2

SE despertó enterrada hasta las axilas. Habían amontonado tierra suelta sobre sus brazos y sobre su cabeza. Sentía la cara hinchada y pesada, y al cabo de un momento se dio cuenta de que le habían cubierto con barro toda la cabeza.

Intentó recuperar sus sentidos concentrándose en las punzadas del dolor de cabeza, reuniendo los fragmentos de los recuerdos y las percepciones hasta que, con una oleada mareante de claridad, recordó dónde estaba y lo que le había ocurrido.

Su corazón comenzó a golpear con fuerza en el pecho y el miedo hizo que sintiera frío en las extremidades enterradas.

Abrió los ojos y algunos trozos de barro se le introdujeron en ellos, por lo que tuvo que parpadear con rapidez. Sus ojos comenzaron a lagrimear para expulsar la suciedad. Tras unos instantes ya fue capaz de ver.

Se encontraba en una tienda. Supuso que en la tienda del comandante, en el campamento. Se filtraba un poco de luz a través de un hueco en el faldón que servía como puerta, dejando que el interior de la tienda se pudiera describir en términos de oscuridad, sombras y tinieblas.

—¿Ya te has despertado? —gimió una voz detrás de ella.

Giró la cabeza para intentar mirar. Vislumbró a Fidelias por el rabillo del ojo. Estaba allí colgado en una jaula con barrotes de hierro con ataduras alrededor de los hombros y de los brazos, con los pies colgando a unos buenos veinticinco centímetros del suelo. Tenía un moretón inflamado en la cara y el labio partido y cubierto de sangre seca.

—¿Estás bien? —susurró Amara.

—Bien. Si dejamos de lado que me han capturado y golpeado y que tengo una cita para un interrogatorio con tortura. Tú eres quien debería preocuparse.

Amara tragó saliva.

—¿Por qué yo?

—Creo que esto lo podemos considerar con toda seguridad un fracaso en tu prueba de graduación.

Amara sintió cómo la boca le dibujaba una sonrisa, a pesar de las circunstancias.

—Tenemos que huir.

Fidelias intentó sonreír. El esfuerzo le volvió a abrir la herida del labio y manó sangre fresca.

—Crédito extra… pero me temo que no tendrás la oportunidad de aprobarlo. Esta gente sabe lo que hace.

Amara intentó moverse, pero no se podía liberar de la tierra. Solo consiguió liberar un poco los brazos, pero aun así tenían encima una gruesa capa de barro.

—Cirrus —susurró, invocando a su furia—. Cirrus. Ven y sácame de aquí.

No ocurrió nada.

Lo intentó de nuevo. Y otra vez. Su furia del viento no respondió.

—El barro —reconoció al fin y cerró los ojos—. Tierra para contrarrestar el aire. Cirrus no me puede oír.

—Sí —confirmó Fidelias—. Tampoco Etan o Vamma me pueden oír a mí. —Estiró los dedos de los pies hacia el suelo, pero no lo pudo alcanzar. Después golpeó el pie contra las barras de hierro de la jaula.

—Entonces tendremos que pensar otro método para salir de aquí.

Fidelias cerró los ojos y dejó escapar el aire con lentitud.

—Hemos perdido, Amara —dijo con suavidad—. Jaque mate.

Las palabras golpearon a Amara como martillazos. Frías. Duras. Sencillas. Tragó y sintió cómo surgían más lágrimas, pero las apartó con un parpadeo en un ataque rabia. No. Ella era una cursor. Aunque fuera a morir, no les iba a dar a los enemigos de la Corona la satisfacción de ver sus lágrimas. Durante un instante fugaz pensó en su hogar, la pequeña residencia en la capital, en su familia, que no estaba tan lejos, en Parcia junto al mar. Muchas más lágrimas amenazaron con brotar.

Cogió los recuerdos, uno a uno, y los guardó muy lejos, en un lugar tranquilo y oscuro de su mente. Allí lo colocó todo. Sus sueños. Sus esperanzas para el futuro. Los amigos que había hecho en la Academia. Así, los encerró y volvió a abrir los ojos, limpios de lágrimas.

