ANTES de mediodía del día siguiente, los caballeros Aeris llevaron a Fidelias, junto con Aldrick el Espada y la loca Odiana, hasta el extremo occidental del valle de Calderon. Las nubes grises estaban bajas y brillaban por encima de sus cabezas, pero se trataba de una amenaza vacía. La tormenta que les precediera durante la noche anterior ya se había dirigido hacia el sur, allí donde casi no se llegaba a oír el trueno lejano. Iban abrigados contra el frío casi invernal del valle y exhalaban vaho por la boca.
Fidelias bajó del palanquín con una mueca y preguntó al capitán del contingente de caballeros:
—¿Estás seguro de que no ha llegado nadie?
El hombre murmuró algo para sí, después inclinó la cabeza a un lado, escuchando con la mirada ausente.
Un instante después asintió:
—Livus informa de que siguen presentes exploradores marat moviéndose de un lado a otro. Ninguno de nuestros observadores ha visto a nadie entrando en el valle.
—Esa no era la pregunta —replicó Fidelias, que oyó el tono acerado de su propia voz—. Lo último que necesitamos es un enviado de la Corona que avise a Guarnición o traiga refuerzos desde Riva.
El capitán negó con la cabeza.
—La tormenta de la pasada noche fue larga y extremadamente violenta. En esas condiciones, nadie que estuviera en el exterior puede seguir vivo. Supongo que alguien con habilidad suficiente podría haber entrado oculto por la tormenta, si antes conseguía llegar a tiempo a un refugio…
—Amara puede. —Fidelias cortó con un movimiento de la mano la respuesta que iniciaba el capitán—. ¡Qué los cuervos se lleven a Gaius y a todos los que le siguen! Siempre le ha gustado el espectáculo. Incluso cuando crea distracciones.
—Alguien está de mal humor esta mañana… —le murmuró Odiana a Aldrick. El enorme espadachín descendió del palio y se dio la vuelta para bajar a la mujer con suavidad hasta el suelo. La bruja del agua le lanzó a Fidelias una sonrisita irónica que desprendía bastante sensualidad y se apretó contra el costado de Aldrick, bajo la curva de su brazo—. Cualquiera pensaría que no durmió lo suficiente la pasada noche, amor.
—Paz —murmuró Aldrick, deslizando sobre su boca los dedos gruesos de su robusta mano en un gesto cotidiano.
Los ojos de la mujer se cerraron y dejó escapar un suspiro de alegría.
Fidelias ignoró la pulla de la mujer.
—No es el momento de ser descuidados —le indicó al capitán—. Haz llegar la descripción de la chica a nuestros hombres en Riva. Si pasa por allí, detenedla. Sin alboroto. Lo mismo si aparece cualquiera de los demás cursores que os he descrito.
El capitán asintió.
—¿Y qué les digo a los hombres que tenemos aquí?
—Lo mismo. Si veis en el aire a alguien que no resulta familiar, matadlo. No tardaré mucho en establecer contacto con nuestra fuente. Entonces nos pondremos en movimiento.
El capitán asintió.
—Anoche fuimos afortunados de poder contar con el viento, señor. Pudimos traer más hombres de los que creíamos que estarían disponibles.
—Afortunados… —Fidelias rio e intentó ignorar la tensión que le crecía en el estómago—. Ese viento trajo la tormenta, y con ella vino alguno de los que apoyan a la Corona, capitán. No estoy tan seguro de que haya sido una bendición.
El capitán saludó con rigidez y dio un paso atrás. Murmuró algo para sí e hizo un gesto con la mano a los caballeros que sostenían las varas del palanquín. Los hombres alzaron el vuelo formando una columna repentina de viento ascendente, planearon en el aire y en un momento ya se hallaban atravesando la parte inferior de las nubes.
Aldrick esperó a que estuvieran lejos para decirle lacónico:
—Has sido un poco duro con ellos. Si la Corona quería colar a alguien en el valle, nada de lo que pudieran hacer lo habría detenido.
—No conoces a Gaius —replicó Fidelias—. No es ni omnisciente ni infalible. Nos debimos haber puesto en marcha ayer por la noche.
