8

AL ocaso, Tavi supo que seguía en peligro. No había visto ni oído a sus perseguidores desde que se deslizara por aquel barranco que caía casi a pico, usando algunos árboles jóvenes y frágiles para frenar lo que podría haber sido una caída mortal. Había sido una apuesta peligrosa, si bien Tavi contó con la fragilidad de los árboles para que traicionasen al pesado guerrero marat, matándolo o al menos retrasándolo.

El plan había tenido un éxito parcial. El marat miró por el barranco y salió corriendo para encontrar una forma segura de descender. Esto le dio a Tavi la ventaja suficiente como para intentar despistar a sus perseguidores, y creía que había aumentado la distancia. Los marat no eran como los aleranos: no tenían habilidad para dominar las furias, pero según se decía, poseían una comprensión asombrosa de todos los animales salvajes. Eso significaba que el marat no tenía una gran ventaja, sino que, como Tavi, solo contaba con su inteligencia y su capacidad para guiarse.

La tormenta se situó sobre el valle como un velo reluciente cuando la luz empezó a difuminarse. Siguieron resonando los truenos, pero no se levantó el viento ni cayó lluvia ni granizo. La tormenta estaba esperando que cerrara del todo la noche, y Tavi vigilaba nervioso el cielo y los páramos que lo rodeaban. Le dolían las piernas y le ardía el pecho, pero había dado esquinazo al marat y durante el crepúsculo había conseguido salir de los páramos para aparecer en una carretera a muchos kilómetros al oeste de la calzada que conducía a Bernardholt. Encontró un refugio a la sombra, al lado de unos árboles derribados por el viento, y se agachó, jadeante, deseoso de permitir que sus extenuados músculos disfrutaran de un breve reposo.

Los relámpagos iluminaron el cielo. No había tenido la intención de llegar tan al oeste. En lugar de encontrarse cerca de casa, tenía por delante una hora de carretera para alcanzar la calzada que conducía a la explotación. Retumbó el trueno, esta vez tan fuerte que cayó pinaza del pino derrumbado que se encontraba a su lado. Del Garados provenía un rumor sordo y apagado, y Tavi escuchó cómo crecía a medida que se acercaba. Finalmente empezó a llover: llegó una oleada de aguanieve medio helada y el muchacho casi no tuvo tiempo de levantar su capucha antes de que el viento furioso y helado llegase aullando desde el norte, empujando por delante el hielo y la lluvia.

La tormenta devoró los escasos restos de luz diurna y ahogó el valle en una oscuridad fría y lóbrega, que se iluminaba con los frecuentes rayos que rasgaban las nubes grises. Aunque la capa lo protegía de las inclemencias del tiempo, ninguna tela en Alera podía impedir durante demasiado tiempo que lo empapase la lluvia y el aguanieve de una tormenta de furias. La capa se humedeció y enfrió, pegándose al cuerpo, y el viento furioso empujó el frío a través de su ropa, calándolo hasta los huesos.

Tavi temblaba ostensiblemente. Si se quedaba donde estaba, moriría en unas pocas horas por su exposición a la tormenta, o bien, por un golpe de frío, recrudecido por alguno de los manes de viento, sediento de sangre.

Aunque para entonces lo más seguro era que Brutus hubiera llegado ya con Bernard a la casa, no podía confiar en que nadie saliera a buscarle, por cuanto evitarían por todos los medios exponerse a una tormenta de furias.

Al caer el siguiente rayo, Tavi observó con atención el árbol caído. Debajo de él descubrió un espacio hueco, cubierto de pinaza y que parecía seco.

Se arrastró hasta allí, pero el siguiente rayo le reveló una imagen de pesadilla. El hueco ya tenía ocupantes: media docena de lagartos venenosos. Los lagartos, flexibles y de escamas oscuras, medían casi tanto como Tavi y el más cercano se encontraba a un solo brazo de distancia. El lagarto se revolvió inquieto, saliendo de su letargo. Abrió las mandíbulas, dejó escapar un silbido almibarado y mostró una fila de dientes afilados como agujas.

Un líquido amarillo y espeso cubría los colmillos del reptil. Tavi había visto con anterioridad cómo actuaba el veneno de los lagartos. Si le mordía uno, sentiría calor y un aletargamiento que le haría caer lentamente al suelo. Y entonces, aún vivo, lo arrastrarían hasta su guarida y se lo comerían.

La primera reacción aterrorizada del muchacho fue la de apartarse de un salto, pero el movimiento rápido podía precipitar el ataque del lagarto sorprendido. Aunque fallase, esos asquerosos carroñeros considerarían su huida como una señal de que debían perseguir a la presa y comérsela. Podría superarlos a la carrera en terreno abierto, pero los lagartos tenían la tendencia desagradable de seguir el rastro de su presa, a veces durante días enteros, esperando a que se durmiera antes de atacar.

