1

AMARA soportaba el bamboleo montada sobre el lomo del enorme y viejo toro gargante, mientras repasaba mentalmente el plan. El sol de la mañana caía sobre ella, contrarrestando el frío aire neblinoso y calentando la lana oscura de su falda. Detrás de ella, los ejes de la carreta crujían y chirriaban bajo la carga. El collar de esclava que llevaba había empezado a producirle roces en la piel, y anotó mentalmente con irritación que debía llevar antes uno durante unos cuantos días para acostumbrarse a él, si fuese necesario para la siguiente misión.

Suponiendo que antes sobreviviría a esta, claro.

Un escalofrío nervioso le recorrió la espina dorsal y provocó que se le agarrotaran los hombros. Respiró hondo y expelió el aire con fuerza, cerró los ojos un instante y anuló cualquier pensamiento que no fueran las sensaciones que percibía a su alrededor: el sol en la cara, el bamboleo de las largas zancadas del poderoso gargante, los crujidos de los ejes de la carreta…

—¿Nerviosa? —preguntó el hombre que caminaba junto al toro.

De su mano colgaba una garrocha pero no la había utilizado durante todo el viaje. Conseguía dirigir la bestia solo con las bridas, pese a que su cabeza apenas llegaba a la altura del muslo de pelaje marrón del toro. Llevaba las ropas sencillas de un buhonero: pantalones marrones, sandalias sólidas y resistentes, y una chaqueta guateada encima de la camisa, de un sencillo color verde oscuro. Cuando el sol comenzó a ascender, cubrió uno de sus hombros con una sencilla capa larga y desgastada, también verde, sin bordado alguno.

—No —mintió Amara, que abrió de nuevos los ojos y miró hacia delante.

Fidelias se rio.

—Mentirosa. No es un plan descerebrado. Puede funcionar.

Amara le lanzó a su maestro una mirada cautelosa.

—¿Pero tienes alguna sugerencia?

—¿En tu prueba de graduación? —preguntó Fidelias—. ¡Cuervos, no! Ni siquiera soñaría con ello, academ. Coartaría tu actuación.

Amara se humedeció los labios.

—¿Pero crees que hay algo que deba saber…?

Fidelias le devolvió una mirada perfectamente cándida:

—Tengo unas cuantas preguntas.

—Preguntas… —repitió Amara—. Vamos a llegar dentro de un momento…

—Si lo prefieres, las puedo plantear cuando lleguemos.

—Si no fueras mi patriserus, te consideraría un hombre imposible —suspiró Amara.

—Eso ha sido muy amable por tu parte —replicó Fidelias—. Has recorrido un largo camino desde tu primer trimestre en la Academia. Te quedaste tan sorprendida cuando descubriste que los cursores hacen algo más que entregar mensajes…

—Te gusta explicar esa historia, aunque sabes que la odio.

—No —replicó Fidelias con una sonrisa irónica—. Me gusta contar esa historia porque sé que la odias.

Lo miró hacia abajo con malicia.

—Me parece que por eso el legado de los cursores te sigue enviando a realizar misiones.

—Eso forma parte de mi encanto —asintió Fidelias—. Vamos pues. Mi primera preocupación…

—Pregunta —le corrigió Amara.

—Pregunta —aceptó la corrección—, es sobre nuestra coartada.

—¿Y cuál es la pregunta? Los ejércitos necesitan hierro. Tú eres un contrabandista de hierro y yo soy tu esclava. Tuviste noticia de que se iba a celebrar un mercado por aquí y has venido a ver si podías ganar un poco de dinero.

—Ah —exclamó Fidelias—. ¿Y qué les digo cuando me pregunten de dónde he sacado el mineral? Sabrás que no se encuentra al borde del camino, precisamente.

—Eres un cursor Callidus. Sé creativo. Estoy segura de que se te ocurrirá algo.

Fidelias se rio por lo bajo.

—Al menos has aprendido la capacidad de delegar. Así que nos acercamos hasta esta legión renegada con nuestro precioso mineral —señaló con la cabeza hacia la carreta que no dejaba de crujir—. ¿Qué les va a impedir confiscarlo sin más?

