FIDELIAS odiaba volar.
Estaba sentado en el palanquín, mirando hacia delante, de manera que el viento le daba en los ojos y le echaba hacia atrás el cabello desde la alta frente. En el asiento que tenía delante iba sentado Aldrick el Espada, enorme y relajado como un león recién alimentado. Odiana se había acomodado horas antes en su regazo para dormir y el cabello negro de la bruja del agua bailaba y jugaba con el viento, velando la belleza de sus rasgos. Ninguno de los dos demostraba ninguna señal de incomodidad con el vuelo, ya fuera física o de otro tipo.
—Odio volar —murmuró Fidelias.
Levantó una mano para protegerse los ojos y se inclinó sobre el borde del palanquín. Una luna brillante y enorme dominaba un mar de estrellas y pintaba de plata y negro el paisaje inferior. Colinas cubiertas de bosques se deslizaban por debajo de ellos como una sólida masa oscura, rota aquí y allá por claros plateados y ríos serpenteantes y algo luminiscentes.
Cuatro de los caballeros Aeris del campamento los conducían por el aire, uno en cada punta de las barras del palanquín. Llevaban arneses que les impedían separarse de él, y soportaban el peso de las tres personas en su interior mientras que, a su vez, el peso de los caballeros se apoyaba en las furias poderosas que les servían. Otra media docena de caballeros Aeris volaba en círculo alrededor del palanquín y la luz de la luna relucía en el acero de sus armas y armaduras.
—Capitán —llamó Fidelias al caballero al mando.
El hombre miró por encima del hombro, murmuró algo y se volvió hacia el palanquín.
—¿Señor?
—¿Tardaremos mucho en llegar a Aquitania?
—No, señor. Deberíamos estar allí antes de una hora.
Fidelias parpadeó.
—¿Tan pronto? Creía que habías dicho que no llegaríamos hasta el amanecer.
El caballero negó con la cabeza, mientras los ojos vigilaban con frialdad el cielo que tenían delante.
—La fortuna nos favorece, señor. Las furias del sur se agitan y nos han proporcionado un viento fuerte que acelera nuestra marcha.
El antiguo cursor frunció el ceño.
—Eso es muy poco habitual en esta estación, ¿verdad, capitán?
El hombre se encogió de hombros.
—Nos ha ahorrado horas de vuelo y lo hace más fácil para todos. Ni siquiera hemos tenido que relevar a los hombres que llevan el palanquín. Relájese, señor. Le dejaremos en el palacio del Gran Señor antes de la hora de las brujas. —Y tras esto el soldado aceleró y regresó a su posición delante del palanquín.
Fidelias frunció el ceño y se volvió a acomodar en el asiento. Se asomó de nuevo por el lateral del palanquín y el estómago le dio un vuelco por su sensación de miedo irracional. Sabía, como todo el mundo en el Reino, que era seguro volar en el palanquín escoltado por caballeros Aeris, pero una parte de su mente no quería aceptar la enorme distancia que se extendía entre él y el suelo. Aquí se encontraba lejos de la madera y la tierra, lejos de las furias que podía llamar a su servicio, y eso le perturbaba. Tenía que confiar en la fuerza de los caballeros que le acompañaban en lugar de en sus propias fuerzas. Y con el tiempo, todo el mundo le había decepcionado, excepto él mismo.
Cruzó los brazos e inclinó la cabeza contra el viento, meditando. Gaius lo había usado desde el principio. Lo había utilizado con un propósito y, sin lugar a dudas, nunca de manera descuidada. Era una herramienta demasiado valiosa para perderla por negligencia o mal uso. De hecho, algunas veces la paz precaria de todo el Reino había descansado en su habilidad para cumplir lo que le encargó la Corona.
Fidelias sintió cómo se le marcaba el entrecejo. Gaius era anciano —el lobo viejo que dirige la manada— y solo era cuestión de tiempo que lo arrastrase la muerte. Pero a pesar de esa verdad brutal y sencilla, Gaius seguía luchando contra lo inevitable. Hacía una década que podría haber entregado el poder a un heredero nominal, pero en su lugar lo había retenido, astuto y desesperado, y retrasó el asunto toda una década enfrentando a los Grandes Señores entre sí para ver quién conseguiría situar a su hija o su sobrina en posición de casarse con el Primer Señor y dar a luz al nuevo príncipe. Gaius (con su ayuda, por supuesto) había jugado con los señores con una precisión despiadada, consiguiendo que todo Gran Señor de Alera se pasase años convencido de que su candidata sería con la que se acabaría casando Gaius. Su elección final no había complacido a nadie, ni siquiera al Gran Señor Parcius, padre de Caria, y hasta el más obtuso de los Grandes Señores se dio cuenta en ese momento de que habían jugado con ellos como si fueran idiotas.
La partida se jugó muy bien, pero al final no sirvió para nada. La Casa de Gaius nunca había sido muy fértil y aunque físicamente demostró que era capaz de engendrar un heredero (algo de lo que Fidelias aún dudaba), hasta el momento la Primera Dama no había dado señales de que estuviera embarazada, y los rumores de palacio afirmaban que rara era la ocasión en la que el Primer Señor compartía la cama donde dormía su esposa.
Gaius era viejo. Se estaba muriendo. La estrella de su Casa estaba cayendo desde el cielo y todo aquel que se aferrase ciegamente al borde de su túnica caería con él.
Como Amara.
Fidelias frunció el ceño, sintiendo que algo le incomodaba, le distraía, le quemaba en el pecho. Seguramente era una pena que Amara hubiera escogido la cruzada de un loco en lugar de tomar una decisión inteligente. Lo más seguro era que si hubiera tenido más tiempo la habría podido convencer para que adoptase un punto de vista más racional. Ahora, en cambio, tendría que actuar directamente contra ella si volvía a interferir.
Y no quería hacerlo.
