VIII

La ausencia de Andermatt se prolongaba. El señor Aubry Pasteur hacía prospecciones. Dio con otros cuatro manantiales que le proporcionaban a la nueva Sociedad un volumen de agua dos veces mayor del que precisaba. La comarca entera, trastornada por aquellas investigaciones, por aquellos descubrimientos, por las importantes noticias que corrían, por las perspectivas de un espléndido porvenir, estaba bulliciosa y entusiasmada, no tenía ya más tema de conversación, no pensaba en nada más. Incluso el marqués y Gontran se pasaban los días junto a los obreros que sondeaban las venas del granito, y escuchaban con creciente interés las explicaciones y las lecciones del ingeniero acerca de la naturaleza geológica de Auvernia. Y Paul y Christiane se amaban con toda libertad, tranquilos, con absoluta seguridad, sin que nadie se ocupara de ellos, sin que nadie adivinara nada, sin que nadie pensara ni siquiera en espiarlos, pues toda la atención, toda la curiosidad, toda la pasión de la gente se hallaban absortas en el futuro balneario.

Christiane había hecho lo que un adolescente que se emborracha por vez primera. El primer vaso, el primer beso, la había abrasado, aturdido. Había bebido el segundo sin tardanza y le había parecido mucho mejor; y ahora se embriagaba sin mesura.

Desde la noche en que Paul había entrado en su cuarto, ya no sabía en absoluto qué estaba pasando en el mundo. El tiempo, las cosas, los seres habían dejado de existir para ella; sólo existía un hombre. No había ya, ni en la tierra ni en el cielo, más que un hombre, sólo un hombre, aquél al que amaba. Sus ojos sólo lo veían a él, su mente sólo pensaba en él, su esperanza sólo se refería a él. Vivía, cambiaba de lugar, comía, se vestía, parecía escuchar, y contestaba, sin comprender, sin saber lo que estaba haciendo. ¡No la embargaba inquietud alguna, pues ninguna desgracia habría podido alcanzarla! Se había vuelto insensible a todo. Ningún dolor físico podría haber hecho presa en su carne que sólo el amor podía estremecer. Ningún dolor moral podría haber hecho presa en su alma, paralizada por la dicha.

Él, por su parte, la amaba con el frenesí que ponía en todas sus pasiones, y ello exacerbaba hasta la locura la ternura de la joven. Con frecuencia, al caer la tarde, cuando sabía que el marqués y Gontran estaban en los manantiales, decía: «Vamos a ver nuestro cielo». Llamaba su cielo a un grupo de pinos que había crecido en la ladera, precisamente encima de la hoz. Subían hasta allí cruzando un bosquecillo, por un sendero empinado que le hacía perder el aliento a Christiane. Como tenían poco tiempo, andaban deprisa, y, para que se cansara menos, la llevaba en volandas, cogida por la cintura. Ella le ponía una mano en el hombro y se dejaba llevar, y, a veces, se le echaba al cuello y le ponía la boca en los labios. Según iban subiendo, el aire se hacía más estimulante. Y, al llegar al grupo de pinos, el olor de la resina los refrescaba como la brisa del mar.

Se sentaban bajo los sombríos árboles, ella en un montículo de hierba, él más abajo, a sus pies. El viento, por entre los tallos, cantaba ese suave canto de los pinos que se asemeja algo a un quejido; y la inmensa Limagne, de invisibles horizontes, sumida en las brumas, les daba una completa impresión de océano. ¡Sí, allá estaba el mar, ante ellos, allá lejos! ¡No podían dudarlo, pues su aliento les daba en el rostro!

La mimaba como a una niña:

—A ver esos dedos, que me los voy a comer, son mis caramelos.

Se los metía en la boca, uno tras otro, y parecía saborearlos con escalofríos golosos:

—¡Ay, qué ricos! Sobre todo el meñique. Nunca he probado nada más rico que el meñique.

Luego se ponía de rodillas, apoyaba los codos en las rodillas de Christiane y susurraba:

—Liana, míreme.

La llamaba Liana porque se enroscaba en él para besarlo, como una planta se abraza a un árbol.

—Míreme. Voy a meterme en su alma.