—Tú eres el adelantado de una red de contrabandistas y representas numerosos intereses en el negocio. Tu viaje está bajo observación y si los resultados son buenos, muchos otros se podrían decidir a traer suministros.

—Eso es lo que no entiendo —reconoció Fidelias con un gesto de inocencia—. Si esta es de verdad una legión renegada, como afirman los rumores, bajo el mando de uno de los Grandes Señores, que se está preparando para derrocar a la Corona… ¿no se van a oponer a que circule cualquier noticia sobre ellos, sea buena, mala o indiferente?

—Sí —respondió Amara, mirándolo de soslayo—. Y eso obra a nuestro favor. Verás, si no volvieses de esta pequeña excursión, se extendería por toda Alera la noticia de este campamento.

—Eso es algo inevitable, porque la noticia se va a extender de todas formas. Resulta bastante difícil mantener en secreto durante mucho tiempo una legión al completo.

—Es nuestra mejor oportunidad —replicó Amara—. ¿Se te ocurre algo mejor?

—Nos acercamos a escondidas, protegidos por nuestras furias, conseguimos las pruebas y después salimos corriendo como si nos persiguiesen los cuervos.

—¡Bah! —disintió Amara—. Lo he valorado. Pero decidí que era demasiado imprudente y predecible.

—Tiene la ventaja de la sencillez —señaló Fidelias—. Recuperamos la información, entregamos pruebas sólidas a la Corona y dejamos que el Primer Señor lance una campaña más completa contra la sedición.

—Sí, eso es más sencillo. Pero sea quien sea quien esté al mando de este campamento, en cuanto sepa que ha recibido la atención de los cursores, sencillamente lo levantará y trasladarán sus operaciones a otro lugar. La Corona sencillamente tendrá que gastar dinero, esfuerzos y vidas para volverlos a encontrar, e incluso entonces, quien esté poniendo dinero para financiar su propio ejército, sencillamente desaparecerá.

Fidelias alzó la mirada hasta ella y dejó escapar un silbido suave.

—Así que quieres entrar y salir sin que te detecten, llevar las noticias a la Corona y… ¿entonces qué?

—Volver aquí al mando de unas pocas cohortes de caballeros Aeris para aplastarlos —respondió Amara—. Tomar prisioneros, obligarles a testificar contra quienes les respaldan y liquidarlo todo de un solo golpe.

—Ambicioso —comentó Fidelias—, muy ambicioso. Y muy peligroso, también. Si nos cogen, nos matarán. Y es bastante razonable esperar que ellos tengan igualmente caballeros y que estén buscando a uno o dos cursores.

—Por eso no nos van a atrapar —replicó Amara—. Nos hacemos pasar por el contrabandista pobre y codicioso, con su esclava, recaudamos todo el dinero que podamos obtener de ellos y nos vamos.

—Y nos quedamos con el dinero. —Fidelias frunció el ceño—. Por una cuestión de principios, me gustan las misiones que implican un beneficio. Pero, Amara… en esta hay muchos factores que hacen que pueda salir mal.

—¿Somos o no los mensajeros del Primer Señor, sus ojos y sus oídos?

—A mí no me recites el Codex —la cortó Fidelias enfadado—. Yo ya era cursor antes de que tu padre y tu madre hubieran convocado sus primeras furias. No te creas que eres mucho mejor que yo porque el Primer Señor se haya encandilado contigo.

—¿Y no crees que el riesgo valga la pena?

—Creo que hay un montón de cosas que desconoces —respondió Fidelias de tal modo que realmente se mostró como un anciano; después agregó, indeciso—: Deja que yo me ocupe de esto, Amara. Entraré yo. Tú te quedas aquí y te recogeré cuando salga. No hay ninguna razón para que nos tengamos que arriesgar los dos.

—No —replicó ella—. En primer lugar, esta es mi misión. En segundo lugar, vas a necesitar toda tu concentración para interpretar tu papel. Yo podré observar, en especial desde aquí arriba. —Acarició el ancho lomo del gargante y este le respondió con un bufido que levantó un pequeño remolino en el polvo del camino—. También podré guardarte las espaldas. Si tengo la impresión de que nos han descubierto, podremos salir de allí.