—¿Qué quieren? —le preguntó a Fidelias.

El maestro negó con la cabeza.

—No estoy seguro. Este no es un movimiento inteligente por su parte. A pesar de todas estas precauciones, si algo va mal, un cursor se puede escabullir y desaparecer mientras siga con vida.

El faldón de la tienda se abrió y entró Odiana, sonriente y con la falda revoloteando en el polvo en suspensión que revelaba la luz del día.

—Está bien —comentó—. Tendremos que remediar eso.

Aldrick entró detrás de ella y su enorme figura tapó completamente la luz por un momento. Le siguieron un par de legionares. Aldrick señaló la jaula y los dos se acercaron a ella, pasaron el astil de las lanzas a través de las anillas en su base y lo levantaron entre los dos, llevándoselo fuera.

Fidelias le lanzó a Aldrick una mirada dura antes de humedecerse los labios y volverse hacia Amara.

—No seas orgullosa, muchacha —le aconsejó mientras los guardias lo sacaban al exterior—. No has perdido mientras sigas viva.

Entonces desapareció.

—¿A dónde lo lleváis? —exigió Amara.

Pasó la mirada de Odiana a Aldrick e intentó que no le temblara la voz.

Aldrick desenvainó la espada.

—El viejo no es necesario —sentenció, y salió de la tienda.

Un momento después se produjo un sonido parecido al de un cuchillo hundiéndose en un melón. Amara oyó a Fidelias dejando escapar un grito lento y sin aliento, como si hubiera intentado retenerlo, como si le quisiera dar voz y luego fuera incapaz de conseguirlo. A continuación se produjo un golpe sonoro, como algo pesado que golpeara las barras de la jaula.

—Enterradlo —ordenó Aldrick.

Después entró de nuevo en la tienda con la espada en la mano.

La hoja resplandecía de sangre escarlata.

Amara solo podía mirar la hoja y la sangre de su maestro. Su mente no quería aceptar el alcance del acontecimiento. Simplemente no podía asumir la muerte de Fidelias. El plan los debería haber protegido. Les debería haber permitido acercarse y alejarse con seguridad. Esto no era lo que se suponía que iba a suceder. Nunca había ocurrido nada similar en la Academia.

Intentó evitar que se le saltaran las lágrimas y llevar el rostro de Fidelias al lugar oscuro de su mente con todas las otras cosas que amaba. Pero solo consiguió que se liberaran y la volviesen a abrumar, y al hacerlo vinieron acompañadas por las lágrimas. Amara no se sintió lista, ni peligrosa, ni bien entrenada. Se sintió fría. Y sucia. Y cansada. Y muy, muy sola.

Odiana dejó escapar un suave sonido de angustia y se acercó al lado de Amara. Se arrodilló con un pañuelo blanco en la mano y le limpió las lágrimas. Sus dedos eran amables y suaves.

—Estás limpiando algunos trozos, cariño —comentó la mujer con voz amable.

Y sonrió mientras, con la otra mano, aplastaba tierra fresca sobre los ojos de Amara.

Amara dejó escapar un grito y movió una mano para defenderse, pero no era capaz de detener a la bruja del agua. Se restregó los ojos ardientes con las manos cubiertas de barro, pero no sintió el más mínimo alivio. El miedo y la pena se transformaron en una ira furiosa y empezó a chillar. Les gritó de forma incoherente todos los insultos que pudo y sollozó sobre la tierra, generando con ello lágrimas embarradas que le quemaban los ojos. Agitó los brazos y luchó inútilmente contra el abrazo de la tierra en que la habían enterrado.

Y en respuesta, solo había silencio.

La ira de Amara se fue diluyendo, llevándose consigo la fuerza que le quedaba. Tembló a causa de los sollozos que intentaba retener, en un intento de ocultárselos. No pudo. La vergüenza hacía que le ardiese la cara y sabía que estaba tiritando, de frío y de terror.