Fidelias sacudió la cabeza. La muchacha había sido su alumna más prometedora y dejó que llegara a significar demasiado para él. Durante sus años como cursor había destruido a tres hombres y mujeres destacados, algunos tan poderosos e idealistas como Amara. Nunca vaciló en el cumplimiento del deber, nunca permitió que lo distrajera nada tan trivial como las relaciones personales. Su amor era Alera.
Y esa era realmente la cuestión. Fidelias servía al Reino, no al Primer Señor. Gaius estaba condenado. El retraso en la transferencia del poder de manos de Gaius a las de otra persona solo podía provocar luchas y derramamiento de sangre entre los Grandes Señores que quisieran asumir el puesto de Gaius. Incluso se podría llegar a una guerra de sucesión, algo inusitado desde el nacimiento de la civilización de Alera, pero que según se contaba fue habitual en el pasado más lejano. Y si ocurría eso, los hijos y las hijas de Alera no solo iban a morir inútilmente luchando entre ellos, sino que la propia división supondría la señal de salida para los enemigos del Reino: los salvajes hombres de hielo, los bestiales marat, los despiadados canim y quién sabe cuántos más en las tierras salvajes e inexploradas del mundo. Por encima de cualquier consideración, había que evitar ese debilitamiento de la unidad del Reino.
Eso significaba que era necesario establecer un gobernante fuerte, y con rapidez. Los Grandes Señores ya estaban desafiando en silencio la autoridad del Primer Señor. Solo era cuestión de tiempo que los Grandes Señores y sus ciudades desmembrasen el Reino en un mosaico de ciudades-estado. Y si ocurría eso, a los enemigos de la humanidad les resultaría fácil desgastar tranquilamente esos reinos hasta que no quedase nada.
Fidelias hizo una mueca: el vientre le ardía con más fuerza. Había que hacerlo, como cuando un cirujano en el campo de batalla se veía obligado a amputar una extremidad destrozada. No había nada que pudiera hacerlo menos espantoso. Lo mejor que se podía pedir era que se hiciera con tanta rapidez y limpieza como fuera posible.
Lo cual llevaba hasta Aquitanius: el más despiadado, el más capaz y quizá el más fuerte de los Grandes Señores.
A Fidelias se le revolvió el estómago.
Había traicionado a Gaius, al Codex, a los cursores. Había traicionado a su alumna, Amara. Les había dado la espalda para apoyar a un hombre que se podía convertir en el dictador más despiadado y sediento de sangre que había conocido Alera. Las furias sabían que había intentado todo cuanto estaba a su alcance para que Gaius tomara otro camino.
Fidelias se había visto forzado a hacer todo esto.
Era necesario.
Había que hacerlo.
El estómago le quemaba cuando apareció en el horizonte el resplandor de las luces de las furias de Aquitania.
—Despierta —murmuró—. Casi hemos llegado.
Aldrick abrió los ojos y los fijó en Fidelias. Distraídamente, una mano acarició la mata de cabello oscuro de Odiana y ella dejó escapar en sueños un pequeño gemido de placer, moviéndose en el regazo del hombre con una sensualidad líquida, antes de quedarse de nuevo totalmente quieta. El espadachín miró a Fidelias con un gesto inescrutable.
—¿Pensamientos profundos, anciano? —preguntó Aldrick.
—Algunos. ¿Cómo reaccionará Aquitanius?
El gigante frunció los labios.
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que esté haciendo cuando lo interrumpamos con las malas noticias.
—¿Tan grave es?
Aldrick sonrió.
—Espero que esté bebiendo. Normalmente está de bastante buen humor. Suele olvidar el enfado cuando se le pasa la resaca.
—Desde el principio el plan era una idiotez.
—Por supuesto. Era suyo. No sabe planificar engaños o subterfugios. Pero nunca he conocido a nadie que pueda dirigir con la firmeza que lo hace él. O a nadie con su poder descarnado —Aldrick siguió acariciando el cabello de la bruja de agua con el rostro pensativo—. ¿Estás preocupado?
—No —mintió Fidelias—. Para él sigo siendo muy valioso.
—Quizá, por ahora —replicó el espadachín. Sonrió con una expresión sin gracia—. Pero no te arriendo la ganancia.
Fidelias apretó los dientes.
—En cualquier caso, la acción directa habría sido prematura. Al escapar, es posible que la muchacha le haya hecho a Su Gracia el mayor favor de su vida.
—No lo dudo —murmuró Aldrick—. Pero casi tengo la certeza de que él no lo va a ver de esa manera.
Fidelias estudió el rostro del hombre, pero los rasgos del gigante no revelaban nada. Sus ojos grises pestañeaban perezosos y la boca dibujaba una sonrisa, como si se estuviera divirtiendo con la incapacidad de Fidelias para evaluarlo. El cursor hizo un guiño al hombre, un gesto afable, y se volvió hacia la ciudad de Aquitania, que aparecía ante sus ojos.
Primero aparecieron las luces. Docenas de artífices del fuego mantenían las llamas a lo largo de las calles de la ciudad, que ardían con un brillo acogedor y hendían la tarde cubierta de niebla en suaves ocres, profundos ámbar y pálidos carmesíes, hasta el punto de que la colina sobre la cual se levantaba la ciudad parecía una enorme hoguera con vida, envuelta en colores cálidos y parpadeantes. Sobre las murallas de la urbe y justo por debajo de ellas, las llamas ardían con un brillo frío y azulado, que iluminaba con fuerza el suelo de los alrededores y lo cubría con sombras largas y negras, al acecho ante cualquier posible invasor.