Fidelias refunfuñó.

—Pensaba que habíamos adoptado este disfraz para fingir que somos viajeros, y que nos acercaríamos y entraríamos a escondidas en el campamento después del anochecer.

—¿Cuándo no entra nadie y seguramente sí que levantaremos sospechas si nos ven?

Él resopló.

—De acuerdo —concedió—. De acuerdo. Lo haremos a tu manera. Pero estás jugando con los cuervos.

El estómago de Amara se volvió a encoger y presionó la mano sobre él para intentar alejar el miedo. Pero no se fue.

—No —negó—. Estoy abriendo el juego por los dos.

Aunque los pasos cansinos del toro parecían lentos, equivalían a varias zancadas de un hombre. Las pezuñas de las patas de la gran bestia se comían los kilómetros, mientras se iba alimentando con los matorrales y las hojas de los árboles a lo largo del camino, añadiendo capas de grasa bajo el pelaje. Si se le permitía, el giboso animal se dirigía hacia el mejor terreno de forraje para pastar, pero Fidelias lo conducía con mano firme y tranquila, consiguiendo que la bestia no se saliera del camino, mientras que él caminaba a su lado a paso ligero.

Según estimaba Amara, tras un kilómetro llegarían a los piquetes exteriores del campamento de la legión insurgente. Trató de recordar su papel —el de una esclava aburrida, adormilada y cansada de días de viaje—: eso fue todo lo que pudo hacer para evitar que la tensión siguiera subiendo por sus hombros y su espalda. ¿Qué ocurriría si resultaba que la legión solo era un rumor y su misión para cazar información, diseñada y planificada con tanto cuidado, se convertía en una enorme pérdida de tiempo? ¿Pensaría mal de ella el Primer Señor? ¿Lo harían los otros cursores? Lo cierto es que no se le ocurría peor manera de incorporarse a sus filas: salir de la Academia para meterse de cabeza en un error garrafal.

Creció su ansiedad, como las tiras de hierro que se extendían desde los hombros a lo largo de la espalda, y le empezaron a dar punzadas las sienes a causa de la tensión y del fulgor del sol. ¿Se habrían equivocado en algún desvío? La vieja senda que iban siguiendo parecía demasiado bien cuidada para ser un camino de leñadores abandonado, pero se podía equivocar. ¿No debería vislumbrarse el humo de las hogueras de la legión? ¿No deberían estar oyendo algo ya, si estaban tan cerca como sospechaba?

Amara estaba a punto de inclinarse para requerir la atención de Fidelias y pedirle consejo, cuando un hombre con túnica y calzas oscuras, coraza brillante y yelmo les salió al paso en el camino, tras surgir de entre las sombras de un árbol, a menos de diez pasos por delante de ellos.

Apareció sin previo aviso, sin el más mínimo movimiento, lo cual significaba que se había envuelto en su furia y que estaban ante un trabajo experto y muy hábil con la madera. Era un hombre gigantesco, de más de dos metros diez de estatura, y del costado le colgaba una espada pesada. Levantó una mano enguantada y con un tono monótono y distante ordenó:

—Alto.

Fidelias emitió un chasquido con la lengua que hizo que el toro redujera la marcha hasta detenerse después de varios pasos. El carro crujió y chirrió al estabilizarse sobre las ruedas bajo el peso del mineral.

—Buenos días tengáis, maese —saludó Fidelias con una voz que rezumaba nerviosismo y un buen humor obsequioso. El cursor veterano se quitó el sombrero y lo apretó entre sus manos ligeramente temblorosas—. ¿Qué tal os va en una mañana de otoño tan espléndida?

—Vas por el camino equivocado —respondió el gigante oscuro. Su tono era quedo y casi adormecido, pero posó la mano sobre la empuñadura del arma—. Esta tierra no es amistosa con los viajeros. Da la vuelta.