Empezó a parpadear de nuevo, recuperando lentamente la visión, y al hacerlo vio que Odiana se cernía sobre ella, justo fuera del alcance de su brazo, sonriendo, con un brillo en sus ojos oscuros. Dio un paso y con un pie delicado y desnudo envió más polvo a los ojos de Amara. Esta se retorció y giró la cabeza, evitándolo, y le lanzó a la mujer una mirada dura. Odiana maldijo entre susurros y llevó el pie hacia atrás para dar otra patada, pero antes la voz de Aldrick retumbó en la tienda.

—Amor. Ya es suficiente.

La artífice del agua le lanzó a Amara una mirada venenosa y se apartó de ella, refugiándose detrás del banco de Aldrick, donde descansó la mano sobre su hombro en una caricia lenta, sin apartar la vista de Amara. El guerrero se sentó con la espada cruzada sobre el regazo. Limpió todo el filo con un trapo que después tiró al suelo. Estaba manchado de sangre.

—Lo vamos a hacer fácil —comentó Aldrick—. Yo te voy a plantear preguntas. Contéstalas con la verdad y te dejaré vivir. Miénteme o niégate a contestar y saldrás tan malparada como el viejo. —Alzó la mirada y el rostro, que no reflejaban emoción alguna, y clavó sus ojos en Amara—. ¿Has comprendido?

Amara tragó. Asintió con la cabeza, una sola vez.

—Bien. Has estado recientemente en palacio. El Primer Señor se sintió tan impresionado por la forma en que te comportaste durante los fuegos del último invierno que te pidió que le visitaras. Te llevaron a sus habitaciones personales y hablaste con él. ¿Es eso cierto?

Ella volvió a asentir.

—¿Cuántos guardias hay apostados en sus habitaciones privadas?

Amara se quedó mirando al hombre con los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

Aldrick la miró. Se la quedó mirando durante un momento largo y silencioso.

—¿Cuántos guardias hay apostados en las habitaciones privadas del Primer Señor?

Amara soltó un suspiro tembloroso.

—No te lo puedo decir. Sabes que no puedo.

Los dedos de Odiana apretaron los hombros de Aldrick.

—Está mintiendo, amor. No te lo quiere decir.

Amara se humedeció los labios y después escupió al suelo barro y suciedad. Solo había una razón para plantear preguntas sobre las defensas interiores del palacio. Querían emprender una acción directa contra el Primer Señor. Alguien quería ver muerto a Gaius.

Tragó y bajó la cabeza. De alguna manera los tenía que detener. Tenía que ganar tiempo. Tiempo para esperar la oportunidad de encontrar una vía de huida, o si eso fallaba, matarse antes de revelar la información.

Se acobardó ante esa idea. ¿Lo podría hacer? ¿Era lo suficientemente fuerte? Antes habría pensado que lo era. Antes de que la descubrieran, la capturasen y la tuvieran presa. Antes de oír la muerte de Fidelias.

«No seas orgullosa, muchacha». Recordó las últimas palabras de Fidelias y sintió cómo se debilitaba más su resolución. ¿Había querido darle a entender que cooperase con ellos? ¿Creía que el Primer Señor ya estaba condenado?

Y ella, ¿también lo debía creer? ¿Debía unirse a ellos? ¿Debía colaborar? ¿Debía dejar de lado todo lo que le habían enseñado, en lo que creía, con el objetivo de salvar la vida? Podía intentar una treta… No, con Odiana presente era imposible. La bruja del agua podía sentir si era sincera o no, maldita fuera.

Todo estaba perdido. Había conducido a Fidelias a su muerte. Se jugó la vida y la perdió. Ella también había perdido la suya. Sería posible redimir una de ellas si la echaba a suertes con sus captores.