¡Y se miraban con esa mirada inmóvil, obstinada, que parece mezclar, efectivamente, entre sí a dos seres!

—No puede uno quererse bien más que perteneciéndose así —decía—; todas las demás cosas del amor son picardías.

Y cara a cara, fundiendo los alientos, se buscaban desesperadamente en la transparencia de las miradas.

Él murmuraba:

—La veo, Liana. ¡Veo su corazón adorado!

Ella contestaba:

—¡Yo también le veo el corazón, Paul!

Se veían ambos, en efecto, hasta lo hondo del alma y del corazón, pues no tenían en el alma ni en el corazón más que un rabioso impulso de amor recíproco.

Él decía:

—¡Liana, tiene los ojos como el cielo! ¡Azules, con tantos reflejos, con tanta claridad! ¡Me parece que veo pasar golondrinas por ellos! ¿Serán sus pensamientos?

Y, cuando se habían estado mirando así mucho, mucho rato, se acercaban más y se besaban despacio, brevemente, volviendo a mirarse entre beso y beso. A veces, la cogía en brazos y se la llevaba corriendo a lo largo del arroyo que fluía hacia la hoz de Enval antes de caer por ella. Era un valle estrecho donde alternaban praderas y bosques. Paul corría por la hierba y, a veces, alzando a la joven a pulso con las fuertes muñecas, gritaba: «Liana, vámonos volando». Y aquella necesidad de salir volando se la infundía, acuciante, incesante, dolorosa, el amor, su exaltado amor. Y en torno a ellos, todo agudizaba aquel deseo de sus almas, el liviano aire, un aire de pájaro, como decía él, y el amplio y azulado horizonte hacia el que habrían querido lanzarse los dos, cogidos de la mano, para desaparecer sobre el llano infinito cuando lo cubría la noche. Habrían querido irse así por el cielo brumoso del anochecer para no volver nunca. ¿Adónde habrían ido? No lo sabían, pero ¡qué hermoso sueño!

¡Cuando estaba sin aliento por haber corrido llevándola así, la dejaba en una roca y se arrodillaba ante ella! Besándole los tobillos, la adoraba susurrándole palabras pueriles y tiernas.

Si se hubieran amado en una ciudad, es probable que su pasión hubiera sido diferente, más prudente, más sensual, menos aérea y menos novelesca. Pero allí, en aquella comarca verde cuyo horizonte daba mayor amplitud a los impulsos del alma, solos, sin nada que los distrajera, que atenuara su despierto instinto de amor, habían caído repentinamente en una ternura frenéticamente poética, toda éxtasis y locura. El paisaje que los rodeaba, el viento tibio, los bosques, el gustoso olor de aquel campo interpretaban para ellos, todo el día y toda la noche, la música de su amor; y aquella música los había sacado de sí hasta la demencia, igual que el sonido de las panderetas y de las flautas agudas impele a actos de salvaje locura al derviche que gira preso de una idea fija.

Una noche, cuando volvían a la hora de la cena, el marqués les dijo de pronto:

—Andermatt vuelve dentro de cuatro días. Ya están todos los negocios arreglados. Nosotros nos iremos al día siguiente de su llegada. Ya llevamos mucho aquí, no se deben prolongar demasiado las curas de aguas minerales.

Se quedaron tan sorprendidos como si les hubieran anunciado el fin del mundo; y ninguno de los dos dijo nada durante la cena, tan grande era el asombro con el que pensaban en lo que iba a suceder. Así pues, pasados unos días, estarían separados y no se verían ya con libertad. Les parecía tan imposible y tan extraño que no lo entendían.

Andermatt volvió, efectivamente, a finales de la semana. Había telegrafiado para que le mandaran dos landós al primer tren. Christiane, que no había dormido, presa de una emoción extraña y nueva, una especie de miedo a su marido, un miedo mezclado con ira, con inexplicado desprecio y con deseos de desafiarlo, se había levantado al amanecer y lo estaba esperando. Apareció en el primer coche, acompañado por tres caballeros bien vestidos pero de aspecto modesto. En el segundo landó iban otros cuatro, que parecían de condición algo inferior a los primeros. Al marqués y a Gontran los extrañó. Éste preguntó:

—¿Quiénes son ésos?

