16

ISANA se despertó con el sonido del viento que aullaba sobre el valle y el ruido hueco del repiqueteo de la tormenta.

Frunció el ceño y se restregó los ojos en un intento por orientarse. Su último recuerdo era que la llevaban a la cama después de atender a Bernard. Debía de haber dormido durante horas. No tenía sed, pero eso no era una sorpresa, porque con frecuencia Rill se encargaba de esos temas por iniciativa propia. Sin embargo, su estómago rugía y se retorcía por una necesidad de comida casi dolorosa, y el cuerpo no le respondía, como si no se hubiese movido durante días.

Con el ceño fruncido, apartó las sensaciones puramente físicas hasta que alcanzó a sentir algo más profundo y más distante. Cuando aisló ese sentimiento, se concentró en él cerrando los ojos para bloquear el ruido emocional que siempre sentía a su alrededor.

Algo iba mal.

Algo iba muy mal.

Era una sensación silenciosa y nauseabunda muy profunda, algo que le hacía pensar en funerales, enfermedad y hedor a cabello quemado. Le parecía familiar, pero le costó unos momentos recuperar el recuerdo y darse cuenta de cuándo había descubierto esa misma sensación en su interior.

El corazón le dio un vuelco provocado por el pánico. Retiró las sábanas, se puso en pie y se echó una bata por encima de las enaguas con las que había dormido. El cabello le colgaba por debajo de la cintura, suelto y enredado, pero lo dejó así. Se ató la bata y se acercó a la puerta. Le falló el equilibrio y se tuvo que apoyar un momento, cerrando los ojos hasta recuperarse.

Abrió la puerta y vio que su hermano salía en silencio de su habitación, al otro lado de la sala.

—Bernard —lo llamó y se acercó a él, lo rodeó con un abrazo fuerte y repentino, y se dejó llevar por la sensación de calidez, seguridad y fuerza entre sus brazos—. ¡Oh, gracias a todas las furias! Estás bien. —Levantó la mirada hasta sus ojos y le preguntó angustiada, de tal manera que apenas le salían las palabras—: ¿Tavi está…?

—Está bien —respondió Bernard—. Un poco magullado y bastante contrariado, pero se recuperará.

Isana sintió que las lágrimas le nublaban la visión; hundió la cara contra el pecho de su hermano y lo volvió a abrazar.

—¡Oh! ¡Oh, Bernard! Muchas gracias.

Él le devolvió el abrazo.

—No he hecho nada —replicó con aspereza—. Se había cuidado bien y estaba volviendo a casa cuando lo encontré.

—¿Qué ocurrió?

Bernard se quedó en silencio durante un momento y ella pudo sentir la incomodidad en su interior.

—No estoy seguro —reconoció al final—. Recuerdo que ayer salí con él, pero después de eso… nada. Me desperté en la cama una hora antes del amanecer.

Isana forzó la retirada de las lágrimas y se alejó un paso de él, asintiendo.

—Trauma posterior al artificio. Pérdida de memoria. Como cuando Frederic se partió la pierna.

Bernard gruñó.

—No me gusta. Si lo que Tavi dice es verdad…

Ella ladeó la cabeza.

—¿Qué dice Tavi?

Escuchó el relato de Bernard de la historia de Tavi y solo pudo mover la cabeza.

—Ese chico… —murmuró al fin Isana, y cerró los ojos—. No sé si abrazarlo o chillarle.

—Pero si nos atacó un marat… eso puede ser muy malo. Tendríamos que informar a Gram.

Isana se mordió el labio inferior.

—Creo que lo debes hacer. Bernard, tengo muy malas sensaciones. Algo va mal.

Él frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir con eso de que algo va mal?

Ella negó con la cabeza y supo que la frustración que sentía se le traslucía en la voz.

—Mal. Equivocado. No lo sé explicar. —Respiró hondo y prosiguió en voz baja—: Esto solo lo he sentido una vez con anterioridad.

El rostro de Bernard palideció. Se quedó en silencio durante un minuto que pareció una eternidad antes de volver a hablar:

—No recuerdo ningún marat, Isana. No puedo informar a Gram. Su buscador de la verdad lo descubrirá.

—Entonces lo tendrá que hacer Tavi —sugirió Isana.

—Es un niño. Conoces a Gram, nunca tomará en serio a Tavi.

Isana se volvió y dio unos cuantos pasos de un lado a otro.

—Lo tendrá que hacer. Yo haré que lo haga.

Bernard negó con la cabeza.

—Nadie hace que Gram haga nada —afirmó, y trasladó un poco el peso de su cuerpo, de manera que la mayor parte de él se interpusiera entre Isana y la puerta de su habitación.

