AMARA intentó controlar los latidos frenéticos de su corazón y relajar la respiración. Cirrus giraba y se movía bajo sus pies, aunque para ella el aire que pisaba era casi tan sólido como el suelo. Aun así, los esfuerzos de la furia del viento la movían ligeramente de un lado a otro, arriba y abajo, lo cual le imposibilitaría disparar si no lograba estar tranquila y concentrada.
El dolor del tobillo y el brazo heridos, aunque mitigado por los cuidados de Isana, no había remitido. Probó la potencia del arco y la sintió en su brazo izquierdo, que sostenía el pesado arco de madera. No lo podría sostener durante mucho tiempo, lo que no resultaba sorprendente porque probablemente fue construido teniendo como referencia los músculos del enorme estatúder.
Temblando, e incapaz de apuntar durante demasiado tiempo, tendría que esperar hasta que el enemigo estuviera cerca antes de poder disparar, y el espadachín era al primero a quien tendría que eliminar. Nunca lo podría derrotar con la espada que llevaba encima. Su experiencia y su artificio con la furia lo convertían en un arma viviente, imbatible para alguien que no tuviera sus mismas habilidades.
Si tenía tiempo, Fidelias sería el blanco siguiente. Cirrus podía derrotar la formidable habilidad con el arco de su antiguo maestro, reforzada por su artificio de la madera. Sin embargo, su artificio de la tierra le daba una fuerza que no podría igualar. Bastaría con esto último para destruir sus defensas y derrotarla, en ausencia de otros factores. Incluso con Cirrus dando velocidad a sus golpes, solo alguna vez llegó a igualarle con la espada.
La espada la utilizaría con la bruja del agua, aunque Amara también quedaría satisfecha si le podía disparar. Si bien en el cuerpo a cuerpo no era una amenaza tan grande como los otros dos, no dejaba de ser peligrosa. Amara podría centrar toda su atención en derrotar a la mujer, pero no lo lograría si esta conseguía recorrer la distancia que las separase. Y si la llegaba a tocar, Amara estaba sentenciada a muerte. Con todo, de los tres, era la única a la cual podía superar con la espada.
Escasas opciones, pensó. Un plan muy pobre. No era probable que pudiese disparar una segunda flecha, suponiendo que la primera acabara con Aldrick ex Gladius, el hombre que se había enfrentado a los guerreros vivos más hábiles —¡al propio Araris!— y los había derrotado, o por lo menos, seguía vivo para contarlo. Pero si les permitía que atraparan al muchacho, lo matarían, y el chico era el único testimonio que podría convencer al conde en Guarnición para que hiciera sonar la alarma y llamara a la movilización.
Se quedó contemplando la oscuridad que habían dejado atrás el muchacho y el esclavo al irse, y se dio cuenta de que era muy probable que estuviera a punto de morir. Con dolor. Su corazón se disparó con una oleada de pánico.
Se agachó para coger un par de flechas del suelo. Una la deslizó en el cinturón y la otra la colocó en el arco. Con una mano comprobó la empuñadura de la espada y estuvo razonablemente segura de que era capaz de blandirla sin sajarse una pierna o cortar el cinturón que mantenía ceñida a su cuerpo aquella ropa robada y evitaba que ondease como una bandera.
Miró hacia el norte y pudo sentir las furias de la tormenta que se arremolinaban allí, sobre la silueta ominosa de las montañas, cuya cima retenía sobre ella la última luz púrpura de la puesta de sol, como un ojo brillante y torvo. Las nubes bajaron, engullendo la cima de la montaña, y Amara pudo sentir la furia helada de la tormenta que se aproximaba, una verdadera galerna invernal. Cuando llegase, asumiendo que no matara al muchacho, haría que seguirle la pista fuera imposible. No tenía que ganar. Bastaba con que retuviera a los perseguidores.
Siempre que consiguiese retrasarlos, la muerte suponía un precio aceptable.
Le temblaban las manos.
Esperó.
No pudo sentir el artificio de tierra que pasó bajo sus pies, pero lo vio: una ondulación casi imperceptible en la tierra, una onda de movimiento que fluía a través del suelo, moviéndolo brevemente lo mismo que hacen las olas con el agua. La onda pasó de largo y siguió avanzando a su espalda. Sus pies estaban a más de un palmo del suelo, así que pasó de largo: no la podía detectar.
