9

ISANA se despertó con el sonido de pisadas que subían por las escaleras hacia su dormitorio. Había pasado el día y había caído la noche mientras dormía, y podía oír el repicar ansioso de la lluvia y el granizo sobre el techo. Se sentó, aunque al hacerlo notó una punzada en la cabeza.

—Señora Isana —jadeó una Beritte sin aliento, que tropezó en la oscuridad al llegar a lo alto de la escalera y cayó al suelo con un bufido y una maldición muy poco femenina.

—Luz —murmuró Isana realizando un esfuerzo de voluntad que ya era cotidiano.

El diablillo de la chispa en el interior de la lámpara cobró vida en la mecha, bañando la habitación con un resplandor suave y dorado. Isana presionó sus manos contra las sienes, en un intento por controlar la oleada de pensamientos. La lluvia golpeaba afuera y oyó cómo las ráfagas de viento emitían un aullido enfadado. En el exterior se pudo ver un rayo, seguido rápidamente por un trueno retumbante y extraño.

—La tormenta… —suspiró—. No suena bien.

Beritte se puso en pie y se inclinó en una aturullada reverencia. El acebo con sus flores escarlatas se estaba empezando a secar y dejaba caer pétalos al suelo.

—Es horrible, señora, horrible. Todo el mundo tiene miedo. Y el estatúder… El estatúder está aquí y está malherido. La señora Bitte me ha enviado a buscarla.

Isana se enderezó con un jadeo agudo.

—¡Bernard!

Bajó de la cama de un salto y se puso en pie. La cabeza le dio una punzada de dolor al levantarse y tuvo que apoyar una mano en la pared para no caerse. Isana respiró hondo, intentando guardar la calma ante el pánico que crecía en su interior, para endurecerse ante el dolor. Ahora podía sentir levemente el miedo, la rabia y la ansiedad del resto de la gente de la explotación, que se transmitía desde la sala de abajo. Ahora más que nunca iban a necesitar fuerza y liderazgo.

—De acuerdo —asintió, abriendo los ojos y forzándose a suavizar sus rasgos—. Llévame con él.

Beritte salió corriendo del dormitorio de Isana y la mujer la siguió con sus pasos cortos y decididos. Al salir al pasillo, el miedo y la ansiedad que fluían desde la sala inferior la asaltaron con mayor fuerza, casi como una tela fría cuya humedad empezase a absorber al pegársele a la piel. Tembló y se detuvo un instante en lo alto de la escalera, alejando de sus pensamientos esa sensación de frialdad, hasta que ya presionó con menos fuerza contra ella. Sabía bien que el miedo no iba a desaparecer con tanta facilidad, pero de momento era suficiente que se hubiera distanciado de él para poder actuar con sagacidad.

Bajó las escaleras y entró en la gran sala de Bernardholt. La estancia tenía unos treinta metros de largo y la mitad de ancho, y estaba construida con granito extraído hacía mucho tiempo de la tierra. Las habitaciones superiores se habían construido más tarde con vigas de madera y paredes de ladrillo, pero la sala era una sola pieza de roca a la cual se dio forma durante largas y exhaustas horas de trabajo con las fieras desde las entrañas de la tierra. Las tormentas, por muy fuertes que fueran, no podrían dañar la gran sala ni a nadie que se hubiera refugiado en su interior, ni tampoco el otro edificio similar de la explotación, el establo, donde vivía el precioso ganado.

La sala estaba abarrotada de gente. Allí estaban todos los residentes de la explotación, que formaban muchas familias extensas. La mayoría se encontraba reunida alrededor de una de las muchas mesas de caballete que se habían colocado a última hora de la tarde y la comida que se estuvo preparando desde el alba se había llevado a las mesas y dispuesto en ellas. El estado de ánimo de la sala era de ansiedad; incluso los niños, que normalmente habrían estado chillando y correteando porque la tormenta les proporcionaba un día de vacaciones, parecían apocados y silenciosos. Las voces más fuertes en la sala eran murmullos tensos, y cada vez que en el exterior retumbaba el trueno, la gente callaba mirando hacia las puertas de la sala.

La sala estaba dividida. Los fuegos ardían en los hogares de ambos extremos: en el más alejado, los estatúderes estaban reunidos alrededor de una mesa pequeña; Beritte la condujo hacia el otro, donde yacía Bernard. En medio, la gente se había reunido por grupos, muy juntos, con mantas preparadas por si la tormenta duraba toda la noche y tenían que quedarse a dormir. La charla era poco animada, quizá por el enfrentamiento de horas antes, pensó Isana, y no parecía que nadie se quisiera acercar a ninguna de las dos hogueras.