—Sí, maese; así lo haré, maese —aseguró Fidelias con una sonrisa tonta—. Solo soy un humilde mercader que lleva su cargamento con la vana esperanza de encontrar un mercado propicio. No quiero buscar problemas, maese, solo la oportunidad de recuperar mis pérdidas. Llevo una carga de lo más excelente, pero conseguida en mal momento, de… —Fidelias giró los ojos hacia el cielo y arrastró un pie a través del polvo del camino—. Hierro. —Le dirigió al gigante una sonrisa ladina—. Pero, como deseéis, maese. Seguiré mi camino.

El hombre oscuro dio un paso al frente.

—Espera, mercader —ordenó.

Fidelias le escrutó por encima del hombro.

—¿Maese? —preguntó—. ¿Es posible que estéis interesado en una compra?

El hombre oscuro se encogió de hombros. Se detuvo a unos pasos de Fidelias y preguntó:

—¿Cuánto mineral?

—Casi una tonelada, maese. Como podéis ver, mi buen gargante apenas puede con él.

El hombre gruñó mientras observaba la bestia y fue subiendo la mirada hasta llegar a Amara.

—¿Quién es esa?

—Mi esclava, maese —respondió Fidelias. Su voz adquirió un tono rastrero e interesado—. Está a la venta, si os interesa, maese. Una buena trabajadora, hábil para tejer y cocinar, y más que capaz de dar a un hombre una noche de placer inolvidable. A dos leones estoy seguro de que es una ganga.

El hombre bufó.

—Tu buena trabajadora va montada mientras tú caminas, mercader. Habría sido más inteligente por tu parte que viajaras solo. —Inhaló por la nariz—. Y está tan flaca como un chico. Coge tu bestia y sígueme.

—¿Queréis comprar, maese?

El soldado lo miró.

—No te he pedido eso, mercader —recalcó—. Sígueme.

Fidelias se quedó mirando al soldado y después tragó saliva, de manera casi audible.

—Sí, sí, maese. Estaremos dos o tres pasos por detrás. Vamos, muchacho. —Tomó las riendas del toro con los dedos temblorosos y tiró del animal hasta ponerlo en movimiento.

El soldado gruñó y se dio la vuelta para emprender la marcha por el camino. Silbó con fuerza y una docena de hombres armados con arcos surgieron de las sombras y de los matorrales a los lados de la senda, de la misma forma en que lo había hecho él unos momentos antes.

—Mantened la posición hasta que regrese —ordenó el hombre—. No dejéis que pase nadie.

—Sí, señor —respondió uno de los hombres.

Amara se concentró en él. Todos los hombres llevaban el mismo uniforme: túnicas y pantalones negros con cotas oscuras de color verde y marrón. Además, el que había hablado lucía un fajín negro alrededor de la cintura, como el que les salió a recibir. Amara miró a su alrededor pero ninguno de los otros soldados llevaba fajín, solo esos dos. Fijó el detalle en su mente. ¿Caballeros? Era más que probable. Uno de ellos debía de tener una gran habilidad con la madera para esconder tan bien a tantos hombres.

«¡Cuervos! —pensó—. ¿Y si resulta que esta legión rebelde tiene un contingente completo de caballeros? Con tantos hombres, con tantos poderosos artífices de las furias, pueden representar una amenaza para cualquier ciudad en Alera».

Y, como corolario, significaría que la legión tenía un respaldo poderoso. Cualquier artífice de las furias que fuera lo suficientemente fuerte como para convertirse en caballero podría pedir el precio que quisiera por sus servicios. No los alcanzaría a contratar cualquier mercader descontento para convencer a su Señor o Gran Señor de que debía bajar los impuestos. Solo la nobleza podía afrontar el coste de contratar a unos cuantos caballeros, y más aún el de todo un contingente.

Amara tembló. Si uno de los Grandes Señores se estaba preparando para conspirar contra el Primer Señor, entonces les aguardaban días muy oscuros.

Miró a Fidelias y él le devolvió la mirada con el rostro preocupado. Pensó que podía ver en sus ojos el reflejo de sus propios pensamientos y temores. Quería hablar con Fidelias, conocer sus opiniones sobre la situación, pero ahora no podía abandonar su papel. Amara apretó los dientes, hundió los dedos en el acolchado de la silla de montar del toro e intentó calmarse de nuevo, mientras el soldado los conducía al campamento.

