12

AMARA intentó ignorar el cansancio y el frío. Sus extremidades temblaban con demasiada fuerza como para controlarlas y sentía un hormigueo de cansancio en todo el cuerpo. Solo deseaba dejarse caer al suelo y dormir, pero si lo hacía le podía costar la vida al muchacho.

Le había limpiado el barro de la cara y del cuello lo mejor que había podido, pero seguía pegada a él una fina capa de arcilla delgada de color marrón grisáceo, que moteaba su piel pálida. Casi hacía que pareciera un cadáver de varios días. Amara deslizó una mano bajo la camisa del chico para sentir las pulsaciones de su corazón. Incluso con este tiempo llevaba tan solo una túnica fina y una capa para calentarse, prueba de su dura infancia en la frontera salvaje del Reino. Tembló, empapada y helada, y dirigió una mirada anhelante hacia uno de los fuegos funerarios más cercanos.

Los latidos del corazón del chico retumbaban rápidos y fuertes contra la palma de su mano, manchada de barro, pero cuando retiró la mano vio que el barro estaba cubierto de un color rojo brillante. El muchacho estaba herido, pero no podía ser nada importante, o ya estaría muerto. Amara maldijo en voz baja y le tocó las extremidades. Estaban peligrosamente frías. Mientras intentaba forzar su mente cansada para que eligiese un procedimiento, empezó a masajearlo con fuerza, de tal manera que le arrancaba más barro helado e intentaba restablecer el calor y la circulación en sus extremidades. Lo llamó por su nombre, pero aunque se movieron sus párpados, ni los abrió ni habló.

Echó un vistazo rápido a la sala. Tembló al pensar lo que el barro del Campo de las Lágrimas, donde tantos habían caído, podía hacerle si llegaba a su sangre. Lo tenía que lavar, y rápido.

Lo desvistió con poca delicadeza. Estaba demasiado dormido y era demasiado pesado, a pesar de su aspecto esbelto, como para que sus manos debilitadas pudieran ser muy diestras. Sus prendas se rompieron por algunos puntos antes de que se las pudiera quitar y para cuando terminó, sus labios se habían teñido de azul. Amara lo llevó casi a rastras hasta el agua y lo metió en ella.

La calidez del agua fue un cambio agradable para los sentidos de la joven. La pronunciada inclinación del suelo del estanque profundizó hasta su cadera, y aunque mantuvo la cara del chico fuera del agua, ella se sumergió agradecida y se quedó quieta durante un rato, hasta que el castañeteo de sus dientes se empezó a calmar.

Después lo llevó flotando unos metros hacia un lado para alejarlo del agua manchada de barro y empezó a masajearle con fuerza la piel, eliminando el lodo hasta que el muchacho estuvo limpio.

Presentaba una pasmosa colección de hematomas, arañazos, raspaduras y pequeños cortes. Le parecía que los moretones eran bastante recientes, quizá de hacía unas pocas horas. Las rodillas tenían varias capas de piel arrancada, que aparentemente correspondían con los agujeros irregulares en los pantalones que le había quitado. Los brazos, las piernas y los costados mostraban zonas de color púrpura que estaban aún formándose, fruto de golpes recientes, y un entramado de cortes largos y delgados le cubría la piel. A buen seguro que había corrido a través de matorrales y espinos.

Le limpió el barro de la cara lo mejor que pudo, usando su falda ya hecha jirones para ello, y después lo arrastró fuera del agua hasta uno de los fuegos.

En cuanto sintió el aire sobre ella, empezó a temblar de nuevo y se dio cuenta de que el agua no estaba tan caliente como le había parecido, sino que ella estaba tan helada que, en comparación, sentía la diferencia. Tumbó al muchacho en el suelo, tan cerca del fuego como pudo, y se quedó allí durante un momento, abrazada con fuerza a sus propias rodillas.