Respiró despacio y se sopló en los dedos que iban a sostener la cuerda y la flecha. Entonces levantó el arco. Ignorando la punzada de dolor en el brazo, se inclinó un poco hacia delante y bajó por la ladera para no presentar su perfil recortado contra el cielo púrpura o las nubes iluminadas por la tormenta.
Vislumbró un movimiento entre la tierra oscura y permaneció en silencio, pidiendo a Cirrus que la mantuviera quieta. Otra vibración pasó por la tierra, esta más fuerte, más cerca. Fidelias había realizado con anterioridad búsquedas semejantes y ella sabía lo efectivas que podían ser para encontrar a alguien que no hubiera sido lo bastante prudente como para apartar los pies del suelo.
La sombra se acercó, aunque no podía decir quién era o cuántos podían ser. Con cierta comodidad, estiró la cuerda del arco todo lo que pudo con la flecha apuntando al suelo. Fuese quien fuese quien venía, cada vez estaba más cerca; pudo oír pasos, vislumbró la silueta de un hombre grande, y el brillo de metal en la oscuridad: el Espada…
Respiró hondo, contuvo la respiración, alzó el arco, apuntó y soltó, todo en un solo movimiento. El arco vibró y la flecha silbó a través de la oscuridad.
La silueta se detuvo y levantó una mano en su dirección, mientras la flecha recorría los metros que les separaban. Oyó cómo el astil de madera se quebraba con un crujido repentino. Buscó la otra flecha que llevaba en el cinturón, pero el hombre que estaba en la oscuridad susurró unas palabras en voz baja y algo le atrapó la muñeca con un movimiento repentino y muy fuerte.
Amara bajó la mirada y descubrió que el astil de la flecha se había enrollado alrededor de su muñeca y del cinturón, de manera que tenía la mano atada a la cintura. Se giró cogiendo impulso para lanzar el arco contra su asaltante y liberar la mano izquierda para blandir la espada con un esfuerzo extremo. En pleno giro, el arco que tenía en la mano se retorció y se deslizó impetuosamente alrededor de su brazo, con más rapidez y agilidad que un reptil. No era lo suficientemente largo para envolverle también el torso, pero, tras rodearle el brazo, se endureció, dejándole la extremidad rígida, con lo cual, la mano se quedó bien alejada de la espada que llevaba a la cintura.
Amara giró la cabeza para ver al hombre que se abalanzaba sobre ella y voló hacia arriba, por encima de su cabeza, con la ayuda de Cirrus. Giró en el aire y consiguió lanzar un talonazo contra su atacante.
Falló el golpe en la nuca y la patada lo alcanzó en el hombro. Cirrus evitó que su pie tocase el suelo, pero cuando recuperaba el equilibro, una mano con una fuerza brutal le atrapó el tobillo, la envió en parábola por encima de su cabeza y la derribó contra el frío suelo.
Amara trató de luchar, pero el impacto la había aturdido y ralentizado. Antes de poder escapar, el hombre había descargado sobre ella todo el peso de su cuerpo. Una mano se cerraba alrededor de su cuello y le retorcía la cabeza hacia un lado, casi hasta el punto de romperle la columna vertebral, con tanta facilidad como si fuese un cachorro indefenso.
—¿Dónde está? —gruñó Bernard—. Si le has hecho daño al chico, te mataré.
Amara dejó de defenderse, alejó a Cirrus y permaneció inmóvil bajo el estatúder enfurecido. Podía ver al gigante de cabello negro por el rabillo del ojo, vestido con ropa demasiado ligera para el tiempo que hacía y con un hacha de leñador que había dejado caer antes de atraparla. Tenía que esforzarse para respirar y para hablar.
—No… no le he hecho daño. Me he quedado atrás para detener a los hombres que nos persiguen. El esclavo y él han seguido adelante.
La mano de granito sobre su cabeza se relajó un poco.
—Los hombres que os persiguen. ¿Qué hombres?