Amara miró atentamente cómo los pasos cansinos del toro se dirigían hacia una curva en el camino que ascendía por una pequeña colina y luego bajaba al valle que se encontraba del otro lado. Allí el campamento se extendía delante de sus ojos.

«¡Grandes furias! —pensó—. Parece una ciudad».

Su mente captó todos los detalles que estudiaba con la mirada. El campamento estaba construido siguiendo el modelo tradicional de las legiones: una fortificación formada por una empalizada y un foso que delimitaba un cuadrado enorme y rodeaba las tiendas de campaña de los soldados y los almacenes. Dentro del recinto se habían levantado las tiendas de tela blanca, fila tras fila, demasiadas como para que se pudieran contar con facilidad, dispuestas en una precisa sucesión. Dos puertas enfrentadas daban entrada al campamento. Las tiendas y los cobertizos de los seguidores que ocupaban el campamento se extendían alrededor en un caos irregular, como moscas zumbando en torno a una bestia dormida.

Había gente por doquier.

En un campo de maniobras junto al campamento, cohortes enteras estaban practicando formaciones de combate y maniobras, bajo las órdenes de centuriones desgañitados o caballeros con fajines negros que cabalgaban en sus monturas. En otro punto, los arqueros apuntaban con sus flechas hacia dianas distantes, mientras que maestros de las furias formaban a otros reclutas en el uso de las artes básicas de la guerra. Por el campamento también se movían muchas mujeres: lavaban ropa en el río, zurcían uniformes, mantenían el fuego de las hogueras o, simplemente, disfrutaban del sol matinal. Amara vio un par de mujeres con fajines negros a caballo, dirigiéndose hacia el campo de maniobras. Los perros merodeaban por el campamento y empezaron a ladrar cuando olieron al toro que coronaba la colina. Un poco más lejos, no demasiado lejos del río, los hombres y las mujeres habían establecido lo que parecía un pequeño mercado, donde los vendedores ofrecían sus productos en tenderetes improvisados o los extendían en el suelo sobre unas telas.

—Habéis llegado entre el desayuno y el almuerzo —comentó el soldado—. De no haber sido así, os habría ofrecido algo de comer.

—Quizá podamos almorzar con vos, maese —replicó Fidelias.

—Quizá. —El soldado se detuvo y miró a Amara, estudiándola con ojos tranquilos y duros—. Bájala. Enviaré a uno o dos mozos para que se hagan cargo de tu bestia.

—No —insistió Fidelias—. Mis bienes van conmigo.

El soldado gruñó.

—En el campamento hay caballos que se volverán locos si huelen a esa cosa. Se queda aquí.

—En tal caso, yo me quedo aquí —insistió Fidelias.

—No.

—Entonces la esclava —propuso—. Se puede quedar con el toro para mantenerlo tranquilo. Se inquietará si se ocupan de él unas manos extrañas.

El soldado se lo quedó mirando, duro y suspicaz.

—¿Qué estás tramando, anciano?

—¿Tramar? Estoy protegiendo mis intereses, maese, como hace cualquier mercader.

—Estás en nuestro campamento. Tus intereses no tienen ninguna importancia, ¿no te parece?

El soldado no puso ningún énfasis especial en las palabras, pero posó una mano sobre la empuñadura de la espada.

Fidelias se enderezó y dijo con voz sorprendida y ultrajada.

—No os atreveréis.

El soldado sonrió. Su sonrisa era dura.

Fidelias se humedeció los labios. Entonces echó una mirada a Amara. Creyó ver algo en ella, una especie de advertencia, pero solo ordenó:

—Muchacha, baja.

Amara se deslizó desde el lomo de la bestia usando las riendas de cuero para descender por el costado. Fidelias chasqueó la lengua y dejó caer las riendas, de manera que el toro se acomodó con pereza en el suelo con un mugido de satisfacción que hizo temblar la tierra a su alrededor. Estiró la cabeza, arrancó un bocado de hierba y empezó a masticarlo, con los grandes ojos entrecerrados.

—Sígueme —ordenó el soldado—. Tú también, esclava. Si cualquiera de los dos se aleja más de tres pasos de mí, os mataré a ambos. ¿Habéis comprendido?

