ISANA levantó la mirada del cuenco de adivinación con el ceño ligeramente contraído.
—Cualquier día de estos el muchacho se va a meter en más líos de los que se va a saber librar.
La pálida luz otoñal entraba por las ventanas de la cocina principal de Bernardholt. El aroma al pan que se estaba cociendo en los grandes hornos llenaba la sala, junto con el olor penetrante de la salsa que chorreaba sobre el asado que giraba sobre las brasas. A Isana le dolía la espalda a causa del trabajo matinal, que había comenzado mucho antes de que el sol saliera, y no preveía ninguna posibilidad de descansar en un futuro inmediato.
Siempre que los preparativos le dejaban un momento libre, lo pasaba centrada en su cuenco de adivinación, usando a Rill para vigilar a la gente de Kord y a la de Warner. Estos últimos estaban ayudando al viejo Frederic, mayoral de los toros gargantes de la explotación, que junto con su hijo, el joven Frederic, estaba limpiando los establos semienterrados de estas enormes bestias de labor.
Kord y su hijo menor holgazaneaban en el patio. El hijo mayor, Aric, había cogido un hacha y llevaba cortando leña toda la mañana, quemando con el esfuerzo físico su energía nerviosa. La tensión en el aire se había ido espesando a lo largo de la mañana, de manera que la notaban incluso quienes no tenían en el cuerpo ni un gramo de furia del agua.
Las mujeres de la explotación habían huido del calor de la cocina para tomar el almuerzo, una comida rápida compuesta por sopa vegetal y pan del día anterior, junto con una selección de quesos que habían aportado entre todas y que sacaron para comer en el patio. El cansino sol de otoño lucía plácidamente y el calor acumulado por las baldosas quedaba protegido del frío viento del norte por los altos muros de piedra de Bernardholt. Isana no se unió a ellas. La tensión creciente en el patio la habría enfermado, y quería guardar sus fuerzas y su autodisciplina durante todo el tiempo que pudiera, por si al final tenía que intervenir.
Por eso Isana ignoró el rugido de su estómago y se centró en el trabajo, reservando una parte de sus pensamientos para las percepciones de su furia.
—¿No vais a comer, señora Isana? —Beritte levantó la mirada mientras seguía pelando las pieles de un montón de tubérculos sin prestar atención, dejando caer las raíces peladas en un barreño de agua.
La cara hermosa de la muchacha presentaba un ligero toque de carmín y sus ojos seductores resaltaban perfilados con kohl. Isana ya había advertido a la madre de Beritte que era demasiado joven para esas tonterías, pero allí estaba con acebo en el cabello y el corpiño ajustado por debajo de los pechos con deliberada picardía; más ocupada en contemplarse en cualquier superficie reflectante que pudiera encontrar, que en ayudar a preparar el banquete para la cena. Isana se había mantenido alejada de ella ocupándola en tareas que pudiera realizar la chica durante el día. Beritte disfrutaba con frecuencia al ver cómo los hombres jóvenes competían entre ellos por sus atenciones, y entre el corpiño y el aroma dulce del acebo en el cabello, iba a conseguir que se matasen; por su parte, Isana tenía demasiados problemas en la cabeza como para ocuparse de más travesuras.
La mujer miró a la muchacha, observando cómo iba de un lado a otro, antes de coger el atizador y volverlo a insertar entre los carbones del horno, donde una de las dos pequeñas furias de fuego que lo regulaban no estaba haciendo su trabajo. Pasó el atizador entre ellas, las movió y vio cómo bailaban las llamas y se agitaban un poco más a medida que la furia adormilada cobraba un poco más de vida.
—En cuanto tenga un momento libre —respondió a la chica.
—¡Oh! —se sorprendió Beritte, algo embelesada—. Estoy segura de que acabaremos pronto.
—Pela, Beritte.
