AL llegar el crepúsculo, Amara seguía en libertad.
Le dolía todo el cuerpo hasta los huesos. Las primeras ráfagas aceleradas del vuelo le habían agotado las fuerzas y el vuelo posterior, más tranquilo, habría sido imposible sin una brisa afortunada que soplaba del norte y del este, en su misma dirección. Pudo utilizar las corrientes principales del viento para ayudar a Cirrus, y con ello reservar la energía que le quedaba.
Amara volaba bajo, casi rozando las copas de los árboles, y aunque se movían y agitaban por el ciclón en miniatura que la mantenía en el aire, el vuelo bajo le facilitaba el camuflaje, porque el lugar podía ocultar su paso a los ojos de los caballeros Aeris que la perseguían.
La última luz color teja de la puesta de sol le mostró un destello de agua, una cinta serpenteante que atravesaba las colinas redondeadas y cubiertas de bosque: el río Gaul. Esto le permitió usar las reservas que le quedaban para guiar a Cirrus en un aterrizaje suave y le costó un esfuerzo aún mayor mantenerse en pie después de la tensión del vuelo. Se sentía con ganas de arrastrarse al interior de un árbol hueco para dormir durante una semana.
Pero en vez de eso, se arremangó el vestido destrozado, arrancó el dobladillo de un lado y sacó un disco pequeño de cobre brillante.
—Río Gaul —susurró, dedicando todas las reservas que le quedaban al esfuerzo de hablar con las furias del agua—, reconoce esta moneda y mantén la palabra dada a tu amo.
Lanzó la moneda con un ligero giro, de manera que la imagen de perfil del Primer Señor se alternaba con la del sol bajo una luz de color rojo sangre.
En ese momento, Amara se derrumbó en la orilla, alargando la mano para hundirla en el agua. Una carrera larga no era tan agotadora como una hora de vuelo, aunque el día fuera el más indicado para hacerlo. Había tenido suerte. Si los vientos hubieran sido diferentes, no habría podido escapar hasta el Gaul.
Se quedó mirando su reflejo difuso y tembló durante un momento. Recordó el agua abriéndose camino por su mano, bajando por la nariz y la garganta, y su corazón empezó a palpitar con un temor enfermizo. No podía forzarse a tocar el agua.
La bruja del agua la podría haber matado. Amara pudo haber muerto allí mismo. Pero no había ocurrido. Había sobrevivido, pero aun así, todo lo que podía hacer era resguardarse buscando refugio en la orilla.
Cerró los ojos por unos momentos e intentó expulsar de su cabeza la imagen de la risa de aquella mujer. Los hombres que la habían perseguido no la atemorizaban especialmente. Si la capturaban, la matarían con una hoja de acero brillante; quizá la torturasen antes, pero ella se había preparado para todo eso.
No podía dejar de recordar la sonrisa en el rostro de Odiana cuando su furia de agua la atrapó, ahogándola en tierra seca. En los ojos de la mujer había aparecido un regodeo ilimitado y casi infantil.
Amara tembló. Nada la había preparado para eso.
Y sin embargo, se tenía que enfrentar al terror. Debía abrazarlo. Su deber la obligaba a hacerlo.
Metió las manos en las frías aguas del río.
La joven cursor se refrescó la cara con agua e intentó en vano peinarse el pelo con los dedos. Lo llevaba más corto de lo normal, pues casi no le llegaba a los hombros. Su cabello, de color cobrizo con reflejos de ámbar, era fino y liso; ahora bien, unas pocas horas en medio de vientos fuertes lo habían convertido en una maraña de nudos y hacía que pareciera un chucho especialmente desgreñado.
Miró de nuevo su reflejo. Pensó que sus rasgos eran afilados y duros, pero con los cosméticos adecuados los podría suavizar para que parecieran meramente decididos. Observó su cabello sin forma, fino y delicado, si bien en estos momentos tan enredado como un almiar; su cara y sus brazos, que bajo la mugre eran tan oscuros como el cabello, y le devolvían un reflejo monocromático en el agua, como una estatua tallada en madera clara y después ligeramente teñida; su ropa sencilla, destrozada, deshilachada en los bordes a causa de las horas soportando el viento, enfangada y manchada con salpicaduras de color granate que sin duda eran la sangre de alrededor del corte donde aún le punzaba el brazo con un dolor sordo.