A medida que el palanquín descendía y se acercaba, Fidelias pudo empezar a distinguir formas bajo la luz cambiante. En las calles se alzaban silenciosas estatuas de gran belleza. Las casas, con líneas elegantes y arcos altos, competían entre ellas para demostrar cuál era la que tenía la decoración más elaborada y la disposición más hermosa. Las fuentes burbujeaban y destellaban, algunas de ellas iluminadas desde abajo, de manera que resplandecían en violeta y esmeralda sobre la oscuridad, como lagunas de llamas líquidas. Los árboles se alzaban alrededor de los edificios y bordeaban las calles: vías prósperas y hermosas, cuidadas con tanto esmero como el resto de la ciudad. Además, los árboles lucían velos también con luces de colores y sus hojas, que ya presentaban su brillante aspecto otoñal, relucían con más tonalidades de las que se podían contar.
El sonido de una campana que marcaba la hora tardía se elevó hasta el palanquín en descenso. Fidelias oyó el golpeteo de los cascos sobre los adoquines de piedra en algún punto debajo de él y las notas de una canción estridente que provenía de algún establecimiento nocturno. Les recibió la música de una fiesta en un jardín cuando el palanquín pasó por encima de él. Las cuerdas apoyaban a una flauta aguda y dulce que emitía una melodía amable y cautivadora. El olor a humo de madera y especias aún perduraba en la brisa nocturna, junto con el aroma de las flores y un rastro de lluvia en el viento.
Decir que Aquitania era hermosa era como decir que el océano es húmedo: eso pensaba Fidelias. Muy cierto, sin ninguna duda, pero totalmente insuficiente.
Les desafió el bramido de una voz antes de que llegaran a un tiro de arco de la residencia del Gran Señor, una fortaleza amurallada que dominaba la colina sobre la cual se levantaba la ciudad. Fidelias contempló cómo un hombre con la sobrevesta escarlata y sable de Aquitania descendía por encima de ellos. Una docena más seguían atentos en el cielo nocturno por encima de su nivel, invisibles, pero el cursor podía percibir los remolinos de viento que provocaban sus furias para mantenerlos en el aire.
El jefe de los caballeros Aeris que protegían la residencia del Gran Señor intercambió una contraseña con el capitán de la escolta de Fidelias, aunque la conversación tuvo el aire cómodo y rutinario de una formalidad. Seguidamente, el grupo siguió adelante y bajó hacia el patio de la mansión, mientras más guardias los contemplaban desde las murallas, junto a lascivas estatuas cinceladas con la figura de un hombre jorobado y desgarbado. En el mismo instante en que Fidelias bajó del palanquín, sintió el temblor ligero y constante del poder en la tierra que conducía a cada una de las estatuas en la muralla, y se las quedó mirando.
—¿Gárgolas? —se sorprendió—. ¿Todas ellas?
Aldrick miró hacia las estatuas y después a Fidelias, y asintió.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—Nadie recuerda cuando no estaban —respondió Aldrick.
—Aquitania es tan poderosa… —murmuró Fidelias, que se mordió los labios mientras reflexionaba.
No estaba de acuerdo con los principios de nadie que mantuviera a las furias sometidas a un confinamiento tan restrictivo, y mucho menos si lo hacía durante generaciones. Pero si hubiera tenido alguna duda, confirmaba desde luego que el poder de Aquitania era más que suficiente para la tarea que se le presentaba.
Los caballeros Aeris que escoltaban el palanquín se alejaron hacia un barracón en busca de comida y bebida, mientras que el capitán de la guardia aquitana, un hombre joven de gesto serio y unos ojos azules acechantes, abría la puerta del palanquín y extendía cortésmente una mano invitándoles a adentrarse. Seguidamente, los condujo al interior de la mansión.
Fidelias anotaba en su mente todo lo que veía en la residencia mientras seguía al joven capitán, recordando las puertas, las ventanas y la presencia (o ausencia evidente) de guardias. Era una vieja costumbre que sería una locura abandonar. Le gustaba conocer la mejor manera de salir de cualquier sitio al que entraba. Aldrick iba a su lado, cargando indolentemente con Odiana, que seguía durmiendo, como si no pesase más que una frazada de ropa, y cada uno de sus pasos parecía sólido y decidido.
El joven capitán abrió un par de puertas dobles que condujeron a un gran salón de festejos, que contaba, al estilo de las montañas, con huecos en el suelo para las hogueras, ya encendidas aunque la estación aún no era realmente fría. Su luz mortecina y cálida era la única iluminación de la sala, y Fidelias se tomó un momento para detenerse al pasar por las puertas con la finalidad de permitir que se le acostumbraran los ojos.
El salón se extendía delante de ellos, flanqueado por una fila doble de pilares de mármol liso. Las paredes estaban cubiertas por cortinas, que proporcionaban un poco de calidez y un escondite perfecto para mirones, guardias o asesinos. Las mesas se habían retirado durante la noche y los únicos muebles de la sala eran una mesa y muchas sillas sobre un estrado en el extremo más alejado. A su alrededor se movían personas y Fidelias pudo oír la suave música de las cuerdas.
El capitán les condujo en línea recta por el salón en dirección al estrado.
Sobre una gran silla cubierta por la piel de un león de las praderas del valle de Amarante estaba repantigado un hombre, tan alto como Aldrick, según pudo deducir Fidelias, pero más delgado y con la apariencia de un joven en la flor de la juventud. Aquitanius tenía los pómulos altos y una cara estrecha, marcada por una mandíbula fuerte cuyas líneas quedaban suavizadas por la cascada de cabellos de color dorado oscuro que le caía hasta los hombros. Llevaba una sencilla camisa escarlata con pantalones negros de cuero y botas suaves y negras. Sostenía perezosamente una copa con una mano, y en la otra el extremo de una larga tira de seda que iba retirando lentamente de la muchacha de formas proporcionadas que bailaba delante de él, mostrando cada vez más carne. Aquitanius tenía unos ojos muy negros, que destacaban en la cara estrecha, y contemplaba a la esclava bailarina con una intensidad casi febril.