El miedo y los nervios hicieron temblar a Tavi, pero se obligó a mantener la calma. Comenzó a alejarse con toda la lentitud y suavidad que pudo. Acababa de salir del radio de ataque del lagarto cuando la bestia volvió a sisear y salió disparada de su refugio en dirección al muchacho.

Tavi dejó escapar un grito de terror, que empezó con un tono de barítono ligero pero se quebró hasta convertirse en el chillido agudo de un niño. Se echó hacia atrás para escapar del mordisco mortal del reptil, se incorporó y empezó a correr.

Entonces, para su sorpresa, oyó cómo alguien le respondía con un grito, que casi quedó ahogado por el viento creciente.

Tavi resopló frustrado. El recuerdo del guerrero marat y de su terrible compañero regresó, seguido de una oleada de terror. ¿Le tenían atrapado?

El viento le trajo otro grito, y tuvo la certeza de que ese tono era demasiado alto para ser del marat. Era imposible no percibir el pánico y el miedo en él.

—¡Por favor! ¡Ayuda!

Tavi se mordió el labio, mirando por la carretera en dirección a la seguridad de su casa, y después se volvió hacia el lado opuesto, hacia el grito de socorro. Inhaló una bocanada temblorosa, se giró hacia el oeste, y obligó a sus cansadas piernas a que se volvieran a poner en movimiento, alejándose de su hogar, corriendo sobre los adoquines pálidos de la carretera.

Un rayo volvió a iluminar el paisaje con una deflagración vibrante que pasaba de nube en nube por encima de su cabeza, primero verde, después azul, más tarde roja, como si las furias del cielo estuvieran luchando entre ellas. La luz bañó durante casi medio minuto el valle azotado por la lluvia, mientras que el retumbo del trueno sacudió los adoquines de la carretera y lo dejó medio sordo.

Unas siluetas empezaron a bajar hacia el suelo como si fueran un torbellino a través del caos y la lluvia, y corrían y bailaban por todo el valle. Eran los manes del viento que seguían a la tormenta. Sus formas luminosas giraban y planeaban sin esfuerzo a merced de los vientos. Parecían nubes de un verde pálido, neblinosas y con un contorno vagamente humano, de brazos largos y caras cadavéricas. Los manes del viento gritaron su odio y su hambre, y sus gritos taparon incluso el rugido del trueno.

Tavi sintió que el terror detenía sus piernas, pero apretó los dientes y siguió adelante, hasta que pudo ver que la mayoría de los manes que estaban a la vista giraban alrededor de un punto central extendiendo las manos esqueléticas y de uñas afiladas.

En el centro del ciclón fantasmal se encontraba una mujer joven a quien Tavi no había visto nunca. Era alta y delgada, como su tía Isana, pero ese era todo el parecido con ella. La mujer tenía la piel morena, de un marrón dorado, como los mercaderes de las ciudades más meridionales de Alera. Su cabello, liso y fino, se agitaba salvajemente en su cabeza a causa del viento, y era casi del mismo color que su piel, lo cual le confería una cierta apariencia de estatua dorada. Sus rasgos eran fuertes, impresionantes, aunque no precisamente atractivos, con pómulos altos y una nariz larga y fina que quedaba suavizada por unos labios carnosos.

Su rostro estaba contraído en una mueca de desesperación y desafío. Alrededor del brazo llevaba un vendaje cubierto de sangre y parecía que había desgarrado su falda basta y harapienta para hacerlo. La blusa estaba cubierta de suciedad y se le pegaba al cuerpo a causa de la lluvia, y un collar de cuero de esclava rodeaba su cuello delgado. Mientras Tavi miraba, uno de los manes del viento bajó velozmente y en picado hacia ella.

La chica gritó, levantando una mano contra el atacante, y Tavi vio un temblor azul pálido en el aire, que no era tan claro ni estaba tan bien definido como los propios manes, pero que se dibujó súbitamente en la nada formando la silueta espectral de un caballo de largas patas que se lanzaba en su defensa. El espectro del viento gritó y se echó hacia atrás, pero la furia de la mujer siguió adelante, aunque se movía con más torpeza y lentitud que los manes del viento. Tres de ellos atacaron los flancos de la furia del aire, y la mujer apartó el peso de una rama en la que se había estado apoyando y cojeó para golpear a los manes con desesperada futilidad.

Tavi reaccionó sin pensar. Se precipitó en una carrera vacilante, agarrando su morral mientras corría. Su equilibrio se tambaleó en la oscuridad entre los relámpagos, pero solo un instante más tarde las nubes se volvieron a iluminar. Rayos azules, rojos y verdes lucharon por el dominio de los cielos.

Uno de los manes del viento se volvió de repente y se abalanzó contra él a través de la lluvia helada. El chico sacó un paquetito del morral y lo abrió. El espectro soltó un aullido que ponía los pelos de punta y extendió las garras.