—No se trata de un juego ni nada que la rigidez de Gram…

Frunció el ceño y se inclinó para mirar más allá de su hermano, quien, sin cambiar de expresión, se movió un poco para tratar de bloquear su visión con el cuerpo. Isana soltó un suspiró impaciente y lo apartó un poco, mirando detrás de él.

—Bernard —preguntó—, ¿por qué hay una chica en tu cama?

Su hermano tosió y se ruborizó.

—Isana, cuando lo dices de esa manera…

Ella parpadeó, lo miró y repitió:

—Bernard, ¿por qué hay una chica en tu cama?

Él sonrió.

—Es Amara. La esclava a la que ayudó Tavi. La iba a dejar en un camastro junto al fuego, pero tuvo un ataque de pánico. Me pidió que no la dejara dormir allí abajo. Lo dijo susurrando como si tuviera miedo de algo. Así que le dije que no la dejaría y se desmayó. —Echó una mirada hacia su habitación—. La he subido aquí.

—A tu cama.

—¡Isana! ¿Dónde se supone que la iba a poner?

—Solo dime que no te crees de verdad que es una simple esclava perdida a la que Tavi ayudó por casualidad.

—No. No me lo creo —admitió—. Su historia no encaja. Al principio sonó bien, pero le limpié los cortes y no le di nada para el dolor. Se cansó con rapidez. Casi sufre un colapso.

—¿Está herida?

—Nada que la vaya a matar, siempre que no tenga fiebre. Pero sí. Tiene cortes en los pies a causa de las piedras, y en el brazo, lo que parece una herida de espada. Dice que se lo hizo al caer.

—Chica torpe —exclamó Isana. Negó con la cabeza—. Suena como que es alguien. ¿Quizá una agente de los Señores?

—Quién sabe. Parece bastante decente. Supongo que podría ser lo que dice ser.

Un temor silencioso y desesperado la atravesó. Isana sintió que le empezaban a temblar las manos y las rodillas.

—¿Y se encontró con él por pura casualidad?

Bernard suspiró y negó con la cabeza.

—Esa parte tampoco me gusta nada. Y hay más. Forasteros, abajo. Tres. Piden refugio hasta que pase la tormenta.

—Y acaban de aparecer hoy mismo. —Isana tragó saliva—. Está ocurriendo…

—Sabíamos que podía pasar.

Ella maldijo en voz baja.

—¡Furias, Bernard! ¡Cuervos y furias malditas!

La voz de Bernard parecía afectada.

—Isana…

Ella levantó una mano.

—No, Bernard. No. Hay mucho que hacer. ¿Cómo está Tavi?

Él apretó los labios por un instante.

—No está bien —reconoció—. Fui duro con él. Supongo que estaba disgustado por no saber lo que estaba ocurriendo. Preocupado.

—Tenemos que descubrir qué está pasando. Tenemos que averiguar si está en peligro o no.

—De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?

—Baja con esos forasteros. Muéstrate amable con ellos. Dales de comer. Quítales los zapatos.

—¿Sus zapatos…?

—Que alguien les lave los pies —le cortó—, al estilo de la ciudad. Hazlo. —Cerró los ojos, pensando—. Hablaré con Tavi. Y con esa Amara. Me aseguraré de que las heridas no son peores de lo que crees.

—Está exhausta —señaló Bernard—. Parece que ha agotado todas sus reservas.

—Así no podrá contarme demasiadas mentiras —replicó Isana—. Bajaré dentro de un rato para hablar con los forasteros. ¿Sabes cómo es la tormenta que se está formando?

Él asintió.

—Aunque no es tan mala como la de la pasada noche, no es poca cosa. Todo el mundo estará bien siempre que esté a cubierto, pero he convocado a todos en la sala, solo para asegurarme.

—Bien —asintió Isana—. Cuanta más gente, mejor. No los dejes solos, Bernard. No los pierdas de vista. ¿De acuerdo?

—No lo haré —le prometió—. ¿Y Tavi? Debería saberlo.

Ella negó con la cabeza.

—No. Ahora menos que nunca. No, no necesita tener eso en la cabeza.

Bernard no parecía muy conforme, pero no la contradijo. Se dio la vuelta hacia las escaleras, pero vaciló mirando hacia el dormitorio, a la chica que yacía en su cama.

—Isana…, la muchacha es poco más que una niña. Está agotada. Tuvo oportunidad de hacer algo malo y no lo hizo. Tavi dice que le salvó la vida. Deberías dejarla descansar.

—Yo tampoco quiero que nadie salga herido, Bernard —le contestó Isana—. Vete.

El gesto de su hermano se endureció.

—Lo digo en serio.

—De acuerdo.

Él asintió y desapareció en silencio escaleras abajo.