Isana dejó atrás a Beritte y se dirigió al hogar más cercano. La vieja Bitte, la maestra del artificio de las furias en la explotación, estaba agachada al lado de Bernard, estirado en un camastro cerca del fuego. Era una mujer anciana y frágil, cuya trenza larga y blanca colgaba hasta el final de la espalda. Le temblaban las manos y no podía andar mucha distancia, pero seguía transmitiendo seguridad porque sus ojos y su espíritu no se habían apagado con los años.

La cara de Bernard tenía la palidez extrema de un cadáver y durante un instante Isana sintió un nudo en la garganta por el terror. Hinchó el pecho y soltó el aire con una respiración lenta y superficial, mientras cerraba los ojos, calmándose de nuevo. Él tenía el cuerpo cubierto con sábanas de lana suave, excepto la pierna derecha, muy pálida y manchada de sangre. Alrededor del muslo le habían colocado vendajes, que también estaban empapados en sangre, e Isana vio que los tendrían que cambiar dentro de poco.

—Isana —graznó la vieja Bitte con voz quebrada por la dureza de los años—, he hecho todo lo que he podido, chiquilla. Esto es todo lo que puede hacer la aguja y el hilo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Isana.

—No lo sabemos —respondió Bitte, sentándose—. Tiene una herida terrible en el muslo. Quizá una bestia, aunque podría ser una herida de hacha o de espada. Parece que consiguió ponerse un torniquete y lo pudo aflojar una o dos veces. Es posible que salvemos la pierna, pero ha perdido mucha sangre. Está inconsciente y no sé si se volverá a despertar.

—Un baño… —indicó Isana—. Es necesario que demos un baño a Bernard.

Bitte asintió.

—Ya he pensado en eso. He mandado traer la bañera, llegará en cualquier momento.

Isana asintió.

—Y traed a Tavi. Quiero escuchar lo que le ha ocurrido a mi hermano.

Bitte miró a Isana con unos ojos oscuros, atentos y tristes.

—Tavi no ha regresado con él, querida.

—¿Qué? —La asaltó un miedo rápido, helado y horrible. Tuvo que luchar para alejarlo, disimulando el esfuerzo con la retirada de unos mechones que se le habían escapado de la trenza y que le molestaban en la cara. Calma. Ella era la jefa de la explotación. Debía parecer tranquila y controlada—. ¿No ha vuelto con él?

—No. No está aquí.

—Tenemos que encontrarle —indicó Isana—. Se ha desencadenado una tormenta de furias. Estará indefenso.

—Solo ese pobre idiota de Fade quiso salir a la tormenta, chiquilla —explicó Bitte con un tono neutro—. Salió para asegurarse de que las puertas del establo estaban cerradas y se encontró a Bernard. Las furias protegen a los locos y a los niños, según dicen. Quizá también ayudarán a Tavi. —Se inclinó hacia delante y prosiguió en voz baja—. Porque aquí nadie puede hacer nada por él.

—No —insistió Isana—. Lo tenemos que encontrar.

Varios hombres de la explotación bajaron por las escaleras cargando con la gran bañera de cobre. La dejaron en el suelo y, con la ayuda de algunos niños, empezaron a verter en la bañera cubos con el agua que cogían del caño en la pared.

—Isana —dijo Bitte con la voz franca, casi fría—, estás exhausta. Tú eres la única que conozco que tiene la oportunidad de reanimar a Bernard, pero dudo que puedas llegar a hacerlo y mucho menos encontrar a Tavi con este tiempo.

—No importa —replicó Isana—. El chico es responsabilidad mía.

La mano de la vieja Bitte, caliente y sorprendentemente fuerte, la agarró de la muñeca.

—El chico está ahí fuera en la tormenta. O ha encontrado un refugio, o está muerto. Te tienes que concentrar en lo que debes hacer ahora, o Bernard morirá también.

Sus temores y su ansiedad la presionaban cada vez más, a la par que el terror iba creciendo dentro de ella. Tavi… No se debería haber distraído tanto con los preparativos ni dejar que el muchacho la engañara. Él era responsabilidad suya. La imagen de Tavi, atrapado en la tormenta, desgarrado por los manes del viento, apareció en sus pensamientos y dejó escapar un sonido ahogado de frustración e impotencia.

Abrió los ojos y descubrió que le temblaban las manos. Isana miró a Bitte.

—Necesitaré ayuda —reconoció.