—Habríamos llegado en medio de la tormenta —señaló el espadachín—. Nos podría haber matado a todos.
—Sí, la desagradable tormenta —murmuró Odiana—. Y además, ex cursor, entonces no habrías tenido tiempo suficiente para disfrutar de la bonita esclava.
Las últimas palabras de la frase cayeron con una especie de regodeo pesado. La mujer sonrió con los ojos brillantes cuando Aldrick distraídamente le cubrió de nuevo la boca con la mano. Ella le mordió los dedos, emitiendo un ronroneo suave, y el espadachín se dejó hacer con una sonrisa en los labios.
Fidelias miró con dureza a la bruja del agua. Ella lo sabía. No podía estar seguro de cuánto sabía sobre la esposa de Aquitanius y las consecuencias de la pequeña escena de despedida de la noche anterior, pero podía percibir su intuición en el brillo de sus ojos.
El estómago le ardió un poco más al considerar las posibles consecuencias si Aquitanius se enteraba del encuentro de su esposa con Fidelias. Aquitanius parecía de ese tipo de personas que a veces ven los árboles pero no el bosque, si bien lo más seguro era que tuviera muy poca paciencia con alguien que se arriesgase a humillarlo yaciendo con su esposa. Los pocos trozos de galletas que Fidelias había conseguido tragar durante el vuelo amenazaban con salir de nuevo. Mantuvo alejada la tensión de su rostro y pensó que tendría que hacer algo con la bruja del agua: se había convertido en un verdadero incordio en muy poco tiempo.
Fidelias le devolvió una pequeña sonrisa, neutra y sin humor.
—Creo que nos deberíamos concentrar en la labor que nos espera —replicó.
—Parece bastante claro —comentó Aldrick—. Montar a caballo. Cabalgar hasta el punto de reunión. Hablar con el salvaje. Regresar.
Fidelias miró a su alrededor y después murmuró a Vamma que fuera a buscar los caballos. La furia de tierra se movió bajo su pie derecho, un estremecimiento en el suelo en señal de aceptación, y desapareció.
—No preveo que el viaje sea un problema. El salvaje lo puede ser.
Aldrick se encogió de hombros.
—No será un problema.
El antiguo cursor se empezó a calzar los guantes de montar.
—¿Crees que tu espada cambiará algo para él?
—Puede cambiar todo tipo de cosas.
Fidelias sonrió.
—Es un marat. No es humano. No piensa de la misma manera que nosotros.
Aldrick lo miró de reojo, con el ceño fruncido.
—No lo podrás intimidar. Según él, tu espada es peligrosa pero… tú eres solo la cosa blanda y débil que la sostiene.
La expresión de Aldrick no cambió.
Fidelias suspiró:
—Verás, Aldrick. Los marat no tienen la misma noción de individualidad que tenemos nosotros. Toda su cultura se basa en los tótems. Sus tribus se articulan alrededor de la comunión con animales totémicos. Si un hombre tiene un tótem poderoso, entonces es un hombre formidable. Pero si el hombre se esconde detrás de su tótem, en lugar de luchar a su lado, entonces se convierte en algo despreciable. Ellos nos llaman la Tribu Muerta. Consideran que la armadura y las armas son nuestro tótem: tierra muerta. Nos escondemos detrás de nuestros tótems muertos en lugar de entrar en combate a su lado. ¿Lo captas?
—No —reconoció Aldrick. Apartó a Odiana de su lado y se empezó a poner los guantes, despreocupado—. Eso no tiene ningún sentido.
—Para ti, no —reconoció Fidelias—. Pero tiene perfecto sentido para un marat.
—Salvajes —comentó Aldrick.
Odiana se volvió hacia los fardos y sacó de ellos la espada enfundada. Él extendió la mano, sin mirar, y la mujer depositó en ella el arma, y se quedó a contemplar cómo se la colocaba.
—¿Qué ocurrirá si no colabora?
—Eso déjamelo a mí —respondió Fidelias.
Aldrick enarcó las cejas.