El agua se agitó y una forma creada por las furias se alzó desde el cauce, pero en lugar del Primer Señor apareció la imagen de una mujer. Gaius Caria, esposa de Gaius Sextus, Primer Señor de Alera, parecía joven, solo algo mayor que Amara. Llevaba un vestido espléndido con cintura alta, y el cabello peinado en una serie de trenzas envueltas en unos tirabuzones que le caían armónicamente enmarcando el rostro. La mujer era hermosa, pero más que eso, transmitía una sensación de serenidad, de determinación, de gracia… y de poder.
Amara se sintió de repente como una vaca perezosa e hizo lo mejor que pudo una reverencia, con las manos aferradas a la falda sucia de tierra.
—Vuestra Gracia.
—Academ —murmuró la mujer en respuesta—. No han pasado ni veinte días desde que mi esposo te dio esta moneda y ya estás interrumpiendo una cena. Supongo que es un informe con las últimas noticias. Según me explican, Fidelias no estaba autorizado a interrumpir una comida sin que hubiera transcurrido al menos un mes.
Amara advirtió que le ardía la cara.
—Sí, Vuestra Gracia. Me disculpo por la precipitación.
La Primera Dama le lanzó una mirada que recorrió de arriba abajo por todo lo largo de su sucio cuerpo. Amara sintió cómo se ruborizaba aún más y no sabía dónde meterse de pura vergüenza.
—No es necesaria ninguna disculpa —aceptó Lady Caria—. Aunque en el futuro tendrás que trabajar más el momento oportuno.
—Sí, señora. Por favor, Vuestra Gracia: es necesario que hable con el Primer Señor.
Lady Caria negó con la cabeza.
—Imposible —denegó con un tono que no admitía réplica—. Me temo que tendrás que hablar con él más tarde. Quizá mañana.
—Pero señora…
—Está abrumado —explicó la Primera Dama, enfatizando cada sílaba—. Si consideras que el asunto es tan importante, academ, me puedes dejar un mensaje y yo se lo transmitiré en cuanto lo permitan las circunstancias.
—Por favor, perdonadme, señora, pero me dijeron que si utilizaba la moneda, el mensaje solo sería para él.
—Reprime tu lengua, academ —replicó Caria con las cejas arqueadas—. Recuerda con quién estás hablando.
—Recibí las órdenes del Primer Señor en persona, Vuestra Gracia. Solo intento obedecerlas.
—Admirable. Pero el Primer Señor no es tu profesor favorito al que puedas visitar cuando quieras, academ —recalcó la última palabra, muy ligeramente—. Y debe atender asuntos de Estado.
Amara tragó saliva.
—Vuestra Gracia, por cortesía. No tardaré mucho en explicárselo. Dejad que sea él quien juzgue si abuso del privilegio. Por favor.
—No —replicó Caria. La figura escultural miró por encima del hombro—. Ya has ocupado demasiado de mi tiempo, academ Amara. —La voz de la Primera Dama adquirió una nota de tensión, de prisa—. Si eso es todo…
Amara se mordió los labios. Si podía retenerla un poco más, quizá el Primer Señor pudiera oír la conversación.
—Vuestra Gracia, antes de que os vayáis, ¿os puedo dejar un mensaje para él?
—Sé rápida.
—Sí, Vuestra Gracia. Si le pudierais decir que…
Amara no pudo continuar porque la forma acuática de la Primera Dama torció el gesto y le lanzó una mirada fría, mientras sus rasgos se volvían remotos y duros.
El agua junto a Lady Caria se agitó, y surgió una segunda forma creada por las furias. Se trataba de un hombre, alto, con unos hombros que en su momento habían sido anchos, pero que ahora estaban caídos por la edad. Se comportaba con un orgullo informal y una confianza que se mostraba en cada una de las arrugas de su cuerpo. La figura acuática no apareció translúcida como el líquido, como ocurría con Lady Caria. Se alzó del río a todo color, y Amara creyó por un instante que había acudido el Primer Señor en persona en lugar de enviar a su furia. Tenía el cabello oscuro, con mechones de un blanco plateado, y sus ojos verdes parecían apagados, cansados y confiados.
—Aquí estamos —comentó la figura en un tono grave, amable y sonoro—. ¿Qué ocurre, esposa mía? —La figura de Gaius se volvió hacia Amara, bizqueando. Sus rasgos quedaron completamente congelados durante un momento. Entonces murmuró—: ¡Ah!, ya veo. Saludos, cursor.
Lady Caria lanzó una mirada a la imagen de su marido por el uso de ese título y después su atención remota se volvió de nuevo hacia Amara.
—Esta se empeña en hablar contigo, pero le he informado de que debías atender una cena de Estado.
