15

PARA Amara, la caminata hasta Bernardholt acabó siendo un ejercicio largo y arduo de ignorar el dolor. A pesar de lo que le había dicho a Tavi a primera hora de la mañana, su tobillo, herido en el accidentado aterrizaje en plena tormenta la noche anterior, estaba rígido y le ardía terriblemente, de manera que casi no podía soportar su peso. De forma similar, el corte que le había causado Aldrick ex Gladius en el campamento renegado, le dolía y le escocía. Casi no podía ignorar una herida sin que la otra le ocupase toda su atención, pero aun así, tenía suficiente presencia de ánimo como para sentir lástima por el muchacho que se arrastraba delante de ella.

Al principio pensó que la reacción de su tío no había sido demasiado inclemente. Muchos hombres hubieran empezando por darle una paliza al muchacho y después le habrían explicado a qué venía la tunda, si es que se molestaban en hacerlo. Pero cuanto más andaba, más cuenta se daba de hasta qué punto habían herido al chico las palabras de su tío, o quizá la falta de ellas. Estaba acostumbrado a que lo tratasen bien. El distanciamiento silencioso y frío que había mostrado el estatúder era nuevo para Tavi y lo había herido de gravedad, diluyendo sus esperanzas de un futuro en la Academia y alimentando la idea de que sin capacidad para dominar una furia, no era nada más que un niño indefenso y un peligro para sí mismo y para los demás.

Y allí, en la frontera salvaje del reino de la humanidad, donde la vida o la muerte dependían de la lucha diaria contra las furias y las bestias hostiles, quizá fuese cierto.

Amara bajó la cabeza y se concentró en los adoquines de la calzada, a sus pies. Aunque sentía esa empatía por el muchacho, no podía dejar que su situación la distrajese de su tarea, es decir, descubrir lo que estaba ocurriendo en el valle y después emprender la acción que creyese más oportuna para la protección del Reino. Ya tenía algunas piezas que encajar y lo mejor era que centrase en eso su atención.

Los marat habían regresado al valle de Calderon, algo que no sucedía desde hacía casi diecisiete años. El guerrero marat al que se habían enfrentado Tavi y su tío podía ser un explorador de una horda atacante.

Pero bajo el sol creciente del día esa posibilidad parecía cada vez más remota, si se analizaban algunas inconsistencias. Si de verdad se habían encontrado con un marat, ¿por qué el tío del muchacho no mostró prácticamente ningún alivio al encontrar al sobrino desaparecido? Es más: ¿cómo era posible que el estatúder estuviera ya en pie? Si las heridas eran tan serias como las descritas por el chico, habría sido necesario un artífice del agua de mucho talento para que Bernard estuviese de nuevo en pie, y Amara no creía que nadie con tanta capacidad viviera lejos de una de las grandes ciudades del Reino. Lo más seguro era que la herida fuera menor que la descrita por el chico, y si eso era así, entonces era posible que el incidente con el marat también lo hubiera exagerado en la misma medida.

Situado en el contexto de la ficción, el relato de Tavi de sus aventuras del día anterior tenía mucho más sentido. El muchacho, abrumado por el sentimiento de incapacidad, se podía haber inventado el cuento para sentirse más importante. Esa era una explicación mucho más plausible de lo que le había narrado.

Amara frunció el ceño. Era una explicación mucho más plausible, pero no se podía negar el valor y el ingenio del muchacho. No solo había sobrevivido a la terrible tormenta de furias de la noche anterior, sino que también la rescató —con un peligro considerable para él— cuando pudo haberse limitado a buscarse un refugio sin correr más riesgos. Semejante valor, convicción y sacrificio normalmente no iban de la mano de la falsedad.

