FIDELIAS esperó hasta que el gigantesco estatúder hubo subido por las escaleras y se perdió de vista llevando a alguien envuelto en una sábana. El antiguo cursor miró alrededor de la sala. Al menos durante un momento, sus compañeros y él se habían quedado a solas. Se volvió hacia Odiana y Aldrick con el ceño fruncido.
El Espada había seguido todos los movimientos del estatúder.
—Bueno, me pregunto de qué iba todo esto —murmuró.
—Bastante obvio —replicó Fidelias y miró a Odiana.
—Miedo —susurró y tembló al acercarse a Aldrick—. El miedo más delicioso. Reconocimiento.
—Amara —asintió Fidelias—. Está aquí. El bulto era ella.
Aldrick alzó las cejas.
—No se ha girado. No le hemos visto la cara.
Fidelias le lanzó a Aldrick una mirada dura y reprimió un estallido de irritación.
—Aldrick, por favor. ¿Esperabas que dejase una señal en la puerta para indicar que se encontraba aquí? Todo encaja. Tres rastros: el muchacho, el estatúder y ella. Ella cojeaba. Por eso la llevaba en brazos.
Aldrick suspiró.
—Muy bien, de acuerdo. Subo, los mato a los dos y podemos seguir adelante. —Dio media vuelta y llevó una mano a la empuñadura de su espada.
—Aldrick… —farfulló Fidelias.
Agarró el brazo del espadachín por el bíceps y extendió sus sentidos hacia la tierra para tomar prestada algo de fuerza de su furia. Detuvo en seco al hombre más grande.
Aldrick bajó la mirada hacia el brazo de Fidelias y se relajó.
—Se trata de eso, ¿no? —preguntó el espadachín—. Fidelias, tenemos que evitar que informen a Gram. Sin el factor sorpresa, toda esta campaña quedará en nada. Hemos venido a buscar al estatúder y al muchacho que vieron a nuestro amigo Atsurak, y matarlos. ¡Ah!, y también a la enviada de la maldita Corona, que los cuervos se la coman, si nos tropezábamos con ella; y aquí está.
—Amor —intervino Odiana—, aún no sabemos dónde está el muchacho. Si subes ahí y matas a esa chica pequeñaja y fea, ¿crees que no se opondrá el estatúder? Y lo tendrás que matar también a él. Y a todos los que estén ahí arriba. Y a toda la gente de por aquí…
Aldrick se pasó la lengua por los labios con los ojos brillantes y le preguntó a Fidelias:
—¿Por qué no lo podemos hacer de nuevo?
—Recuerda dónde estás —respondió Fidelias—. Esta es la zona más peligrosa del Reino. Furias poderosas, bestias peligrosas. Esta no es una de las antiguas plantaciones del valle de Amarante. Aquí se crían artífices poderosos. ¿Has visto cómo el chico de ahí fuera manejaba a los toros? Y él calmó a nuestras monturas cuando se pusieron nerviosas, no fui yo. Y lo hizo sin ni siquiera aparentar un mínimo esfuerzo. Un simple muchacho. Piensa en ello.
Aldrick se encogió de hombros.
—No van armados. Son campesinos, no guerreros. Los podemos matar a todos.
—Probablemente —reconoció Fidelias—. Pero ¿y si este legionario retirado y convertido en estatúder es un artífice poderoso? ¿Y si otros de los miembros de la explotación también lo son? Lo más probable es que alguno de ellos se escape, y como no conocemos el aspecto del muchacho al que estamos buscando, no sabremos nunca si lo tenemos o no.
—¿Y el chico de ahí fuera? —preguntó Odiana—. Ese alto, fuerte y guapo de los toros. ¿No puede ser él?
—Tiene los pies demasiado grandes —replicó Fidelias—. La lluvia ha alterado el rastro, pero las huellas de esta mañana eran claras. Buscamos a un chico pequeño, al que todavía no le ha salido la barba, o incluso puede que sea una chica. Probablemente, a esa edad Atsurak no sabría ver la diferencia, si la muchacha llevaba pantalones. Los marat no son capaces de distinguirnos tan claramente como nosotros.