Amara cabeceó y dejó escapar un grito de sorpresa cuando cayó hacia un lado. Simplemente, quería rendirse ante el cansancio, pero no podía permitírselo. Era posible que ninguno de los dos se volviera a despertar. Sintió una tensión en la garganta por un sollozo de protesta, pero se incorporó de nuevo, temblando con tanta fuerza que le resultaba difícil moverse y pensar.

Sus dedos pesaban como el plomo, gruesos, débiles y torpes, mientras trasteaba para quitarse la ropa empapada. Dejó que la ropa cayera al suelo de mármol formando un montón chorreante y se tambaleó hasta uno de los centinelas de piedra que miraban hacia el sarcófago. Le arrancó la capa roja de los hombros y se envolvió en ella. Amara se permitió un breve respiro, apoyándose en el muro y temblando dentro de la capa, pero enseguida se deslizó a lo largo de la pared hasta la siguiente estatua y la posterior, recogiendo las capas de ambas, antes de regresar al lado del muchacho. Con sus últimas fuerzas, lo envolvió en las capas escarlata, dándole calor cerca del fuego.

Luego, se hizo un ovillo bajo la tela escarlata del Guardia Real y apoyó la cabeza en la pared. Solo necesitó eso para quedarse dormida.

Se despertó caliente y dolorida. La tormenta seguía rugiendo sin descanso, con un viento aullador y lluvia helada. Se puso en pie a pesar del cuerpo cansado y agarrotado por haber dormido sentada sobre los talones, pero afortunadamente estaba caliente bajo la pesada tela de la capa. Se movió para mirar por la puerta de la cámara. En el exterior seguía reinando la noche. Los relámpagos continuaban brillando y bailando, pero tanto ellos como los truenos que los acompañaban parecían ahora más distantes, y el trueno retumbaba bastante después de la luz. Las fuerzas de las furias del aire seguían luchando, pero los vientos invernales habían empujado a sus rivales hacia el sur, lejos del valle, y la mayor parte de la lluvia que caía ahora en el exterior impactaba y rebotaba contra la tierra fría como si fuera granizo.

Gaius lo debía de saber, pensó Amara. Debía de ser consciente de las repercusiones de llamar a los vientos del sur para que la llevasen hacia el norte, hasta el valle. Llevaba demasiado tiempo con los artificios y conocía demasiado bien las fuerzas que actuaban en su Reino como para que fuera un accidente. En consecuencia, estaba claro que el Primer Señor había querido la tormenta. Pero ¿por qué?

Se quedó mirando la noche oscura con el ceño fruncido. Estaba atrapada hasta que amainase la tormenta. «Y lo mismo le ocurrirá a todo el mundo en el valle, tonta», se dijo. Sus ojos se abrieron y vio con claridad. Con este acto, Gaius había detenido cualquier actividad que se estuviera desarrollando en el valle de Calderon hasta que amainase la tormenta.

Pero ¿por qué? Si lo realmente esencial era la velocidad, ¿por qué traerla con urgencia para que no pudiera actuar? A menos que Gaius intuyese que la oposición ya se había puesto en movimiento. En ese caso, su llegada podría suponer una parada en firme de sus actividades, y quizá le daría la oportunidad de descansar y recuperar el equilibrio antes de actuar.

Amara volvió a fruncir el ceño. ¿El Primer Señor iba a propiciar de verdad una tormenta tan mortífera, un artificio con las furias de proporciones que casi no podía visualizar, solo para permitir que descansara su agente?

Tembló y se envolvió un poco más en la capa. Solo podía deducir hasta ese punto el razonamiento de Gaius. Él sabía bastante más que la mayoría de las personas en Alera, y muchos ni siquiera podían llegar a vislumbrar la amplitud de su visión. Habitualmente era un gobernante sutil: era raro que sus acciones tuvieran un solo objetivo y un único conjunto de consecuencias. ¿Qué más tenía en mente su gobernante?

Hizo una mueca. Si Gaius quería que lo supiera, se lo habría dicho. A menos que confiara en su capacidad para descubrir por sí misma lo que pretendía. «O a menos que aún no confíe en ti».