—Lo digo en serio. Mantén el arma enfundada a menos que todo se vaya a los cuervos.
—¿Y si ocurre?
—Entonces, mata a todo lo que no seas tú, yo o la bruja.
Aldrick sonrió.
—¿Qué hago yo? —preguntó Odiana. Tras cumplir con su deber con Aldrick, se alejó unos pasos, arrastrando por el barro la punta del zapato, levantándose la falda más pesada y cálida lo suficiente como para llegar a estudiar sus hebillas.
—Vigila al marat. Si adviertes que se enfada, avísanos.
Ella frunció el ceño y levantó la mirada hacia Fidelias.
—Si Aldrick va a matar a alguien —comentó con una mano colocada sobre la curva pronunciada de la cadera—, yo también quiero hacerlo. Es lo justo.
—Quizá —replicó Fidelias.
—La pasada noche no maté a nadie. Ahora es mi turno.
—Ya veremos.
Odiana dio una patada en el suelo y se cruzó de brazos haciendo pucheros.
—¡Aldrick!
El gigante se acercó a ella, se quitó la capa y despreocupadamente se la deslizó a la bruja sobre los hombros. La tela podría envolverla dos veces.
—Tranquila, amor. Sabes que dejaré que tengas lo que quieres.
Ella le sonrió encantadora.
—¿De verdad?
—¿No lo hago siempre?
Él se inclinó sobre la mujer y la besó, atrayéndola con un brazo. Sus labios carnosos se abrieron con ansiedad ante su boca, mantuvo el cuerpo arqueado contra el suyo y levantó la mano para deslizar las uñas a través de su cabello, evidentemente encantada.
Fidelias se masajeó el puente de la nariz, donde la tensión se había empezado a acumular hasta generarle dolor de cabeza, y se alejó un poco. Los caballos llegaron un momento más tarde a paso tranquilo, obligados por Vamma, que los guiaba sutilmente desde el suelo. Fidelias llamó a los otros dos, que rompieron su abrazo con reticencia y los tres ensillaron y montaron sin más discusiones.
Como estaba previsto, la cabalgata no tuvo incidencias. Etan iba por delante de ellos a través de los árboles, la furia de la madera había adoptado la forma de una ardilla grande y silenciosa, que se mantenía siempre entre las sombras para que solo se la pudiera ver como una silueta borrosa. Fidelias siguió la silueta saltarina y parpadeante de su furia sin ningún esfuerzo consciente; había utilizado a Etan para guiarle y para buscar rastros desde que no era más que un muchacho.
Cruzaron la carretera de la Corona y cabalgaron hacia el norte y el este a través de bosques yermos llenos de pinos desiguales, zarzas y espinos, en dirección hacia la silueta radiante de la montaña que se alzaba muchos kilómetros por delante de ellos. Tanto la montaña, según recordaba Fidelias, como los yermos de pinos a su alrededor, tenían la mala fama de ser hostiles a los humanos. No era de extrañar que los marat hubieran concertado una reunión cerca de lo que consideraban una zona segura para su raza.
Fidelias flexionó el pie derecho en el estribo mientras cabalgaba, frunciendo el ceño. La bota no se ajustaba correctamente sin el cuchillo en ella. Sintió como una sonrisita leve y amarga se dibujaba en sus labios. La muchacha era más brillante de lo que pensaba. Vio clara una oportunidad y no dudó en explotarla sin reparos, tal como él le había enseñado. Como su patriserus, sintió una sensación de orgullo innegable con su logro.
Pero como profesional, solo sentía una frustración fría y tensa. Ella se tenía que haber convertido en una gran baza para sus propósitos y en su lugar se había transformado en un factor peligrosamente desconocido en el desarrollo de los acontecimientos. Si se encontraba en el valle, no existía ningún límite para el caos que en potencia podía desencadenar contra sus planes, y aunque no estuviera allí, la distracción que representaba la vigilancia contra esa posibilidad no era nada desdeñable.
¿Cómo habría desbaratado los planes que estaban en marcha si él estuviera en su lugar?