—También tenía las manos grandes —musitó Odiana y se apoyó en Aldrick con los párpados pesados a causa del sueño—. ¿Podrá ser mío, amor?
Aldrick se inclinó inopinadamente y le besó el cabello.
—Solo lo matarás y entonces no te servirá de nada.
—Ya podéis quitaros esa idea de la cabeza —intervino Fidelias con tono firme—. Tenemos un objetivo: encontrar al muchacho. La tormenta se está acercando y todo el mundo se reunirá en esta sala. En cuanto lo encontremos, lo apresaremos a él, al estatúder y a la cursor, y nos iremos.
Aldrick gruñó en señal de asentimiento, pero objetó:
—¿Y si no lo conseguimos? ¿Y si ya ha partido hacia Guarnición para avisar al conde local?
Fidelias sonrió y miró a su alrededor.
—Crecí en una explotación como esta y sé que esas noticias no se pueden mantener en secreto. Si ha ocurrido tal cosa, nos enteraremos cuando se reúna todo el mundo.
—Pero ¿y si…?
—Ya tenemos suficientes problemas —suspiró Fidelias. Sacudió la cabeza, dio una palmada amable en el brazo de Aldrick y luego añadió—: Si el muchacho se ha ido ya, la tormenta será tan peligrosa para él como para todos. Lo atraparemos y el resultado será el mismo. —Le brillaron los ojos—. Pero Aldrick, ¿por qué no te llevas a Odiana y miráis si los caballos están bien? Yo me ocupo de todo aquí dentro; y si es necesario matar, ya os diré a quién y dónde.
Aldrick frunció el ceño.
—¿Estás seguro de eso? Aquí solo… ¿y si necesitas ayuda?
—No la necesitaré —aseveró Fidelias—. Id a los establos. Dejad claro que buscáis un poco de intimidad. Estoy seguro de que se la darán a una pareja de viajeros recién casados.
Aldrick arqueó las cejas.
—¿Recién casados?
Los ojos de la bruja de agua brillaron como brasas. Odiana le lanzó una sonrisa a Fidelias, se volvió hacia Aldrick con un giro de cadera y lo cogió de la mano. Le besó los dedos mientras andaba de espaldas hacia la puerta de la sala.
—Te lo explicaré, amor. Encontremos los establos. Allí habrá paja. ¿Te gustaría ver la paja en mi cabello?
Los ojos de Aldrick se entornaron y dejó escapar un ronroneo bajo y placentero.
—¡Ah! —Emprendió la marcha sin abandonar la mano de Odiana—. Ya sabía que habría alguna razón por la que me gustaría trabajar contigo, anciano.
—Estad al acecho —les advirtió Fidelias en voz baja.
La bruja asintió.
—Ten una copa en la mano y bebe de la copa. Yo lo oiré todo —replicó, y el espadachín y ella se esfumaron en dirección a los establos de piedra.
En cuanto se fueron, Fidelias oyó una pisada fuerte en las escaleras que bajaban hacia la sala, y reapareció el estatúder con expresión de contrariedad. Miró a su alrededor.
—Lo siento —se disculpó—. Me tenía que ocupar de una persona herida.
—¡Ah! —exclamó Fidelias, estudiando al hombre.
Andaba con un leve rastro de prevención al apoyar el lado izquierdo, como si le doliera un poco. Si lo hirieron, tal como aseguraba Atsurak, entonces le habían cerrado la herida con un artificio, lo cual significaba que en la explotación residía una artífice del agua razonablemente poderosa.
—Espero que no sea nada grave.
El hombre negó con la cabeza.
—Nada que no podamos curar —replicó, y extendió la mano hacia las numerosas sillas dispuestas alrededor del fuego—. Siéntese, siéntese. Deje que le traiga una taza de algo caliente.
Fidelias murmuró algo en señal de agradecimiento y se sentó junto al fuego con el hombre corpulento.
—Estatúder… Bernard, supongo.
—Solo Bernard, señor.
—Por favor. Solo Del.
El estatúder esbozó una media sonrisa.