Al final, Amara decidió que no tenía suficiente información para llegar a una conclusión hasta que hubiese hablado con su tío, que no parecía estar de humor para ningún tipo de conversación. Tenía que saber más. Si los marat se estaban preparando para atacar, defenderse de ellos haría necesaria una movilización general, a finales de año y con un gasto extraordinario tanto para el Gran Señor de Riva como para el tesoro de la Corona. Habría resistencias contra dicha noticia, y si acudía al conde local sin nada más que la palabra de un muchacho pastor, sin duda acabaría escuchando una repetición incesante del cuento del chico que alertaba «¡Qué viene el dentilargo!». Necesitaba el testimonio de uno de los terratenientes de confianza del conde, de uno de los estatúderes, para recibir algo más que una respuesta amable.

La mejor reacción que podría obtener en dicho caso sería que el conde enviase exploradores para localizar al enemigo, y si conseguían regresar de dicho encuentro mortal, lo más probable era que aparecieran con una horda marat enganchada a sus talones. Los marat se podían hacer con todo el valle con un solo asalto y saquear las tierras alrededor de Riva, mientras que su Gran Señor, atrapado por la llegada del invierno, apenas iba a poder hacer algo más que contemplar cómo destruían sus tierras sin poder intervenir.

En principio, con el testimonio de Bernard podría conseguir que el conde estableciese una defensa más activa desde Guarnición y pidiera refuerzos a Riva. Quizá incluso lograra un ataque preventivo, algo que dispersase la oleada de una horda atacante antes de que rompiera contra las tierras del Reino.

Por otro lado, si no se producía una invasión inminente y la gente de la Corona alertaba a las legiones locales, lo cual implicaría grandes gastos en Riva, todo esto supondría una gran vergüenza ante los otros Grandes Señores y el Senado. La reputación de Gaius podría no superar los consiguientes ataques, y eso provocaría más malestar entre los Grandes Señores, que ya estaban inquietos, y podría tener consecuencias trágicas.

Amara tragó saliva. Gaius le había encargado que representase sus intereses en el valle. Sus decisiones serían las de él. Y si bien él cargaría con la responsabilidad ética y moral por sus acciones, los Grandes Señores podrían exigir responsabilidades legales contra ella por el mal uso de la autoridad de la Corona, y Gaius se vería obligado a aceptarlo. Encarcelamiento, ceguera o crucifixión eran algunas de las sentencias más leves que podía esperar de semejante juicio.

La reputación de la Corona, la posible seguridad del Reino y su propia vida dependían de sus decisiones. Lo mejor sería que sopesara la situación con cuidado.

Necesitaba más información.

Llegaron a Bernardholt un poco después de que el sol hubiera llegado a su cenit.

Amara quedó impresionada por la solidez del lugar. Ella había nacido y crecido en una explotación, y conocía las señales de una propiedad fuerte y que se encontraba en alerta máxima. Los edificios centrales del asentamiento contaban con murallas más altas que las de algunos campamentos militares: alcanzaban casi dos veces la altura de un hombre y habían sido levantadas laboriosamente desde el suelo por poderosos artífices de la tierra en un solo bloque con sillares de color gris oscuro. Las puertas, de acero y pesada madera de roble, estaban medio cerradas, y un hombre entrecano que llevaba al cinto una vieja espada vigilaba encima de las murallas, mirando fijamente la distancia.

Los edificios no estaban muy alejados de las murallas y todos ellos eran de una sola planta, incluidos uno que parecía una forja, un enorme cercado para los toros gargantes, una combinación de granero y establo, y numerosos cercados para los animales. Sabía que el granero principal estaría dentro del cercado central, junto a las cocinas, las zonas residenciales y muchos cercados pequeños para los animales, que solo se utilizaban en caso de emergencia. Un par de toros, atendidos por un joven alto y guapo con mejillas coloradas por el viento y el cabello negro, tenían los arneses puestos y esperaban con paciencia mientras el chico colocaba un montón de cuerdas largas y pesadas dentro de un saco y lo aseguraba al arnés.

—Frederic —llamó Bernard al acercarse—, ¿qué estás haciendo con la yunta?