La mirada de Fidelias se vio atraída por el hombre que estaba junto a la silla del Gran Señor, un paso más atrás. En la penumbra era difícil distinguir los detalles. El hombre no era alto, quizá unos diez centímetros más que Fidelias, pero tenía una constitución fuerte y su postura relajada e informal emanaba poder. Llevaba una espada colgada en la cadera —hasta donde podía ver Fidelias— y un bulto ligero en su túnica de color gris oscuro quizá revelaba la presencia de un arma oculta. Fidelias cruzó brevemente su mirada con la del misterioso hombre y descubrió que era opaca y suspicaz.
—Si valoras tu cabeza, capitán —gruñó Aquitanius, sin apartar la mirada de la chica—, todo puede esperar hasta que acabe este baile.
Fidelias se dio cuenta de que la voz del Gran Señor revelaba el leve rastro de la borrachera.
—No, Vuestra Gracia —intervino Fidelias, y dio un paso al frente que dejó atrás al capitán—, no puede esperar.
La espalda de Aquitanius se enderezó y giró la cabeza con lentitud hacia Fidelias. El peso de los ojos oscuros del hombre cayó sobre el cursor como un golpe físico y respiró hondo cuando sintió la agitación en la tierra bajo sus pies, una vibración lenta y huraña, en lo más profundo de las piedras: un reflejo del enfado del Gran Señor.
Fidelias adoptó una actitud informal y confiada, y reaccionó como si Aquitanius lo hubiera saludado. Se golpeó sobre el corazón con el puño cerrado e hizo una reverencia.
Se produjo un largo silencio antes de que Fidelias pudiera escuchar la reacción de Aquitanius. El hombre soltó una carcajada grave y relajada, que levantó ecos en el salón casi desierto. Fidelias se enderezó de nuevo para mostrar su rostro al Gran Señor, con mucho cuidado de mantener su expresión congelada en un respeto neutral.
—Y bien —ronroneó Aquitanius—. Así que este es el famoso Fidelias Cursor Callidus.
—Con vuestra venia, ya no soy cursor.
—No parece que mis deseos te preocupen mucho —señaló Aquitanius, que aún sostenía en la mano la cinta de tela de la bailarina—. Casi lo encuentro irrespetuoso.
—No pretendía ser irrespetuoso, Vuestra Gracia. Hay asuntos muy graves que requieren vuestra atención.
—Requieren… mi… atención —murmuró Aquitanius, arqueando elegantemente las cejas— «Mi». No creo que nadie me haya hablado de ese modo desde justo antes de que mi último tutor sufriera aquella desgraciada caída.
—Vuestra Gracia descubrirá que soy bastante más ágil.
—Las ratas son ágiles —bufó Aquitanius—. El verdadero problema de aquel patán era el de creer que lo sabía todo.
—Ah —exclamó Fidelias—. Conmigo no tendréis esa dificultad.
Los ojos oscuros de Aquitanius brillaron.
—¿Porque realmente lo sabes todo?
—No, Vuestra Gracia. Solo todo lo que tiene importancia.
El Gran Señor entornó los ojos. Se quedó en silencio durante tres docenas de pulsaciones aceleradas del corazón de Fidelias, pero el ex cursor no dejó que se notase su nerviosismo. Respiró de forma lenta y regular en silencio, esperando.
Aquitanius bufó y apuró el vino que le quedaba con un movimiento lánguido de la muñeca. Extendió la copa hacia un lado, esperó un instante y la dejó caer. El fornido extraño a su lado alargó la mano con la velocidad de un reptil y la atrapó, se acercó a la mesa sobre el entarimado y llenó la copa con una botella de cristal.
—Mis fuentes me indican que tienes reputación de impertinente —murmuró Aquitanius—. Pero no tenía ni idea de que lo fueras a demostrar tan pronto.
—Por favor, Vuestra Gracia, quizá podríamos dejar esta discusión por el momento. El tiempo puede ser esencial.
El Gran Señor aceptó la copa de vino que le ofrecía el extraño, sin apartar los ojos de la bonita esclava, que ahora estaba arrodillada en el suelo delante de él con la cabeza inclinada. Aquitanius dejó escapar un suspiro de pesar.
—Lo supongo —reconoció—. Muy bien entonces. Informa.
Fidelias miró al extraño, después a la esclava y a continuación hacia las cortinas.
—Tal vez un entorno más privado sería más apropiado, Vuestra Gracia.
Aquitanius negó con la cabeza.
—Aquí puedes hablar con libertad. Fidelias, deja que te presente al conde Calix de la Frontera de las Acacias Amarillas, al servicio de Su Gracia, el Gran Señor de Rodas. Ha demostrado ser un consejero astuto y capaz, y un leal seguidor de nuestra causa.
Fidelias dirigió su atención al hombre fornido que permanecía junto al asiento del Gran Señor.
—La Frontera de las Acacias Amarillas. ¿No fue allí donde desbarataron hace unos años una operación de esclavización ilegal?
El conde Calix le dirigió al antiguo cursor una sonrisa con sus labios finos. Cuando habló, su voz surgió con un tono ligero y matizado de tenor, que no tenía nada que ver con el poder que transmitía su cuerpo.
—Sí, eso creo. Tengo entendido que tanto el Consorcio Esclavista como la Liga Diánica te otorgaron distinciones al valor por encima y más allá de la exigencia del deber.
Fidelias se encogió de hombros, sin dejar de mirar fijamente al otro hombre.
—Un gesto vacío. No pude conseguir ninguna información para presentar cargos contra el jefe del grupo esclavista. —Se detuvo durante un momento y añadió—: Fuera quien fuese.
—Una pena —reconoció el conde—. Supongo que a alguien le costó un montón de dinero.
—Es lo más probable —asintió Fidelias.
—Eso daría a un hombre una buena razón para guardar rencor.
Fidelias sonrió.
—Me han dicho que eso puede ser malo para la salud.
—Quizá lo compruebe algún día.