—Del… ¿Qué le lleva a Guarnición tan avanzado el año, Del?
—Negocios —respondió Fidelias—. Represento a un grupo de inversores que prestaron dinero a numerosos prospectores para localizar piedras preciosas en las tierras salvajes durante el verano. Deben regresar al empeorar el tiempo y veremos qué han encontrado.
Bernard asintió.
—Me pareció que venía con dos personas más. ¿Dónde han ido?
Fidelias le dirigió una sonrisa cálida y un guiño.
—Ah, sí. Mi guardaespaldas se acaba de casar y he dejado que venga con su esposa. Han salido a echar un vistazo a los caballos.
El estatúder le devolvió a Fidelias una sonrisa educada.
—Para volver a ser jóvenes, ¿eh?
Fidelias asintió.
—Ellos sí. En cuanto a mí, hace mucho tiempo que pasaron los días en que me escabullía hacia los establos con doncellas ruborizadas.
—La tormenta se está acercando. Quiero que todo el mundo esté en la sala, solo por seguridad.
Fidelias asintió.
—Estoy seguro de que regresarán dentro de poco.
El estatúder asintió.
—Me cercioraré de que están aquí. No quiero que nadie resulte herido mientras esté bajo mi techo.
Fidelias detectó una ligera dureza en las palabras, de la que probablemente no era consciente el estatúder. Sus instintos saltaron: una alarma remota y sutil le provocó cierta tensión, pero pese a ello asintió y sonrió.
—Por supuesto.
—Me tendrá que excusar, pero tengo que hacer la ronda para controlar que todo esté seguro antes de que se desencadene la tormenta.
—Claro, claro, y le agradezco de nuevo su hospitalidad. Si le puedo ser de alguna ayuda, no dude en decírmelo.
Bernard gruñó y se puso en pie con expresión preocupada. Fidelias contempló con atención al hombre, pero no pudo deducir gran cosa de su lenguaje corporal. Tenso, eso era evidente, pero ¿no lo estaría cualquier estatúder que se enfrentara a alguna amenaza contra su explotación? Seguía pisando con la pierna algo rígida mientras salía de la sala hacia el patio y, justo antes de salir, lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a la escalera, en el rincón más alejado de la sala.
Fidelias lo miró y esperó a que el estatúder abandonara la sala para dirigir su mirada hacia aquella escalera. Interesante.
Un momento más tarde, una joven hermosa le trajo una taza humeante a Fidelias, que seguía sentado al lado del fuego, y se la entregó con una leve reverencia.
—Señor…
Él le sonrió y aceptó la taza.
—Muchas gracias, joven dama. Pero por favor, llámame Del.
Ella le sonrió a su vez con una expresión seductora.
—Mi nombre es Beritte, señor… Del.
—Un nombre encantador para una joven encantadora. —Le dio un sorbo a la bebida que reconoció vagamente como un té—. Mmmm, maravilloso. Supongo que habéis tenido unos días interesantes aquí, con la tormenta y todo lo que ha ocurrido.
Ella asintió y juntó las manos delante del cuerpo, respirando lo justo para dejar que el corpiño redondease sus jóvenes pechos.
—Entre todos los acontecimientos de ayer y de la pasada noche, ha sido una cosa detrás de otra. Aunque supongo que no es nada en comparación con la vida de un mercader de gemas, señor.
Alzó las cejas y dejó que una leve sonrisa se dibujara en sus labios.
—No recuerdo habértelo mencionado, Beritte —comentó—. Creía que estaba a solas con el estatúder.
Sus mejillas se tiñeron de un color escarlata brillante.
—Oh, señor… lo siento. Veréis, manejo un poco el artificio del viento y…
—¿Y has estado escuchando? —sugirió.
—Es raro que tengamos visitas en Bernardholt, señor —se justificó la muchacha. Levantó la mirada y lo miró directamente—. Siempre estoy interesada en conocer personas nuevas y excitantes.
«Que son ricos mercaderes de gemas», pensó Fidelias sarcástico.