El joven, demasiado alto y fuerte para ser solo un muchacho pero aún con una edad adecuada para incorporarse a las legiones, tiró de una crin con una mano e inclinó la cabeza hacia el estatúder.

—La llevo al campo del sur para sacar aquella piedra enorme, señor.

—¿Puedes manejar la furia en esa?

—Sí, señor, Thumper y yo podemos. —El chico empezó a darse la vuelta—. Hola, Tavi. Me alegro de que vuelvas de una sola pieza.

Amara miró al muchacho, pero Tavi casi no levantó la mirada. Saludó con la mano en un gesto vago.

Bernard gruñó.

—Se forma otra tormenta en el aire. Te quiero de vuelta dentro de dos horas, Fred, tanto si has movido la piedra como si no. No quiero que resulte herida más gente.

Frederic asintió y volvió al trabajo, mientras Bernard seguía adelante hacia las puertas, saludaba al guardia y entraba en el recinto propiamente dicho.

—Tavi —llamó Bernard una vez dentro.

El muchacho, que no quería oír nada más, se dirigió hacia el lateral de la gran sala, subió la escalera de madera construida en el exterior del edificio y entró por una puerta en el piso superior, donde Amara sabía que estaban situadas habitualmente las alcobas.

Bernard contempló cómo el chico desaparecía en el interior con una mueca en la cara. Dejó escapar un hondo suspiro y se dio la vuelta para mirar a Amara.

—Tú, ven conmigo.

—Sí, señor —contestó Amara y esbozó una leve reverencia.

Fue en ese momento cuando su tobillo decidió ceder del todo y se cayó hacia un lado con un pequeño chillido.

La mano de Bernard reaccionó velozmente y la agarró del hombro, a través de la capa escarlata, para sostenerla, presionando justo por encima del doloroso corte en el brazo. Amara dejó escapar un gemido involuntario de dolor y perdió completamente el equilibrio.

El enorme estatúder dio un paso al frente y simplemente la recogió como si no pesara más que un niño.

—¡Cuervos, muchacha! —murmuró con el ceño fruncido—. Si estabas herida, deberías haberlo dicho.

Amara tragó saliva cuando un estallido de alivio surgió de su cuerpo vapuleado, mezclado con una ansiedad nerviosa ante la proximidad repentina del estatúder. Como Aldrick, era un hombre enorme, pero no exudaba la sensación de peligro plácido y paciente que emanaba del espadachín. Su fuerza era algo diferente: cálida, segura y viva, y olía a cuero y heno. Amara estuvo a punto de decir algo, pero permaneció extrañamente en silencio mientras el estatúder la llevaba a la gran sala y, desde allí, a las cocinas que había en la parte trasera, donde el aire caliente y el aroma de pan en el horno la rodeó como una sábana.

La llevó hasta una mesa cerca del fuego y la sentó en ella.

—Señor, de verdad —empezó Amara—, estoy bien.

Bernard bufó.

—¡A los cuervos con eso de que estás bien, muchacha!

Se dio la vuelta, acercó una silla a la mesa, se sentó, y cogió suavemente el pie entre las manos. Su roce era cálido, confiado, y de nuevo se sintió aliviada, como si al tocarla le hubiera transmitido parte de su confianza.

—Frío —comentó—. Pero no tanto como se podría esperar. ¿Sueles utilizar un artificio para mantener los pies calientes?

Ella parpadeó y asintió en silencio.

—Eso no sustituye a un buen par de calcetines. —Frunció el ceño ante el pie y luego empezó a moverle los dedos con suavidad—. ¿Te duele aquí?

Negó con la cabeza.

—¿Aquí?

El dolor le recorrió toda la pierna y no pudo evitar que se le dibujara una mueca en la cara. Asintió.

—No está roto. Es un esguince. Tenemos que calentarte los pies.