—Vuestra Majestad —murmuró entonces Amara y volvió a hacer una reverencia.
Gaius suspiró e hizo un gesto vago con la mano.
—Puedes adelantarte, esposa mía. Voy enseguida.
Lady Caria alzó la barbilla, que tembló con un ligero movimiento.
—Esposo, se producirá una consternación considerable si no llegamos juntos.
Gaius volvió la cara hacia Lady Caria.
—Entonces, si no te importa, esposa, me puedes esperar en cualquier otro sitio.
La Primera Dama apretó los labios, pero ofreció su conveniente asentimiento con gran distinción antes de que su imagen cayera de repente de vuelta al agua, generando una salpicadura que mojó a Amara hasta la cintura. La muchacha dejó escapar un grito de sorpresa, moviéndose para secar inútilmente su falda.
—¡Oh! ¡Mi señor, por favor, excúseme…!
Gaius chasqueó la lengua y su imagen movió una mano. El agua huyó de la tela de su falda y sencillamente cayó al suelo en una lluvia constante de gotas ordenadas que se unieron en un charco pequeño y embarrado antes de verterse de nuevo en el río, dejando su falda bastante limpia.
—Por favor, excusa a la Primera Dama —murmuró Gaius—. Los últimos tres años no se han portado bien con ella.
«Tres años desde que se casó con vos, mi señor», pensó Amara. Pero en voz alta solo llegó a decir:
—Sí, Vuestra Majestad.
El Primer Señor respiró profundamente y asintió con una expresión brusca. Se había afeitado la barba desde que Amara lo había visto por última vez y las arrugas de la edad, suaves en la mayor parte de sus rasgos, aún jóvenes, aparecían como sombras oscuras en las comisuras de los ojos y de la boca. Gaius aparentaba unos cuarenta años de edad, pero en realidad Amara sabía que tenía el doble. Y que no había ni asomo de plata en su cabello cuando llegó a la Academia Real cinco años atrás.
—Tu informe —indicó Gaius—. Oigámoslo.
—Sí, mi señor. Siguiendo vuestras instrucciones, Fidelias y yo intentamos infiltrarnos en el campamento que sospechábamos que era de los revolucionarios. Pudimos entrar. —Sintió la boca seca y tragó—. Pero… pero él…
Gaius asintió con el rostro serio.
—Pero él te traicionó. Se mostró más interesado en servir a la causa de los insurrectos que permanecer leal a su señor.
Amara parpadeó sorprendida.
—Sí, mi señor. Pero ¿cómo lo…?
Gaius se encogió de hombros.
—No lo sabía. Pero lo sospechaba. Cuando llegues a mi edad, Amara, la gente se te mostrará con toda claridad. Escriben sus intenciones y sus creencias a través de sus actos, de sus mentiras. —Movió la cabeza—. Vi las señales en Fidelias cuando era solo un poco mayor que tú. Pero esa semilla ha escogido un momento especialmente malo para florecer.
—¿Lo sospechabais? —preguntó Amara—. ¿¡Y no me dijisteis nada!?
—¿Se lo habrías podido ocultar? ¿Podrías haber representado este tipo de comedia con él, el maestro que te educó, durante toda la duración de la misión?
Amara apretó los dientes furiosa en lugar de hablar. Gaius tenía razón. Nunca habría sido capaz de esconder dicho conocimiento ante Fidelias.
—¿Por qué me enviasteis? —Las palabras le salían claras, precisas.
Gaius le lanzó una mirada cansada.
—Porque eres el cursor más rápido que he visto nunca. Porque eras una estudiante brillante en la Academia, llena de recursos, perseverante y capaz de pensar por tu cuenta. Porque le caías bien a Fidelias. Y porque estaba seguro de tu lealtad.
—Un cebo —replicó Amara. Sus palabras seguían saliendo afiladas—. Me habéis usado de cebo. Sabíais que no podría resistirse a llevarme con él. A reclutarme.
—En esencia, correcto.
—Me habríais sacrificado.
—Si no hubieras vuelto, sabría que habías fracasado en tu misión, probablemente por culpa de Fidelias. O eso, o habrías probado suerte con los insurgentes. En cualquier caso, comprobaría el color de la capa de Fidelias.
—Así que era el objetivo del ejercicio.
—En buena medida. También preciso la información requerida.
—¿Así que arriesgasteis mi vida?
Gaius asintió.
—Sí, cursor. Juraste que dedicarías tu vida al servicio de la Corona, ¿no es así?