Andermatt contestó:

—Mis accionistas. Vamos a constituir la Sociedad hoy mismo y a nombrar en el acto el consejo de administración.

Besó a su mujer sin decirle nada y casi sin verla, tan absorto estaba, y volviéndose hacia los siete caballeros, que, respetuosos y mudos, estaban de pie tras él:

—Desayunen ustedes —dijo— y dense una vuelta. Nos encontraremos aquí a las doce.

Se fueron en silencio, como soldados que obedecen una orden, y subiendo de dos en dos la escalinata, entraron en el hotel. Gontran, que miraba cómo se iban, preguntó muy serio:

—¿De dónde ha sacado usted a sus comparsas?

El banquero sonrió:

—Son unos señores muy correctos, hombres de la bolsa, capitalistas.

Y, tras una pausa, añadió con una sonrisa más amplia:

—Que se ocupan de mis negocios.

Luego se fue a casa del notario para volver a leer los documentos que había enviado, redactados ya, unos días antes.

Se encontró allí con el doctor Latonne, con quien se había estado carteando, por cierto, y estuvieron mucho rato charlando en voz baja en un rincón de la notaría, mientras las plumas de los pasantes corrían por el papel con ruidito de insectos.

Quedaron a las dos para constituir la Sociedad.

Habían preparado el despacho del notario como para un concierto. Dos filas de sillas esperaban a los accionistas frente a la mesa a la que iba a sentarse el señor Alain, junto a su primer oficial. El señor Alain se había puesto el frac, en vista de la transcendencia del asunto. Era un hombre muy bajito, una bola de carne blanca que tartamudeaba.

Andermatt entró dando las dos, acompañado del marqués, de su cuñado y de Brétigny, y seguido por los siete señores a los que Gontran llamaba comparsas. Parecía un general. Acto seguido, apareció el tío Oriol con Coloso. Parecían inquietos, desconfiados, como lo están siempre los campesinos cuando tienen que firmar algo. El doctor Latonne llegó el último. Había hecho las paces con Andermatt gracias a una completa sumisión a la que habían precedido disculpas hábilmente presentadas tras las que se había puesto, sin reticencias ni restricciones, a su disposición.

Entonces, el banquero, notando que lo tenía cogido, le había prometido el envidiado puesto de inspector médico del nuevo balneario.

Cuando hubo entrado todo el mundo, reinó un gran silencio.

El notario habló: «Tomen asiento, señores». Dijo unas cuantas palabras más, que nadie oyó con el ruido de las sillas. Andermatt cogió un asiento y lo colocó de cara a su ejército, para tenerlos vigilados a todos; luego, cuando todo el mundo estuvo sentado, dijo:

—Señores, no es preciso que les explique por qué motivo nos hemos reunido aquí. Vamos a empezar por constituir la nueva Sociedad de la que ustedes han aceptado ser accionistas. Debo, sin embargo, comunicarles unos cuantos detalles que nos han causado ciertas dificultades. Antes que nada, he tenido que cerciorarme de que contaríamos con los preceptivos permisos para crear un nuevo establecimiento de utilidad pública. Me han asegurado que los conseguiremos. De lo que queda por hacer a este respecto, ya me encargo yo. Cuento con la palabra del ministro. Pero me detenía otra circunstancia. Señores, vamos a enfrentarnos con la antigua Sociedad de las aguas de Enval. De este enfrentamiento, saldremos victoriosos, victoriosos y ricos, pueden estar seguros de ello; pero, igual que los combatientes de antaño precisaban un grito de guerra, nosotros, combatientes de la moderna lucha, precisamos un nombre para nuestro balneario, un nombre sonoro, atractivo, adecuado para la propaganda, que suene como un clarín y entre por los ojos como un relámpago. Ahora bien, señores, estamos en Enval, y no podemos quitarle el nombre a la comarca. Nos quedaba un único recurso. Dar a nuestro balneario, y sólo a él, un nombre nuevo.