—Totalmente comprensible. Aunque, honestamente, por lo que he oído… —Se inclinó hacia ella, mirando a derecha e izquierda—. ¿Es verdad que ayer hirieron al estatúder?
La muchacha se arrodilló al lado de la silla, inclinándose hacia él lo justo para dejarle ver la curva del escote si miraba hacia abajo.
—Sí, y fue terrible. Estaba tan pálido que cuando lo trajo Fade, que es nuestro tonto, señor, un pobre desgraciado, pensé que el estatúder estaba muerto. Y entonces, Kord y sus hijos se volvieron locos y los estatúderes se pusieron a luchar los unos contra los otros con sus furias. —Le brillaban los ojos—. Nunca había visto nada igual. Quizá más tarde, después de cenar, le gustaría oír algo más al respecto.
Fidelias asintió, mirándola a los ojos.
—Eso suena muy sugerente, Beritte. ¿Y el muchacho? ¿También lo hirieron?
La muchacha parpadeó con expresión confundida.
—¿Tavi, señor? —preguntó sorprendida—. ¿Os referís a él?
—Solo he oído que también hirieron a un muchacho…
—¡Oh…! Supongo que os referís a Tavi, pero él no es nadie. Y aunque es el sobrino del estatúder, no nos gusta hablar demasiado de él, señor. Él y el idiota de Fade…
—¿El chico también es idiota?
—Oh, es bastante listo, supongo, de la misma manera que Fade es diestro con el martillo de herrero. Pero nunca será mucho más que Fade. —Se acercó a él, de manera que sus pechos se apretaran contra su brazo, y le susurró confidencial—: Carece de furias, señor.
—¿Totalmente? —Fidelias inclinó la cabeza, sosteniendo la taza de tal manera que la voz rebotara directamente en la bebida—. Nunca he oído nada igual. ¿Crees que lo podré conocer?
Beritte se encogió de hombros.
—Si realmente os interesa… Subió a su habitación cuando lo trajo el estatúder junto con esa esclava. Supongo que bajará a cenar.
Fidelias señaló hacia la escalera que había mirado el estatúder.
—¿Ahí arriba? ¿Sabes si la esclava también está arriba?
Beritte frunció el ceño.
—Supongo. Bajarán para cenar. Esta noche cocino yo y soy muy buena cocinera, señor. Me gustaría saber lo que opináis de…
Una voz nueva, suave y confiada, interrumpió a la muchacha.
—Beritte, creo que ya es suficiente. Tienes tareas en la cocina. Ocúpate de ellas.
La muchacha se ruborizó con un color rosado de enojo y vergüenza, se puso en pie para dedicar una pequeña reverencia a Fidelias y salió corriendo de la sala, de regreso a las cocinas.
Fidelias levantó los ojos para ver una figura alta y aniñada, cubierta por una bata. El cabello largo y oscuro se derramaba sobre sus hombros y le llegaba hasta la cintura. Su rostro era juvenil, y tenía una atractiva boca de labios carnosos. Se comportaba con una calma confiada, y observó los mechones plateados de su cabello. Debía de ser la artífice del agua.
Enseguida Fidelias contuvo sus emociones, controlándolas con cuidado, velándolas ante su percepción, mientras se levantaba para hacerle una reverencia.
—¿Lady estatúder?
Ella lo miró con una expresión fría; sus rasgos poco marcados reflejaban la contención de los suyos.
—Soy la hermana del estatúder, Isana. Bienvenido a Bernardholt.
—Un placer. Espero no haber retenido a la muchacha durante demasiado tiempo.
—No tiene importancia —replicó Isana—. Tiene tendencia a hablar, cuando debería escuchar.
—Hay muchas como ella a lo largo y ancho del Reino —murmuró en respuesta.
—¿Puedo interesarme por vuestra presencia en Bernardholt, señor?
La pregunta era inocua en apariencia, pero Fidelias captó la trampa que contenía. Mantuvo sus sentimientos bajo control.
—Buscamos refugio ante la tormenta que se avecina, señora —respondió amablemente—, y vamos de camino a Guarnición.