Fidelias lo analizó. No. Ese sería el enfoque erróneo. Él prefería las soluciones cortas y brutales para este tipo de asuntos, cuanto menos complicadas, mejor. En una situación como aquella había demasiadas cosas que podían salir mal si se actuaba con delicadeza.
Amara pensaba de una manera mucho menos lineal. La solución más sencilla sería presentarse ante el estatúder más cercano, aclarar su condición y presionar a quien fuera para que extendiera por el valle la noticia de que algún tipo de desgracia estaba a punto de producirse. En ese caso, tendría varias docenas de artífices de la madera rondando por las explotaciones del valle, y no había duda de que alguno de ellos vería algo y sabría lo que era.
Si hacía eso, dando a conocerse ella y su localización, la cuestión sería muy sencilla. Un golpe rápido la eliminaría de la ecuación y entonces él podría enturbiar las aguas hasta que fuera demasiado tarde para que los estatúderes pudieran detener lo que estaba en marcha.
Naturalmente, Amara iba a prever los peligros de semejante proceder. Tendría que ser mucho más cautelosa. Menos lineal. Improvisaría sobre la marcha, mientras que él, por su parte, tenía que interpretar necesariamente el papel de cazador, batiendo los matorrales para obligarla a moverse y actuar rápidamente a fin de impedir cualquier artimaña que pudiera intentar.
Fidelias sonrió ante la ironía: parecía que los dos iban a jugar con sus bazas más fuertes. Estupendo. La muchacha tenía talento, pero no experiencia. No iba a ser la primera persona a la que superaba y destruía. Tampoco sería la última.
Un movimiento casi imperceptible de Etan advirtió a Fidelias de que los tres jinetes no estaban solos bajo las sombras grises de los árboles. De repente, refrenó su cabalgadura y levantó una mano para que los otros hicieran lo mismo. Bajo la penumbra de los árboles perennes se extendía el silencio, roto solo por la respiración de los tres caballos, el goteo del agua de lluvia retenida en los árboles contra el suelo del bosque y el suspiro suave del frío viento del norte.
La montura de Fidelias echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un relincho corto y agudo de miedo. Los otros dos caballos se sumaron encabritados con los ojos muy abiertos y en blanco. El de Odiana movió la cabeza hacia un lado y empezó a patalear nervioso y con miedo. Fidelias se conectó de inmediato con Vamma y la furia del aire actuó siguiendo su voluntad: extendió entre los animales la calma de la tierra profunda. Fidelias sintió cómo la influencia de la furia de la tierra se extendía como una ola lenta, hasta que rompió sobre los caballos, lo cual eliminó la agitación intranquila y permitió que los jinetes recuperaran el control de los animales.
—Algo nos vigila —musitó la bruja del agua. Acercó su cabalgadura a la de Aldrick con los ojos oscuros brillantes y duros como el ágata—. Tienen hambre.
Aldrick frunció los labios y puso una mano sobre la empuñadura de la espada. Pero no hizo ningún gesto más que alterase la actitud relajada que había mantenido durante toda la cabalgata.
—Tranquilos —murmuró Fidelias palmeando el cuello de su caballo—. Vamos a seguir adelante. Hay un claro justo ahí. A ver si conseguimos tener algo de espacio abierto a nuestro alrededor.
Espolearon a los caballos para llegar hasta el claro, y aunque las monturas estaban controladas, seguían moviendo la cabeza intranquilas de un lado a otro, con los ojos y las orejas atentos a cualquier señal del enemigo que habían olido.
Fidelias los condujo al centro del claro, que no se abría más de unos nueve metros a cada lado. Las sombras caían espesas entre los árboles, donde la pálida luz gris creaba lagunas de penumbra cambiante y fluida entre rama y rama.
Espió los bordes del claro hasta que vislumbró la silueta vaga de la forma de Etan: la ardilla se movía alrededor de los límites de un lago de penumbra. Entonces espoleó al caballo para que avanzara un paso y se dirigió directamente a ella.
—Muéstrate. Sal para hablar bajo el sol y el cielo.