»Les propongo lo siguiente:

»Si bien es cierto que nuestra casa de baños está al pie del montículo que pertenece al señor Oriol, aquí presente, nuestro futuro casino estará en la cumbre de ese mismo montículo. Puede, pues, decirse que este montículo, este monte, pues de un monte se trata, de un monte pequeño, es el lugar en que nos establecemos, ya que ocupamos la parte de abajo y la de arriba. ¿No es, por lo tanto, natural que llamemos a nuestros baños los Baños de Mont-Oriol y que relacionemos con esta estación termal, que llegará a ser una de las más importantes del mundo entero, el nombre de su primitivo dueño? Demos al César lo que es del César.

»Y fíjense, señores, en que se trata de un nombre excelente. Se hablará del Mont-Oriol como se habla del Mont-Dore. Es pegadizo para la vista y el oído, se ve con claridad, se oye con claridad, se nos queda dentro: ¡Mont-Oriol! ¡Mont-Oriol! —Los baños de Mont-Oriol…

Y Andermatt hacía retumbar el nombre, lo lanzaba como una pelota, escuchaba el eco que dejaba.

Siguió diciendo, como si fingiera una conversación:

—¿Va usted a los baños de Mont-Oriol?

—Sí, señora. Dicen que las aguas de Mont-Oriol son estupendas.

—Excelentes, desde luego. Y además, Mont-Oriol es una región agradabilísima.

Y sonreía, parecía que estaba manteniendo una charla, cambiaba de voz para indicar que hablaba la señora, saludaba con la mano al hacer de señor.

Luego siguió diciendo con su voz:

—¿Alguien tiene alguna objeción qué hacer?

Los accionistas contestaron a coro: «No, ninguna».

Tres de los comparsas aplaudieron.

El tío Oriol, emocionado, halagado, seducido, tocado en su orgullo íntimo de campesino nuevo rico, sonreía dándole vueltas al sombrero entre las manos, y decía, a pesar suyo, que sí con la cabeza, un «sí» que daba fe de su júbilo y que Andermatt observaba haciendo como que no lo miraba.

Coloso permanecía impasible, pero estaba tan contento como su padre.

Entonces Andermatt le dijo al notario:

—Tenga la bondad de leer el acta de constitución de la Sociedad, señor Alain.

Y se sentó.

Y el notario le dijo al primer oficial: «Empiece, Marinet».

Marinet, un pobre hombre enteco, carraspeó y, con entonación de predicador y pretensiones declamatorias, comenzó a enumerar los estatutos relacionados con la constitución de una sociedad anónima llamada Sociedad del Balneario de Mont-Oriol, sita en Enval, con un capital de dos millones.

Y el tío Oriol lo interrumpió:

—Un momento, un momento —dijo. Y se sacó del bolsillo un cuaderno de pringosas hojas, que había estado paseando desde hacía ocho días por todos los notarios y todos los hombres de negocios de la provincia. Era la copia de los estatutos, que su hijo y él, por cierto, empezaban a saberse de memoria.

Luego se puso despacio las gafas, alzó la cabeza, buscó el punto exacto donde veía bien las letras, y ordenó:

—Venga ya, Marinet.

Coloso había arrimado la silla a la de su padre e iba siguiendo en la misma hoja que él.

Y Marinet volvió a empezar. Entonces, el viejo Oriol, desconcertado por la doble tarea de escuchar y leer a un tiempo, atormentado por el temor de una palabra cambiada, obsesionado también por el deseo de ver si Andermatt le hacía alguna seña al notario, no dejó pasar ni una línea sin parar diez veces al oficial, cuya retórica deslucía.

Repetía:

—¿Qué hash dicho? ¿Qué hash dicho ahí? ¡No he oído! No corrash tanto.

Luego se volvía un poco hacia su hijo:

—¿Esh ashí, Colosho?

Coloso, más dueño de sí, contestaba:

—¡Eshtá bien, padre, deja, deja, eshtá bien!

El campesino no se fiaba. Con la punta del engarfiado dedo iba siguiendo en su hoja, mascullando las palabras entre dientes pero, como no podía estar atento a un tiempo a las dos cosas, cuando escuchaba, no leía, y no oía cuando estaba leyendo. Y resoplaba como si hubiera estado subiendo a un monte, sudaba como si hubiera estado cavando su viñedo a pleno sol, y, de vez en cuando, pedía un descanso de unos minutos, para secarse la frente y recuperar el aliento, como un hombre que está batiéndose en duelo.