La atravesó otra oleada de rabia. ¿Cómo podía siquiera pensar algo así? ¿Cómo era posible que hubiera muerto? ¿Por qué no lo había visto venir? ¿Por qué no la había avisado…?

Amara alzó repentinamente la cabeza y parpadeó muchas veces. Su ira se evaporó. ¿Por qué no la había avisado Fidelias? La trampa estaba demasiado bien dispuesta. Los habían capturado con excesiva limpieza. Lo cual significaba…

Lo cual significaba que Aldrick y Odiana sabían de su llegada. Y por deducción lógica…

Centró su atención en los dos y tragó saliva levantando un poco la barbilla.

—No te lo diré —repitió, manteniendo la voz tranquila—. No te voy a decir nada.

—Morirás —confirmó Aldrick, poniéndose en pie.

—Moriré —asintió Amara—. Tu bruja del agua y tú os podéis ir con los cuervos. —Respiró hondo y levantó la voz, que se convirtió en el filo de una daga—. Y lo mismo puedes hacer tú, Fidelias.

Tuvo el tiempo suficiente para sentir satisfacción al ver el destello de sorpresa en los ojos de Aldrick y en el suspiro casi imperceptible que surgió de Odiana. Entonces movió los ojos hacia la puerta y los entornó, manteniendo el rostro como una máscara fría y dura.

Fidelias apareció en la puerta, con la ropa arrugada. Se había lavado el «moretón» de un lado de la cara y sostenía un paño blanco y limpio sobre el labio que le sangraba.

—Os dije que sabría ver a través de todo esto —murmuró.

—¿He obtenido mi graduación, patriserus? —preguntó Amara.

—Favorablemente. —Fidelias la miró y su boca se retorció en una sonrisa—. Nos dirás lo que sabes del palacio. Puede que se pongan las cosas muy feas antes de terminar, pero lo harás. Esto es un jaque mate. No tienes por qué hacerlo más duro para ti.

—Traidor —le respondió Amara, arrastrando la palabra.

Fidelias se estremeció. Su sonrisa se enturbió hasta convertirse en una mueca de rabia.

Odiana miró a un lado y a otro en el silencio repentino y sugirió con un tono de ayuda:

—¿Debo ir a buscar los hierros de marcar?

Fidelias se volvió hacia ellos.

—Creo que por el momento ya hemos sido lo suficientemente torpes. —Fijó sus ojos en Aldrick y añadió—: Dame unos instantes para hablar a solas con ella. Quizá le pueda inculcar un poco de sentido común.

Aldrick miró a Fidelias y después se encogió de hombros.

—Muy bien —aceptó—. Amor, ¿estás de acuerdo?

Odiana rodeó el banco de Aldrick con los ojos fijos en Fidelias.

—¿Intentas ayudarla de alguna manera o quieres evitar que descubramos lo que sabe?

Los labios de Fidelias se arquearon en las comisuras y centró su atención en la bruja de agua.

—Sí, lo intento. No, no lo intento. El cielo es verde. Tengo diecisiete años. Mi nombre real es Gundred. —Los ojos de ella se abrieron y Fidelias inclinó la cabeza a un lado—. ¿Me puedes decir si estoy mintiendo, «amor»? No soy ningún niño: llevo engañando a artífices más fuertes que tú desde antes de que nacieras. —La mirada sobrepasó a Odiana para centrarse en Aldrick—. Tengo mucho interés en que hable. Lo mismo me da una oveja que un gargante.

El espadachín sonrió, mostrando al hacerlo sus dientes blancos.

—¿No me vas a dar tu palabra de honor?

El cursor apretó los labios:

—¿Tendría alguna importancia que lo hiciera?

—Te habría matado si lo hubieras intentado —reconoció Aldrick—. Un cuarto de hora. Nada más. —Se puso en pie, cogiendo a Odiana suavemente de un brazo y conduciéndola fuera de la tienda. La bruja del agua lanzó una mirada a Fidelias y Amara, y salió.

Fidelias esperó hasta que estuvieron fuera, se volvió a Amara y se quedó mirándola, sin decir nada.