La vieja Bitte asintió, pero su gesto era de nerviosismo.

—Hablaré con las mujeres y ellas te darán lo que puedan. Pero es posible que no sea suficiente. Sin habilidad para el artificio del agua no habrá posibilidades de salvarle, e incluso con ella…

—¿Las mujeres? —la cortó Isana—. ¿Por qué no Otto y Roth? Son estatúderes. Se lo deben a Bernard. Por cierto, ¿por qué no se están ocupando de él en este mismo instante?

La vieja Bitte sonrió con amargura.

—No quieren, Isana. Ya se lo he pedido.

Isana se quedó mirando a la anciana matrona, sorprendida por lo que acababa de oír.

—¿Cómo? —preguntó después de un momento.

Bitte bajó la mirada.

—No van a ayudar. Ninguno de ellos.

—En nombre de todas las furias, ¿por qué no?

La matrona negó con la cabeza.

—No estoy segura. La tormenta tiene nervioso a todo el mundo, en especial a los estatúderes, que están preocupados por la gente de su casa. Y Kord ha estado presionando en ese sentido con la esperanza de evitar la reunión.

—¿Kord? ¿Ha salido del establo?

—Sí, chiquilla.

—¿Dónde está Warner?

Bitte volvió a sonreír sin alegría.

—Ese viejo loco… Warner casi se tira sobre Kord. Los chicos de Kord lo llevaron arriba. Su hija lo ha convencido de que tome un baño caliente, porque no han tenido oportunidad de lavarse desde que llegaron. En caso contrario, hace una hora que los dos se habrían enzarzado en otra pelea.

—¡Malditos cuervos! —bufó Isana incorporándose.

Los hombres y los niños que estaban llenando la bañera parpadearon y se alejaron un paso de ella por precaución. Isana lanzó una mirada alrededor de la sala.

—Metedlo en la bañera —le indicó a la vieja Bitte—. Ayudarán a mi hermano o les meteré esas cadenas de estatúderes por sus cobardes gargantas.

Se dio la vuelta y se encaminó hacia el otro lado de la sala, en dirección a las mesas de caballete, donde se habían reunido bastantes hombres: los otros estatúderes.

Detrás de ellos, junto al otro hogar, se encontraban los hijos de Kord, el silencioso Aric y su apuesto hermano menor, el acusado Bittan. Al cruzar la sala, Isana vio a Fade, que se intentaba acercar al fuego con la cabeza gacha. Tenía el cabello y la túnica empapados de lluvia fría y alargó las manos hacia la olla de estofado que colgaba sobre el fuego para calentarse un poco.

Bittan le frunció el ceño al esclavo desde su asiento junto al fuego. Fade se acercó un poco más, con su cara quemada contraída en una grotesca parodia de lo que intentaba ser una sonrisa. Nervioso, inclinó la cabeza ante Bittan, cogió un cuenco y alargó la mano hacia el cazo que estaba dentro de la olla.

Bittan le dijo algo a Aric y después cuchicheó una impertinencia a Fade. Los ojos del esclavo se abrieron de par en par y murmuró algo en respuesta.

—¡Perro cobarde! —escupió Bittan, elevando la voz—. Obedece las órdenes. Apestas y yo estoy aquí sentado. Ahora, aléjate de mí.

Fade asintió y cogió el cazo con gestos rápidos.

Aric cogió al esclavo por los hombros, hizo que se diera la vuelta y le lanzó un golpe rápido y fuerte contra la boca. Fade soltó un chillido y se alejó tambaleante del fuego, agachando repetidas veces la cabeza y alejándose de los dos jóvenes.

Aric entornó los ojos y miró a Bittan, frunciendo el ceño. Entonces cruzó los brazos y se apoyó en la pared al otro lado del hogar de piedra.

Bittan sonrió e increpó de nuevo a Fade.

—Idiota cobarde. Lárgate.

Inclinó de nuevo la cabeza, con las comisuras de los labios alzadas en una sonrisa cruel, mientras contemplaba sus brazos cruzados.

Un trueno retumbó en el exterior e Isana se fortaleció contra la corriente de temor sorprendido que recorrió la sala. La inundó un segundo después de lo que había esperado y se quedó quieta con los ojos cerrados hasta que pasó.

—Eso es alimento para los cuervos —bufó uno de los hombres en el grupo que había alrededor de la mesa, y la imprecación retumbó en el silencio después del eco del trueno.

Isana se recompuso, estudiando a los estatúderes antes de enfrentarse a ellos.

Quien hablaba era el estatúder Aldo, con los ojos de color avellana fijos en Kord y alzaba su barbilla afeitada en actitud beligerante.

