El estatúder, por ejemplo, había sido formidable. En un enfrentamiento directo y justo, Fidelias no estaba seguro de poder superar al hombre. Por tanto, lo mejor era asegurarse de que en cualquier encuentro futuro con aquel tipo quedara descartada la posibilidad de que se diera un combate justo.

Aunque, en general, esa era siempre la política de Fidelias.

Cuando las aguas regresaron al cauce original del río, bajó del árbol, sonriendo al pisar el suelo. Las rachas de viento habían aumentado desde que las impulsaba la tormenta, de manera que sobrevivir en ellas era en aquel momento la máxima prioridad. Se arrodilló junto al tronco del árbol apoyando la mano ligeramente en el suelo empapado y llamó a Vamma.

La furia le respondió de inmediato, y luego desapareció en la profundidad de la tierra durante un rato antes de volver a su lado. Fidelias hizo un cuenco con las manos y Vamma regresó con lo que le había enviado a buscar: un puñado de cristales de sal y un pedernal.

Fidelias guardó el pedernal en un bolsillo y la sal en el morral, conservando algunos cristales en la mano. Entonces se incorporó, dándose cuenta de la lentitud con la que le respondía el cuerpo, y movió la cabeza temblando. El frío lo podía matar, si no conseguía calentarse con rapidez. Ya en pie, envió a Etan a buscar señales de sus compañeros, y a Vamma a través del terreno circundante a detectar rastros de movimiento. Si los lugareños, ya fueran los de Bernardholt o los otros con los que estaban luchando, se encontraban cerca de allí, no iban a sentir demasiados escrúpulos en terminar el trabajo que había empezado la artífice del agua.

Tuvo que arrojar un puñado de sal contra uno de los manes del viento que se le aproximó demasiado mientras esperaba el regreso de sus furias. No tardaron mucho. Etan apareció al cabo de un momento y lo condujo, a través de la tormenta cegadora, a lo largo del curso del Rillwater.

A varios cientos de metros río abajo, Fidelias encontró a Aldrick. El espadachín yacía en el suelo, inmóvil, con los dedos cerrados alrededor de la empuñadura de su espada, hundida hasta la cruz en el tronco de un árbol. Parecía que había conseguido evitar que la inundación lo arrastrase, pero no contó con la amenaza de los elementos. Fidelias comprobó el pulso en el cuello del hombre y lo acabó encontrando, fuerte pero lento. Tenía los labios azules por el frío. Si el espadachín no entraba en calor pronto, moriría.

Consideró por unos momentos si tendría que dejar que ocurriera. Odiana seguía siendo un factor desconocido y mientras estuviera con Aldrick era difícilmente atacable. Sin el espadachín, Fidelias la podría eliminar a placer, y si tenía suerte, quizá la muerte de Aldrick la desequilibraría por completo.

Luego, sonrió y negó con la cabeza. Aldrick podía ser arrogante e insubordinado, pero su lealtad a Aquitania era incuestionable y era un recurso valioso. Además, a Fidelias le gustaba trabajar con él. Era un profesional y comprendía las prioridades de las operaciones de campo. Fidelias, como su comandante, le debía cierta lealtad y protección. Aunque a largo plazo quizá resultara conveniente, no podía permitir que la muerte del espadachín se convirtiese en una carga.

Se tomó un momento para extraer fuerza de la tierra, que lo inundó como una crecida repentina. Desclavó la espada del tronco del árbol y retiró los dedos de Aldrick de la empuñadura. Después, levantó al desvanecido Espada y se lo colocó sobre el hombro. Su equilibrio se tambaleó peligrosamente y se detuvo un instante para respirar profundamente y recuperarse antes de coger la espada desnuda y darse la vuelta, con Aldrick, para alejarse del río y de los terrenos inundados cercanos a su curso.

Vamma formó un refugio en la ladera rocosa de una colina y Fidelias se agachó para entrar en él y alejarse de la tormenta. Etan proporcionó leña y Fidelias consiguió prender fuego a un montón de cortezas usando el pedernal y la espada de Aldrick. Poco a poco fue aumentando el fuego, hasta que el interior del refugio creado por la furia se comenzó a caldear y adquirir un aspecto acogedor.

Se recostó contra la roca, cerró los ojos y volvió a hacer encargos a Vamma y Etan. Aunque estaba cansado, tenía algo pendiente. Permaneció en silencio durante largo rato, dejando que las furias reunieran información sobre todos aquellos que se movían en la tormenta salvaje que rugía en el exterior.

Cuando volvió a abrir los ojos, Aldrick estaba despierto y lo miraba.

—Me has encontrado —afirmó.

—Sí.

—La espada no es demasiado buena contra un río…

—Mmmm.

Aldrick se sentó y se masajeó la nuca con una mano, con un gesto de dolor y recuperación gracias a la resiliencia de su artificio… y a su juventud, pensó Fidelias. Él ya no era joven.