Andermatt, impacientado, daba con el pie en el suelo. Gontran, que había visto encima de una mesa Le Moniteur du Puyde-Dôme, lo había cogido y lo estaba leyendo por encima; y Paul, a horcajadas en su silla, con la cabeza gacha y el corazón crispado, pensaba que aquel hombrecillo sonrosado y barrigudo que tenía sentado ante sí se iba a llevar al día siguiente a la mujer a la que amaba con toda el alma, a Christiane, a su Christiane, su rubia Christiane, que era suya, toda suya, sólo suya. Y se preguntaba si no iba a raptarla esa misma noche.

Los siete señores permanecían serios y tranquilos.

Concluyeron al cabo de una hora. Firmaron.

El notario levantó acta de las entregas de dinero. Respondiendo cuando lo nombraron, el cajero, el señor Abraham Lévy, declaró que había recibido los fondos. Luego, nada más quedar constituida legalmente la Sociedad, se la declaró reunida en asamblea general, con la asistencia de todos los accionistas, para nombrar el consejo de administración y elegir presidente.

Todos los votos menos dos proclamaron a Andermatt presidente. Los dos votos disidentes, los del campesino y su hijo, proponían a Oriol. Brétigny quedó nombrado comisario de inspección.

Entonces, el consejo, compuesto por el señor Andermatt, el marqués y el conde de Ravenel, el señor Brétigny, los señores Oriol, padre e hijo, el doctor Latonne, el señor Abraham Lévy y el señor Simon Zidler, rogó al resto de los accionistas que se retiraran, así como al notario y su oficial, para que dicho consejo pudiera deliberar acerca de las primeras decisiones que había que adoptar y determinara los puntos más importantes.

Andermatt volvió a ponerse en pie.

—Señores, entramos en la cuestión vital, la del éxito que tenemos que conseguir cueste lo que cueste.

»Con las aguas minerales pasa como con todo. Es menester que se hable de ellas, que se hable mucho, continuamente, para que los enfermos las beban.

»El gran tema del mundo moderno, señores, es la propaganda. Es el dios de la industria y del comercio contemporáneos. Sin propaganda, no hay salvación. Por otra parte, el arte de la propaganda es difícil, complicado, y exige mucho tacto. Los primeros que utilizaron este nuevo procedimiento lo hicieron de forma poco sutil, y llamaron la atención metiendo ruido, tocando el bombo y disparando cañonazos. Mangin, señores, fue sólo un precursor. Hoy en día, el escándalo resulta sospechoso, los carteles llamativos dan risa, los nombres que se vocean por la calle despiertan más la desconfianza que la curiosidad. Y, sin embargo, hay que llamar la atención del público y, tras haberlo interesado, hay que convencerlo. El arte consiste, pues, en descubrir el medio, el único medio que puede tener éxito habida cuenta de lo que queremos vender. Nosotros, señores, queremos vender agua. Tenemos que conquistar a los enfermos a través de los médicos.

»Los médicos más célebres, señores, son hombres como nosotros, que tienen debilidades, como nosotros. No quiero decir con esto que se los pueda corromper. ¡La reputación de los ilustres galenos cuyo apoyo precisamos los coloca más allá de toda sospecha de venalidad! ¿Pero existe hombre que no podamos ganarnos si lo hacemos de la forma adecuada? ¡También existen mujeres que no se puede ni pensar en comprar! Y a ésas hay que seducirlas.

»He aquí, pues, señores, lo que voy a proponerles tras haberlo discutido ampliamente con el doctor Latonne:

»Hemos clasificado, de entrada, las enfermedades que abarca nuestro tratamiento en tres grupos principales. Se trata de: 1.° el reumatismo, bajo todas sus formas, herpes, artritis, gota, etc. etc., 2.° las dolencias de estómago, de intestino y de hígado; 3.° todos los desarreglos procedentes de los trastornos circulatorios, pues es indiscutible que nuestros baños agrios ejercen sobre la circulación un efecto admirable.