—Los forasteros. Los que llegaron cuando me llevasteis a la sala. Nos persiguen, estoy segura. Por favor, señor. No hay tiempo…
El estatúder gruñó. La mantuvo sujeta con una mano y con la otra le sacó la espada que llevaba en el cinturón y la arrojó a un lado. Entonces le registró la cintura hasta que palpó dentro de la túnica el cuchillo que le había robado a Fidelias, y forcejeó sin miramientos con las capas de ropa para sacarlo también. Hasta ese momento no relajó la mano sobre el cuello y la mandíbula.
—No sé quién eres, muchacha —empezó a decir—. Pero hasta que lo sepa, te vas a quedar aquí. —Mientras hablaba, la tierra se curvó alrededor de sus codos y rodillas, ajustando la hierba y las raíces para que sus extremidades quedaran fijadas al suelo.
—No —protestó Amara—. Estatúder, me llamo Amara. Soy una de los cursores de la Corona. El Primer Señor me ha enviado en persona a este valle.
Bernard se puso en pie, se alejó de ella y rebuscó en el morral que tenía al lado. Sacó algo y siguió buscando.
—Así que ahora ya no eres una esclava, ¿eh? No, no. Mi sobrino está metido en este lío y es culpa tuya.
—Si no está muerto es porque me lo llevé de la propiedad.
—Eso dices tú —replicó Bernard. Amara oyó cómo vertía agua de una cantimplora en una copa o un cuenco—. ¿Dónde está?
Amara luchó contra el abrazo de la tierra, pero no le sirvió de nada.
—Ya os lo he dicho. Fade y él siguieron adelante. Me dijo algo sobre un río y un bosque laberíntico.
—¿Fade ha ido con él? Y esos hombres que los persiguen, ¿quiénes son?
—Un cursor traidor, Aldrick ex Gladius y una bruja del agua bastante hábil. Intentan matar a todo el mundo que haya visto a los marat merodeando por el valle. Creo que quieren que el ataque sorpresa de los salvajes tenga éxito.
—¡Cuervos! —escupió Bernard. Entonces levantó un poco la voz para decir—: ¿Isana? ¿Lo has oído?
Una voz débil y remota reverberó en algún lugar cercano.
—Sí. Tavi y Fade estarán en el vado del Rillwater. Debemos llegar allí inmediatamente.
—Me encontraré contigo —murmuró Bernard—. ¿Y la chica?
La voz de Isana llegó un momento después, como si hablara bajo una gran presión.
—No le quiere hacer daño a Tavi. De eso estoy segura. Más allá de eso, no lo sé. Date prisa, Bernard.
—Lo haré —asintió el estatúder. Entonces volvió a aparecer en su campo de visión y se bebió lo que hubiera en la copa—. Ese hombre que te persigue, el que va con el espadachín, ¿por qué lo esperabas a él, en lugar de esperarme a mí?
Amara tragó saliva.
—Es un artífice de la tierra y de la madera con mucha experiencia. Puede encontrar al muchacho. —Levantó la cabeza y lo miró con intensidad—. Soltadme. Soy la única posibilidad que tenéis de ayudar a Tavi.
Bernard frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no conocéis a esa gente —respondió Amara—. Yo sí. Puedo anticipar sus movimientos, saber lo que van a hacer a continuación. Conozco sus puntos fuertes y sus debilidades. Y no podéis derrotar solo a su espadachín.
Bernard se la quedó mirando por unos momentos y movió la cabeza con enojo.
—De acuerdo —aceptó por último—. Demuéstralo. Anticípate. Dime dónde está.
Amara cerró los ojos con fuerza, intentando recordar la geografía de la región.
—Él sabe que yo esperaría que nos siguiera directamente. Esa es su fortaleza. Pero no nos ha seguido. Se me ha anticipado y está dando un rodeo para adelantarse al muchacho. Comprobad las carreteras, las furias en las baldosas. Habrá llegado hasta allí y estará usando esas furias para adelantar al chico, de manera que le pueda cortar el paso. —Abrió los ojos y miró la cara del estatúder.