Se puso en pie y se acercó a una estantería, de donde tomó un balde pequeño de cobre. Con un dedo, tocó el grifo que había sobre el fregadero y extendió la mano bajo el chorro de agua hasta que salió tan caliente que le enrojeció la piel. Entonces empezó a llenar el balde.

Amara se aclaró la garganta.

—¿Vos sois el estatúder, señor? —preguntó.

Bernard asintió.

—Entonces, no deberíais hacer esto, señor. Quiero decir, lavarme los pies.

Bernard bufó.

—Aquí no nos preocupamos demasiado por esas tonterías de la ciudad, muchacha.

—Ya veo, señor. Por supuesto, como deseéis. Pero ¿os puedo plantear otra pregunta?

—Si quieres…

—El muchacho, Tavi. Me explicó que le había atacado un guerrero marat y uno de sus moa de guerra. ¿Es cierto?

Bernard gruñó y se le ensombreció el semblante. Tocó de nuevo el grifo con un golpe algo más fuerte y el agua se cortó con un pequeño burbujeo en señal de disculpa.

—A Tavi le gusta contar historias.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Pero ocurrió?

Colocó el balde sobre la silla en la que se había sentado un momento antes y le cogió con la mano el pie y parte de la pantorrilla. Durante un momento Amara tuvo muy presente la sensación del contacto de la piel de Bernard sobre la suya y el hecho de que había apartado la capa y la falda, y que mostraba la pierna casi hasta la rodilla. Sintió un sonrojo en la cara, pero si el estatúder se dio cuenta, no lo demostró. Le metió en el agua el pie herido y le hizo un gesto para que introdujese el otro también. Sus pies entumecidos por el frío le hormigueaban de una manera desagradable y el vapor se elevaba desde el balde.

—¿Cómo te hiciste daño en la pierna? —le preguntó.

—Resbalé y caí —contestó y le repitió la historia sobre el mensaje a Guarnición por cuenta de su amo, añadiendo que había sufrido una caída justo antes de que la encontrase Tavi.

El rostro del estatúder se oscureció.

—Le avisaremos. No estás en condiciones de continuar tu viaje hasta dentro de uno o dos días. Espera hasta que se te hayan calentado los pies. Entonces, sécatelos y siéntate.

Se volvió hacia una alacena, la abrió y cogió un saco lleno de tubérculos. Lo dejó sobre la mesa, junto con un cuenco y un cuchillo pequeño.

—Bajo mi techo trabaja todo el mundo, muchacha. Cuando te hayas calentado, pélalos. Volveré para ocuparme de tu brazo.

Ella levantó la mano y se la colocó sobre el vendaje en el brazo.

—¿Me vais a dejar aquí?

—Con ese tobillo no vas a ir muy lejos. Y se está levantando otra tormenta. El refugio más cercano, dejando de lado esta sala, es el Memorial del Príncipe, y parece que ese sitio ya lo has vaciado. —Hizo un gesto hacia la capa escarlata—. Si fuera tú, empezaría a pensar lo que le iba a decir sobre eso al conde Gram. O a tu amo, sea quien sea.

Se dio la vuelta y se encaminó hacia las puertas de la sala.

—Señor —balbució Amara—. No me habéis dicho si era cierto o no. Lo que me explicó Tavi sobre el marat.

—Tienes razón —reconoció Bernard—. No lo he hecho.

Cuando concluyó la frase, se fue.

Siguió al hombre con la vista durante un momento, completamente frustrada. Volvió la mirada desde la puerta por la que había desaparecido hacia sus pies en el balde humeante, y después la alzó de nuevo. Sus pies estaban recuperando la sensibilidad con una oleada incómoda de fuertes pinchazos. Meneó la cabeza y esperó a que sus pies volvieran a una situación parecida a la normalidad.

«Un hombre enloquecedor», pensó. Confianza en el límite con la arrogancia. Nadie la trataría de una forma tan desconsiderada en ninguna corte del Reino.