—¿Por qué? —le preguntó—. Patriserus, ¿por qué le quieres hacer esto?

Él siguió con la mirada fija en ella, sin cambiar de expresión.

—He servido como cursor durante cuarenta años. No tengo esposa. Ni familia. Ni hogar. He entregado mi vida a la protección y la defensa de la Corona. He llevado sus mensajes. He descubierto los secretos de sus enemigos —movió la cabeza—, y he contemplado su caída. Durante los últimos quince años, la casa de Gaius ha estado agonizando. Todo el mundo lo sabe. Lo que he estado haciendo solo ha prolongado lo que era inevitable.

—Es un buen Primer Señor. Es justo. Y tan imparcial como lo puede ser cualquiera.

—No se trata de lo que está bien y lo que no, muchacha. Se trata de la realidad. Y la realidad es que la imparcialidad y la justicia de Gaius le han granjeado muchos enemigos poderosos. Los Grandes Señores del sur están enojados por los impuestos que deben pagar para mantener la Muralla del Escudo y la Legión del Escudo.

—Siempre lo han estado —intervino Amara—. Y eso no cambia que los impuestos sean necesarios. La Muralla del Escudo también los protege a ellos. Si los hombres de hielo bajan desde el norte, ellos morirán, al igual que el resto de nosotros.

—Ellos no lo ven así —aclaró Fidelias—. Y tienen la intención de hacer algo al respecto. La Casa de Gaius se ha debilitado. No tiene heredero. No ha nombrado ningún sucesor. Por eso vienen pegando fuerte.

Amara escupió.

—Ática. ¿Quién, si no?

—No es necesario que lo sepas —Fidelias se agachó delante de ella—. Amara, piénsalo bien: esto lleva en marcha desde que mataron al príncipe. La casa de Gaius murió con Septimus. El linaje real no fue nunca demasiado fértil y la muerte de su hijo único fue interpretada por muchos como una señal. Su tiempo ha pasado.

—Eso no lo hace más justo.

Fidelias gruñó.

—¡Sácatelo de la cabeza, muchacha! —Escupió al suelo con la cara contraída de ira—. Mira toda la sangre que he derramado al servicio de la Corona. Los hombres que he matado. ¿Eso es más justo? ¿Sus muertes quedan justificadas porque sirva a este Primer Señor o a cualquier otro? He matado. He hecho cosas aún peores en nombre de la defensa de la Corona. Gaius caerá. Nadie lo puede parar ahora.

—Y tú te has adjudicado el papel de…, ¿de qué, Fidelias? ¿La serpiente que se desliza para envenenar al ciervo herido? ¿El cuervo que se posa para arrancar los ojos de los hombres indefensos que aún no han muerto?

La miró con ojos inexpresivos ofreciéndole una sonrisa vacía de gracia, de alegría o de significado.

—Resulta fácil ser virtuoso cuando se es joven. Podría seguir sirviendo a la Corona; quizá prolongando lo inevitable. Pero ¿cuántos más morirán? ¿Cuántos más sufrirán? Eso no cambiaría nada, excepto la coyuntura. Chiquillos, como tú, ocuparían mi puesto… de modo que tengo que tomar las decisiones que estoy tomando.

Amara dejó que su voz resonara con desprecio.

—Muchas gracias por protegerme.

Los ojos de Fidelias relampaguearon.

—Hazlo fácil para ti, Amara. Dinos lo que queremos saber.

—¡Vete a los cuervos!

—He despedazado a hombres y mujeres más fuertes que tú —explicó Fidelias sin enojo—. No creas que no lo voy a hacer solo porque seas mi alumna. —Se arrodilló y la miró a los ojos—. Amara, soy el mismo hombre que conocías. Hemos compartido mucho juntos. Por favor —posó la mano sobre la de ella, cubierta de barro; Amara no evitó el contacto—, piensa en esto: te puedes unir a nosotros. Podemos contribuir a que Alera vuelva a ser brillante y pacífica.