—Comprendido —respondió Fidelias.

—Comprendido, maese —se hizo eco Amara, manteniendo la mirada baja.

Siguieron al soldado y cruzaron el río por un vado poco profundo. El agua estaba fría y fluía con rapidez alrededor de los tobillos de Amara. Tembló y se le puso la piel de gallina en piernas y brazos, pero no perdió el paso de Fidelias y el soldado.

Su mentor se retrasó hasta colocarse a su lado y le murmuró en voz muy baja:

—¿Has visto cuántas tiendas?

Ella levantó la cabeza para asentir.

—Muy juntas.

—Todo bien organizado y limpio. No son una partida de campesinos descontentos. Militares profesionales.

Amara asintió y susurró:

—Tienen detrás un apoyo serio. ¿Es suficiente para que el Primer Señor lo lleve ante el Consejo?

—¿Una acusación sin acusado? —Fidelias sonrió y negó con la cabeza—. No. Tenemos que encontrar algo que incrimine a quien esté detrás de esto. No tiene que estar grabado en piedra, pero necesitamos algo tangible.

—¿Reconoces a nuestro escolta?

Fidelias le lanzó una mirada.

—¿Por qué? ¿Tú lo reconoces?

Amara negó con la cabeza.

—No estoy segura. Tiene algo que me resulta familiar.

Él asintió.

—Lo llaman el Espada.

Amara abrió mucho los ojos.

—¿Aldrick ex Gladius? ¿Estás seguro?

—Lo vi en la capital, hace años. Asistí al duelo que mantuvo con Araris Valeriano.

Amara miró al hombre que iba delante y, con cuidado de mantener la voz baja, añadió:

—Se supone que es el mejor espadachín vivo.

—Sí —reconoció Fidelias—. Lo es. —Entonces le dio una palmada en la cabeza y le dijo en voz lo suficientemente alta como para que lo escuchara Aldrick—. Mantén cerrada tu boca perezosa. Te daré de comer cuando quiera y ni un segundo antes. Ni una palabra más.

Caminaron en silencio hasta entrar en el campamento. Aldrick los condujo a través de la entrada del campamento y del camino principal que lo dividía en dos. Giró hacia la izquierda y se dirigieron entonces hacia lo que Amara sabía que en el campamento de una legión de Alera era la tienda del comandante. Allí se alzaba una tienda más amplia con dos legionares de guardia, con sus petos relucientes y armados con lanzas en la mano y espadas en el cinto. Aldrick le hizo un gesto con la cabeza a uno de ellos y entró. Apareció un momento después y le ordenó a Fidelias:

—Tú, mercader, entra: el comandante quiere hablar contigo.

Fidelias avanzó y Amara le siguió. Aldrick puso una mano sobre el pecho de Fidelias.

—Solo tú —indicó—. La esclava, no.

Fidelias parpadeó.

—¿Esperáis que la deje sola aquí fuera, maese? Podría ser peligroso… —Le lanzó una mirada a Amara, que la captó: era una advertencia—. Dejar una muchacha joven y bonita en un campamento lleno de soldados…

—Eso lo deberías haber pensado antes de venir aquí —replicó Aldrick—. No la van a matar. Entra.

Fidelias la miró y se humedeció los labios. Finalmente, entró en la tienda. Aldrick miró a Amara un instante con unos ojos distantes y fríos. Volvió a entrar. Un momento después, volvió a aparecer en la puerta de la tienda arrastrando a una chica. Era pequeña, estaba demacrada y la ropa le venía ancha como a un espantapájaros. El collar alrededor de su cuello, a pesar de su tamaño diminuto, pendía casi suelto. El cabello parduzco parecía seco, quebradizo como la paja, y tenía polvo en la falda, aunque tenía los pies bastante limpios. Aldrick empujó sin ceremonias a la muchacha hacia el exterior.

—Negocios —fue lo único que dijo.

Luego, dejó caer el faldón de la tienda y volvió al interior.

La chica tropezó con su cesto de mimbre y cayó al suelo con un grito suave, convertida en un embrollo de cesto, falda y cabellos encrespados.