—Los propietarios de este valle nunca se han quedado quietos cuando uno de ellos necesitaba ayuda, y no lo vamos a hacer ahora.

Kord movió a un lado la cabeza entrecana, masticando un trozo de carne que había pinchado con el cuchillo.

Calculó sus palabras antes de responder:

—Aldo, hace poco que tienes tu cadena, ¿verdad?

Aldo se acercó a Kord, pero el hombre, joven y bajo, casi no superaba en una cabeza al estatúder sentado.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Y no estás casado —continuó Kord—. No tienes hijos. No tienes una familia de la que preocuparte.

—No necesito ninguna familia para saber que vosotros dos —se dio la vuelta y señaló con el dedo a otros dos hombres del grupo con cadenas de estatúder alrededor del cuello— deberíais estar en pie y ayudando a Bernard. Roth, ¿qué ocurrió cuando ese dentilargo iba detrás de tus cerdos? ¿Quién cazó a la bestia? Y tú, Otto, ¿quién encontró a tu hijo pequeño cuando se perdió y lo trajo a casa? Fue Bernard en ambos casos. ¿Cómo os podéis quedar ahí sentados?

Otto, un hombre obeso de cara amable y cabello ralo, bajó la mirada.

—No es que no le quiera ayudar, Aldo —explicó después de respirar hondo—. Las furias lo saben. Pero Kord tiene razón.

Roth, un anciano enjuto con una mata de cabello blanco que contrastaba con su barba oscura, bebió un sorbo de su jarra y asintió.

—Otto tiene razón. Está cayendo más agua en el valle de lo que es habitual en todo el otoño. Si el valle se inunda, necesitaremos toda la fuerza que podamos reunir para proteger la vida de todos. —Le frunció el ceño a Aldo y la expresión le marcaba unas arrugas en el entrecejo que el tiempo no le había otorgado—. Y el estatúder Kord también tiene razón. Aquí eres el más joven, Aldo. Deberías demostrar más respeto por tus mayores.

—¿Cuándo lloriquean como perros apaleados? ¿No vamos a hacer nada porque es posible que necesitéis vuestras fuerzas? —Se dio la vuelta y le espetó a Kord—. Muy conveniente para ti. Su muerte terminará con la Reunión de la verdad y tú escaparás del anzuelo del conde Gram.

—Solo estoy pensando en el bien de todo el mundo, Aldo —murmuró Kord. El estatúder desaliñado abrió los labios en una sonrisa que mostró sus dientes amarillos—. Di lo que quieras de mí, pero la vida de un hombre, no importa lo bueno que sea, no es nada frente al peligro que se cierne sobre todos en el valle.

—¡Con anterioridad ya hemos tenido tormentas de furias!

—Pero no como esta —balbució Otto, que seguía sin levantar la mirada—. Esta es… diferente. Nunca antes habíamos visto una tan violenta. Me pone nervioso.

Roth frunció el ceño.

—Estoy de acuerdo —asintió.

Aldo se los quedó mirando a los dos, con las manos apretadas por la frustración.

—Estupendo —reconoció, bajando el tono, con gravedad—. ¿Cuál de los dos será el que le diga a Isana que nos vamos a quedar sentados mano sobre mano sin hacer nada mientras su hermano se desangra en el suelo de su propia sala?

Nadie dijo nada.

Isana miró a los hombres con el ceño fruncido y pensando con rapidez. Mientras lo hacía, Kord le pasó la jarra a Aric, que la llenó y se la devolvió. Bittan, que evidentemente se había recuperado bien de su ahogamiento, estaba sentado con la espalda apoyada en la pared con la cabeza baja y una mano protegiendo los ojos como si le doliera la cabeza. Isana pensó en la crueldad con la que había tratado a Fade y tuvo la esperanza de que le doliera de verdad.

Pero algo en los Kord le resultaba extraño, en la forma en que se habían colocado o cómo se comportaban en medio de la tormenta. Descubrirlo le llevó un momento. Parecían más relajados que los demás, menos preocupados por las furias que luchaban fuera de la sala.

Con cuidado, bajó las defensas, solo un poco, con respecto a Kord y sus hijos.

Ninguno de ellos estaba asustado.

No podía sentir nada con la extensión limitada de sus sentidos, salvo un poco de tensión en Aric.

De nuevo retumbó el trueno y supo que no sería capaz de levantar a tiempo sus defensas. Lo intentó y, de nuevo, la marea de emociones aterrorizadas llegó un instante más tarde de lo esperado, permitiendo que la pudiera resistir una vez más.