Se alejó de la puerta y regresó en silencio a la cámara con la cabeza hecha un lío. Se recostó contra la pared al lado de uno de los guardias de piedra cuya capa había utilizado y se pasó los dedos por el cabello. Tenía que ponerse en movimiento. Lo más seguro era que los enemigos de la Corona no perdiesen ni un instante en cuanto amainara la tempestad. Debía tener al menos un plan para ejecutarlo de inmediato.

Fidelias habría dicho que lo primero de la lista era reunir información. Tenía que establecer qué estaba ocurriendo en el valle antes de poder hacer nada eficaz al respecto, ya fuera actuar directamente, invocar su autoridad como cursor de la Corona ante el conde local, o informar a Gaius.

Tragó saliva. Para su ayuda solo contaba con el cuchillo que había robado de la bota de Fidelias y un poco de ropa demasiado ligera para el tiempo al que parecía que se tendría que enfrentar. Miró al muchacho, encogido de lado, delante del fuego, temblando.

También lo tenía a él.

Amara se acercó al chico y le puso la mano en la frente. Él emitió un gruñido suave. Estaba demasiado caliente, febril, y la respiración le había secado los labios y los había cuarteado. Frunció el ceño y se acercó al agua, formó un cuenco con las manos, cogió agua y volvió junto al muchacho. Le obligó a beber intentando verter el líquido en su boca. La mayor parte se filtró entre sus dedos y cayó sobre la barbilla y el cuello, pero consiguió que tragase algo. La joven repitió el mismo proceso varias veces, hasta que el chico pareció relajarse un poco y volvió a descansar.

Lo estudió mientras cogía otra capa escarlata, la doblaba para formar un cojín y se la deslizaba debajo de la cabeza. Era un chico hermoso en muchos aspectos, y con unos rasgos casi delicados. El cabello se le ensortijaba en la cabeza con rizos oscuros y lustrosos. Tenía esas pestañas largas y espesas con que tantos hombres cuentan y a las que al parecer no prestan atención, y sus manos eran largas, de dedos delgados que parecían demasiado grandes en proporción al resto, lo cual significaba la promesa de un crecimiento considerable que aún estaba por llegar. La piel, donde no estaba oscurecida con moretones y arañazos, brillaba con la claridad ruda de esa juventud que de algún modo ha evitado el terrible paso por la adolescencia. No pudo ver de qué color tenía los ojos durante los acontecimientos vertiginosos acaecidos la noche anterior, pero su voz había sonado limpia como un clarín en la tormenta y, al tiempo, aguda como una campana.

Frunció el ceño con mucha seriedad mientras estudiaba al chico. Casi con toda seguridad le había salvado la vida. Pero ¿quién era? Había una distancia considerable hasta cualquiera de las explotaciones locales. Ella había elegido su lugar de aterrizaje para evitar que la viera ninguno de los lugareños. Por tanto, ¿qué estaba haciendo allí el muchacho, en medio de la nada, durante una tormenta?

—Casa —murmuró el chico.

Amara lo miró, pero no había abierto los ojos. Torció el gesto mientras dormía.

—Lo siento, tía Isana. El tío Bernard debería estar en casa. Intenté que llegase a casa seguro.

Amara abrió mucho los ojos. Bernardholt era la explotación más grande del valle de Calderon. ¿El estatúder Bernard era el tío del muchacho? Se inclinó hacia él y le preguntó:

—¿Qué le ha ocurrido a tu tío, Tavi? ¿Está herido?

Tavi asintió, moviéndose en sueños.

—Marat. El moa. Brutus lo detuvo, pero después de que le hiriese.

¿Los marat? Los salvajes no le habían provocado problemas al Reino desde el incidente en ese mismo lugar hacia quince o dieciséis años. Amara se mostró escéptica cuando Gaius había expresado su preocupación sobre los marat, pero aparentemente uno había venido hasta el valle de Calderon y había atacado a un estatúder de Alera. Pero ¿cuál era el significado? ¿Se podría tratar de un guerrero marat solitario, de un encuentro fortuito en las tierras salvajes?

No. Demasiada coincidencia para ser casual. Algo mucho más importante estaba empezando a ocurrir.