—En caso de que sobrevivas a la experiencia, hazme saber lo que hayas aprendido.
Aquitanius contemplaba la confrontación con sus ojos negros brillantes de diversión.
—Caballeros, odio interrumpir vuestro ejercicio de esgrima, pero esta noche tengo otros intereses y hay temas que debemos discutir. —Tomó otro sorbo de vino e hizo un gesto hacia las otras sillas en la tarima—. Sentaos. Tú también, Aldrick. ¿Debo ordenar que alguien lleve a Odiana a sus habitaciones para que pueda descansar?
—Gracias, señor —respondió el interpelado—. Pero se quedará conmigo y me ocuparé de ella más tarde, si no os importa.
Se sentaron en las sillas delante de Aquitanius. El Gran Señor hizo un gesto y la joven esclava corrió hacia un lado y regresó con la tela tradicional y el cuenco de agua perfumada. Entonces la chica se sentó a los pies de Fidelias y desabrochó sus sandalias. Le quitó los calcetines y con sus dedos cálidos y suaves empezó a lavarle los pies.
Le frunció el ceño a la esclava, pensativo, pero ante otro gesto del Gran Señor, Fidelias presentó un informe conciso de los acontecimientos en el campamento de la legión renegada. El semblante de Aquitanius se oscurecía a medida que avanzaba, hasta que al final se encontraba bufando.
—Deja que compruebe si he comprendido bien lo que me estás explicando, Fidelias —murmuró Aquitanius—. No solo fuiste incapaz de conseguir de esa chica información sobre las habitaciones de Gaius, sino que además se os escapó a ti y a todos mis caballeros.
Fidelias asintió.
—Mi situación ha quedado comprometida. Y casi con toda seguridad ahora ya habrá informado a la Corona.
—La Segunda Legión ha quedado disuelta en centurias individuales —explicó Aldrick. La esclava se movió de rodillas hacia sus pies y también le quitó las sandalias y los calcetines. La larga pieza de venda escarlata que llevaba alrededor del cuerpo se había empezado a deslizar y abrir, dejando a la vista una generosa cantidad de piel fina y suave. Aldrick la observó con admiración mientras ella seguía con su tarea—. Se encontrarán en el lugar acordado según el plan.
—Excepto los Lobos del Viento —puntualizó Fidelias—. Le aconsejé a Aldrick que los enviase por delante a la zona de reunión.
—¡¿Qué?! —estalló Aquitanius, poniéndose en pie—. ¡Eso no se ajusta al plan!
El fornido Calix también se levantó con un brillo en los ojos:
—Os avisé, Vuestra Gracia. Si los mercenarios no aparecen en Parcia durante el invierno, no habrá nada que impida relacionarlos únicamente con vos. Os han traicionado.
La mirada furiosa de Aquitanius se centró en Fidelias.
—¿Y bien, cursor? ¿Es verdad lo que dice?
—Si consideráis que adaptarse a las condiciones cambiantes en el campo de batalla es traición, Vuestra Gracia —contestó Fidelias—, entonces podéis decir que soy un traidor, si eso os complace.
—Tergiversa vuestras propias palabras contra vos, Vuestra Gracia —susurró Calix—. Nos está utilizando. Es un cursor, leal a Gaius. Si le seguís escuchando, os conducirá a vuestra muerte a los pies de Gaius. Matadlo antes de que siga envenenando vuestros pensamientos. Él, este matón asesino y su bruja loca tan solo pretenden vuestra destrucción.
Fidelias sintió que se le dibujaba en los labios una sonrisa. Su mirada hizo un recorrido desde Aquitanius a Calix y después a Aldrick, que tenía a la esclava arrodillada a sus pies con los labios abiertos y los ojos fijos. En el regazo de Aldrick, Odiana no se movió ni habló, pero pudo ver cómo su boca esbozaba una sonrisa.
—Ah… —Fidelias dejó que su sonrisa se ampliara. Cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna—. Ya veo.
Aquitanius entornó los ojos y se acercó para cernirse sobre la silla de Fidelias.
—Has interrumpido un momento placentero con el regalo de aniversario que me ha entregado mi esposa. Parece que has fracasado miserablemente en lo que dijiste que harías por mí. Además, has dispersado mis tropas de una manera que me puede causar graves dificultades ante todo el Consejo de Señores, sin mencionar al Senado —se inclinó sobre el antiguo cursor y añadió con mucha suavidad—: Creo que sería conveniente para ti que me dieras una razón para no matarte en los próximos segundos.
—Muy bien —aceptó Fidelias—. Si me lo permitís durante un instante, Vuestra Gracia, creo que seré capaz de dejar que decidáis vos mismo en quién podéis confiar.
—¡No! —estalló Calix—. Mi señor, no permitáis que este reptil mentiroso os utilice.
Aquitanius sonrió, pero fue un gesto frío y duro. Miró fijamente al conde rodio y Calix enmudeció ante su mirada.
—Mi paciencia se está agotando. Al ritmo que vamos, caballeros, alguien caerá muerto al final de esta conversación.
Una pesada tensión inundaba la estancia, gruesa como una colcha de invierno. Calix se humedeció los labios y lanzó hacia Fidelias una mirada con los ojos muy abiertos. Odiana emitió un sonido suave y se revolvió sin gracia sobre el regazo de Aldrick antes de acomodarse de nuevo, dejando libre su brazo derecho para poder alcanzar la espada, según pudo apreciar Fidelias. Al parecer, la esclava también percibía la tensión, y se desplazó un poco hacia atrás, hasta que dejó de estar entre el Gran Señor y cualquier otro en la estancia.
Fidelias sonrió. Juntó las manos y las descansó sobre las rodillas.
—Por favor, Vuestra Gracia, necesito pluma y papel.
—¿Pluma y papel? ¿Para qué?
