10

TAVI tropezó debido a la fuerza de una ráfaga de viento. La chica le agarró del brazo con una mano, evitando que cayera, y con la otra tiró unos cuantos cristales de sal de las escasas reservas que le había dado unas horas antes. La forma ligeramente luminosa de uno de los manes del viento que se encontraba detrás de la ráfaga dejó escapar un chillido que se desvaneció de inmediato.

—Ya está —gritó ella por encima del sonido del viento—. ¡Me he quedado sin sal!

—¡Yo también! —respondió Tavi.

—¿Estamos cerca?

Entornó los ojos ante la oscuridad y la lluvia, temblando y demasiado helado casi hasta para pensar.

—No lo sé —respondió—. No veo nada. Casi habremos llegado.

Ella se protegió los ojos del inclemente granizo con una mano.

—Casi va a dar lo mismo. Ya vuelven.

Tavi asintió.

—Protégete los ojos para ver la luz del fuego.

Tomó con fuerza su mano antes de seguir adelante, indeciso, a través de la oscuridad. Ella apretó los dedos de Tavi con los suyos. La esclava era más fuerte de lo que parecía y aunque hacía tiempo que sus manos estaban entumecidas a causa del frío y el granizo, su presión era dolorosa e intimidante. El viento y los manes mortíferos que los seguían aullaron, decididos, gélidos y furiosos.

—Ya vienen —susurró ella—. Si logramos salir de esta, ha de ser ahora mismo.

—Está cerca. Tiene que estarlo.

Tavi entrecerró los párpados ante la lluvia cegadora intentando ver lo que tenía delante. Entonces apareció: un brillo dorado y deslucido que titilaba justo en el extremo de su campo de visión. En medio de la tormenta, de algún modo se había girado encontrándolo por casualidad; rápidamente se movió hacia un lado, tirando de la muñeca de la chica.

—¡Allí! ¡El fuego! ¡Está ahí mismo! Tenemos que correr.

El muchacho lanzó hacia delante su cuerpo exhausto, en dirección a la luz distante, y notó que el terreno empezaba a elevarse, ascendiendo regularmente hasta donde se encontraba el fuego. La cortina de lluvia y aguanieve lo cegaba y escondía la luz, de manera que parpadeaba como una vela, pero Tavi mantuvo los ojos fijos en su destino. Los relámpagos serpenteaban entre las nubes con destellos traicioneros y cegadores, mientras que los manes del viento aullaban su odio por encima de sus cabezas.

Tavi podía oír la respiración trabajosa y jadeante de la esclava por encima del aullido del viento; estaba claro que apenas le quedaba resistencia. Los pasos de la muchacha se iban haciendo más tambaleantes a medida que se acercaban al resplandor de la luz del fuego. En la oscuridad, los manes del viento chillaban. Tavi miró atrás para ver cómo uno de ellos giraba para lanzarse sobre los dos a través del granizo, con el rostro retorcido en una mueca de odio y hambre.

Los ojos de la chica se abrieron de par en par cuando vio la expresión de Tavi y empezó a darse la vuelta, pero ya era demasiado tarde y su reacción fue excesivamente lenta. No podría girar a tiempo para defenderse.

Él estiró los brazos y le agarró la muñeca con las dos manos. Con el peso de todo su cuerpo, la impulsó hacia delante y la envió a trompicones hacia la luz que tenían enfrente.

—¡Vete! —gritó—. ¡Entra!

El espectro golpeó a Tavi, que de súbito notó la falta de aire en sus pulmones y de calor en las extremidades. Sintió que sus pies abandonaban el suelo y cayó dando saltos y tumbos por la ladera, alejándose del refugio de la cima, barrido como una hoja en la poderosa tormenta. Rodó con los brazos y las piernas inertes, luchando por no detenerse de forma abrupta y para guiar su caída por la ladera hasta el pie de la colina. El gris de una piedra apareció delante de sus ojos bajo la luz esmeralda de un relámpago y lanzó un grito inconsciente mientras veía cómo pasaba muy cerca de ella.

Vislumbró un reflejo de luz en una superficie de agua, en el suelo, y se dirigió hacia ella, desesperado y aterrorizado en la semioscuridad. Lo detuvo el barro que se amontonaba al pie de la colina, bajo la capa de agua helada de un dedo de grosor, y sus brazos se hundieron en el lodazal casi hasta los codos. Tiró y se liberó del barro, dándose la vuelta rápidamente, a tiempo para ver al espectro, que descendía una vez más hacia él.