Isana se volvió hacia la encimera y el cuenco. El agua se agitó y al poco se elevó formando un rostro: el suyo, pero mucho más joven. Isana sonrió con calidez a la furia. Rill recordaba siempre el aspecto que había tenido Isana el día en que se encontraron, y siempre aparecía recreando la imagen que tenía Isana, por aquel entonces una chica desgarbada de la edad de Beritte, cuando se miró en un estanque hermoso y tranquilo.
—¡Rill! —invocó Isana, y tocó la superficie del agua. El líquido del cuenco se ensortijó alrededor de su dedo y luego se derramó con tranquilidad en señal de respuesta—. ¡Rill —repitió Isana—, encuentra a Bernard! —Envió a la furia una imagen de su mente a través del contacto con su dedo: los pasos seguros y silenciosos de su hermano, su voz tranquila y algo arrastrada, y sus manos anchas—. Encuentra a Bernard —repitió.
La furia tembló y agitó el agua antes de abandonar el cuenco, pasó después por el aire en una oleada suave que Isana sintió como un cosquilleo en la piel, y se desvaneció a través de la tierra.
Isana levantó la cabeza y centró su atención en Beritte.
—Ya está —anunció—. ¿Qué está pasando, Beritte?
—¿Perdón? —preguntó la chica. Se ruborizó muchísimo y volvió a su tarea, recorriendo con el cuchillo el tubérculo para retirar la piel oscura de la carne pálida—. No sé lo que queréis decir, señora.
Isana se puso las manos en las caderas.
—Creo que sí —replicó con un tono seco y severo—. Beritte, puedes explicarme ahora de dónde has sacado las flores, o puedes esperar hasta que lo descubra.
Isana sintió el pánico tembloroso que bailaba en la voz de la muchacha al hablar.
—Honestamente, señora, las encontré delante de mi puerta. No sé quién…
—Sí, sí lo sabes —la interrumpió Isana—. El acebo no aparece milagrosamente y conoces la ley sobre su recogida. Si me obligas a descubrirlo por mí misma, te aseguro por las grandes furias que veré cómo sufres el castigo adecuado.
Beritte negó con la cabeza y una de las ramitas de acebo se desprendió de sus cabellos.
—No, no, señora. —Isana pudo comprobar cómo la mentira hacía que la chica se encogiera por dentro—. No las he recogido yo. Sinceramente, yo…
El temperamento de Isana afloró, interrumpiéndola:
—¡Vamos, Beritte! No eres lo suficientemente hábil para mentirme. Tengo que cocinar un banquete y preparar una Reunión de la verdad, y no tengo tiempo que perder con una niña mimada que cree que por el simple hecho de que le han crecido pechos y caderas sabe más que sus mayores.
Beritte levantó la mirada hacia Isana, ruborizándose aún más a causa de la humillación y contestó furiosa.
—¿Celosa, señora?
El temperamento de Isana se transformó de repente de un estallido de frustración a algo frío, helado. Durante un instante, olvidó todo lo que había en la cocina, todos los acontecimientos y todas las posibilidades desastrosas a las que se enfrentaba ese día la explotación, y centró su atención en la exuberancia de la muchacha. Por unos momentos perdió el control de sus emociones y sintió en su interior una rabia antigua y amarga.
De repente, todos los recipientes de la cocina empezaron a hervir, lanzando nubes de vapor que se arremolinaron alrededor de Isana y se dirigieron contra la chica, mientras que el agua hirviendo corría por el suelo en una ola baja en dirección a su silla.
Isana sintió cómo el desafío de Beritte se transformó instantáneamente en terror y los ojos de la muchacha se abrían de par en par mirándola a la cara. Beritte alargó las manos mientras se levantaba de la silla tambaleándose y los débiles espíritus del aire que había podido invocar ralentizaron la llegada del vapor el tiempo suficiente para que pudiera huir. Beritte saltó por encima del brazo de agua más próximo, que se acercaba ya a ella, y corrió sollozando despavorida hacia la puerta de la cocina.