Durante un momento no ocurrió nada. Entonces, una forma dentro de la penumbra se reveló en la silueta de un marat que penetró en el claro. Era alto y parecía relajado, llevaba el cabello claro recogido en una trenza larga que le cruzaba el cráneo y bajaba por la nuca. En la trenza había insertado unas plumas oscuras y ásperas. Lucía un cinturón de piel de ciervo, una tela sencilla alrededor de las caderas y nada más. En la mano derecha blandía un cuchillo en forma de gancho, que brillaba como el cristal negro.
A su lado apareció un moa, una de las enormes aves depredadoras de las llanuras del otro lado. Era mucho más alto que el marat, pero el cuello y las patas estaban tan cubiertos de músculos que daba la impresión de que era más bajo y torpe. Fidelias sabía que no lo era. El pico del ave brilló en consonancia con el cuchillo del marat y las terribles garras de sus patas rasgaban a través del lecho de pinaza seca que cubría el suelo del bosque y levantaban la tierra que había debajo.
—Tú no eres Atsurak —comentó Fidelias, que mantuvo su voz controlada y clara, adoptando un tono casi rítmico—. Lo busco a él.
—Tú buscas a Atsurak, cho-vin de la Tribu Moa —replicó el marat con su voz gutural en la misma cadencia—. Estoy ante ti.
—Debes estar en cualquier otro sitio.
—Eso no será. Debéis volver.
Fidelias negó con la cabeza.
—Eso no lo haré —replicó.
—Entonces habrá sangre —replicó el marat. Su cuchillo se movió y el moa lanzó por lo bajo un bufido sibilante.
—Cuidado. No está solo —murmuró Odiana desde detrás de Fidelias.
Fidelias siguió la dirección invisible de Etan.
—A nuestra izquierda y derecha, en ángulos rectos —le murmuró a Aldrick.
—¿No vais a hablar? —preguntó Aldrick arrastrando las palabras con pereza.
Fidelias levantó la mano para rascarse el cuello mientras vigilaba al marat.
—Está claro que estos tres no están de acuerdo con su cho-vin. Su jefe. No están interesados en hablar.
—Oh, estupendo —dejó escapar Odiana casi sin aliento.
El antiguo cursor agarró la empuñadura del cuchillo que le colgaba de la nuca y lanzó el brazo hacia delante y hacia abajo. Se produjo un destello de la luz gris que incidía sobre el acero y entonces el cuchillo de lanzamiento, parecido a una puya, se hundió en el moa: su empuñadura sobresalía de la cabeza del ave, justo en el punto en que el pico se unía al cráneo. El moa chilló y saltó en el aire con un gran espasmo. Cayó al suelo chillando, pateando con fiereza durante la agonía.
De izquierda y derecha surgieron de repente unos chillidos —los gritos de guerra de las aves y de sus amos—, de manera que un salvaje y un moa atacaron a la par al grupo desde ambos lados. Fidelias intuyó, más que vio, cómo Aldrick se deslizaba hasta el suelo y se giraba para encararse con una pareja, pero sí oyó claramente el sonido silbante de la espada al salir de la funda. Odiana pronunció algo en voz baja, un sonido suave, arrullador.
El jefe de los marat corrió al lado del moa caído y al cabo de un momento, con un gesto firme, pasó el afilado cuchillo en forma de gancho por el cuello del pájaro. El moa emitió un débil silbido final y se convulsionó hasta quedar quieto en el suelo a medida que la sangre empapaba la tierra. Entonces, el marat se volvió hacia Fidelias con el rostro colérico de pura rabia asesina, y se lanzó contra el antiguo cursor.
Fidelias le ladró una orden a Vamma y movió la mano en dirección a su atacante. En respuesta, el suelo que pisaba el marat se empezó a elevar, haciéndole caer hacia un lado de un golpe. Fidelias aprovechó la oportunidad para desmontar del caballo, cada vez más nervioso, y para sacar la daga de la vaina que le colgaba de la cadera. El marat recuperó el equilibrio y corrió hacia él con la intención de pasar de largo junto a Fidelias y desgarrarle el vientre con el horrible cuchillo, abriéndolo en canal.