—¿Dónde está Odiana?

—Aún no lo sé —respondió Fidelias—. La tormenta representa un peligro considerable. Hasta el momento he encontrado a dos grupos en movimiento y creo que al menos hay uno más que por ahora aún no he conseguido localizar.

—¿En cuál de ellos se encuentra Odiana?

Fidelias se encogió de hombros.

—Uno se dirige hacia el noreste y otro hacia el sureste. Creo que percibo algo más directamente al este de aquí, pero no estoy seguro.

—Al noreste no hay nada —replicó Aldrick—. Quizá una de las explotaciones. Y al sureste de aquí ni siquiera hay eso. Se llega al Bosque de Cera y a las llanuras del otro lado.

—Y al este se encuentra Guarnición. Lo sé.

—La han capturado, o se habría quedado cerca de mí.

—Sí.

Aldrick se puso en pie.

—Tenemos que descubrir en qué grupo se encuentra.

Fidelias negó con la cabeza.

—No, no haremos tal cosa.

El espadachín entornó los ojos.

—Entonces, ¿cómo se supone que la vamos a encontrar?

—No la buscaremos —respondió Fidelias—. No hasta que hayamos concluido la misión.

Aldrick se quedó callado durante varios segundos. El fuego crujió y crepitó.

—Voy a fingir que no has dicho eso, anciano —masculló por fin.

Fidelias lo miró.

—Aquitanius te asignó esta misión personalmente, ¿verdad?

Aldrick asintió.

—Has sido su mano derecha durante la mayor parte de la operación. Conoces todos los detalles. Eres el que ha entregado el dinero y el que ha decidido la logística. ¿Sí o no?

—¿Dónde quieres ir a parar?

—¿Qué crees que ocurrirá si falla la misión? ¿Y si Aquitanius corre el peligro de ser descubierto? ¿Crees que te guiñará el ojo, te dará una palmadita en la espalda y te pedirá que no lo menciones donde lo pueda oír nadie? ¿O crees que se asegurará de que nadie encuentre tu cuerpo y mucho menos averigüe todo lo que sabes de sus planes?

Aldrick se lo quedó mirando fijamente, apretó las mandíbulas y apartó la mirada.

Fidelias asintió.

—Terminaremos la misión. Detendremos a cualquiera que trate de avisar al conde local, enviaremos a los Lobos del Viento y soltaremos a los marat. Después de eso, encontraremos a la chica.

—¡A los cuervos con la misión! —escupió Aldrick—. La voy a buscar.

—Ah, ¿sí? —preguntó Fidelias—. ¿Y cómo lo vas a hacer? Tienes muchas habilidades, Aldrick, pero no eres un rastreador. Te encuentras en unas tierras desconocidas, con furias extrañas y unos lugareños hostiles. En el mejor de los casos, merodearás por ahí perdido como un idiota. En el peor, te matarán los lugareños o los marat cuando ataquen. Y entonces, ¿quién encontrará a la chica?

Aldrick resopló, paseando de un lado a otro en el espacio reducido del refugio.

—¡Qué os lleven los cuervos! —bufó—. ¡A todos vosotros!

—Suponiendo que la chica siga viva —añadió Fidelias—, es bastante capaz. Si la han capturado, estoy seguro de que se las apañará para sobrevivir por sí misma. Otórgale al menos el beneficio de la duda. En un par de días, como muy tarde, saldremos en su busca.

—Dos días —advirtió Aldrick. Inclinó la cabeza y gruñó—. Entonces, será mejor que empecemos. Ahora. Detendremos a los mensajeros que pretenden llegar al conde y después iremos a por ella.

—Siéntate. Descansa. Hemos perdido los caballos en la inundación. Al menos hemos de esperar hasta que haya escampado la tormenta.

Aldrick se hartó de guardar la distancia que les separaba y de golpe puso en pie a Fidelias, mirándolo de hito en hito con ojos aviesos.

—No, anciano. Nos vamos ahora. Encuentra sal, saldremos a la tormenta y acabaremos con este asunto. Después me llevarás con Odiana.

Fidelias tragó saliva y mantuvo una expresión calculadamente neutral.

—¿Y después de todo eso?

—Después mataré a todo el que se interponga entre ella y yo —respondió Aldrick.

—Sería más seguro si…

—Me importa un bledo la seguridad —le cortó Aldrick—. Estamos perdiendo el tiempo.

Fidelias observó la tormenta en el exterior del refugio. Le dolían las articulaciones, que se quejaban por los excesos a los que ya las había sometido. Le ardían los pies alrededor de los cortes con un escozor lento y constante. Miró a Aldrick. Los ojos del Espada brillaban con dureza y frialdad.

—De acuerdo —aceptó al fin—. Vamos a buscarlos.