—Así será más fácil mostrároslo, Vuestra Gracia. Pero si después seguís insatisfecho, os ofrezco mi vida como penitencia.
Aquitanius enseñó los dientes.
—Si estuviera aquí, mi estimada esposa diría que tu vida está perdida en ambos casos.
—Si estuviera aquí, Vuestra Gracia —asintió Fidelias—. Pero no está. ¿Puedo proceder?
Aquitanius se quedó mirando a Fidelias durante un instante. Entonces le hizo un gesto a la esclava, que salió corriendo y regresó al poco con pergamino y pluma.
—Date prisa —le recomendó Aquitanius—. Mi paciencia se está agotando por momentos.
—Por supuesto, Vuestra Gracia.
Fidelias aceptó la pluma y el papel, mojó la punta en el tintero y con rapidez apuntó unas pocas notas en el pergamino, cuidando de que nadie viera lo que escribía. Todo el mundo callaba, y el rasgueo de la pluma se amplificaba en el salón, junto con los crujidos de las hogueras y el taconeo impaciente de la bota del Gran Señor.
Fidelias sopló sobre las letras; seguidamente, dobló el papel por la mitad y se lo ofreció a Aquitanius.
—Vuestra Gracia —dijo sin apartar la mirada del hombre—, os aconsejo que aceleréis vuestros planes. Que unáis vuestras fuerzas y os pongáis en movimiento.
Calix dio un paso y se situó al lado de Aquitanius.
—Vuestra Gracia, tengo que expresar mi más firme oposición. Ahora es el momento de la cautela. Si nos descubren ahora, todo quedará arruinado.
Aquitanius estaba leyendo la nota; después, levantó los ojos hacia Calix.
—Y crees que al hacerlo estás protegiendo mis intereses.
—Y los de mi Señor —aclaró Calix. Levantó la barbilla, pero el gesto no significó nada cuando el Gran Señor se alzó a su lado—. Pensad en quién os está aconsejando, Vuestra Gracia.
—Ad hominem —señaló Aquitanius— es un argumento lógico bastante débil. Y normalmente se utiliza para distraer del centro de la discusión, para desviarla de un punto indefendible y atacar al oponente.
—Vuestra Gracia —replicó Calix, inclinando la cabeza—, por favor, atended a razones. Actuar ahora os dejará con algo menos de la mitad de vuestra fuerza potencial. Solo un loco rechaza una ventaja como esa.
Aquitanius alzó las cejas.
—Solo un loco. Es decir, yo.
Calix tragó saliva.
—Vuestra Gracia, quería decir…
—Lo que querías decir no tiene importancia, conde Calix. Sin embargo, lo que has dicho es un tema completamente diferente.
—Vuestra Gracia, por favor. No os precipitéis. Vuestros planes se han desarrollado con éxito durante todo este tiempo. No dejéis que se desbaraten ahora.
Aquitanius bajó la mirada hacia el papel.
—¿Y qué proponéis, Excelencia? —preguntó.
Calix cuadró los hombros.
—Dicho con sencillez: Vuestra Gracia, manteneos fiel al plan original. Enviad a los Lobos del Viento a invernar en Rodas. Reunid vuestras legiones cuando se suavice el tiempo en primavera y utilizadlas. Esperad. Aguardad. En la paciencia está la sabiduría.
—Quien se atreve, gana —murmuró Aquitanius en respuesta—. No puedo dejar de sorprenderme, Calix, en vista de lo generoso que parece Rodas. Cómo está dispuesto a acoger a los mercenarios y a dejar que su nombre quede vinculado con ellos, cuando el asunto está decidido. Las instrucciones tan concretas que te ha dado para proteger mis intereses…
—El Gran Señor siempre tiene interés en apoyar a sus aliados, Vuestra Gracia.
Aquitanius bufó.
—Por supuesto que sí. Todos somos generosos entre nosotros. Y perdonamos. No, Calix. El cursor…
—Antiguo cursor, Vuestra Gracia —intervino Fidelias.
—Antiguo cursor. Por supuesto. El antiguo cursor ha realizado un buen trabajo prediciendo lo que me ibas a decir. —Aquitanius consultó el papel que tenía en las manos—. Me pregunto por qué —agregó, y miró hacia Fidelias y arqueó las cejas.
Fidelias miró a Calix e intervino:
—Vuestra Gracia —empezó—, creo que Rodas ha enviado a Calix como espía y también como asesino…
—¿Cómo puedes…? —le interrumpió Calix.
Fidelias acalló al otro hombre con voz de hierro:
—Calix quiere que esperéis para tener tiempo de eliminaros durante el invierno, Vuestra Gracia. Mientras tanto, quedarán muchos meses por delante para tentar a los mercenarios con sobornos, robándoos vuestra fortaleza. Después, cuando empiece la campaña, los puestos clave estarán ocupados por personas que se encuentran en deuda con Rodas. Os puede matar en la confusión de la batalla y eliminar la amenaza que representáis para él. Lo más probable es que Calix vaya a cumplir esa función de asesino.
—No pienso soportar semejantes insultos, Vuestra Gracia.
Aquitanius miró a Calix.
—Sí. Lo harás —le ordenó a Calix. Y dirigiéndose a Fidelias preguntó—: ¿Y tu consejo? ¿Qué querrías que hiciera?
Fidelias se encogió de hombros.
—Esta noche se han levantado vientos del sur cuando no debería haber ninguno. Solo el Primer Señor los puede llamar en esta época del año. Supongo que invocó a las furias de los aires del sur para ayudar a Amara o a alguno de los cursores a llegar al norte, ya sea a la capital o al valle.
—Podría ser una coincidencia —señaló Aquitanius.
—Yo no creo en las coincidencias, Vuestra Gracia —replicó Fidelias—. El Primer Señor no es ciego y tiene poderes con las furias que me resultan muy difíciles de concretar. Él ha llamado a los vientos del sur. Él está enviando a alguien hacia el norte. Hacia el valle de Calderon.