Fidelias estaba familiarizado con la técnica: esperó al marat de frente y neutralizó su acometida con una patada simple contra su rodilla. Sintió cómo el pie entraba en contacto con fuerza y cómo algo se rompía en la pierna del marat, que soltó un chillido y cayó, acercando el cuchillo al muslo de Fidelias mientras caía. El alerano se alejó del cuerpo del marat con el mismo movimiento, consiguiendo apartar la pierna unos centímetros del cuchillo; luego, se dio la vuelta para encararse con su oponente.
El marat intentó ponerse en pie, pero tenía la rodilla destrozada. Cayó sobre la pinaza. Fidelias se giró y caminó hasta el árbol más cercano mirando atrás, hacia los demás, mientras se alejaba.
Aldrick estaba al borde del claro, mirando hacia los árboles, con la espada firme y paralela al suelo, y el brazo extendido hacia un lado, en una pose casi de baile. Detrás del espadachín yacía un moa, sin cabeza, cuyo cuerpo se agitaba y movía salvajemente las garras, aún inconsciente de su muerte inmediata. El marat que había atacado a Aldrick estaba arrodillado en el suelo del bosque, con la cabeza baja y meciéndose, y las manos apretadas sobre el vientre y cubiertas de sangre.
Al otro lado del claro, Odiana todavía estaba sentada sobre el caballo y susurraba algo en voz baja. El suelo delante de ella parecía haber sufrido una transformación repentina, para convertirse en una ciénaga. No se podía ver al marat ni al moa, pero el limo y el barro de delante de ella se movían vagamente, como si algo se estuviera agitando, invisible bajo la superficie.
La bruja del agua se dio cuenta de que Fidelias la estaba mirando y comentó en un tono cálido:
—Me encanta el olor del suelo después de la lluvia.
Él no le contestó. En vez de ello, alzó el brazo y usó el cuchillo para realizar un corte profundo en la rama del árbol más cercano. La arrancó, mientras los otros se giraban para mirarlo, se guardó el cuchillo, cogió la pesada rama con las dos manos y, fuera del alcance del cuchillo del marat herido, lo golpeó metódicamente hasta matarlo.
—Esa es una forma de hacerlo —comentó Aldrick—, si no te importa salpicar sangre por todas partes.
Fidelias tiró la rama hacia un lado.
—Tú también salpicas sangre por todas partes —le recordó.
Aldrick caminó hasta el centro del claro. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo usó para limpiar a fondo la hoja de la espada.
—Pero la mía sigue un esquema. Es estéticamente placentera. Deberías haber dejado que lo hiciera por ti.
—La muerte es la muerte —replicó Fidelias—. Yo puedo realizar mis tareas. —Miró a Odiana—. ¿Ahora estás contenta?
La bruja del agua, que seguía montada, le sonrió y suspiró.
—¿Crees que deberíamos tener más lluvia?
Fidelias negó con la cabeza.
—¡Atsurak! —llamó—. Ya has visto lo que intentaban.
Tuvo la satisfacción de ver cómo Aldrick se tensaba desviando su mirada, e incluso cómo a Odiana le faltaba el aire. El antiguo cursor sonrió, recogió las riendas del caballo y pasó una mano por el cuello del animal, acariciándolo.
Desde los árboles llegó una voz grave con un tono satisfecho.
—Ja.
Después se oyó un movimiento a través de los matorrales y apareció un cuarto marat. Este tenía unos ojos dorados, brillantes, acordes con los del ave esbelta y de aspecto rápido que tenía a su lado. Llevaba el cuchillo en el cinturón, en lugar de en la mano, y también una espada en bandolera, sujeta con una correa de cuero por la empuñadura y la hoja. Tenía media docena de trenzas de hierba atadas alrededor de sus extremidades, y la cara llena de arañazos y abrasiones. El marat se detuvo a bastantes pasos del trío y levantó las manos, abiertas y con las palmas dirigidas hacia ellos.
Fidelias imitó el gesto y dio un paso al frente.
—Lo que hice era necesario.
Atsurak bajó la mirada hacia el cuerpo muerto a unos pasos, al que Fidelias había aplastado el cráneo.