Tavi rodó a un lado, pero el lodo ralentizaba sus movimientos y sintió cómo el frío mortal del espectro se acomodaba sobre su boca y su nariz, cortándole de nuevo la respiración. Se revolvió y pateó, pero no consiguió nada. No podía evitar que la furia le impidiera tomar aire, como no podía extender los brazos y volar por encima de la tormenta.

Tavi sabía que solo tenía una mínima posibilidad. Se puso en pie, saltó con fuerza y se lanzó al barro. El lodo frío y asqueroso y el agua helada, que con la tormenta habían adquirido la consistencia de una masa viscosa, le pasaron por encima. Se obligó a sumergirse, hundiendo la cara en el barro, y después se giró de espaldas, cubriendo todo su cuerpo.

Y al fin pudo respirar de nuevo.

Observó al espectro, pero este no lo estaba mirando. La furia giró y voló con los ojos hambrientos alrededor del punto donde lo había atacado por primera vez, merodeando de un lado al otro. Nunca se detuvieron en Tavi. El espectro chilló y media docena de sus compañeros llegaron de inmediato a la zona donde el muchacho había caído, girando una y otra vez en su busca.

Tavi alzó la mano para limpiarse el barro de los ojos y una sonrisa feroz se dibujó en sus labios. Había intuido bien. La tierra. La tierra, que era la némesis de las furias del aire, le había cubierto y ocultado de ellas. Pero el frío era penetrante y doloroso. Contempló los manes del aire que no dejaban de merodear y sintió cómo se le helaban los huesos. Había despistado a los manes pero ¿durante cuánto tiempo?

La lluvia seguía cayendo y el agua embarrada se le metió en los ojos. El agua eliminaría en poco tiempo la capa de barro, si antes no sufría un colapso y se congelaba. Moviéndose con lentitud y en silencio, estiró las manos hacia abajo y cogió más barro, que extendió sobre el vientre y el pecho, donde la lluvia ya había empezado a realizar su labor.

Tavi escrutó el valle a través de la tormenta y dirigió su atención hacia la parte superior de la ladera suave, en cuya cima ardía la llama, silueteando en la voluminosa forma oscura una abertura que de otra forma sería totalmente invisible en la noche. No vio ninguna señal de la esclava, lo cual implicaba que o bien estaba bien resguardada o bien estaba muerta. En cualquier caso, había hecho todo cuanto estaba en su mano por la joven. Chistó de pura frustración.

Al instante, tres de los manes del viento giraron sus ojos brillantes hacia él y volaron directamente hacia su boca.

Un chillido pugnó por salir de su pecho, pero lo ahogó antes de que alcanzase la garganta, y a cambio rodó por el barro una distancia bastante larga y finalmente se incorporó. Mirando hacia atrás, vio a las furias de la tormenta girando en torno al lugar donde había estado tendido. Quizá no lo podían ver, pero sin duda lo podían oír. Incluso con el caos de la tormenta habían oído su respiración. Ahora casi no se atrevía a respirar y se preguntó si oirían sus movimientos.

En cualquier caso, pensó, la lluvia lo iba a descubrir en unos instantes. Tenía que abandonar el terreno abierto y encontrar un refugio. Tenía que escabullirse entre los furiosos manes del viento.

El muchacho recordaría esa huida durante el resto de su vida, como el tormento que debía de sentir un ratón hambriento cuando se aventuraba entre los pies de los gigantes para alcanzar unas migajas de comida y después volver corriendo a un lugar seguro.

A su alrededor se movían y aullaban los manes del viento. Un ciervo joven surgió de la oscuridad a la espalda de Tavi, berreando y lanzando coces salvajes con los cuartos traseros. Tres manes del viento habían enganchado al ciervo con las garras afiladas y los ojos brillantes. Bajo la mirada estremecida del muchacho, las furias derribaron al animal, que intentaba defenderse con los cuernos, que los atravesaban sin producirles ningún daño. El ciervo lanzó un berrido terrible antes de que los tres manes le abrieran el cuello y dos más se abalanzaran sobre su morro, cortándole el aire. El animal se debatió en silencio, coceando entre convulsiones mientras perdía sangre. Los otros manes del viento se acercaron, profiriendo aullidos y con las garras dispuestas.

El animal desapareció en medio de una masa luminiscente de niebla difusa y garras malvadas. Unos instantes después, la nube se dispersó en una docena de formas aullantes.

Todo lo que quedaba del ciervo era una cabeza pálida por el terror, con los ojos muy abiertos, y una pila de carne desgarrada entre huesos rotos y ensangrentados.