Amara bajó la mirada con la cara ruborizada. La ira, la confusión y la desilusión se iban amontonando en su interior.
—Sí, mi señor.
—Entonces, informa. En breve tengo que asistir a la cena.
Amara respiró hondo y, sin levantar la mirada, contó los acontecimientos del día: lo que Fidelias y ella habían visto, lo que sabía de la legión insurgente y en especial de la fuerza y el número estimado de los caballeros que la acompañaban.
Alzó la mirada al final del informe. La cara de Gaius parecía avejentada, las arrugas más profundas, como si sus palabras le hubieran quitado un poco de vida, de juventud y de fuerza.
—La nota. La que te permitieron leer… —apuntó Gaius.
—Una treta de distracción, mi señor. Lo sé. Un intento de lanzar las sospechas en otra dirección. No creo que Lord Aticus tenga nada que ver con esto.
—Es posible. Pero recuerda que la nota estaba dirigida al comandante de la Segunda Legión. —Gaius sacudió la cabeza—. Eso parece indicar que más de uno de los Grandes Señores está conspirando contra mí. Esto puede ser un esfuerzo de uno para asegurarse de que todas las culpas recaen en otro.
—Asumiendo que solo haya dos, mi señor.
Las arrugas alrededor de los ojos de Gaius se acentuaron.
—Sí. Asumiendo que no estén todos juntos en esto. —Hubo un amago de sonrisa que pronto desapareció—. Y que quisieran detalles de mis aposentos privados parece indicar que creen que pueden planear un asesinato y conseguir directamente el poder.
—Seguro que no, mi señor. No os pueden matar.
Gaius se encogió de hombros.
—No, siempre y cuando yo lo vea venir. Pero el poder de mover montañas no sirve de nada si ya tienes el cuchillo hundido en el cuello —sonrió—. Uno de los Grandes Señores más jóvenes. Debe de ser uno de ellos. Cualquiera de cierta edad utilizaría el tiempo como asesino. Soy un anciano.
—No, Vuestra Majestad. Vos sois…
—Un anciano. Un anciano casado con una niña obstinada y políticamente conveniente. Un anciano que es raro que duerma por las noches y que tiene que llegar a tiempo a la cena. —Miró de arriba abajo a Amara—. Está cayendo la noche. ¿Estás en condiciones de viajar?
—Eso creo, mi señor.
Gaius asintió.
—Los acontecimientos se están precipitando por todo Alera. Lo puedo sentir en los huesos, muchacha. El retumbar de los pasos, la migración inquieta de los animales. Los behemot cantan en la oscuridad frente a las costas occidentales y las furias salvajes del país del norte están preparando este año un invierno frío. Un invierno muy frío… —El Primer Señor respiró hondo y cerró los ojos—. Las voces hablan bien alto. La tensión se está acumulando en un lugar. Las furias de la tierra, del aire y de la madera susurran por doquier que se acerca algo peligroso y que la paz de la que ha disfrutado nuestra tierra durante los últimos quince años se acerca a su fin. Las furias del metal afilan los filos de las espadas y sorprenden a los herreros en sus forjas. Los ríos y la lluvia esperan para cuando tengan que fluir rojos de sangre. Y el fuego arde verde de noche, o azul, en lugar de escarlata y dorado. Sí, se acerca el cambio.
Amara tragó saliva.
—Quizá se trate solo de coincidencias, mi señor. Es posible que no sean…
Gaius volvió a sonreír, pero su expresión era cadavérica y agotada.
—No soy tan viejo, Amara. Aún no. Y tengo trabajo para ti. Presta atención.
Amara asintió y se concentró en la imagen.
—¿Estás familiarizada con la importancia del valle de Calderon?
Amara asintió y respondió:
—Se encuentra en el istmo entre Alera y las llanuras de más allá. Solo existe un paso a través de las montañas, que recorre el valle. Si alguien quiere llegar a las tierras interiores debe atravesar el valle de Calderon.
—«Alguien» quiere decir los marat, por supuesto —especificó Gaius—. ¿Qué más sabes de ese lugar?
—Lo que enseñan en la Academia, mi señor. Una tierra muy fértil. Rentable. Y fue allí donde los marat mataron a vuestro hijo, mi señor.
—Sí. El jefe de la horda de los marat mató al príncipe y puso en movimiento una cadena de acontecimientos que llenará las salas de lectura y será como una plaga para los estudiantes durante el próximo siglo. La Casa de Gaius ha dirigido Alera durante casi mil años, pero cuando me haya ido, se habrá acabado. Todo lo que me queda por hacer es asegurarme de que el poder recae en manos responsables. Y parece que alguien quiere tomar esa decisión en mi lugar.