—Era necesario —asintió con la voz tranquila—. Pero un desperdicio. Si se hubieran encontrado conmigo en campo abierto, solo habría matado a uno. —El marat miró a Odiana, evaluándola con una mirada silenciosa e intensa como la de un halcón, antes de girarse hacia Aldrick con la misma mirada—. Gente de las tierras muertas. Luchan bien.
—El tiempo apremia —intervino Fidelias—. ¿Está todo dispuesto?
—Yo soy el cho-vin de mi tribu. Me seguirán.
Fidelias asintió y se volvió hacia su caballo.
—Entonces nos vamos.
—Espera aún —solicitó Atsurak, levantando una mano—. Hay un problema.
Fidelias se detuvo y miró al jefe marat.
—Durante el último sol, cacé humanos no lejos de este lugar.
—Imposible —replicó Fidelias—. Por aquí no viene nadie.
El marat cogió la espada que le colgaba del hombro y con dos movimientos ágiles desató la correa del arma. La lanzó de manera que la punta se hundió en el suelo un paso por delante y a un lado de Fidelias.
—Cacé humanos —repitió Atsurak, como si Fidelias no hubiera dicho nada—. Dos machos, viejo y joven. El viejo mandaba un espíritu de la tierra. Mi chala, la compañera de este —puso la mano sobre la espalda emplumada del moa— murió. Hirió al viejo. Los perseguí, pero el joven era rápido y me despistó.
Aldrick dio un paso al frente y desclavó la espada del suelo. Usó el mismo trapo que había utilizado con su arma para retirar el barro de la hoja.
—Legionario —informó con mirada distante—. Diseño de hace unos años. Bien cuidada. Las protecciones de la empuñadura están desgastadas por el uso. —Se quitó el guante y con los ojos cerrados dejó que su piel tocara la hoja—. La ha utilizado alguien con experiencia. Creo que es explorador de una legión. O lo fue.
Fidelias respiró hondo.
—Atsurak… Esos dos que perseguiste, ¿están muertos?
Atsurak se encogió de hombros.
—La sangre del viejo manaba como el nacimiento de un río. Su espíritu se lo llevó, pero iba dejando un reguero por el suelo. El joven corrió bien y tuvo suerte.
Fidelias escupió el repentino sabor ácido que sintió en la boca y apretó las mandíbulas.
—Comprendo.
—He venido a observar este valle. Y lo he visto. He visto que la gente de las tierras muertas espera el combate. Son fuertes y vigilan con atención.
Fidelias negó con la cabeza.
—Has tenido mala suerte, Atsurak, nada más. El ataque será una gran victoria para tu pueblo.
—Pongo en duda tu juicio. Los marat han venido. Muchas tribus han venido. Pero aunque no sienten amor por tu pueblo, tampoco mucho por mí. Me seguirán a una victoria… pero no a una matanza.
—Todo está dispuesto. Tu pueblo limpiará el valle de vuestros padres y madres, y mi señor procurará que se os devuelva todo. Así lo ha establecido.
Los labios de Atsurak dibujaron algo que podía asemejarse a una mueca desdeñosa.
—Tu cho-vin. El cho-vin de Aquitania… ¿Tú llevas su tótem como lazo?
Fidelias asintió.
—Lo quiero ver.
Fidelias regresó junto al caballo y abrió una de las alforjas. De ella sacó la daga de Aquitanius, con la empuñadura elaborada trabajada en oro y con el sello de la Casa de Aquitania. La mantuvo en alto para que el salvaje pudiera ver el arma.
—¿Satisfecho?
Atsurak extendió la mano.
Fidelias entornó los ojos.
—Esto no formaba parte de nuestro acuerdo.
Los ojos del marat brillaron con un matiz cálido y malvado.
—Tampoco la muerte de mi chala —replicó con un tono muy suave—. Ya había mucha mala sangre entre tu pueblo y el mío. Ahora hay más. Me entregarás el tótem de tu cho-vin como alianza. Y entonces cumpliré mi parte del trato.