Amara se arrodilló a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, bien —replicó velozmente la chica. Se puso en pie con dificultades y lanzó una patada de polvo contra la tienda—. Bastardo —murmuró—. Estoy intentando limpiar las cosas para él y me empuja por ahí como si fuera un saco de comida. —Sus ojos aún chispeaban desafiantes cuando se volvió hacia Amara—. Me llamo Odiana.

—Amara —respondió ella, sintiendo cómo las comisuras de los labios se estiraban hacia arriba. Miró a su alrededor, se humedeció los labios, y se quedó pensativa un momento. Necesitaba conocer mejor el campamento e intentar encontrar algo que se pudiera llevar—. Odiana, ¿hay por aquí algún lugar donde conseguir algo para beber? Llevamos horas viajando y estoy seca.

La chica se colocó el cabello encrespado sobre un hombro y bufó ante la tienda del comandante.

—¿Qué te apetece? Hay cerveza barata, es prácticamente agua. También podemos conseguir un trago de agua. Y si nada de esto te complace, creo que hay algo de agua.

—El agua me va bien —confirmó Amara.

—Qué humor tan seco —señaló Odiana. Colocó el asa del cesto en el hueco del codo e indicó—: Por aquí.

Se dio la vuelta y empezó a andar con una especie de energía grosera y chispeante, atravesando el campamento en dirección a la otra puerta. Amara la alcanzó, sin dejar de mirar a su alrededor. Una tropa de soldados llegaba a paso ligero, con las botas golpeando el suelo para marcar el ritmo, y las dos muchachas se tuvieron que apartar entre dos tiendas para dejarlos pasar.

Odiana bufó.

—Soldados. Que los cuervos se los lleven a todos. Estoy cansada de tantos soldados.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Amara.

—Desde justo después de año nuevo —respondió—. Pero hay rumores de que nos iremos pronto.

El corazón de Amara se empezó a acelerar.

—¿A dónde vais?

Odiana la miró con una sonrisa divertida.

—Tú no has tratado demasiado con soldados, ¿verdad? No importa adónde vayas. Esto —hizo un gesto amplio que abarcaba todo el campamento— no cambia nunca. Siempre es lo mismo, da igual si estás junto al océano o al lado de la Muralla. Y los hombres no cambian nunca. El cielo no cambia y la tierra tampoco cambia lo suficiente para prestarle demasiada atención. Esto es todo.

—Pero aun así… Vas a sitios nuevos. Ves cosas nuevas.

—Solo manchas nuevas en los uniformes —replicó Odiana. Los soldados pasaron de largo y las muchachas volvieron al camino—. Pero he oído que iremos más al norte y quizá algo hacia el este.

—¿Hacia Aquitania?

Odiana se encogió de hombros.

—¿Esa es la dirección? —Siguió andando y abrió el cesto al acercarse al río, trasteando en su interior—. Aquí —exclamó—. Ten. —Lanzó un par de bandejas sucias en los brazos de Amara—. Las podemos limpiar, ya que estamos aquí. ¡Cuervos!, los soldados son tan sucios… Pero al menos los legionares mantienen sus tiendas limpias.

Pescó un hueso y se lo tiró a un perro que pasaba por allí. Después los restos de una manzana, de la que mordió un trozo antes de fruncir la nariz y tirarla de nuevo a la corriente. Lo siguiente fue un trozo de papel, al que casi no prestó atención antes de dejarlo caer a un lado.

Amara se dio la vuelta y pisó el papel con el pie antes de que se lo pudiera llevar el viento. Entonces se agachó y lo recogió.

—¿Qué…? —preguntó Odiana—. ¿Qué estás haciendo?

Amara cogió el papel.

—Bueno, hum… No me parece una buena idea que lo tires al suelo si están intentando limpiar.

—Si no está dentro del campamento, nadie va a decir nada —explicó Odiana. Inclinó la cabeza a un lado y se quedó mirando mientras Amara desdoblaba el papel y estudiaba lo que había escrito—. ¿Sabes leer? —preguntó la esclava.

—Un poco —respondió Amara, distraída.

Leyó la nota y las manos le empezaron a temblar.