Isana volvió a su dormitorio y cogió un cepillo con mango de hueso. Se lo llevó consigo, tras recogerse el cabello sobre un hombro, y llamó a la puerta de Tavi. No hubo respuesta. Volvió a llamar.

—Tavi, soy yo. ¿Puedo entrar? —preguntó.

Silencio. Entonces se giró el pomo y la puerta se abrió un poco. Ella acabó de abrirla y entró en la habitación.

Al dormitorio de Tavi ya no entraba la claridad, y no había prendido ninguna luz. Por supuesto, no podía utilizar las lámparas de furia, recordó, y llevaba allí dentro desde que regresó con Bernard, hacía bastante tiempo. Con las ventanas cerradas y la tormenta fraguándose en el exterior, el lugar albergaba una colección sorprendentemente profunda de sombras. Pudo ver cómo se volvía a sentar en la cama: era poco más que una silueta difusa al otro lado de la habitación.

Se empezó a cepillar el cabello, dándole la oportunidad de hablar, pero él siguió en silencio.

—¿Cómo te sientes, Tavi? —preguntó al cabo de un buen rato.

—¿Por qué no me lo dices tú? —replicó con hosquedad—. No conozco el artificio del agua, así que, ¿cómo se supone que lo voy a saber?

Isana suspiró.

—Tavi, eso no es justo. Sabes que no tengo elección sobre lo que siento de los demás.

—Hay un montón de cosas que no son justas —le devolvió el chico como un latigazo.

—Estás disgustado por lo que te dijo tu tío.

—He trabajado durante todo el año para conseguir las ovejas que me prometió. Y este… —Sacudió la cabeza con la voz teñida de angustia y la frustración se abalanzó sobre Isana como el calor de una hoguera antigua.

—Hiciste elecciones erróneas, Tavi. Pero eso no significa…

—Elecciones… —Tavi escupió la palabra con amargura—. Como si alguna vez hubiera tenido elección. Ahora no parece que me tenga que volver a preocupar por ellas.

Isana se cepilló fuerte un enredo en el cabello.

—Solo estás disgustado. Tu tío también lo está. No es nada de lo que tengas que preocuparte, Tavi. Cuando todo se calme…

La oleada repentina de frustración y dolor que surgió de Tavi la golpeó como un viento tangible. El cepillo le tembló en los dedos y se cayó al suelo. Contuvo la respiración, aunque la intensidad de las emociones del muchacho casi le hace perder el equilibrio.

—Tavi…, ¿te encuentras bien?

—No es nada de lo que te tengas que preocupar.

—No entiendo por qué esas ovejas son tan importantes para ti.

—No —reconoció—. No lo entiendes. Quiero ser yo mismo.

Isana apretó los labios y se inclinó con cuidado para recuperar el cepillo.

—Pero necesito hablar contigo sobre lo que ocurrió. Hay algunas cosas…

Una ira real, una rabia vibrante cruzó la habitación junto con las demás sensaciones que surgían de él.

—Estoy harto de hablar de lo que ocurrió —la cortó Tavi—. Quiero estar solo. Por favor, vete.

—Tavi…

Su silueta difusa rodó sobre la cama, dando la espalda a la puerta. Isana percibió que sus propias emociones empezaban a moverse peligrosamente hacia lo que sentía el muchacho, de manera que sus sentimientos comenzaban a sangrar en su interior. Respiró hondo para fortalecerse frente a ellos.

—De acuerdo —aceptó—. Pero no hemos terminado de hablar. Lo haremos más tarde.

Él no respondió.

Isana salió de la habitación. Acababa de cerrar la puerta cuando oyó cómo se deslizaba el pestillo desde el interior para atrancarla. Tuvo que dar varios pasos para poder salir del caos de las emociones del muchacho. No las podía entender: ¿por qué estaba Tavi tan disgustado con lo ocurrido?

Más aún, ¿qué es lo que no sabía de los acontecimientos del día anterior? ¿Tendrían algo que ver con la llegada de golpe de tantos forasteros al valle?

Movió la cabeza y se apoyó en la pared unos momentos. Tavi tenía una personalidad poderosa y una fuerza de voluntad formidable que otorgaban un peso adicional a sus pasiones y a ella la forzaban a luchar con más intensidad para separarlas de las suyas propias. Tampoco resultaba demasiado sorprendente que ella lo sintiera con más fuerza que a todos los demás. Lo quería demasiado y llevaba ya mucho tiempo cerca de él.

Eso, sin entrar en otras razones.

Isana sacudió la cabeza con fuerza. No importaba lo agotada que se sintiera por el artificio de la noche anterior, no podía perder el tiempo. Debería haber recordado su objetivo cuando hablaba con el muchacho: saber todo lo que pudiera sobre los acontecimientos del día anterior que Bernard no podía recordar.