Amara se aferró frustrada a la tela de la capa, arrugándola. Necesitaba más información.

—Tavi —volvió a la carga—, ¿qué me puedes decir de ese marat? ¿Era de la tribu de los moa? ¿Estaba solo?

—Tenía otro —murmuró el chico—. Maté uno, pero tenía otro.

—¿Una segunda bestia?

—Mmmmm.

—¿Dónde está ahora tu tío?

Tavi sacudió la cabeza y su rostro se retorció de dolor.

—Aquí. Se supone que estaría en casa. Lo envié a casa con Brutus; Brutus lo debería haber llevado de vuelta. —Las lágrimas le empezaron a rodar por las mejillas y Amara tragó saliva al verlo.

Necesitaba información, sí. Pero no podía torturar a un muchacho inconsciente para conseguirla. Necesitaba descansar. Si era el sobrino del estatúder y el hombre había sobrevivido al ataque, lo debía llevar de vuelta a su casa, y con ello se aseguraría casi con toda certeza la cooperación entusiasta del estatúder.

—Lo siento —repitió el chico, roto y llorando en silencio—. Lo intenté. Lo siento.

—Chist —trató de calmarlo y con una esquina de la capa le limpió las lágrimas—. Ahora tienes que descansar. Tiéndete, Tavi.

Se calmó y ella se inclinó sobre él y retiró el cabello de su frente febril mientras dormía. Si solo era un marat solitario en el valle, quizá el estatúder había salido a cazarle. Pero si era así, ¿por qué lo acompañaba el muchacho? Según podía juzgar, no tenía ninguna habilidad especial para realizar artificios, o la habría utilizado cuando los atacaban los manes del viento. No llevaba armas ni equipo. No podía, pues, estar participando en la captura de un marat.

Amara dio la vuelta a su conjetura. ¿Estaba el marat cazando a la gente de Bernard? Era posible, en especial si pertenecía a la tribu de los moa, si era verdad todo lo que había oído de los marat. Era un pueblo frío y calculador, tan despiadado y mortífero como los animales que los aceptaban entre su especie.

Pero no era frecuente que los marat tomasen más de una bestia como…, ¿cuál era el término para describirlo? ¿Colega? ¿Compañero? ¿Hermano de sangre? Movió la cabeza con un escalofrío. No estaba familiarizada con las costumbres de los salvajes, una fantasía de cuento más que una realidad seria de la vida, como la que había aprendido en las clases de la Academia.

Sí era habitual, en cambio, que los jefes de horda tomasen más de una bestia como símbolo de su posición. Pero ¿qué estaría haciendo un jefe de horda en el valle de Calderon?

«Invadirlo».

Su respuesta silenciosa a aquel pensamiento le provocó un pequeño escalofrío. ¿Era posible que hubieran tropezado con los exploradores de una fuerza de ataque marat?

Dedujo que el ataque no se podía producir en un momento más ventajoso para el enemigo. Las carreteras que enlazaban las ciudades norteñas se iban cerrando lentamente para la estación invernal. Muchos soldados habían recibido permisos de invierno para pasarlo con sus familias y, en general, la gente del campo estaba terminando las labores frenéticas de la cosecha para adoptar el ritmo tranquilo del tiempo frío.

Si los marat atacaban el valle en ese momento, suponiendo que llegasen a neutralizar las fuerzas estacionadas en Guarnición, podrían eliminar a todos sus habitantes y saquear las explotaciones hasta llegar prácticamente a Riva. Y si eran suficientes en número, simplemente podían dejar de lado la ciudad y penetrar en el interior de Alera. Amara tembló al imaginar lo que en ese caso podría hacer una horda. Debía ponerse en contacto con el conde en Guarnición —su nombre era Bram o Gram o algo por el estilo— y alertarlo.