Isana apretó los puños y cerró los ojos, obligando a su mente a dejar de lado a la chica, forzándose a respirar hondo y recuperar el control de sus emociones. La rabia, la rabia pura y amarga seguía aullando en su interior como un ser vivo que intentara salir de ella desgarrando la carne. Podía sentir sus garras clavadas en el vientre y en los huesos. Luchó contra ella, la alejó a la fuerza de sus pensamientos y al hacerlo el vapor se disipó por la sala, empañando el vidrio grueso y basto de las ventanas. Las ollas se calmaron. El agua se empezó a repartir de forma natural por el suelo.
Isana seguía de pie en medio del vapor sofocante y del agua derramada, con los ojos cerrados mientras respiraba lenta y profundamente. Lo había vuelto a hacer. Dejó de nuevo que gran parte de las emociones que estuvo sintiendo marcasen sus pensamientos y sus percepciones. La inseguridad y la rabia provocadora de Beritte habían encontrado eco y se enraizaron en sus propios pensamientos y emociones… y ella permitió que ocurriera.
Isana levantó una mano delgada y se masajeó las sienes. Los sentidos adicionales de una artífice del agua le permitían percibir otro tipo de sonido; un sonido que se frotaba contra su sien como si fuera un edredón, casi podía sentir que le estaba rascando el cráneo, que le podrían salir ampollas en la cara y el cuero cabelludo por la mera fricción de todas las emociones que sentía frotándose contra ella.
Sea como fuere, ahora no podía hacer gran cosa, excepto calmarse y aguantar lo que estuviera por llegar. Nadie puede abrir los ojos y después decidir simplemente no usarlos. Podía amortiguar las percepciones que le proporcionaba la presencia de Rill, pero no las podía bloquear por completo. Era un simple hecho con el que tenía que vivir una artífice del agua con su poder.
«Una de muchas», pensó. Se puso en cuclillas hablando entre murmullos con las pequeñas furias del agua derramada en el suelo, convenciéndolas hasta que las gotas y los charcos separados se reunieron en el centro del suelo formando una masa más coherente. Isana la estudió mientras esperaba que las gotas sueltas llegaran rodando desde los rincones más alejados de la cocina.
El reflejo de su cara le devolvió la mirada, suave y delgada, y poco mayor que la de la muchacha. Parpadeó, pensando en la cara que le mostraba Rill cada vez que aparecía la furia. Quizá no se diferenciaba tanto de ella.
Levantó la mano y repasó sus mejillas con los dedos. Seguía teniendo una cara bonita. Casi cuarenta años y aún aparentaba que no hubiera vivido más de veinte. Si llegaba a vivir otras cuatro décadas más, podría llegar a aparentar los treinta, pero no más. No tenía arrugas en la cara, solo en los rabillos de los ojos, pero unos suaves reflejos de escarcha asomaban entre su cabello castaño.
Isana se puso en pie y miró a la mujer que se reflejaba en el agua. Alta. Delgada. Demasiado delgada para su edad, sin casi curvas en las caderas y el pecho. Se la podía confundir con una niña desgarbada. Era cierto que se comportaba con más confianza y con más fuerza de la que podía reunir cualquier chiquilla, y también era verdad que los ligeros reflejos grises de su cabello le conferían una edad y una dignidad que no se relacionaba estrictamente con su apariencia; y era cierto que en todo el valle de Calderon la conocían por su nombre, de vista o por su reputación como una de las artífices de las furias más formidables. Pero eso no cambiaba el hecho simple y descorazonador de que pareciera un chico con un vestido. Alguien con quien no querría casarse ningún hombre.
Cerró los ojos durante unos momentos, dolorida. Treinta y siete años y estaba sola. Por supuesto, ningún pretendiente. Sin adornos que pudiera lucir ni bailes que preparar o citas clandestinas que planificar. Eso hacía mucho tiempo que había quedado atrás, a pesar de la juventud aparente que le proporcionaba su dominio del agua. Una juventud que la mantenía siempre un poco apartada de las otras mujeres de su edad; mujeres con esposo y familia.