Ella le devolvió la mirada sin parpadear.

—Ya lo estoy haciendo, patriserus —replicó en voz muy baja—. Y creía que tú también lo estabas haciendo.

Los ojos del anciano se endurecieron como el hielo, crispados y distantes, y se puso en pie. Amara se lanzó hacia delante, atrapando su bota.

—Fidelias —empezó suplicante—. Por favor. No es demasiado tarde. Podemos escapar ahora. Llevar la noticia a la Corona y acabar con esta amenaza. No te tienes que alejar. De Gaius, no. Y… —tragó saliva y volvió a parpadear a causa de las lágrimas— de mí tampoco.

Se produjo un silencio doloroso.

—La suerte está echada —dijo al final Fidelias—. Siento mucho que no te avengas a razones.

Dio la vuelta, liberando su pierna de la mano, y salió de la tienda.

Amara se lo quedó observando durante un momento y después bajó la mirada. Bajo la palma de la mano tenía el cuchillo que Fidelias llevaba siempre en la bota, el que creía que ella desconocía. Lanzó una mirada alrededor de la tienda y en cuanto cayó el faldón empezó a arrancar el barro que la tenía atrapada. Oyó voces hablando en el exterior, demasiado bajas para entender nada, y cavó con fuerza.

El barro salía disparado. Lo rompía con el cuchillo y después lo retiraba con las manos, apartándolo y haciendo el mínimo ruido posible, pero aun así su respiración se volvió poco a poco más agitada y sonora mientras cavaba.

Finalmente fue capaz de moverse un poco, hasta empujar la suficiente tierra suelta como para liberarse. Estiró un brazo y clavó el cuchillo en el suelo con toda la fuerza que pudo para utilizarlo como punto de apoyo e impulsarse hacia arriba. Una sensación de euforia la traspasó cuando se estiró, se meció y finalmente consiguió liberarse de la tierra que la atrapaba. Le resonaban los oídos con el fluir de su sangre y la excitación.

—¡Aldrick! —exclamó la bruja del agua desde fuera de la tienda—. ¡La chica!

Amara se puso en pie y miró a su alrededor con ojos salvajes. Se abalanzó hacia el otro lado de la tienda para agarrar la empuñadura de una espada que reposaba en una mesa, un arma ligera un poco más larga que su antebrazo, y se dio la vuelta con el cuerpo aún torpe a causa de su encarcelamiento, justo en el momento en que una figura oscura llenó el hueco de entrada a la tienda. Se abalanzó contra esa figura con los músculos contraídos para impulsar la punta de la espada en un lance iracundo contra el corazón de la figura en la puerta: Aldrick.

Brilló el acero. Su hoja se encontró con otra y fue apartada. Sintió que su punta mordía la carne pero sin extensión ni profundidad. Sabía que había fallado.

Amara se echó hacia un lado, mientras la hoja de Aldrick se lanzaba a un rápido contraataque y fue incapaz de escapar de un corte que le provocó un dolor inmediato y caliente en el brazo izquierdo. La muchacha rodó por debajo de una mesa y se incorporó en el extremo más alejado de Aldrick.

El gigante entró en la tienda y se la quedó observando, mientras se recobraba al otro lado de la mesa.

—Buena estocada —comentó—. Me has cortado. No lo había conseguido nadie desde Araris Valeriano. —Sonrió, mostrando los dientes como un lobo—. Pero tú no eres Araris Valeriano.

Amara no vio cómo se movía la hoja de Aldrick. Se produjo un zumbido y la mesa cayó partida en dos trozos. El hombre avanzó hacia ella a través de los maderos.

Amara le tiró la espada y vio cómo él levantaba la suya para apartarla. Ella se agachó hacia la parte trasera de la tienda, sosteniendo el cuchillo y con un movimiento rápido abrió un agujero en la lona. Se deslizó a través de él y oyó sus propios gemidos de miedo cuando empezó a correr.