Se volvió hacia el dormitorio de su hermano y respiró hondo. Entonces entró en él con decisión.

Bernard había dejado la lámpara ardiendo con una llama baja y el interior de la habitación estaba iluminado por una luz tenue y dorada. Bernard vivía con sencillez: lo llevaba haciendo desde la muerte de Cassea y las niñas. Había guardado todas sus cosas en un par de arcones que estaban debajo de su cama. Ahora vivía con un único arcón, como lo había hecho en las legiones. Sus armas y su equipo estaban dispuestos en varios estantes en la pared, al otro lado del escritorio desnudo, con todos los archivos de la explotación pulcramente ordenados en los cajones.

La muchacha dormía en la cama de Bernard. Era alta, tenía unos rasgos esbeltos que parecían especialmente demacrados bajo la luz, y unas ojeras oscuras como moretones bajo los ojos. Su piel brillaba en un tono dorado, casi del mismo color que su cabello. Era hermosa. Una trenza de cuero le rodeaba el cuello.

Isana frunció el ceño. Su hermano había bajado las sábanas de reserva y las había puesto sobre la chica, aunque esta se había movido lo suficiente para que un pie saliera por debajo de la ropa. Avanzó decidida para taparle de nuevo el pie y vio que se lo habían vendado y cubierto con zapatillas de suave piel de cordero.

Isana se quedó mirando las zapatillas durante un momento. Eran de color blanco pálido y estaban limpiamente cosidas, con unas cuentas delicadas que trazaban un dibujo en la parte superior. Las reconoció de inmediato: las había confeccionado ella misma, hacía quizá diez años. Las zapatillas fueron un regalo de cumpleaños para Cassea. Llevaban más de una década en el arcón, bajo la cama.

Se alejó de la muchacha. Quería hablar con ella, pero su hermano la había advertido de que no la molestase. Durante años albergó la esperanza de que Bernard encontrase a alguien después de la pérdida de Cassea y las niñas, pero tal cosa no había ocurrido. Él había mantenido una distancia con todos los demás, y quienes vivían en el valle y recordaban a su esposa y a sus hijas, simplemente le habían concedido la soledad que deseaba.

Si su hermano había encontrado en su interior lo que necesitaba para conectar con alguien —y por sus palabras y por el trato que dispensó a la muchacha, parecía haberlo conseguido—, ¿tenía derecho a actuar claramente contra sus deseos?

Se adelantó y puso una mano sobre la frente de la muchacha. Incluso antes de alcanzarla a través de Rill, pudo sentir la fiebre suave. Sintió un escalofrío y lentamente extendió sus sentidos a través de su furia hasta alcanzar a la esclava dormida.

Bernard no se había equivocado. La muchacha sufría diversas heridas, desde cortes dolorosos en las piernas hasta un tobillo hinchado, pasando por un corte profundo y con mal aspecto en el brazo. Su cuerpo había sido dañado hasta quedar exhausto, y además pudo sentir que la muchacha, aun estando dormida, era presa de una preocupación y un miedo terribles. Le murmuró con suavidad a Rill y sintió cómo la furia atravesaba con delicadeza el cuerpo de la chica, cerrando los cortes más pequeños y reduciendo la hinchazón y el dolor. El esfuerzo hizo que Isana se sintiese algo mareada, de manera que retiró la mano y se concentró en seguir de pie.

Cuando volvió a mirar, la muchacha había abierto los ojos agotados y la estaba observando.

—Tú —susurró Amara—. Tú eres la artífice del agua que curó al estatúder.

Isana asintió.

—Tienes que descansar —le indicó—. Solo te quiero hacer una pregunta.

La muchacha tragó y asintió. Dejó que se le cerrasen los ojos.

—¿Has venido a por el muchacho? —preguntó Isana.

—No —respondió la chica, e Isana sintió la verdad en la palabra con la misma claridad que el tañido de una campana de plata.

En su forma de hablar había una pureza, una sensación de sinceridad, que tranquilizó a Isana y le permitió relajar los hombros, al menos de momento.

—De acuerdo —aceptó Isana. Acomodó las sábanas sobre la muchacha, tapándole de nuevo el pie—. Duerme. Dentro de un rato te traeré algo de comer.

La muchacha no respondió, inmóvil en la cama, e Isana salió de la habitación y se dirigió hacia las escaleras. Podía oír voces abajo, las de la gente de la explotación, que se iban reuniendo en la sala. En el exterior retumbaba el trueno, bajo y ominoso, que llegaba desde el norte. Los acontecimientos de la noche anterior, el ataque de los Kord contra ella, regresaron de repente a su memoria y sintió un escalofrío.

Después se enderezó y bajó las escaleras para atender a los forasteros que habían llegado a Bernardholt.