Pero ¿y si el muchacho estaba mintiendo sobre el marat? ¿O estaba equivocado? Sonrió. Al menos conocía de nombre a los ciudadanos locales, aunque la memorización de señores y condes había sido una de las asignaturas más tediosas de la Academia. Pero no sabía nada de ese estatúder Bernard ni de los habitantes del valle. Según todos los registros, eran una gente dura e independiente, pero no sabía nada sobre su fidelidad o su falta de ella.

Tenía que hablar con ese Bernard. Si había visto a un jefe de horda marat y fue herido por una de las grandes aves de caza de las llanuras exteriores, ella lo tenía que saber, se ganaría su apoyo (y a ser posible algunas prendas de vestir nuevas) y actuarían.

Frunció el ceño. No obstante, sería lógico esperar que la oposición también estuviera en movimiento. Fidelias la había conducido a una trampa de la cual pudo escapar por los pelos. La habían perseguido durante muchas horas, y logró eludir a los caballeros Aeris que enviaron tras ella gracias a su habilidad y buena suerte. ¿Cómo iba a suponer que Fidelias no continuaría con la persecución?

Se percató de que con toda probabilidad su interés estaba en el valle de Calderon. Esa debía de ser una de las razones para que Gaius la enviase allí. Fidelias era su patriserus. «O lo fue», pensó con un sabor amargo en la boca. Ella lo conocía, quizá mejor que cualquier otra persona viva. Había podido descubrir su engaño en el campamento de los renegados, pero a duras penas.

¿Qué iría a hacer Fidelias?

Por supuesto, la juzgaría por sus acciones anteriores. Esperaría que llegase rápidamente al valle y se pusiera en contacto con los estatúderes coordinando la información para, después de reunir los datos oportunos, emprender una acción contra lo que estuviera ocurriendo, ya fuera formar parte de una posición defensiva en la explotación más fuerte de la zona o movilizar a los hombres del valle y las tropas de Guarnición para enfrentarse al peligro.

¿Y qué haría él para impedirlo?

«Encontrarme. Matarme. Sembrar la confusión entre los estatúderes hasta que pudiera lanzar su plan».

La recorrió lentamente un escalofrío. Volvió a estudiar la situación, pero era perfectamente típica de Fidelias. Le gustaban los enfoques sencillos y las soluciones directas. Siempre le había dicho que las mentiras tenían que ser simples, al igual que los planes. «Déjalos abiertos a las modificaciones y usa los ojos y la cabeza, más que cualquier plan preconcebido».

La noticia de un cursor en el valle se iba a extender entre las explotaciones como un incendio. Equivaldría a pintarse un círculo sobre el corazón y esperar a que una flecha acertase en el centro. De nuevo la volvió a recorrer un escalofrío lento. Ahora la mataría sin pestañear. Fidelias le dio una oportunidad y ella hizo que sufriera por ello. No se permitiría cometer el mismo error por segunda vez. Su maestro la mataría, sin la menor vacilación, si se tropezaba con él.

—Esto es lo que he venido a hacer —susurró y empezó a temblar de nuevo.

Aunque intentó convencerse de que el miedo no debía condicionar su decisión, sintió cómo le cosquilleaba en el vientre y recorría arriba y abajo su columna vertebral como si fuera una araña. No se podía permitir el lujo de invocar abiertamente su autoridad y descubrirse ante Fidelias. Con ello se buscaría una muerte rápida y certera. Debía permanecer de incógnito lo máximo posible. La presencia de una esclava huida allí en la frontera sería un acontecimiento mucho menos extraordinario que una emisaria de la Corona advirtiendo de una posible invasión. No podía permitir que se conociera su identidad en tanto no supiera en quién podía confiar y quién le podría dar la información que le permitiera actuar de manera decisiva. Cualquier otra estrategia significaba buscarse la muerte y posiblemente provocar un desastre en el valle.

Miró al muchacho mientras sus pensamientos seguían enmarañados. La noche anterior no tenía ninguna obligación de ayudarla, pero lo hizo. El chico tenía valor, aunque no tenía el suficiente sentido común para sobrevivir, y a ella no le quedaba más remedio que alegrarse por lo que había hecho. Eso decía mucho de él y, a su vez, de las personas que lo habían criado. En sueños, y a causa de la fiebre, le había hablado no a una madre o a un padre, sino a su tía, cuyo nombre parecía que era Isana. ¿Era huérfano?