Abrió los ojos y ociosamente le pidió al agua derramada que fuera útil y limpiase el suelo. El charco se empezó a mover obediente, recogiendo a su paso trozos de polvo y basura, e Isana abrió la puerta. Entró un aire frío que contrastaba fuertemente con el ambiente de la cocina, lleno de vapor, de manera que cerró los ojos y aspiró unas cuantas bocanadas tranquilizadoras.
Lo tenía que admitir. Las palabras de Beritte la habían afectado, no solo porque se reflejaba en ellas buena parte de las emociones intensas de las adolescentes, sino porque habían acertado con la verdad. Beritte tenía las curvas lujuriosas y formas redondas necesarias para atraer a todos los hombres del valle, y de hecho ya tenía a media docena bebiendo los vientos por ella, y entre ellos a Tavi, por más que el chico lo intentara negar. Beritte: sólida, dispuesta y capaz de engendrar hijos robustos.
Algo de lo que nadie había creído nunca capaz a Isana.
Apretó los labios y abrió los ojos. Suficiente. Había demasiado trabajo pendiente como para dejar que un viejo trauma subiese a la superficie en este momento. Los truenos retumbaron por el valle e Isana se acercó hasta la ventana que daba al norte, la abrió y miró hacia la cima de la montaña septentrional. Garados se alzaba con toda su hosca majestuosidad, con la nieve brillando en sus laderas y dirigiéndose hacia el valle, como advertencia del invierno que estaba por llegar. Nubes negras se arremolinaban alrededor de la cima y, mientras miraba, se iluminaron con un relámpago verdinegro, que envió otro trueno de aviso que retumbó por todo el valle. Se trataba de Lilvia, la esposa de Garados, la furia de la tormenta, que estaba reuniendo las nubes para otro asalto contra los habitantes del valle. Llevaba esperando todo el día, almacenando el calor del sol en su rebaño de nubes para enviarlas después de estampida por el valle en una oleada de truenos y viento, y, muy probablemente en esta época del año, granizo y lluvia fría.
Isana apretó de nuevo los labios. Intolerable. Si se estableciera en el valle un artífice del viento medio decente, podría disolver lo peor de las tormentas que azotaban el valle antes de que alcanzasen las explotaciones, pero cualquier artífice del viento que fuera tan poderoso estaría sirviendo como caballero, o como cursor.
Se acercó a la pila y tocó el caño, avisando a las furias de su interior que quería agua del pozo. Un momento después brotaba, clara y fría. Llenó un par de ollas antes de indicar a las furias que detuvieran el flujo, y después dio una vuelta por la cocina y llenó todos los recipientes que habían derramado agua a causa del hervor. Un poco más tarde sacó el pan del horno, lo colocó en la panera e introdujo la siguiente hornada. Revisó de nuevo la cocina para asegurarse de que todo estaba en su sitio. El charco había terminado de limpiar el suelo, así que lo dejó salir por la puerta para que se derramara en el suelo al lado del quicio y se volviera a hundir en la tierra.
—¿Rill? —llamó Isana—. ¿Por qué tardas tanto?
El agua burbujeó y se agitó en su cuenco de adivinación (que por lo común cumplía también las funciones de tazón) e inmediatamente tres pequeñas salpicaduras anunciaron la presencia de Rill. Isana regresó junto al cuenco, se retiró la trenza por encima del hombro y miró con atención la superficie del agua mientras se calmaban las ondas.
La furia le mostró una visión oscura de lo que debía ser una laguna estancada en algún punto de las Hondonadas de los Pinos. Una figura turbia que podría ser Bernard cruzó la imagen en el cuenco y desapareció. Isana sacudió la cabeza. Las imágenes de Rill no eran siempre muy claras, pero parecía que Bernard y Tavi seguían persiguiendo al rebaño perdido.
Murmuró a Rill que se retirase y dejó el cuenco a un lado; entonces se percató de que no llegaba ningún sonido del patio. Unos segundos más tarde, los niveles de tensión en Bernardholt habían crecido hasta una intensidad dolorosa.