Fidelias frunció el ceño. Entonces le lanzó la daga enfundada al marat con suave precisión. Atsurak la atrapó sin mirar, asintió y se dio la vuelta para regresar al bosque. A pocos pasos de las primeras ramas, él y el moa que le seguía se desvanecieron.
Aldrick se quedó mirando al jefe salvaje durante un momento y después a Fidelias.
—Quiero saber, en nombre de todas las furias, qué crees que estás haciendo.
Fidelias contempló a su vez al Espada y después se volvió hacia su caballo y cerró la alforja.
—Ya lo has oído. Algo ha inquietado al marat. Sin la daga no se habría quedado.
El rostro de Aldrick se ensombreció.
—Esa es un arma con sello. Se puede rastrear hasta Aquitania. Él es un jefe de horda marat. Va a combatir a la cabeza de los suyos en la maldita batalla…
Fidelias rechinó los dientes y habló en un tono lento y paciente.
—Sí, Aldrick. Se puede rastrear la daga. Sí, Aldrick, lo hará. Así que será mucho mejor que nos aseguremos de que el ataque tenga éxito. —Fidelias se volvió para ajustar las alforjas al caballo—. Después de la toma del valle, no importará lo que hayan podido saquear los marat. Para entonces, los acontecimientos estarán en marcha y todo se habrá convertido en política.
Aldrick cogió a Fidelias por los hombros y lo giró para que lo mirase a la cara. Los ojos del espadachín eran duros.
—Si no tiene éxito, será una prueba. Si llega hasta el Senado, presentarán cargos en tu contra, Fidelias. Traición.
El antiguo cursor se quedó mirando la mano de Aldrick y siguió toda la extensión del brazo del espadachín hasta llegar a su cara. Le devolvió la mirada en silencio durante varios segundos, antes de hablar:
—Eres un soldado brillante, Aldrick. Me podrías matar ahora mismo, y los dos lo sabemos. Pero yo llevo jugando a este juego durante mucho tiempo. Y ambos sabemos que lo podrías hacer antes de que yo tuviera la posibilidad de reaccionar. No serás tan buen espadachín sin una mano. O sin un pie. —Dejó que las palabras quedaran colgadas en el aire por un momento y el suelo vibró ligeramente por debajo de los dos cuando Vamma pasó por la tierra. Fidelias dejó que el tono de su voz bajase hasta convertirse en algo tranquilo y frío. Había usado ese mismo tono para ordenar a un hombre que cavase su propia tumba—. Decídete. Baila o apártate.
El silencio se espesó entre los dos.
El espadachín fue el primero en apartar la mirada y adoptó de nuevo su actitud relajada habitual. Recogió el arma que había clavado en el suelo el marat y permaneció mirando hacia otro lado durante un momento.
Fidelias dejó escapar el aire de forma lenta y silenciosa, y esperó a que el pulso demasiado acelerado de su cuello se calmara. Entonces se dio la vuelta y montó en el caballo cruzando las manos sobre la silla para ocultar el temblor.
—Es un riesgo necesario. Tomaremos precauciones.
Aldrick asintió con un gesto decidido y receloso.
—¿Qué precauciones?
Fidelias señaló la espada con la barbilla.
—Empezaremos buscando a esos dos que han visto al marat en el valle. Si eso pertenecía a un explorador retirado, puede imaginarse lo que se está preparando.
Odiana acercó su caballo al de Aldrick y, con expresión pensativa, cogió las riendas y condujo la montura hasta el hombre con los ojos fijos en Fidelias. El espadachín montó y deslizó la espada capturada en una correa colocada detrás de la silla.
—Supongamos que los encontramos. ¿Y después qué?
Fidelias hizo girar al caballo y empezó a salir del claro, abriéndose un camino en círculo para rodear suavemente el pie de la montaña, hacia la carretera, donde era más probable encontrar el rastro de alguien que fuera desde la montaña hacia las explotaciones más cercanas.
—Descubriremos lo que saben.
—¿Y si saben demasiado? —preguntó Odiana.
Fidelias se quedó mirando los guantes de montar y limpió una gota de sangre que se estaba secando en uno de ellos.
—Nos aseguraremos de que no dicen nada.