Las rodillas de Tavi se debilitaron, y mientras su corazón latía a gran velocidad, no pudo apartar los ojos del horripilante espectáculo. Tras un largo relámpago, la oscuridad volvió a reinar, provocando que la visión del destino del pobre ciervo desapareciera de su vista. Su boca se abrió para lanzar un grito pero se encontró sin aliento, en silencio, como en el terror impotente de una pesadilla.

Un rayo volvió a partir el cielo y el miedo lo atrapó y devoró de un bocado. Su parálisis temblorosa se convirtió de repente en una fuente de fuerza tenue y horrorizada, que le hizo correr colina arriba en dirección a la promesa de seguridad de la luz. Se oyó a sí mismo inhalando aire y dejando escapar bufidos, y los manes del viento se arremolinaron a su alrededor en un coro furioso, pero descoordinado y sin orden. Subían y bajaban con fiereza a su alrededor, pero ninguno lo podía ver. La protección de la tierra resistió durante todo el trayecto que recorrió hasta coronar la ladera.

Allí, una cúpula sencilla de mármol pulido, de la altura de tres hombres, se alzaba sobre la cima de la colina. Su entrada abierta brillaba con una suave luz dorada, y por encima de ella, grabada en oro en el mármol, se encontraba la estrella de siete puntas del Primer Señor de Alera.

Tavi sintió cómo un trozo de tierra tan pesado como el pastel de un día de fiesta se le desprendía de la espalda y oyó cómo los manes chillaban detrás de él. Un chillido propio les respondió, mientras el viento terrible corría en su contra. Cruzó los brazos por encima de la cabeza y se lanzó a través de la entrada.

Aterrizó sobre una piedra dura y lisa, en medio de un silencio súbito y sobrecogedor.

Tavi alzó la vista y miró alrededor, con sus extremidades trémulas y su cuerpo enviando aún al cerebro frenéticas señales de que se debía poner en pie y seguir corriendo. En vez de eso, se derrumbó con un escalofrío que recorría sus músculos helados, y miró en torno, mudo, recuperando el ritmo de su respiración.

La belleza del Memorial del Príncipe le habría dejado sin resuello si no lo hubieran hecho ya la carrera y los gritos.

Aunque en el exterior seguía rugiendo la tormenta, seguían cayendo los rayos y el granizo y los truenos golpeaban con furia la tierra, dentro del Memorial todos esos sonidos solo llegaban como algo lejano y totalmente irrelevante. Probablemente la tierra temblase y el aire casi estuviera en llamas a causa de las furias, pero dentro del Memorial solo se escuchaba el suave fluir del agua, el crepitar del fuego y un silencio casi meditativo apenas roto por el gorgojeo soñoliento de un pájaro.

El interior de la cúpula no era de mármol, sino de cristal, y los muros se elevaban altos y lisos hasta el techo, a seis metros de altura. La luz, procedente de siete llamas que ardían sin combustible aparente alrededor de la sala, se alzaba a través del cristal, se inclinaba, refractaba y se dividía en una multitud de arcoíris que giraban y bailaban suavemente con mágica hermosura en el recinto de paredes de cristal. El suelo en el centro de la cúpula estaba cubierto por un estanque de agua, tan perfectamente tranquila y limpia como un cristal de Amarante. Alrededor de él crecía una vegetación exuberante: arbustos, hierba, flores e incluso árboles pequeños, tan bien alineados como si los cuidase un jardinero.

Entre cada uno de los fuegos distribuidos por las paredes se alzaban siete armaduras completas con capas escarlata, escudos de bronce y espadas con empuñaduras de marfil de la Guardia Real. Las armaduras estaban mudas y vacías, dispuestas sobre figuras informes de piedra negra, vigilantes eternos con las viseras de sus yelmos orientadas hacia el centro del estanque.

Allí se alzaba un bloque de basalto negro. Sobre el bloque yacía una figura pálida, una estatua del mármol blanco más puro con la forma de un hombre joven. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido, y las manos le descansaban sobre el pecho encima de la empuñadura de su espada. Lucía una capa espléndida que le colgaba de un hombro y debajo de ella, el peto de un soldado. A sus pies yacía un yelmo de mármol pálido que se completaba con la cimera alta de la Casa de Gaius. Llevaba el cabello corto, sus rasgos eran finos, firmes, hermosos, y su expresión, tranquila y adormilada. Como si fuera un hombre de carne y hueso, Tavi podía esperar que se levantara, cogiese el yelmo y se fuera a seguir con sus asuntos, pero el príncipe Gaius había muerto hacía mucho tiempo, antes de que naciera Tavi.