Isana acopió fuerzas ante sus percepciones y salió rápidamente de la cocina. Controlando la respiración, se enderezó con una gran confianza. Los miembros de la explotación se encontraban hombro con hombro, mirando al centro del patio. Estaban en silencio, excepto algún débil murmullo o susurro preocupado.
—Kord —murmuró.
Avanzó entre la gente, que le abría paso dejando libre un estrecho pasillo entre los mirones, hasta que consiguió llegar a la escena en el centro del patio.
Dos hombres estaban cara a cara dentro del círculo, y el aire entre ellos prácticamente vibraba a causa de la tensión. Kord tenía los brazos cruzados sobre el pecho y el suelo bajo sus pies se estremecía. Su barba grasienta enmarcaba una dura sonrisa, y en los ojos tenía un brillo desafiante, bajo sus cejas espesas.
Frente a él estaba el estatúder Warner, un hombre alto y delgado como un poste, con brazos y piernas desgarbados, y una cabeza completamente calva a excepción de una franja de cabello ralo y gris. La cara estrecha y de rasgos marcados de Warner presentaba un color rojo brillante a causa de la ira, y el aire a su alrededor temblaba y se agitaba como el calor que surge de un horno.
—Lo único que digo —rugió Kord— es que si tu putilla no puede mantener las piernas cerradas y a los hombres alejados de ella, el problema es tuyo, amigo. No mío.
—Cierra la boca —bramó Warner.
—¿O qué? —preguntó Kord, acompañando las palabras con un tono de desprecio—. ¿Qué vas a hacer, Warner? ¿Correr y esconderte detrás de las faldas de una mujer y lloriquear para que Gram venga a salvarte?
—¿Por qué…? —escupió Warner, que avanzó un paso, aumentando notablemente la temperatura del aire en el patio.
Kord sonrió mostrando un brillo en sus dientes.
—Vamos, Warner. Llámalo juris macto. Resolvamos esto como hombres. A menos que quieras humillar a tu putilla haciendo que testifique delante de todos los estatúderes del valle de Calderon sobre cómo sedujo a mi chico.
Uno de los hijos de Warner, un joven alto y delgado con el cabello cortado al estilo de las legiones, apareció al lado de su padre y lo cogió por el brazo.
—Padre, no —le rogó—. No puedes esperar de él un combate limpio.
Los otros dos se colocaron detrás de Warner, mientras que los hijos de Kord se situaron al lado de su padre.
La hija de Warner corrió a su lado. El cabello de Heddy, fino como una telaraña, se elevó y ondeó en olas sedosas y doradas a causa del aire caliente que circulaba alrededor de su padre. Lanzó a su alrededor una mirada muy seria, con la cara roja a causa de la vergüenza.
—Papá, no —le rogó—. Así no. Nosotros no lo hacemos así.
Kord bufó ante la muchacha.
—Bittan —preguntó, mirando hacia atrás a su hijo—, ¿has metido tu mecha en esta golfa esquelética? Más te hubiera valido ir detrás de una de las ovejas de Warner.
Isana tuvo que apretar los puños y enfrentarse a la oleada salvaje de emociones que flotaban en el patio. Desde el miedo y la humillación de Heddy a la rabia de Warner, pasando por la satisfacción ladina y la impaciencia de Kord, todos los sentimientos la atravesaban con tal intensidad que no los podía ignorar. Los alejó a la fuerza y respiró hondo. La furia terrestre de Kord era la de una bestia malvada, entrenada para matar. La usaba para cazar y sacrificar al ganado. Cualquier furia acababa adoptando algunas características de su compañero, pero incluso conociendo a Kord, su furia terrestre era malvada. Una asesina.
Isana echó un vistazo por el patio. Toda su gente se mantenía alejada del conflicto. Nadie se quería implicar en una lucha entre estatúderes. ¡Qué los cuervos se llevaran a su hermano Bernard! ¿Dónde estaba cuando lo necesitaba?