«Comandante de la Segunda Legión:

Se le ordena que levante el campamento y se dirija al punto de reunión. No deberá llegar más tarde de la décima luna llena del año, en previsión del invierno. Mantenga la instrucción hasta la partida, y disponga a los hombres de la manera habitual».

Había más, pero Amara se lo saltó, casi temiendo ver lo que aparecía al pie:

«Aticus Quentin, Gran Señor de Ática».

La respiración de Amara se quedó atascada en su garganta y el corazón se le aceleró. Sus temores eran ciertos. Insurrección, rebelión. Guerra.

—¿Qué dice? —preguntó Odiana. Puso otra bandeja en las manos de Amara e indicó—: Aquí. Mételas en el río.

—Dice… —Amara trasteó con las bandejas, acercándose a la orilla del agua y agachándose para meterlas dentro—. Bueno… eh… En realidad no lo sé leer bien —jugó con la nota, la escondió en uno de sus zapatos y analizó con rapidez las implicaciones.

—¿Sabes? —replicó Odiana con la voz brillante y alegre—, creo que estás mintiendo. No resulta frecuente tropezarse con esclavos que saben leer, que preguntan sobre los movimientos de tropas, y que también saben lo suficiente de política como para darse cuenta de lo que puede implicar una insignificante nota. Eso es lo que esperarías, bueno, no sé… —bajó la voz y casi bufó—, de uno de los cursores.

Amara se puso tensa y se dio la vuelta en el momento preciso para que su barbilla recibiese el golpe del talón desnudo de Odiana. El dolor sordo y candente la atravesó. La chica aparentemente demacrada tenía mucha más fuerza de la que Amara había supuesto y, aturdida por el golpe, acabó de espaldas en el río.

Se incorporó, tratando de quitarse el agua de la cara y de los ojos e intentando recuperar el aliento para invocar a sus furias, pero al inhalar notó que el agua le seguía entrando por la boca y la nariz, y comenzó a ahogarse. El corazón de Amara se aceleró a causa del pánico repentino; se tocó la cara, para descubrir que tenía la nariz cubierta con una fina capa de agua. La arañó con los dedos, pero no la pudo apartar ni desprender. Luchaba y se ahogaba, pero solo le entraba más agua, cubriéndola como una capa de aceite. No podía respirar. El mundo empezó a brillar en la oscuridad y se sintió mareada.

La carta. Debía entregar la carta al Primer Señor. Era la prueba que necesitaba.

Consiguió llegar a la orilla antes de que el agua que le estaba llenando los pulmones le provocara un colapso. Convulsionaba sobre la tierra seca cuando se dio cuenta de que tenía ante sus ojos los pies descalzos y limpios de Odiana.

Amara levantó la mirada mientras la demacrada esclava la contemplaba con una sonrisa amable en el rostro.

—No tienes por qué preocuparte, cariño —la tranquilizó.

Y empezó a cambiar. Se le llenaron las mejillas hundidas. Los miembros escuálidos ganaron solidez y belleza. Las caderas y los pechos se curvaron en líneas atractivas, rellenando la ropa que llevaba. Le creció un poco el cabello y se volvió más lustroso y oscuro, y se lo ahuecó con una pequeña carcajada antes de arrodillarse al lado de Amara.

Odiana alargó la mano y pasó sus dedos por el cabello mojado de Amara.

—No tienes por qué preocuparte —repitió—. No te vamos a matar. Te necesitamos. —Con calma sacó un fajín negro del cesto y se lo ató a la cintura—. Pero los cursores podéis ser una estirpe bastante escurridiza. No vamos a correr riesgos. Duerme, Amara, será mucho más fácil. Y entonces podré retirar toda el agua y dejar que vuelvas a respirar.

Amara luchó por conseguir una bocanada de aire, pero no lo consiguió. La oscuridad se espesó y delante de sus ojos aparecieron puntos de luz. Agarró a Odiana, pero los músculos de sus dedos habían perdido la fuerza.

Lo último que vio fue a la bella artífice del agua inclinándose para depositar un beso suave en su frente.

—Duerme —susurraba—. Duerme.

Y finalmente, Amara se hundió en la oscuridad.