Lanzó una mirada hacia atrás y vio la espada de Aldrick abriendo la parte trasera de la tienda con un par de rápidos tajos y cómo él salía a perseguirla.

—¡Guardias! —rugió el espadachín—. ¡Cerrad las puertas!

Amara advirtió cómo se empezaban a cerrar las puertas y se desvió hacia un lado, corriendo a lo largo de una fila de tiendas, recogiéndose la falda con una mano y maldiciendo por no haberse disfrazado de chico y haber llevado pantalones. Miró a su espalda: Aldrick aún la perseguía, pero lo había dejado muy atrás, de la misma forma que un conejo supera a una serpiente demasiado grande; le dirigió una sonrisa feroz.

El barro cuarteado se iba desprendiendo de su piel mientras corría hacia la pared más cercana y rezó por que se le cayera el suficiente para poder llamar a Cirrus. Delante de ella, una escalera ascendía hasta la plataforma defensiva de la empalizada y la subió con tres grandes zancadas, casi sin tocarla con la mano.

Uno de los legionares, un guardia de la empalizada, se volvió hacia ella y apenas tuvo tiempo de parpadear, sorprendido. Amara adelantó el borde de su mano, lanzó un grito y sin reducir la velocidad impactó con ella contra la garganta del hombre. Él se echó hacia atrás, intentando respirar; Amara pasó corriendo a su lado en dirección a la empalizada y miró hacia abajo.

Unos tres metros hasta el suelo más otros dos metros y medio del foso que tenía a sus pies. Una caída fatal si no aterrizaba bien.

—¡Dispara! —gritó alguien y una flecha salió zumbando hacia ella.

Amara se lanzó a un lado, se agarró a la parte superior de la empalizada con una mano y se impulsó, lanzándose al vacío.

—¡Cirrus! —gritó, y al fin sintió el movimiento del aire a su alrededor. Su furia se apretaba en torno a ella, giró su cuerpo en el ángulo adecuado y sopló por debajo de sí, de manera que aterrizó sobre una nube de viento y de polvo en lugar del suelo duro del foso.

Amara se lanzó a tierra firme y echó a correr sin mirar atrás, alargando la zancada y cubriendo el terreno con saltos y giros. Corrió hacia el norte y el este, lejos del campo de maniobras, lejos del río, lejos de donde habían dejado el toro y los suministros. Habían talado los árboles para construir la empalizada del campamento, de manera que tuvo que atravesar cerca de doscientas zancadas de tocones. Las flechas caían a su alrededor y una atravesó un pliegue suelto de su falda, haciendo que casi se cayese. Siguió corriendo con el viento a sus espaldas, con Cirrus como compañía invisible.

Alcanzó el refugio de los árboles y se detuvo, recuperando el aliento mientras miraba por encima del hombro: las puertas del campamento se abrieron y salieron dos docenas de hombres a caballo con lanzas largas y relucientes, que adoptaron una formación en columna hacia donde ella se encontraba. Aldrick iba a la cabeza, destacando por su voluminosa figura sobre los jinetes que le rodeaban.

Amara se dio la vuelta y corrió entre los árboles lo más velozmente que pudo. Las ramas suspiraban y gemían a su alrededor, las hojas susurraban y las sombras se movían y cambiaban ominosamente a su alrededor. Las furias de este bosque no le eran favorables, lo que tenía sentido, teniendo en cuenta la presencia de al menos un poderoso artífice de la madera. En este bosque no se podría esconder de ellos, porque los árboles delatarían su posición.

—Cirrus —jadeó—. ¡Arriba!

El viento se arremolinó debajo de ella y la empujó, elevándola, pero las ramas se unieron sobre su cabeza, moviéndose con la rapidez de manos humanas para formar un sólido muro. Amara lanzó un grito y chocó contra el techo vivo, cayendo a tierra. Cirrus suavizó su caída con un soplido de disculpas en su oído.