—Ya veo. —Miró hacia el lugar por donde había desaparecido la muchacha y añadió—: Espero que no hagáis planes de partir con alguna de nuestras jóvenes, señor.
Fidelias soltó una carcajada.
—Por supuesto que no, señora.
Sus ojos volvieron a clavarse en él y permanecieron allí, inmóviles, por unos instantes. Fidelias le devolvió la mirada con una sonrisa neutra y amable.
—¿Pero dónde están mis modales? —exclamó la mujer—. Un momento, señor.
Se acercó al fuego y cogió algunos trapos limpios y un balde de una estantería. Llenó el recipiente en la cañería que pasaba por la parte trasera del hogar y con el agua caliente volvió a su lado. Se arrodilló ante él, dejando el balde al lado, y empezó a desanudarle las botas.
Fidelias frunció el ceño. Aunque el gesto habría sido bastante habitual en la ciudad, era raro que se observara en las explotaciones, en especial tan lejos de la civilización.
—Por favor, señora, no es necesario.
Ella lo miró y a Fidelias le pareció que captaba un atisbo de triunfo en sus ojos.
—¡Oh!, claro que lo es. Insisto, señor. Tenemos como un gran honor tratar a nuestros invitados con cortesía y hospitalidad.
—Ya hacéis lo suficiente…
Ella le quitó la bota y la dejó a un lado. La otra salió enseguida.
—Tonterías. Mi hermano se sentiría horrorizado si no os tratase con el honor que merecéis.
Fidelias se reclinó frunciendo el ceño con el té aún en la mano, pero no fue capaz de inventar ninguna excusa contra el ritual. Mientras Isana le lavaba los pies, la gente empezó a llegar a la sala de tres en tres, de cuatro en cuatro y de cinco en cinco; en su mayor parte, familias, según pudo comprobar. La explotación era próspera. Aunque a los asientos situados alrededor del fuego se les concedió un espacio de respeto, el resto de la gran sala se llenó muy pronto de movimiento, sonido y charlas relajadas en voz baja: la imagen habitual de un grupo de personas que sabía que se encontraban a salvo, mientras en el exterior restallaba con fuerza el trueno, arreciaba el viento y los sonidos de la tormenta crecían con un ritmo constante.
Isana terminó su tarea.
—Haré que le limpien las botas, señor, y se las traerán enseguida. —Se puso en pie con las botas en la mano—. Me temo que solo le podemos ofrecer sábanas limpias y un lugar al lado del fuego para pasar la noche. Cenaremos juntos y dormiremos aquí.
Fidelias miró hacia las escaleras y después a la artífice del agua. Entonces sería bastante sencillo. En cuanto estuviera todo el mundo dormido, incluida la sospechosa artífice del agua, iba a resultar fácil rebanar tres gargantas en la oscuridad y escabullirse luego antes de la primera luz del amanecer.
—Todos juntos para cenar. —Le sonrió y prosiguió—: Eso suena per…
Las puertas de la sala se abrieron de golpe y Aldrick entró en tromba, dejando pasar el aullido del viento. La lluvia y el aguanieve caían alrededor de sus anchos hombros y se colaban por el quicio de la puerta. Odiana se encontraba a su lado. Ambos iban despeinados, y briznas de paja les colgaban del cabello y de la ropa. Aldrick atravesó la sala abarrotada y se dirigió directamente hacia Fidelias; la gente se apartó de su camino como ovejas ante un caballo desbocado.
—Fidelias —jadeó Aldrick, manteniendo la voz baja—. Alguien ha soltado a nuestros caballos. Lo saben.
Fidelias dejó escapar una maldición y miró hacia la artífice del agua: vio que se remangaba la falda con una mano mientras subía la escalera con sus botas en la otra mano.
—Malditos cuervos —jadeó, incorporándose con los pies fríos sobre el suelo—. Yo me ocuparé de los caballos y del estatúder. El muchacho y Amara están arriba, subiendo esas escaleras. —Se volvió hacia Aldrick, acariciando el cuchillo que llevaba escondido en la túnica, y le ordenó—: Ve arriba y mátalos.