El flujo de ira intensa que surgía de Warner se endureció: no tardaría mucho más en ceder a la provocación de las burlas de Kord y llevar la cuestión al campo del juris macto, la forma legal del duelo en el Reino. Kord lo mataría, pero Warner estaba demasiado furioso ante el trato dado a su hija para pensar en eso. También los hijos de Warner estaban inundando a Isana con un torrente creciente de rabia, y el hijo pequeño de Kord ardía con un ansia de violencia apenas disfrazada.
El corazón de Isana se agitaba con todas las emociones, que se superponían a su propio miedo. Las alejó con firmeza, luchando para controlarlas, y saltó al centro del patio, colocándose entre los dos hombres con las manos en las caderas.
—Caballeros —dijo, dejando que resonase su voz—, están interrumpiendo el almuerzo.
Warner dio un paso hacia Kord, sin dejar de mirar al estatúder.
—No puedes esperar que me quede aquí y encaje eso.
Kord también avanzó un paso.
—Juris macto —repitió—. Decláralo, Warner, y podemos solventar este asunto.
Isana se giró para encararse con Kord, mirándolo directamente a los ojos.
—En mi patio, no.
Bittan, detrás de Kord, dejó escapar una sonora carcajada y dio un paso hacia Isana.
—Bien, bien —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Otra putilla reprimida que quiere defender a la putilla de Heddy?
—Bittan —gruñó Kord en señal de advertencia.
Isana entornó los ojos hacia Bittan. La seguridad, la arrogancia y una oleada enfermiza de placer procedente del joven se cernió sobre ella como un humo grasiento y desagradable. Vio cómo se acercaba, sonriendo presuntuoso mientras la miraba desde los pies desnudos a la larga trenza. Estaba claro que el idiota no sabía quién era ella.
—Te has levantado con mal pie —comentó Bittan—. Pero apuesto a que eres buena para un revolcón. —Al decirlo, alargó la mano para tocar la cara de Isana.
Isana dejó que la tocase durante un instante y sintió la necesidad desesperada y arrogante del joven de probarse ante sus propios ojos. Alzó la mano y lo agarró por la muñeca antes de decir con voz fría:
—Rill, ocúpate de esta alimaña.
Bittan sufrió de repente una convulsión y se tiró de espaldas contra el suelo. Dejó escapar un grito estrangulado que no pudo acabar porque empezó a salirle a borbotones agua clara por la boca. Se revolvió sobre las piedras del patio en un caos frenético de extremidades en movimiento. Se le salían los ojos de las órbitas e intentó gritar de nuevo, pero por la boca y la nariz no le salía nada más que agua.
El otro hijo de Kord corrió hacia su hermano caído y el propio Kord dio un paso con un gruñido de ira.
—Puta —marmulló.
La tierra se combó a sus pies, como si estuviera preparada para saltar hacia delante.
—Adelante, Kord. —La voz de Isana era gélida—. Pero antes de hacerlo, te debo recordar que ahora estás en Bernardholt. Y no me puedes retar a un juris macto. —Le sonrió con todo el desprecio y el veneno que pudo—. No soy un estatúder.
—Aun así te puedo matar, Isana —replicó Kord.
—Puedes —reconoció Isana—. Pero entonces no podré pedirle a Rill que salga del cuerpo de tu chico, ¿verdad?
—¿Y si me viniera bien tener una boca menos que alimentar? —respondió Kord, enseñándole los dientes.
—En ese caso —contestó Isana—, espero que estés dispuesto a matar a todos los presentes. Porque no ibas a salir indemne de un asesinato a sangre fría, estatúder Kord. No me importa lo lejos que estemos de la justicia del Primer Señor, pero mátame y no habrá lugar en el Reino donde te puedas esconder.
Isana se volvió bruscamente hacia Warner.