»Además, señores, la prodigiosa curación del tío Clovis nos augura auténticos milagros.

»Por lo tanto, en vista de las enfermedades para las que son adecuadas estas aguas, vamos a proponerles a los principales médicos que las tratan lo siguiente: “Señores”, les diremos, “vengan a verlo, vengan a verlo con sus propios ojos, vengan con sus enfermos, les brindamos nuestra hospitalidad. La comarca es espléndida, ustedes necesitan descanso después de haber trabajado duramente todo el invierno; vengan ustedes. Y no vengan a nuestra casa, señores doctores, vengan a la suya propia, pues les ofrecemos un chalé que, si les agrada, será suyo en condiciones excepcionales”».

Andermatt se tomó un respiro y siguió diciendo con voz más pausada:

—He aquí cómo he llegado a esta idea. Hemos escogido seis parcelas de mil metros cada una. En cada una de esas seis parcelas, la Sociedad de Chalés Móviles de Berna se compromete a instalar una de sus construcciones piloto. Pondremos gratuitamente estos alojamientos, tan elegantes como confortables, a disposición de nuestros médicos. Si están a gusto, comprarán sólo la casa de la Sociedad de Berna; en cuanto al terreno, se lo regalamos… y nos lo pagarán… con enfermos. De esta forma, señores, conseguimos las múltiples ventajas de cubrir nuestros terrenos con unas villas encantadoras que no nos costarán ni un céntimo, de atraer a los mejores médicos del mundo y sus numerosos clientes, y, sobre todo, de convencer de la eficacia de nuestras aguas a doctores eminentes que no tardarán en convertirse en propietarios en esta zona. En lo referente a todas las negociaciones que deben desembocar en tales resultados, yo me encargo de ellas, señores, y no las llevaré a cabo como un especulador, sino como un hombre de mundo.

El tío Oriol lo interrumpió. Su tacañería auvernesa se indignaba ante aquellos terrenos regalados.

Andermatt tuvo un arranque de elocuencia; comparó al generoso agricultor que arroja a puñados la simiente en la tierra fecunda con el campesino rapaz que cuenta los granos y nunca consigue cosechas más que a medias.

Luego, como Oriol, disgustado, se empecinaba, el banquero hizo votar a su consejo y le cerró la boca al viejo con seis votos contra dos.

Entonces abrió un gran portafolios de cuero y sacó los planos del nuevo balneario, del hotel y del casino, así como los presupuestos y los contratos ya acordados con los contratistas, para aprobarlos y firmarlos en el acto. Las obras debían empezar a principios de la semana siguiente.

Sólo los dos Oriol quisieron mirarlos y discutir. Pero Andermatt, irritado, les dijo: «¿Les estoy pidiendo dinero? ¡No! ¡Pues no den la lata! Y si no están conformes, volvemos a votar».

Así que firmaron junto con los demás miembros del consejo; y se levantó la sesión.

Había tal conmoción en la comarca que todo el mundo estaba esperando para verlos salir y los saludaban respetuosamente. Cuando los dos campesinos iban a dirigirse hacia su casa, Andermatt les dijo:

—No se les olvide que cenamos todos juntos en el hotel. Y traigan a las chiquillas, que les he traído unos regalitos de París.

Quedaron citados a las siete en el salón del Splendid Hotel.

Fue una cena por todo lo alto, a la que el banquero había invitado a los bañistas de mayor relevancia y a las autoridades locales. Christiane estaba en la presidencia, con el cura a la derecha y el alcalde a la izquierda.

No se habló más que del futuro balneario y del porvenir de la comarca. Las hijas de Oriol, que habían encontrado debajo de la servilleta sendos estuches que contenían dos pulseras adornadas con perlas y esmeraldas, estaban locas de contento y charlaban, como nunca lo habían hecho, con Gontran, sentado entre las dos. Incluso la mayor se reía con toda el alma de las bromas del joven, que se animaba con aquella conversación y elaboraba, en su fuero interno, esos juicios masculinos, esos juicios atrevidos y secretos que nacen de la carne y de la mente ante toda mujer deseable.