Se meció sobre los pies y entonces una mano la cogió del brazo y otra del codo. Alzó la mirada y vio a Fade a su lado, sosteniéndola.

—Señora —dijo Fade, agachando la cabeza quemada en una reverencia pequeña y torpe. La sangre en su labio cortado había empezado a secarse y ennegrecer—. Señora, estatúder herido.

—Lo sé —asintió Isana—. Me han dicho que tú lo encontraste. Gracias, Fade.

—¿Señora herida? —preguntó el esclavo, y ladeó la cabeza.

—Estoy bien —jadeó Isana. Miró alrededor a las familias, apiñándose las unas a las otras, escuchando las furias de la tormenta en el exterior—. Fade, ¿te asusta la tormenta?

Fade asintió con la cabeza, con la expresión ausente y los ojos fijos en otra parte.

—¿Pero no estás muy asustado?

—Tavi —dijo Fade—. Tavi.

Isana suspiró.

—Si alguien lo puede encontrar en medio de esto, ese es Bernard. Brutus lo puede proteger de los manes del viento y Cyprus le ayudará a buscarlo. Tavi necesita a Bernard.

—Herido —repitió Fade—. Malherido.

—Sí —asintió Isana, ausente—. Quédate cerca durante un momento. Es posible que necesite tu ayuda.

El esclavo gruñó, sin moverse, aunque su expresión distante hizo que Isana dudara de que hubiera entendido la orden. Suspiró y cerró los ojos, extendiéndose para alcanzar a su furia.

—Rill —susurró Isana, y se concentró intensamente en una imagen mental de Bittan, que recreaba al joven sentado y apoyado en la pared. La furia del agua se manifestó como un cosquilleo a lo largo de su espina dorsal, a través de su piel, mientras ella centraba su concentración, cansada pero decidida—. Rill. Muéstrame.

Fade se apartó de ella de inmediato.

—Hambre —murmuró.

Isana vio cómo se alejaba, frustrada pero incapaz de desviar la atención que estaba dirigiendo a Rill. Fade se acercó al fuego, vigilando temeroso a los Kord, escabulléndose de nuevo hacia la olla, como si esperara que lo echasen de allí con otro golpe rápido. Entonces salió de su campo de visión.

Isana sintió el movimiento de la furia a través del aire cargado de humedad, rozando su piel y después saliendo de ella. Sintió el desplazamiento de la furia como si fuera su propio brazo el que se dirigiera hacia el más joven de los Kord apoyado en la pared.

Rill tocó a Bittan y una sacudida de miedo vibrante salió disparada hacia Isana a través del contacto de la furia. Dejó escapar un suspiro, abrió mucho los ojos y por fin comprendió lo que estaba ocurriendo en la sala.

Bittan estaba lanzando un artificio de fuego sobre la sala; enviaba una leve aprensión hacia casi todas las personas en ella, aumentaba su ansiedad y llevaba sus temores como prioridad de sus pensamientos. Era un trabajo sutil, más de lo que habría imaginado que fuese capaz el joven. Debía de haber llamado a su furia hacia el fuego que tenía cerca, lo cual explicaba por qué quería conservar como propio el espacio que tenía delante.

Con esta información, una oleada de cansancio abrumador invadió a Isana. Perdió el equilibrio, se tambaleó hacia delante y cayó de rodillas. Apoyó una mano en el suelo para recuperar el equilibrio y levantó la otra hasta su cara.

—¿Isana? —la voz de Aldo le llegó con claridad y las charlas en la sala se fueron difuminando hasta silenciarse a medida que la gente de la explotación volvía su atención hacia ella—. Isana, ¿estás bien?

Isana alzó la mirada y descubrió que los hijos de Kord la estaban mirando directamente con un gesto sorprendido y culpable. Bittan le susurró algo a Aric y el rostro de este se endureció.

La mujer miró a Aldo con intención de explicarle lo del artificio de fuego de Bittan, y de repente se dio cuenta de que no podía sacar el aire de los pulmones.

Isana levantó la cabeza con los ojos en blanco a causa del pánico repentino. Luchó por hablar, pero no podía; su garganta era incapaz de expulsar el aire o, tal como comprendió un momento después, de inhalarlo.

La gente se arremolinó a su alrededor y Aldo, a la cabeza de los estatúderes, se acercó a ella con pasos rápidos y atemorizados. El pequeño hombre la levantó.

—¡Ayuda! ¡Qué alguien me ayude! —pidió.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Roth—. Por todas las furias, está aterrorizada.