Mientras reflexionaba, a Amara le sonaron las tripas. Se puso en pie y fue a mirar entre los árboles plantados alrededor del estanque. Tal como esperaba, encontró más de un frutal entre ellos: Gaius no actuaba nunca con un solo propósito como objetivo, cuando podía conseguir varios a la vez. Al crear este Memorial para su hijo caído, había levantado un tributo espectacular a la memoria del príncipe, recordaba a los Altos Señores exactamente el amplio poder que controlaba y proporcionaba un refugio para él (o para sus agentes), todo ello al mismo tiempo.

Arrancó frutas de los árboles y se las comió mientras estudiaba el área que la rodeaba. Se acercó a las estatuas. Estaban dotadas de escudos de verdad y llevaban armas, las espadas cortas y mortíferas de la Guardia Real, que estaban pensadas para el combate cuerpo a cuerpo y para incapacitar o matar al oponente con un solo golpe. Sacó una de su funda y la probó. La hoja estaba afilada; la devolvió a su vaina de descanso. Comida, refugio y armas. Gaius era un viejo zorro paranoico, y Amara se alegraba por ello.

Al ir a guardar la espada, sintió una punzada en el brazo y miró el vendaje sucio que lo envolvía. Recuperó el cuchillo de la falda que se había quitado y cortó un trozo de tela para hacer un vendaje nuevo. Primero lo secó junto a uno de los fuegos, antes de quitarse el viejo, limpiar la herida con agua fresca y aplicar la venda nueva. Algo más requirió su atención, pero lo rechazó con firmeza. Tenía trabajo por delante.

Amara se movió con premura, vigilando que el muchacho durmiera en paz. Recogió fruta en uno de los escudos, usándolo como bandeja, y lo dejó cerca de él. Lavó la ropa en el estanque y usó las ramas más pequeñas de los árboles para secarla cerca del fuego. Llamó al cansado Cirrus para que montase guardia alrededor del Memorial y la avisara si se acercaba alguien. Cuando hubo terminado estas tareas, dio con una piedra lisa en la tierra entre las plantas y la usó para afilar el cuchillo.

Fue en ese momento cuando las lágrimas la sorprendieron. Los recuerdos de años de instrucción, de conversaciones, de vida compartida con el hombre que había sido su maestro, la apabullaron. Lo había amado, a su manera, amó el peligro del trabajo, las experiencias que compartió con él, la vida a la que se sentía llamada. Él sabía lo que significaba para Amara convertirse en cursor. Lo sabía e hizo cuanto pudo para ayudarla en sus estudios para graduarse en la Academia.

«Lo hizo todo excepto explicarte la verdad». Amara sintió cómo brotaban las lágrimas y las dejó salir. Dolía. Dolía pensar que se había vuelto contra el Reino, que en un solo acto de traición puso en peligro todo lo que ella había luchado por conseguir, todo lo que quería proteger. Había declarado que el objetivo de su vida como cursor era algo vacío, que no significaba nada, y por extensión, la vida de ella tampoco tenía sentido. Sus actos, no sus palabras, gritaban que todo había sido una mentira vacía y malvada.

No importaba lo que le ocurriera a ella, lo iba a detener. Por muchos planes que hubiera trazado, lo justificara como lo justificase, Fidelias era un traidor. Ese hecho frío le atravesó el corazón una y otra vez. El cuchillo lo susurraba a medida que la piedra se deslizaba a lo largo del filo, cuyo acero estaba humedeciendo con sus lágrimas: «Traidor, traidor». Ella lo iba a detener. Lo tenía que detener.

Amara no pronunció ningún sonido. Enterró los sollozos en el vientre, hasta que le dolió la garganta a causa del esfuerzo por retenerlos. Parpadeó para eliminar las lágrimas de los ojos y continuó afilando la hoja del cuchillo hasta que brilló a la luz del fuego.