—¿Sabéis quién, mi señor?
—Tengo mis sospechas —respondió Gaius—. Pero no diré nada más que eso, porque si acuso a un inocente perderé el apoyo de los Grandes Señores, leales e insurgentes. Irás al valle de Calderon, Amara. Los marat se han puesto en movimiento. Lo sé. Lo siento.
—¿Qué queréis que haga allí, mi señor?
—Observarás los movimientos de los marat en la zona —indicó Gaius—. Y hablarás con los estatúderes para averiguar lo que está pasando.
Amara inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Sospecháis que los marat y la reciente actividad insurgente están relacionadas, mi señor?
—Los marat se convierten fácilmente en una herramienta, Amara. Y sospecho que alguien ha forjado con ellos una daga para clavármela en el corazón. —Sus ojos brillaron y el río formó ondas a los pies de la imagen de agua como respuesta a la emoción—. Es posible que yo entregue mi poder a alguien de valía, pero mientras viva y respire, no me lo va a arrebatar nadie.
—Sí, mi señor.
Gaius le dedicó una sonrisa lúgubre.
—Si tropiezas con alguna conexión entre los dos, Amara, infórmame. Si consigo alguna prueba para presentarla ante los Grandes Señores, podré resolver todo esto sin un innecesario derramamiento de sangre.
—Como deseéis, mi señor. Iré allí lo más rápido que pueda.
—Esta noche —replicó Gaius.
Amara negó con la cabeza.
—No estoy segura de que lo pueda hacer esta noche, Majestad. Estoy exhausta.
Gaius asintió.
—Hablaré con el viento del sur. Te ayudará a llegar más rápida.
Amara tragó saliva.
—¿Qué debo buscar, mi señor? ¿Tenéis alguna sospecha? Si sé lo que debo buscar…
—No —contestó Gaius—. Necesito que tengas los ojos abiertos y que observes sin prejuicios. Ve al valle. Allí se centran los acontecimientos. Quiero que representes allí mis intereses.
—¿Es posible que me vuelva a enfrentar a la muerte, mi señor? —Amara dejó que solo un pequeño aguijón asomara en sus palabras.
Gaius inclinó la cabeza hacia un lado.
—Casi con toda seguridad, cursor. ¿Quieres que envíe a otro en tu lugar?
Amara negó con la cabeza.
—Me gustaría que pudierais responder otra pregunta.
Gaius enarcó las cejas.
—¿Qué pregunta?
Amara miró directamente a la imagen de Gaius.
—¿Cómo lo sabíais, mi señor? ¿Cómo sabíais que iba a permanecer leal a la Corona?
Gaius frunció el ceño y le aparecieron más arrugas en la cara. Se quedó en silencio durante un rato largo antes de responder:
—Hay algunas personas que no comprenderán nunca lo que significa la lealtad. Por supuesto, te pueden explicar lo que es, pero nunca la conocerán. No la verán nunca desde dentro. No pueden imaginar un mundo en que algo así fuese real.
—Como Fidelias.
—Como Fidelias —reconoció Gaius—. Pero tú eres una persona rara, Amara. Tú eres justo lo contrario.
Ella frunció el ceño.
—¿Queréis decir que sé lo que es la lealtad?
—Más que eso. Tú vives dentro de ella. No puedes imaginar un mundo en el que no lo hicieras. No puedes traicionar lo que estimas como no puedes obligar a tu corazón a que deje de latir. Soy viejo, Amara. Y la gente se me revela tal como es. —Se quedó en silencio por un instante y luego añadió—: Nunca he dudado de tu lealtad. Solo de tu habilidad para sobrevivir a la misión. Y parece que te debo una disculpa por eso, cursor Amara. Considera que tu prueba de graduación ha sido un éxito.
Amara sintió cómo el orgullo se removía en su interior: una sensación absurda de placer por el elogio de Gaius. Advirtió que se le enderezaba la espalda y alzaba un poco la barbilla.
—Soy vuestros ojos y oídos; siempre a vuestras órdenes, mi señor.
Gaius asintió y detrás de Amara se empezó a levantar el viento, que se movía sobre los árboles como la espuma sobre la arena, haciendo que susurraran y suspirasen en un coro magnífico y tranquilo.
—Entonces, que las furias te acompañen, cursor. Por Alera.
—Encontraré lo que necesitáis, Vuestra Majestad. Por Alera.