Las voces se confundían y mezclaban a su alrededor en un zumbido preocupado. Luchó e intentó alcanzar a Rill, pero la furia de agua solo se arremolinó a su alrededor, abrazándola, en una reacción nerviosa ante el temor salvaje de Isana. Al aumentar su impotencia, se debilitaron las defensas mentales y el miedo de los que ocupaban la sala la inundó cada vez más a medida que se acercaban. No sabía quién estaba hablando y se tambaleó confusa.

—No lo sé. Se ha caído. ¿Alguien ha visto algo?

—¿Señora?

—Isana, ¡oh, grandes furias!, ella y su hermano…, ¡qué aciago día!

Isana intentó mirar a su alrededor, apartando a Otto que intentaba abrirle la boca, para mirar por la garganta y ver qué la estaba ahogando.

—¡Sostenedla!

—¡Isana, cálmate!

—¡No respira!

Kord se acercó atravesando la muchedumbre, pero Isana miraba más allá del gran estatúder, hacia donde seguían tranquilamente sentados sus hijos, sin hacerse notar. Bittan la había mirado y una sonrisa cruel había contraído su hermosa boca. De repente cerró los puños e Isana sintió una punzada de pánico cegador que la atravesaba, pero que se desvaneció al cabo de un instante.

Aric estaba sentado al lado de Bittan. Aric, pensó Isana. Un artífice del viento. El hijo silencioso de Kord no la estaba mirando, pero tenía los dedos unidos y una expresión concentrada.

La oscuridad apareció delante de sus ojos y luchó por pronunciar unas palabras ante Aldo, quien la sostenía con los ojos dilatados por el pánico.

—Isana —jadeó—. Isana, no te entiendo…

Todo se movía: Isana se encontró tendida sobre una mesa, mientras el mundo girando sobre ella. Kord había llegado con una pestilencia repentina a sudor rancio y carne asada. La miró.

—Creo que está aterrorizada —comentó—. Mujer, cálmate. No hables. —Se inclinó sobre ella con los ojos entornados—. No —murmuró con suavidad, con expresión maliciosa y amenazante—, no intentes hablar. Cálmate y no hables. Es posible que se te pase.

Isana intentó alejar a Kord de un empujón, pero era demasiado grande y pesado y sus brazos eran demasiado débiles.

—Lo único que tienes que hacer es asentir —susurró—. Sé una buena chica y deja que ocurra lo que tenga que ocurrir. No tienes por qué pasar por esto.

Lo miró, percibió que la inundaba su propio miedo e impotencia; sintió cómo perdía el control ante el pánico. Sabía que Bittan estaba empeorando el miedo y hacía que estuviera más aterrorizada, pero esa información parecía que no tenía ninguna importancia ante el pánico salvaje y animal. Si no se rendía ante Kord, estaba segura de que se quedaría allí y la dejaría morir.

Entonces una furia pasó a través de ella, un fuego súbito que evaporó el miedo. Isana clavó las uñas en los ojos de Kord. Él se echó atrás ágilmente, de modo que solo pudo dejar una señal de arañazos rosados y pequeños en su mejilla, mientras sus ojos brillaban de rabia.

Isana se obligó a sentarse mientras su visión se oscurecía. Débilmente, señaló con el dedo hacia el fuego.

Todo el mundo se volvió para mirar y los ojos de Aldo se abrieron de par en par en cuando comprendió lo que ocurría.

—¡Malditos cuervos! —exclamó—. ¡Ese bastardo de Kord la está matando!

Se produjo una exclamación de asombro general y las emociones contenidas hicieron que la confusión se extendiera rápidamente por la sala, como un incendio descontrolado a través de la hierba seca. Todo el mundo empezó a gritar a la vez.

—¿Qué? —Otto miraba de un lado al otro—. ¿Quién está haciendo qué?

Aldo se dio la vuelta y empezó a acercarse al fuego. Entonces chilló y cayó hacia delante, al engancharse el pie en una baldosa de piedra que se plegó de repente y lo atrapó como una tela pesada. El joven estatúder se giró y ladró una palabra hacia los pesados bancos de madera situados junto a la mesa. La madera tembló y se combó, partiéndose con el sonido quebradizo de huesos viejos y enviando astillas largas como dagas en dirección hacia Kord.

El enorme estatúder se agachó en dirección a Isana, alejándose de las astillas, aunque una de ellas le abrió la mejilla, de la cual brotó un súbito borbotón de sangre escarlata. Levantó el puño y lo dirigió contra ella.