—Imposible —negó Aquitanius. Se acarició la mandíbula con el dorso de la mano—. Claro que Gaius siempre ha sido un hombre imposible…
—Vuestra Gracia —intervino Calix—, estoy seguro de que no estáis considerando en serio…
Aquitanius alzó una mano.
—Estoy en ello, Excelencia.
—Vuestra Gracia —susurró Calix—, este perro plebeyo me ha llamado asesino a la cara.
Aquitanius observó la escena durante un momento. Entonces, con parsimonia, se alejó de ellos tres o cuatro pasos y se giró de espaldas, como si quisiera estudiar un tapiz que colgara de la pared.
—Vuestra Gracia —repitió Calix—. Exijo justicia sobre este tema.
—Me parece que creo a Fidelias, Excelencia. —Suspiró y por último decidió—: Resolvedlo entre vosotros. Yo me ocuparé adecuadamente de quien quede.
Fidelias sonrió.
—Excelencia, por favor, permíteme añadir que apestas como una oveja, que tu boca rezuma idiocia y veneno, y que tus tripas son tan amarillas como los narcisos en primavera —hizo coincidir las yemas de los dedos juntando sus manos y mirando a Calix dijo con suavidad, pronunciando bien las palabras—: Eres… un… cobarde.
La cara de Calix enrojeció, sus ojos enloquecieron y movió súbitamente los brazos y caderas con la fluidez de un líquido. La espada en su costado quedó libre de la funda y se dirigió hacia el cuello de Fidelias.
Por muy rápido que fuera Calix, Aldrick lo fue más. Solo entró en acción su brazo, blandiendo la hoja desde la cadera por encima de la forma inmóvil de su mujer en su regazo. Acero contra acero chocaron sonoramente a pocos centímetros del rostro de Fidelias. Aldrick se incorporó; Odiana recogió sus piernas y se echó al suelo. El rostro del espadachín seguía fijo en la cara de Calix.
Calix miró a Aldrick y soltó un bufido.
—Mercenario. ¿Crees que puedes derrotar en combate a un señor de Alera?
Aldrick mantuvo la hoja presionando la de Calix y se encogió de hombros.
—El único hombre que me ha igualado en combate fue Araris Valeriano en persona. —Los dientes de Aldrick asomaron con su sonrisa—. Y tú no eres Araris.
Se produjo un chirrido y los aceros brillaron moviéndose bajo la luz mortecina del salón. Fidelias miraba atentamente, pero no era capaz de seguir la velocidad de los ataques y las paradas. En menos de lo que dura una respiración lenta, sus espadas se encontraron una docena de veces, resonando, lanzando chispas de una hoja a la otra. Los espadachines se separaron por un instante y volvieron a la carga.
Y ahí acabó el duelo. Calix parpadeó, sus ojos se abrieron de par en par y entonces levantó la mano hasta la garganta, de la que manaba sangre púrpura. Intentó decir algo más, pero fue incapaz de emitir ningún sonido.
El conde rodio cayó al suelo y quedó inmóvil, excepto por unos ligeros espasmos mientras su corazón moribundo bombeaba la sangre fuera de su cuerpo.
Odiana levantó la mirada hacia Aquitanius con una pequeña y sombría sonrisa.
—¿Debo salvarlo, Vuestra Gracia? —preguntó.
Aquitanius se volvió para mirar a Calix y se encogió de hombros.
—Parece que no vale la pena, querida.
—Sí, señor.
Odiana volvió unos ojos embelesados hacia Aldrick y vio cómo se arrodillaba para limpiar de sangre la hoja en la túnica de Calix.
El hombre encogió los dedos y dejó escapar un estertor burbujeante. Aldrick lo ignoró.
Fidelias se puso en pie y se acercó al lado de Aquitanius.
—¿Os ha resultado satisfactorio, Vuestra Gracia?
—Calix era útil —respondió Aquitanius. Entonces miró a Fidelias—. ¿Cómo lo supiste? —preguntó.
Fidelias ladeó la cabeza.
—¿Qué tenía planeado mataros? ¿Pudisteis advertirlo en él?
Aquitanius asintió.
—En cuanto lo tanteé. Se derrumbó cuando describiste el papel que le había asignado Rodas. Probablemente encontraremos en su manto una daga ligada a una furia con mi descripción y mi nombre grabado en el acero.
Aldrick gruñó, giró de espaldas al caído, que aún no estaba del todo muerto, y empezó a registrarle. El bulto delator que Fidelias había advertido antes resultó ser una daga pequeña con una empuñadura compacta. Aldrick soltó un bufido cuando tocó el cuchillo y lo dejó caer de inmediato.
—¿Ligado a una furia? —preguntó Fidelias.
Aldrick asintió.
—Desagradable. Fuerte. Creo que habría que destruirlo.
—Hazlo —ordenó Aquitanius—. Ahora, esta noche. Odiana, acompáñale. Quiero hablar con Fidelias a solas.
La pareja se tocó el corazón con el puño e inclinó la cabeza. Entonces, Odiana se deslizó al lado del espadachín y se apretó contra él hasta que le rodeó los hombros con un brazo. Los dos se fueron sin mirar atrás.
En el suelo, Calix dejó escapar el estertor de la muerte; sus ojos se paralizaron, vidriosos, y su boca quedó ligeramente abierta.
—¿Cómo lo supiste? —repitió Aquitanius.
Fidelias miró hacia atrás al conde rodio muerto y se encogió de hombros.
—Para ser honesto, Vuestra Gracia, no lo sabía. Lo supuse.
Aquitanius esbozó una media sonrisa.
—¿Basándote en qué?
—Demasiados años en este trabajo. Y conozco a Rodas. No se apartaría ni un centímetro de su camino para ayudar a nadie y se habría cortado la nariz para escupirse en la cara. Calix era…
—… demasiado complaciente —murmuró Aquitanius—. Desde luego. Quizá debería haberlo visto antes.