Bernard gruñó algo en voz baja y ella sintió un temblor lento y silencioso en la tierra. Durante un momento se dilató el silencio, mientras el hombretón se arrodillaba y ponía la mano desnuda sobre la tierra, cerrando los ojos con la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera escuchando una música distante.
Finalmente soltó el aire.
—Tienes razón —reconoció—. O eso parece. Alguien está montado sobre una onda de tierra en la carretera y se mueve con rapidez. Me parece que a caballo.
—Es él —afirmó Amara—. Soltadme.
Bernard abrió los ojos y se puso en pie decidido. Recuperó el hacha, le hizo un gesto a la tierra y de repente Amara sintió que le liberaban las extremidades y que el arco y la flecha recuperaban su forma original y se desenredaban de su brazo. Se puso en pie y recuperó la espada y el cuchillo que estaban tirados en el suelo.
—¿Me vas a ayudar? —le preguntó Bernard.
Amara se puso frente a él y soltó un suspiro tembloroso.
—Señor, os lo juro. Os ayudaré a proteger a vuestro sobrino.
Los dientes de Bernard brillaron de repente en la oscuridad.
—Es una suerte que no vayas detrás de esa gente con madera de sus propios árboles.
Ella metió la espada en el cinturón.
—Espero que no os duela demasiado el hombro, señor.
Su sonrisa se amplió.
—Lo soportaré. ¿Qué tal tu tobillo?
—Me impide correr —confesó.
—Entonces, haz que tu furia te vuelta a elevar —le indicó. Sacó un trozo de cuerda del morral, lo pasó por la parte posterior del cinturón y en el otro extremo hizo un lazo. Se lo lanzó a Amara y le dijo—: Mantén el cuerpo detrás del mío y agáchate. El bosque me abrirá camino, pero no muevas la cabeza de un lado a otro, o una rama te la querrá volar.
La chica casi no tuvo tiempo de asentir cuando el suelo empezó a temblar y el estatúder emprendió la carrera, mientras que la tierra lo impulsaba hacia delante con cada paso. Ella se dio la vuelta y corrió para alcanzarle, pero incluso en sus mejores condiciones le habría resultado casi imposible mantener su ritmo. Consiguió dar varias zancadas para acercarse él, con una mano agarrada al lazo de la cuerda de cuero, hasta que llamó a Cirrus y dio un brinco.
La presencia de su furia se materializó bajo sus pies y voló por encima del suelo en pos del estatúder, impulsada hacia delante por la cuerda. Si el hombre notaba el peso que iba arrastrando, no lo demostró, y atravesó la noche con su confianza intacta y un silencio casi perfecto, como si incluso la hierba seca bajo sus pies conspirase para amortiguar el impacto y reducir el ruido de su paso.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, penetraron en el bosque y, en efecto, Amara tuvo que bajar la cabeza para evitar que las ramas le dieran en la cara. Se encorvó, refugiándose tras el estatúder, y una vez tuvo que levantar los pies cuando pasó por encima de un árbol caído que Cirrus no consiguió superar.
—¡Los veo! —exclamó poco después—. En el vado. Fade está en el suelo. Tavi está en el agua y… —Bufó—. Y Kord está allí.
—¿Kord? —repitió Amara.
—Estatúder. Criminal. Les hará daño.
—¡No tenemos tiempo para esto!
—Siento mucho el inconveniente, cursor —le cortó Bernard—. Puedo sentir a tus amigos. Han abandonado la carretera.
—Debe de estar ocultando su rastro —explicó Amara—. Nunca deja pasar la oportunidad de un ataque por sorpresa. No tardará mucho en atrapar al muchacho.
—Entonces, primero tendremos que derrotar a Kord y a sus hijos. Yo me ocupo de Kord; es el más viejo. Los otros dos son tuyos.
—¿Artífices?
—Aire y fuego…
—¿Fuego? —balbució Amara.
—Pero cobardes. El más alto es el más peligroso. Golpéales rápido y con dureza. Están tras la siguiente elevación.
Amara asintió.
—Así lo haré. ¡Cirrus!
La cursor reunió el aire bajo sus pies y con el impulso del viento arremolinado se elevó del suelo a través de las ramas descarnadas de los árboles desnudos, y salió al espacio abierto sobre ellos.