—Borra esa sonrisa de la cara, estatúder —le increpó—. ¿Qué tipo de comportamiento es este, delante de mi gente y de sus hijos? —Se acercó a Warner con un ceño tan contraído que desfiguraba sus rasgos—. Me vas a dar tu palabra de que no volverás a implicarte en esta idiotez mientras seas invitado en mi hogar.
—Isana —protestó Warner, que seguía mirando aún a Kord y a su progenie, al igual que sus hijos—, ese animal que está en el suelo ha violado a mi hija.
—Papá —sollozó Heddy, tirando de la manga de Warner—. Papá, por favor.
—Tu palabra, Warner —cortó Isana—. O decidiré en tu contra en la investigación. Aquí y ahora.
La mirada de Warner se trasladó de repente hacia Isana y esta percibió la sorpresa y la consternación repentinas.
—Pero Isana…
—No me importa. No te puedes comportar de esta forma en mi casa, Warner, y mi hermano no está aquí para meterte el sentido común en esa cabeza de chorlito. Tu palabra. Se acabó esta idiotez del duelo. No habrá más peleas en Bernardholt.
Warner se quedó escrutándola durante un momento. Isana sintió la desesperación del hombre, su rabia, su frustración impotente. Su mirada tembló y se posó en su hija, suavizándose de manera casi palpable.
—De acuerdo —aceptó en voz baja—. Mi palabra. De todos nosotros. No empezaremos nada.
Isana se giró hacia Kord y se acercó al joven que se seguía ahogando en el suelo, vomitando agua. Pasó al lado del hijo mayor de Kord (su nombre era Aric, si no recordaba mal) y se inclinó para poner la mano sobre la frente de Bittan. El chico estaba más allá de cualquier pensamiento en su pánico natural. Ahora ya no había arrogancia, solo un miedo tan intenso que enfrió la piel de Isana.
Kord le bufó.
—Supongo que ahora también querrás mi palabra.
—¿Para qué? —replicó Isana, manteniendo la voz baja—. Eres basura, Kord, y ambos lo sabemos. —Entonces elevó la voz—: Rill, fuera. —Se apartó mientras Bittan escupía y tosía, expulsando más agua, hasta que al final consiguió inhalar una bocanada de aire. Lo dejó tosiendo en el suelo y se dio la vuelta para irse.
Una baldosa del patio se dobló sobre uno de sus pies con un propósito sencillo y casi delicado. El corazón le dio un vuelco a causa de su propio miedo cuando sintió la ira gélida de Kord a sus espaldas. Se retiró la trenza por encima del hombro y le lanzó una mirada con los ojos entornados.
—Esto no ha terminado, Isana —prometió Kord con una voz muy tranquila—. Esto no lo voy a aceptar.
Isana se enfrentó a su mirada tenebrosa, que tenía detrás un odio frío y calculador, y lo tomó prestado para fortalecerse contra él, para devolver hielo por hielo.
—Has perdido tu mejor oportunidad, Kord —replicó—. ¿O te crees que lo que le ha pasado a Bittan ha sido un gesto sin importancia? —Su mirada recorrió a Kord hasta los pies y después de vuelta a su cara—. Tienes sitio en el establo. Te enviaré algo para almorzar. Te llamaremos para la cena.
Kord se quedó inmóvil por un momento. Entonces escupió hacia un lado e hizo un gesto de asentimiento hacia sus hijos. Aric recogió a Bittan, que seguía jadeando, y le ayudó a ponerse en pie; después, los tres se dirigieron hacia las amplias puertas del espacioso establo de piedra. Hasta que no se hubieron ido, el suelo bajo el pie de Isana no se movió y la liberó.
Cerró los ojos y el terror que había estado reteniendo la inundó por completo. Empezó a temblar, pero negó con la cabeza para sí misma, con firmeza. No delante de todos. Abrió los ojos y miró alrededor del patio lleno de gente.
—¿Y bien? —les preguntó—. Queda un montón de trabajo por hacer antes del banquete de este ocaso. No lo puedo terminar todo yo sola. A trabajar.