Isana se apartó rodando por la mesa hasta el suelo y sintió cómo el golpe del enorme estatúder destrozaba el grueso roble como si fuera madera seca. Se alejó de él gateando a cuatro patas en dirección al fuego y al joven cuya furia la estaba matando.

Vio a Fade al lado de la hoguera, contemplando toda aquella confusión con una expresión de perplejidad, mientras seguía inclinado sobre la olla con el cazo en una mano. Farfulló algo y se dio la vuelta para salir huyendo, sollozando en voz alta. Sus pies tropezaron con Bittan cuando el más joven de los Kord se incorporó, derribándolo. Fade soltó un quejido y cayó hacia un lado, derramando el cuenco y el cazo con el estofado en plena ebullición.

El guiso hirviendo alcanzó el rostro concentrado de Aric, lo cual provocó un grito repentino de inesperado dolor por parte del delgado artífice del viento.

Isana consiguió inhalar un poco de aire, mientras sentía cómo la salvaje confusión de emociones de la sala se desvanecía con la misma rapidez que desaparecía la sombra de un pájaro que volara en lo alto. Todos miraron alrededor durante un momento, desorientados por la liberación repentina del artificio de fuego, y se arrimaron a las paredes.

—¡Detenedlos! —jadeó Isana—. ¡Detened a Kord!

Kord lanzó un rugido furioso.

—¡Puta estéril! ¡Te mataré!

El fornido hombre se dio la vuelta e Isana pudo sentir la agitación de la tierra mientras llamaba a su furia en busca de fuerza. Levantó el tablero roto de la mesa como si no pesara tanto como un hombre adulto y se lo lanzó. Aldo, con el pie atrapado, se incorporó y gateando se abalanzó contra las piernas de Kord. El pequeño estatúder hirió las extremidades del corpulento Kord y lo desequilibró, haciendo que pasara de largo el tablero que lanzó a Isana y golpease en la pared. Kord apartó a Aldo de una patada, como si no pesara más que un cachorro, y se volvió una vez más hacia Isana.

La mujer intentó alejarse a gatas, mientras invocaba a Rill con intensidad desesperada. Oyó una confusión de sonidos a su alrededor, hombres maldiciendo, una puerta que se abría de golpe. El aire silbó de repente: una ventolera bajó por la chimenea y lanzó contra Isana una nube de brasas al rojo vivo. Ella gritó y se arrojó al suelo, tratando de apartarse para evitar su dolorosa quemadura.

En lugar de eso, advirtió cómo las brasas subían en un remolino y pasaban de largo, y al momento Kord lanzó un bramido repentino de consternación.

—¡Ahí tienes, Kord, lagarto venenoso! —graznó el estatúder Warner desde lo alto de la escalera. Estaba desnudo y goteaba agua, con una toalla atada alrededor de la cintura y jabón en su cabello ralo, mientras corría con sus piernas esqueléticas. Sus hijos se encontraban a su lado con las espadas en la mano—. ¡Ha llegado el momento de que alguien te enseñe a respetar a una dama! ¡Chicos, cogedlo!

—¡Padre! —gritó Aric en medio del caos. Los hijos de Warner estaban bajando ya las escaleras—. ¡Padre, la puerta!

—¡Esperad! —gritó Isana, levantándose—. ¡Esperad, no! ¡No quiero un derramamiento de sangre en mi casa!

Un enorme peso la golpeó desde atrás y la aplastó con fuerza contra el suelo. Se retorció y pataleó hasta descubrir que tenía encima a Fade, cuyo peso la inmovilizaba sin remedio.

—¡Fade! —jadeó—. ¡Quítate de encima!

—¡Hirió a Fade! —balbució el esclavo escondiendo la cara en la espalda de Isana, sollozando y agarrándose a ella como un niño demasiado grande—. ¡No daño, no más daño!

Kord soltó un rugido y atrapó a uno de los hijos de Warner que se lanzaba contra él. El gran estatúder cogió al joven por la muñeca y el cinturón y lo lanzó contra la pared al otro lado de la sala. Salió corriendo hacia la puerta de la sala, con Aric y Bittan pisándole los talones, mientras las gentes de Bernardholt se apartaban y abrían camino al estatúder. Se abalanzó contra una de las puertas y la arrancó de las bisagras, dejando un agujero de viento frío y lluvia medio helada. Después, se desvaneció en la noche, seguido por sus hijos.

—¡Dejadlo marchar! —gritó Isana con una voz tan alta y aguda que los otros dos hijos de Warner se quedaron helados mirándola—. Que se vaya —repitió.