Pero, por supuesto, esa era la cuestión. No estaba en una ciudad. Estaba en su explotación y su palabra era literalmente la ley en casi todos los temas que podía enumerar, incluida la disposición y el castigo sin daños permanentes de un esclavo huido. Si fuera una esclava real y no fingida, podría hacer con ella casi todo lo que quisiera, y siempre que continuase de una sola pieza y fuera capaz de cumplir con sus deberes, la ley lo apoyaría como ciudadano que era. En lugar de cuidarla y dejarla en una habitación cálida con los pies en un baño de agua caliente, la podría haber encerrado con los animales o darle cualquier otro uso.

De nuevo el rubor encendió sus mejillas. Aquel hombre la estaba afectando, y no debería permitírselo. Lo había visto cabalgar sobre una ola de tierra, de manera que era un artífice de tierra. Algunos de ellos podían afectar el temperamento de los animales y las bases naturales de los seres humanos, así como extraer impulsos primarios básicos que de otra manera no saldrían a la superficie. Eso explicaría por qué ella se sentía así ante su presencia.

Pero, y eso era lo importante, había sido muy amable con ella al acogerla. No solo la había dejado entrar en sus tierras, sino que le había demostrado hospitalidad. A pesar de la intimidación de sus palabras, no la había encerrado en un sótano y no había mostrado sino preocupación y amabilidad hacia ella.

Amara movió el pie en el agua con el ceño fruncido. Estaba claro que el estatúder era un hombre que sabía ganarse el respeto de su gente. Su explotación era sólida y, obviamente, próspera; los trabajadores que había visto estaban limpios y bien alimentados. Su reacción ante el muchacho fue severa, en cierto modo, pero contenida para lo acostumbrado en la mayor parte del Reino. Si el hombre hubiera querido, la podría haber tomado, y sin necesidad alguna de provocarle ningún deseo.

El contraste de su fuerza, física y de otro tipo, con las muchas demostraciones de amabilidad era sorprendente. Aunque no tenía la menor duda de que podía ser un hombre duro cuando era necesario, transmitía una amabilidad genuina en su comportamiento y un cariño evidente por el muchacho.

Sacó los pies del balde y los secó con la toalla. Después se bajó de la mesa y se sentó con cuidado en otra silla. Cogió el cuchillo de pelar y uno de los tubérculos, y empezó a retirar la piel, dejando que las mondaduras cayeran en espiral en el balde de agua que acababa de usar, para depositar la carne de la raíz en el cuenco que le había proporcionado el estatúder. La tarea era relajante, en su naturaleza repetitiva, y reconfortante.

Había pasado por mucho en las últimas horas. Su mundo se tambaleó y ella se enfrentó de cerca con la muerte en más de una ocasión. Eso podría explicar el florecimiento repentino de sus emociones y su reacción puramente física ante el estatúder. Al fin y al cabo, era un hombre imponente y suponía que no dejaba de tener su atractivo. Era posible que hubiese tenido una reacción semejante ante cualquiera que se le hubiera acercado. Los soldados reaccionaban con frecuencia de esa manera cuando tenían la muerte tan cerca, aprovechando cualquier oportunidad que se les presentara para vivir la vida con más intensidad, con mayor plenitud. Amara decidió que debía de ser eso.

Pero fuera como fuese, eso no la ayudaba a cumplir su misión. Resopló con frustración. Bernard no había confirmado ni negado el encuentro con el marat. De hecho, cualquier mención a ello lo había vuelto más evasivo. Mucho más, pensó, de lo que era razonable, dada la situación.

Frunció el ceño ante esa idea. El estatúder estaba ocultando algo.

¿Qué?

¿Por qué?

¡Lo que habría dado en ese momento por ser una artífice del agua y ser capaz de sentir más sobre él, o tener más experiencia para leer las expresiones y el lenguaje corporal de las personas!