—Lo importante es que actuasteis con premura cuando lo visteis, Vuestra Gracia.
—Fidelias —replicó Aquitanius—, no me gustas.
—No tenéis ninguna razón para que os guste.
—Pero, de alguna manera, creo que te puedo respetar. Y si he de elegir quién me va a apuñalar por la espalda, creo que preferiría que fueras tú en lugar de Rodas o uno de sus lacayos.
Fidelias sintió que se le curvaba la comisura de los labios.
—Gracias.
—No te equivoques. —Aquitanius se giró para encararse con él—. Prefiero trabajar con alguien antes que obligarle a cumplir mi voluntad. Pero lo puedo hacer. Y te mataré si te conviertes en un problema. Lo sabes, ¿verdad?
Fidelias asintió.
—Bien —recalcó Aquitanius. El Gran Señor se cubrió la boca con la mano y bostezó—. Es tarde. Y tienes razón en que nos tenemos que mover con rapidez, antes de que la Corona tenga la posibilidad de actuar. Vete a dormir. Al amanecer partirás hacia el valle de Calderon.
Fidelias volvió a hacer una reverencia con la cabeza.
—Vuestra Gracia…, aún no tengo habitaciones.
Aquitanius movió una mano hacia la esclava.
—Tú. Llévalo a tu habitación para pasar la noche. Dale todo lo que necesite y asegúrate de que se despierta al amanecer.
La esclava inclinó la cabeza, sin hablar ni levantar la mirada.
—¿Has estudiado historia, Fidelias?
—Solo un poco, Vuestra Gracia.
—Es fascinante. El curso de un siglo de historia se puede decidir en unas pocas horas. En unos pocos días preciosos. Acontecimientos decisivos, Fidelias; y las personas que forman parte de ellos se convierten en los creadores del mañana. He sentido una agitación distante de las fuerzas desde la dirección del valle. Quizá Gaius ya esté despertando las furias de Calderon. La historia se estremece. Está esperando a que se la empuje en una u otra dirección.
—No sé nada de historia, Vuestra Gracia. Solo quiero hacer mi trabajo.
Aquitanius asintió.
—Entonces, hazlo. Esperaré tus noticias. —Y sin pronunciar más palabras, el Gran Señor salió del salón a grandes zancadas.
Fidelias contempló cómo se iba y esperó hasta que las puertas se cerraron a sus espaldas antes de volverse hacia la joven esclava. Le ofreció una mano y ella la aceptó con unos dedos cálidos y suaves, y una expresión incierta.
Fidelias enderezó su postura, se inclinó y depositó un beso formal y educado en el dorso de los dedos de la esclava.
—Vuestra Gracia —la saludó—, Gran Dama Invidia. Os brindo mi más rendida admiración.
El gesto de la esclava vaciló a causa de la gran sorpresa. Entonces echó la cabeza hacia atrás y rio. Sus rasgos cambiaron de manera sutil pero significativa, hasta que la mujer que tenía delante se mostró bastantes años más vieja, y sus ojos mostraron mucha más sabiduría. Eran grises, como la ceniza, y su cabello tenía delicados mechones de escarcha, aunque sus rasgos no parecían mayores que los de una mujer cercana a los treinta años (todas las grandes Casas tenían esa habilidad en el artificio del agua, o casi con cualquier otro artificio de las furias que se pudiera nombrar).
—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó—. Ni siquiera mi señor esposo ha sabido ver a través del disfraz.
—Vuestras manos —contestó Fidelias—. Cuando me lavasteis los pies, vuestros dedos eran cálidos. Ninguna esclava en sus cabales hubiera podido templar así su ansiedad en este salón. Habría tenido los dedos helados. Y juzgué que nadie más que vos tendría la temeridad o la habilidad para intentar algo así con Su Gracia.
Los ojos de la Gran Dama de Aquitania brillaron.
—Un razonamiento muy astuto —comentó—. Sí, he estado usando a Calix para descubrir lo que Rodas se traía entre manos. Y consideré que esta noche era el momento para deshacerme de él. Me aseguré de que mi esposo se encontrara con el estado de ánimo más apropiado para que no quisiera abandonarlo, y esperaba a que el idiota rodio se pusiera la piedra encima a sí mismo. Aunque debo decir que es encomiable cómo te diste cuenta de lo que estaba ocurriendo y te aseguraste de que todo seguía adelante sin indicaciones por mi parte. Y sin el más mínimo artificio de las furias para ayudarte.
—La lógica es una furia por sí misma.
Ella sonrió al oír estas palabras, pero enseguida su expresión se volvió mucho más seria.
—La operación en el valle. ¿Tendrá éxito?
—Es posible —respondió Fidelias—. Si sale bien, podrá conseguir lo que no lograron un montón de combates y conspiraciones. Podría conquistar Alera sin derramar sangre alerana.
—En cualquier caso, directamente no —reconoció Lady Invidia. Olisqueó—. Attis tiene pocos reparos con la sangre. Es tan sutil como un volcán en erupción, pero si se logra orientar su fuerza de forma adecuada…
Fidelias inclinó la cabeza.
—Eso es.
La mujer lo estudió durante un momento y después le cogió la mano. Sus rasgos brillaron y adoptó la máscara de la muchacha esclava de antes, haciendo mutar sus ojos a un marrón oscuro como el lodo, en lugar del gris.
—En cualquier caso, esta noche tengo órdenes respecto a ti.
Fidelias vaciló.
—Vuestra Gracia…
Lady Invidia sonrió y le tocó la boca con los dedos.
—No me obligues a insistir. Ven conmigo. Me ocuparé de que descanses profundamente durante el tiempo que te queda. —Se dio la vuelta y empezó a andar—. Habrás de ir muy lejos, al alba.