Se arrastró para salir de debajo de Fade y miró alrededor de la sala. Aldo, tendido, resoplaba herido, y el hijo de Warner no se movía, al pie de la pared. En el otro extremo de la sala, la vieja Bitte cuidaba de la figura pálida e inmóvil de Bernard, sosteniendo un atizador de hierro con determinación en sus ajadas manos.

—¡No se puede escapar, Isana! —protestó Warner, bajando las escaleras y sosteniendo la toalla con una mano—. ¡No podemos dejar sueltos a animales como esos!

El cansancio y las punzadas de su cabeza se mezclaron en Isana con la resaca del terror, del pánico ante la violencia repentina y malévola, y empezó a temblar. Bajó la cabeza durante un momento y le pidió a Rill que alejara las lágrimas de sus ojos.

—Que se vaya —repitió—. Tenemos que atender a nuestros heridos. La tormenta acabará con ellos.

—Pero…

—No —ordenó Isana con firmeza. Miró en derredor de la sala y a los otros estatúderes. Roth se ponía en pie con lentitud y parecía estar aturdido. Otto estaba ayudando al anciano y le brillaba el sudor en la cabeza casi calva—. Atendamos a los heridos —ordenó a los dos hombres.

—¿Qué…, qué ha ocurrido? —tartamudeó Otto—. ¿Por qué lo han hecho?

Roth puso una mano sobre el hombro de Otto.

—Estaban usando el artificio del fuego contra nosotros. ¿No es eso, Isana? Reforzaban nuestro miedo y hacían que estuviéramos más preocupados de lo necesario.

Isana asintió, agradecida en silencio a Roth, y consciente de que, como artífice del agua, él lo apreciaría. Se sonrieron fugazmente.

—Pero ¿cómo? —replicó Otto mostrando su perplejidad—. ¿Cómo lo pudieron hacer sin que ninguno de nosotros lo percibiera?

—Supongo que Bittan lo fue provocando con lentitud —respondió Isana—. Cada vez un poco más, de la misma forma que calientas poco a poco el agua del baño para que quienes están dentro no se den cuenta.

Otto parpadeó.

—Sabía que podían proyectar emociones, pero no que lo pudieran hacer de esa forma.

—La mayoría de los ciudadanos que conocen el artificio del fuego lo hacen en uno u otro grado durante sus discursos —explicó Isana—. Casi todos los senadores lo hacen sin pensarlo siquiera. Gram lo emplea continuamente, sin ser consciente de ello.

—Y mientras sus hijos lo realizaban —musitó Roth—, Kord nos convencía de esa idiotez de la inundación… y nosotros estábamos tan preocupados que nos parecía razonable.

—¡Oh! —exclamó Otto. Tosió y se ruborizó—. Ya veo. Tú bajaste tarde, Isana, por eso te diste cuenta de la situación. Pero ¿por qué no dijiste nada?

—Porque el otro la estaba asfixiando, imbécil —gruñó Aldo desde el suelo. Su voz transmitía la tensión del dolor de su pie herido—. Ya viste lo que le intentó hacer Kord.

—Os lo dije a todos —intervino Warner con un poco de satisfacción malévola en la voz, desde su posición elevada en la escalera—. Son una estirpe dañina.

—Warner —ordenó Isana con cansancio—, ve a vestirte.

El enjuto estatúder se miró y pareció que se daba cuenta por primera vez de su semidesnudez. Se ruborizó, murmuró alguna excusa y corrió hacia su habitación.

Otto volvió a sacudir la cabeza.

—No puedo creer que alguien quisiera hacer esto.

—Otto —murmuró Aldo—, utiliza la cabeza para algo más que mirarte al espejo. Bernard está herido, y también el hijo de Warner. Metedlos en una bañera y curadlos.

Roth asintió con decisión, recuperando visiblemente su temperamento habitual.

—Por supuesto. El estatúder Aldo —inclinó un poco la cabeza ante el joven— tiene razón. Isana, te ofrezco todo mi apoyo en tu artificio, al igual que Otto.

—¿Sí? —preguntó Otto—. ¡Oh!, quiero decir que sí, por supuesto. Isana, no sé cómo hemos podido ser tan tontos. Por supuesto que ayudaremos.

—¡Chiquilla! —llamó Bitte con una voz aguda y alta, siempre al lado de la figura inmóvil de Bernard—. Isana, ya es tarde.

Isana se dio la vuelta para mirar a Bitte. La cara de la anciana había palidecido.

—Tu hermano. Se ha ido.