Tenía que saber más. Tenía que saber si podría disponer o no de un testigo creíble al que poder presentar ante el conde local. Tenía que saber si los temores del Primer Señor eran ciertos.

Bernard regresó al cabo de un rato con otro cuenco bajo el brazo. El estatúder alzó las cejas con una expresión de sorpresa. Luego, frunció el ceño y se acercó a la mesa.

—¿Señor? —preguntó Amara—. ¿He hecho algo malo?

—¡Cuervos, muchacha! —replicó Bernard—. Creía que seguirías calentándote los pies.

—Queríais que las pelase, señor.

—Sí, pero… —Emitió un ruido enojado—. No importa. Reclínate y deja que vea el pie de nuevo. Y también tu brazo, ya que estamos en ello.

Amara se echó hacia atrás en la silla y el estatúder se arrodilló delante de ella, dejando el cuenco a un lado. Le levantó el pie, gruñó algo y metió la mano en el cuenco, del cual sacó un bote pequeño de algún tipo de ungüento de olor penetrante.

—Tienes algunos cortes, por la caminata entre las colinas —explicó—. Dudo que los hayas notado con unos pies tan fríos. Esto ayudará a que se limpien y te aliviarán un poco el dolor cuando los vuelvas a sentir.

Aplicó el ungüento en los pies con sus dedos anchos y suaves. Entonces sacó un rollo de tela blanca y un par de tijeras. Le vendó con cuidado los pies con la tela y después sacó del cuenco unas zapatillas con suela de cuero flexible y un par de calcetines grises de lana. Ella abrió la boca para protestar, pero el estatúder le lanzó una mirada y le puso los calcetines y las zapatillas.

—Pies grandes para una mujer —comentó—. Llevar estas zapatillas viejas te irá bien durante un tiempo.

Amara lo estudió en silencio mientras lo hacía.

—Muchas gracias. ¿Están muy mal?

Él se encogió de hombros.

—Me parece que se pondrán bien, pero no soy un artífice del agua. Le pediré a mi hermana que les eche un vistazo cuando se encuentre mejor.

Amara ladeó la cabeza.

—¿Está enferma?

Bernard gruñó y se puso en pie.

—Aparta la capa y arremángate. Deja que le eche un vistazo a ese brazo.

Amara retiró la capa del hombro. Intentó enrollar hacia arriba la manga de la blusa, pero la herida estaba demasiado alta y la tela abultaba demasiado para permitírselo. Lo intentó pese a todo, y entonces la manga le apretó la herida. El dolor le recorrió de nuevo el brazo y aspiró aire con un temblor.

—Eso no es bueno —comentó Bernard—. Tendremos que conseguir otra blusa.

Cogió las tijeras y con cuidado empezó a cortar la manga ensangrentada, un poco por encima de la rotura en la tela. Frunció el ceño al ver la tela escarlata del vendaje. La arruga se profundizó cuando retiró el vendaje y descubrió que la tela se había pegado a la herida. Movió la cabeza, fue a buscar agua fresca y tela limpia, y empezó a mojar el vendaje, tirando de él con suavidad.

—¿Cómo te heriste el brazo?

Amara usó la otra mano para retirar el cabello de su cara.

—Ayer me caí y me corté.

Bernard emitió un sonido sordo y no dijo nada más hasta que mojó la tela y la retiró con cuidado del corte, sin volverlo a abrir. Frunció de nuevo el ceño y con tela, agua y jabón limpió la herida con suavidad. Ardía, y Amara sintió que se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Pensó que iba a romper a llorar a causa del cansancio y del dolor lacerante e implacable. Cerró con fuerza los párpados, mientras el hombre proseguía su labor lenta y paciente.

Alguien llamó a la puerta de la cocina y enseguida se oyó una voz nerviosa que pertenecía al muchacho a quien había llamado Frederic.

—¿Señor? Preguntan por vos en el exterior.

—Un momento.

Frederic tosió.

—Pero, señor…

—Fred, dentro de un momento —replicó el estatúder con cierta dureza en la voz.