Amara miró a derecha e izquierda, pero los árboles estaban uniendo sus ramas por todas partes y el bosque se volvía cada vez más oscuro a medida que el techo de hojas y ramas se iba cerrando sobre ella. El batir de los cascos de los caballos se transmitía a través de los árboles.

Amara se volvió a poner en pie con el brazo ardiendo a punzadas de dolor por el corte. Enseguida reanudó la carrera, mientras detrás de ella se acercaban los jinetes.

No podía decir la distancia que había recorrido. Más tarde, solo recordaba la sombra amenazante de los árboles y el fuego ardiente en los pulmones y las piernas que ni siquiera la ayuda de Cirrus podía aliviar. El terror se convirtió en excitación y esta se transformó por momentos en una especie de falta de preocupación exhausta. Corrió hasta que de repente miró hacia atrás y le devolvió la mirada un legionare montado, que se encontraba a unos seis metros. El hombre gritó y la apuntó con la lanza. Ella se tambaleó fuera de la trayectoria del arma y lejos del jinete, saliendo a una oleada repentina de luz solar. Miró hacia delante y descubrió que el terreno descendía unos tres o cuatro pasos y terminaba en un precipicio, que caía tan vertical que no podía ver hasta dónde llegaba o qué había abajo.

El legionare desenvainó la espada con un chirrido de acero y espoleó al caballo. El animal respondió como si fuera una extensión del cuerpo del hombre y se abalanzó sobre ella.

Amara se giró sin dudarlo y se lanzó por el acantilado.

Estiró los brazos y gritó:

—¡Cirrus!, ¡arriba!

El viento se arremolinó rápidamente debajo de ella, en cuanto su furia voló para obedecerla, y ella sintió un júbilo repentino y feroz cuando con el silbido penetrante de un viento tempestuoso salió impulsada hacia el cielo otoñal, mientras que a su paso se levantaban diablos de polvo a lo largo del acantilado que lanzaban barro y suciedad contra las caras del desafortunado legionare y que provocó que los caballos rehusaran seguir y empezaran a dar coces en plena confusión.

Amara siguió volando y elevándose lejos del campamento, pero al cabo de un rato se detuvo para mirar atrás. El precipicio desde el que se había lanzado parecía un juguete muchos kilómetros atrás y por debajo.

—Cirrus —murmuró, y estiró las manos.

La furia soltó una ráfaga y sujetó sus manos delante de ella. Acomodó parte de sí misma en el espacio que tenía, agitándose como las olas que se alzan sobre una piedra caliente.

Amara le dio forma al viento, curvando el reflejo de la luz hasta que acertó a vislumbrar el precipicio a través de las manos extendidas como si solo se encontrase a unos cientos de metros. Vio cómo aparecía la partida de perseguidores y Aldrick desmontaba. El legionare que la había visto describía cómo había huido y Aldrick oteaba el cielo, moviendo los ojos de derecha a izquierda. Amara sintió un escalofrío cuando la mirada de ese hombre se detuvo en ella. Inclinó la cabeza hacia el caballero a su lado, el artífice de la madera de antes, y el hombre sencillamente tocó uno de los árboles.

Amara tragó saliva y movió las manos hacia atrás en dirección al campamento de la legión rebelde.

Media docena de formas se elevaron sobre las copas de los árboles, que se mecían y bailaban al viento, igual que las matas en el huerto de hierbas de una curandera. Se giraron y como si fueran uno solo se dirigieron velozmente hacia Amara. El sol se reflejaba en el acero: armas y corazas, como bien sabía ella.

—Caballeros Aeris —murmuró Amara.

Tragó saliva y dejó caer los brazos. En una situación normal no habría tenido dudas respecto a su habilidad para superarlos en velocidad. Pero ahora, herida y exhausta en cuerpo y alma, no estaba tan segura de ello.

Amara se dio la vuelta y le pidió a Cirrus que la llevara al norte y al este, y rezó para que se pusiera el sol antes de que la alcanzaran sus enemigos.