Percibió un movimiento por el rabillo del ojo, pero estaba demasiado cansado para girar la cabeza. La esclava se arrodilló a su lado, temblando y goteando. Le tocó el hombro y retiró la mano para estudiar el barro espeso que se le había quedado pegado.

—¡Cuervos y furias! Por un momento he pensado que había entrado una gárgola.

Él la miró suspicaz, pero los ojos de la joven brillaban con una alegría cansada.

—No he tenido tiempo de asearme.

—Volví a buscarte, pero no pude ver nada y los manes del viento se me echaron encima. Tuve que correr hasta aquí.

—Esa era la idea —reconoció Tavi en tono de disculpa—. Lo siento, pero parecía que estabas al borde del colapso.

La boca de la esclava se curvó hacia un lado.

—Es posible —reconoció. Le quitó más barro de encima—. Muy listo… y muy valiente. ¿Estás herido?

Tavi negó con la cabeza, temblando de manera descontrolada.

—Magullado. Cansado. Y helado.

Ella asintió con un gesto preocupado y le quitó más suciedad de la frente.

—Lo mismo digo. Gracias.

Él intentó devolverle una pequeña sonrisa.

—No hay ninguna razón para que me des las gracias. Soy Tavi de Bernardholt.

Los dedos de la chica tocaron el collar que llevaba colgado, frunció el ceño y bajó los ojos.

—Amara.

—¿De dónde eres, Amara?

—De ningún sitio —respondió la muchacha. Levantó la mirada y sus ojos recorrieron el interior de la magnífica cámara—. Dime, ¿qué lugar es este?

—El Memorial del P-príncipe —tartamudeó Tavi, temblando—. Este es el túmulo erigido en el Campo de las Lágrimas. Aquí murió el príncipe, luchando contra los marat, antes de que yo naciera.

Amara asintió con el ceño fruncido. Se frotó con fuerza las manos y después colocó la muñeca sobre la frente de Tavi.

—Estás ardiendo.

Tavi cerró los párpados y descubrió que eran demasiado pesados para abrirlos de nuevo. Un cosquilleo extraño le recorrió la piel, sustituyendo lentamente el frío punzante y doloroso del barro.

—Dicen que el Primer Señor en persona construyó este lugar. Que lo hizo en un día, después de enterrar a todo el mundo. La Legión de la Corona. Los marat no dejaron del cuerpo del príncipe ni lo suficiente para un funeral de Estado. Lo celebraron aquí en lugar de llevárselo a la catedral.

La esclava lo cogió de la mano y le obligó a ponerse en pie, aunque ella también estaba temblando. Él la dejó, obligándose a permanecer de pie a pesar del letargo pesado y dulce de sus extremidades. Se aferró a las palabras que estaba pronunciando para retener la conciencia.

—Aquí las furias son fuertes. Las furias de la Corona. Se dice que tienen que ser fuertes para mantener tranquilas las sombras de todos los soldados. No los pudieron llevar a casa. Demasiados cadáveres. Las furias fuertes nos protegerán. Túmulo de piedra. Tierra contra aire. Refugio.

—Tienes razón —asintió Amara.

Lo colocó de nuevo en el suelo y Tavi se acomodó agradecido, apoyándose en una pared. Podía sentir un calor a cierta distancia atravesando los temblores de su cuerpo, algo maravilloso y calmante. Ella lo debía de haber acercado a uno de los fuegos.

—Todo es culpa mía —deliró el muchacho—. No encerré a Dodger. Mi tío. Los marat están aquí.

Se produjo un silencio sorprendido.

—¿Qué? —preguntó ella—. Tavi, ¿de qué estás hablando? ¿Qué dices de los marat?

Intentó decir más, responder las preguntas de la esclava, avisarla. Pero las palabras eran confusas en su lengua y en su mente. Intentó pronunciarlas, pero descubrió que temblaba con demasiada violencia como para decirlas con claridad. Amara le dijo algo, pero para él sus palabras no tenían ningún sentido, solo eran sonidos mezclados al azar. Sintió sus manos sobre él, retirando poco a poco el barro medio helado que todavía llevaba encima y masajeándole con fuerza las extremidades, pero lo sentía todo muy distante y, de alguna manera, como si no tuviera ninguna importancia.

No podía sostener la cabeza erguida. Incluso respirar se convirtió en un esfuerzo.

La oscuridad lo engulló: negra, silenciosa, completa.