Sus palabras movilizaron a la gente y todos empezaron a hablar de nuevo entre ellos. Algunos le lanzaron miradas en las que se mezclaban el respeto y el miedo. Isana sentía esto último como cadillos helados corriendo por encima de su piel. Su propia gente, las personas con las que vivió y con quienes trabajó durante tantos años, le tenían miedo.
Alzó la mano cuando las lágrimas le anegaron los ojos: ese era uno de los primeros trucos que aprendían los artífices del agua. Se las apartó de sus ojos y sencillamente no cayeron. La confrontación, con su tensión creciente, y la posibilidad de una violencia mortal, la había conmovido más que nada en los últimos años.
Isana respiró con calma y se dirigió a las cocinas. Al menos, las piernas no le temblaron, aunque el cansancio que ahora la acuciaba era casi insoportable. Le dolía la cabeza a causa de los esfuerzos de la mañana y de la presión de tanto uso del artificio del agua.
Fade salió cojeando de la herrería cuando ella pasó por delante. Arrastraba un poco un pie al andar. No era un hombre corpulento, y había sufrido una quemadura muy grave cuando recibió la marca de cobardía, que desfiguró la parte izquierda de su cara, aunque eso había ocurrido hacía muchos años. Su cabello, casi negro, crecía rizado ocultando parte de la herida, así como la cicatriz que le subía hacia el cráneo, presumiblemente una herida sufrida en combate. El esclavo le ofreció una sonrisa sin alegría y una taza pequeña de agua, que sostenía junto con un trapo bastante limpio, muy diferente de sus harapos sudados y el mandil de cuero lleno de quemaduras.
—Gracias, Fade —se lo agradeció Isana, aceptando ambos. Bebió un trago y añadió—: Necesito que le eches un ojo a Kord. Quiero que me avises si él o sus hijos abandonan el establo. ¿De acuerdo?
Fade asintió con rapidez, agitando el cabello. Un poco de baba le cayó de la boca medio abierta.
—Un ojo a Kord —repitió—. El establo. —Frunció el ceño, mirando al espacio durante un buen rato y entonces la señaló con un dedo—. Vigila mejor.
Ella negó con la cabeza.
—Estoy demasiado cansada. Solo avísame si salen. ¿De acuerdo?
—Si salen —repitió Fade. Se limpió la baba con la manga—. Avisar.
—Eso es —confirmó y le dedicó una sonrisa cansada—. Gracias, Fade.
El otro emitió un sonido parecido a una risa en señal de placer y sonrió.
—De nada.
—Fade, será mejor que no entres en el establo. Allí están los Kord y tengo la sensación de que no iban a ser amables contigo.
—¡Uf! —exclamó el esclavo—. Vigilar, establo, avisar. —Se dio la vuelta de repente y se fue cojeando con bastante rapidez a pesar de ir con el pie arrastrando.
Isana puso a la vieja Bitte a cargo de las cocinas y regresó a su habitación. Se sentó en la cama con las manos cruzadas sobre el regazo. Su estómago se contraía a causa de los nervios, pero se obligó a respirar profundamente para conservar la calma. Había evitado el problema más inmediato y Fade, pese a su falta de habilidad para hablar y su comportamiento simple, era de fiar. La avisaría si ocurría algo.
Estaba preocupada por Tavi, ahora más que en ningún otro momento que pudiera recordar. Estaría bastante seguro con Bernard protegiéndolo, pero su instinto no la dejaba en paz. Las Hondonadas de los Pinos eran el trozo de tierra más peligroso del valle, pero además, para sus sentidos cansados, el peligro parecía mucho más profundo y mucho más amenazador. El aire del valle transportaba algo pesado y premonitorio, una acumulación de fuerzas que hacía que en comparación la tormenta que se estaba incubando sobre Garados pareciera pequeña y débil.
Isana cayó derrengada en su cama.
—Por favor… —susurró, exhausta—. Grandes furias, por favor, mantenedlo a salvo.