Tavi cogió los cristales de sal que había dentro del paquetito y lanzó una pequeña cantidad al espectro que cargaba contra él.

Media docena de cristales atravesaron a la furia como el plomo pasa a través de la muselina. El espectro lanzó un grito de agonía, y el sonido provocó escalofríos de terror que recorrieron la espalda de Tavi hasta quedarse aferrados a su vientre. El espectro se hizo un ovillo sobre sí mismo, lanzando llamas verdes a medida que se empezaba a desgarrar allí donde lo habían golpeado los cristales. En pocos segundos se deshizo en añicos que se dispersaron y desaparecieron en el vendaval.

Los otros de su especie se situaron en un círculo más amplio, dejando escapar chillidos de rabia. La esclava miró a Tavi con los ojos muy abiertos, llenos de consternación y esperanza. Se aferró al báculo y cojeó hacia él. La silueta desgarrada de su furia desapareció cuando los manes del viento se retiraron.

—¿Sal? —gritó a través de la tormenta—. ¿Tienes sal?

Tavi consiguió respirar hondo.

—¡No mucha! —pudo gritar en respuesta.

El corazón le golpeaba con fuertes sacudidas en el pecho, y corrió al lado de la esclava lanzando una mirada a su alrededor para vigilar la pálida fosforescencia de los manes del viento, que rodeaban a la pareja a una distancia inquietante.

—¡Condenados cuervos! —maldijo—. No nos podemos quedar aquí. Nunca había visto tal fiereza en una tormenta.

La esclava miró hacia la oscuridad, temblando, pero su voz le llegó con claridad.

—¿No nos pueden proteger tus furias?

Tavi sintió una punzada enfermiza en el vientre. Por supuesto que no podían, porque no tenía ninguna.

—No.

—Entonces, tenemos que encontrar un refugio. En esa montaña podría haber una cueva…

—¡No! —denegó enérgico Tavi—. Esa montaña, no. No le gustan las visitas.

La chica se presionó la mano sobre la cabeza, jadeando. Parecía exhausta.

—¿Tenemos elección?

El muchacho se esforzó en que su cabeza trabajase, en concentrarse, pero el miedo, el cansancio y el frío le ralentizaban como a un lagarto cubierto de nieve. Había algo que tenía que recordar, algo que podía ayudar, si pudiera acordarse de qué era…

—¡Sí! —gritó al final—. Hay un sitio. No está lejos de aquí, pero no sé si conseguiré encontrarlo.

—¿A qué distancia? —preguntó la esclava con palabras temblorosas porque su cuerpo se estremecía a causa del frío, mientras no quitaba ojo a los manes del viento que los rodeaban.

—Kilómetro y medio. Quizá más.

—¿En la oscuridad? ¿En medio de esto? —Le lanzó una mirada incrédula—. No lo conseguiremos nunca.

—No tenemos alternativa —respondió a gritos Tavi por encima del viento—. Eso o nada.

—¿Lo podrás encontrar? —quiso saber la chica.

—No lo sé. ¿Puedes andar esa distancia?

Por un instante lo miró con dureza, aprovechando la caída de otro rayo, con sus ojos de color avellana decididos y duros.

—Sí —respondió—; dame un poco de sal.

Tavi le pasó la mitad del pequeño puñado de cristales que le quedaba y la esclava los aceptó, guardándolos con fuerza entre sus dedos.

—¡Furias! —se lamentó—. No podremos llegar tan lejos.

—Sobre todo si no nos ponemos en marcha —gritó Tavi, y la asió del brazo—. ¡Vamos!

Se giró para alejarse de los manes, pero la muchacha se arrimó a él de repente y lo lanzó hacia un lado de un fuerte codazo. Tavi cayó con un grito, sorprendido y confuso.

Se puso en pie, helado y temblando.

—¿¡¿Qué estás haciendo?!? —gritó con voz aguda.

La esclava se enderezó con lentitud, cruzando con él su mirada. Parecía cansada y casi no se podía sostener en su báculo de madera. En el suelo, a sus pies, yacía muerto un lagarto venenoso. Le había aplastado limpiamente la cabeza.

Tavi llevó su mirada del animal hasta la esclava y vio la sangre oscura que manchaba la punta del báculo.

—Me has salvado —balbució.

Los rayos volvieron a iluminar el paisaje. Bajo el frío y la tempestad, Tavi vio la sonrisa de la esclava, que mostraba los dientes aún desafiantes, aunque estaba temblando.

—No vamos a dejar que haya sido en vano. Sácanos de esta tormenta y estaremos en paz.

El muchacho asintió y miró alrededor. El rayo le mostraba la línea de la carretera, una línea recta y oscura, y se orientó a partir de ahí. Entonces le dio la espalda a la silueta amenazadora del monte Garados y empezó a andar en la oscuridad, con la esperanza ferviente de ser capaz de encontrar el refugio antes de que los manes del viento recobraran el ánimo y reanudasen el ataque.