—Sí, señor —asintió el muchacho y la puerta se volvió a cerrar.

Bernard continuó con la herida.

—Habría que coserla —murmuró—. O alguien debería hacer un artificio para cerrarla. ¿Te caíste?

—Me caí —repitió Amara.

—Pues parece que te caíste sobre el filo de una espada afilada —comentó el estatúder.

Lavó la herida y la volvió a vendar con manos diestras, pero aun así el brazo le ardía y dolía horriblemente. Más que nada, lo que Amara quería era un lugar oscuro y tranquilo para hacerse un ovillo. Pero no se lo podía permitir.

—Señor, por favor. ¿Es cierta la historia del muchacho? ¿Realmente os atacó un marat?

Bernard respiró hondo. Salió, y cuando volvió le puso un peso suave y agradable sobre los hombros: una sábana.

—Haces muchas preguntas, muchacha. No estoy seguro de que me guste. Y no sé si estás siendo honesta conmigo.

—Lo soy, señor. —Lo miró e intentó sonreír.

La boca de Bernard dibujó una sonrisa de medio lado. La miró antes de darse la vuelta para coger una toalla que colgaba de un gancho cerca del fregadero.

—Tengo un problema con tu historia: nadie enviaría a una esclava tan malherida para entregar un mensaje. Eso es una locura.

Amara se ruborizó.

—Él no… lo sabía exactamente. —Al menos eso era verdad—. No quería perder la oportunidad.

—No —negó Bernard—. Muchacha, no te pareces en nada a las esclavas que conozco. En especial, a las mujeres jóvenes y guapas al servicio de un hombre.

Ella sintió cómo le subía aún más el calor a la cara.

—¿Qué queréis decir, señor?

Él no se volvió.

—Tu comportamiento. Cómo te ruborizaste cuando te toqué la pierna. —La miró—. Muy poca gente se disfraza de esclavo, por temor a no poder salir nunca más de ese papel. Hay que ser un loco o estar muy desesperado.

—Creéis que os estoy mintiendo.

—Sé que estás mintiendo —aclaró el estatúder, sin malicia—. Solo queda por saber si estás loca o desesperada. Quizá necesites mi ayuda, o quizá lo único que necesitas es que te encierre en un sótano hasta que vengan a recogerte las autoridades. Tengo que proteger a muchas personas. No te conozco. No puedo confiar en ti.

—Pero si…

—Esta discusión se ha terminado —la interrumpió—. Ahora, cierra la boca antes de que te desmayes.

La joven sintió cómo se acercaba y la volvía a coger en brazos, manteniendo el brazo ileso contra su pecho. No era su intención, pero involuntariamente apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Estaba demasiado cansada y le dolía todo demasiado. Apenas había dormido desde… ¿hacía dos días?

—…van a preparar la cena —estaba diciendo Bernard—, así que te trasladaré a un camastro junto al fuego en la gran sala. Esta noche estará todo el mundo aquí, a causa de la tormenta.

Llegó a emitir un pequeño sonido de asentimiento, pero la dura prueba de que le limpiasen las heridas, junto con el cansancio, no la dejaron en condiciones de hacer nada más. Se recostó sobre él y se hundió en su calidez y su fuerza, adormecida.

No se movió hasta que él la empezó a colocar en el camastro. La puerta de la sala se abrió detrás de él, que tapaba su campo de visión. Se acercaron pasos, pero ella no pudo ver a quién pertenecían y ni siquiera consiguió tampoco reunir la energía suficiente como para preocuparse.

—Señor —requirió la voz nerviosa de Frederic—, han llegado unos viajeros que piden refugio durante la tormenta.

—Te saludamos, estatúder —intervino tras el muchacho Fidelias con un tono de voz amable y controlado, utilizando al hablar un relajado acento de Riva como si fuera un nativo—. Espero que los tres no seamos un estorbo.