Paul no comía y no decía nada… Le parecía que su vida se acababa aquella noche. De repente, se acordó de que hacía un mes justo, día por día, que habían cenado en el lago Tazenat. Sentía en el alma ese sufrimiento inconcreto, formado más por presentimientos que por penas, que sólo conocen los enamorados, ese sufrimiento que hace que el corazón pese tanto, que los nervios estén tan tensos que el menor ruido hace perder el resuello, y que la mente duela con tal tristeza que todo lo que se oye adquiere un significado penoso para ponerse a tono con la idea fija.

Nada más levantarse de la mesa, se reunió con Christiane en el salón.

—Tengo que verla esta noche —dijo—, dentro de un rato, ahora mismo, porque ya no sé cuándo podremos estar solos. ¿Sabe que hace hoy un mes justo de…?

Ella contestó:

—Lo sé.

Él siguió diciendo:

—Escúcheme, la espero en la carretera de La Roche-Pradiére, a la entrada del pueblo, cerca de los castaños. Nadie se fijará ahora en su ausencia. Venga enseguida a decirme adiós, ya que nos separamos mañana.

Ella murmuró:

—Estaré allí dentro de un cuarto de hora.

Y él se fue para no seguir en medio de aquella muchedumbre que lo exasperaba.

Tomó, cruzando los viñedos, el camino por el que habían ido un día, el día en que habían mirado juntos la Limagne por primera vez. Y no tardó en llegar a la carretera general. Estaba solo, se sentía solo, solo en el mundo. La inmensa llanura invisible incrementaba aquella sensación de aislamiento. Se paró en el lugar exacto en que se habían sentado, en que le había recitado los versos de Baudelaire acerca de la Belleza. ¡Qué lejos estaba ya aquello! Y, hora por hora, halló en su recuerdo todo lo que había sucedido a partir de aquel momento. ¡Nunca había sido tan feliz, nunca! Nunca había amado con tanta pasión y, al tiempo, de forma tan casta, con tal devoción. Se acordaba de la noche del gour de Tazenat, de la que se cumplía un mes justo, del bosque fresco, húmedo de luz pálida, del pequeño lago de plata y de los grandes peces que rozaban la superficie; y del regreso, cuando la veía caminar ante sí, entre luz y sombra, bajo las claras gotas de luna que le caían en el pelo, en los hombros y en los brazos a través de las hojas de los árboles. Eran las horas más dulces de que había gozado en la vida.

Se volvió para mirar si venía. No la vio, pero divisó la luna que aparecía en el horizonte. La misma luna que había salido para su primera confesión salía ahora para su primer adiós.

Le recorrió la piel un escalofrío, un escalofrío helado. Llegaba el otoño, el otoño que precede al invierno. No había sentido hasta aquel momento ese primer tacto del frío, que se le metía dentro de pronto como una amenaza de desgracia.

La carretera blanca, polvorienta, se extendía ante él, semejante a un río entre sus dos orillas. De pronto, apareció una silueta en la revuelta del camino. La reconoció en el acto; y la esperó sin moverse, estremecido por la misteriosa felicidad de sentir que se acercaba, de verla venir hacia él, para él.

Caminaba a pasitos cortos, sin atreverse a llamarlo, preocupada de no verlo aún, pues permanecía escondido bajo un árbol, y turbada por el hondo silencio, por la clara soledad de la tierra y del cielo. La precedía su sombra, negra y gigantesca, como si le acercara algo de ella, antes de que ella llegara.

Christiane se paró, y también la sombra se quedó inmóvil, echada, caída en la carretera.

Paul se acercó con pasos rápidos hasta el lugar en que la redondeada forma de la cabeza se proyectaba en el camino. Entonces, como si no hubiera querido perder nada de ella, se arrodilló y, prosternándose, apoyó los labios en el filo de la oscura silueta. Como bebe un perro sediento, arrastrando el vientre por la fuente, así empezó a besar apasionadamente el polvo, siguiendo los contornos de la sombra adorada. Y así se acercaba a ella, avanzando con las manos y las rodillas, cubriendo de caricias el perfil de aquel cuerpo como para recoger con los labios la amada y sombría imagen tendida en el suelo.

Ella, sorprendida, algo asustada incluso, esperó a que llegara a sus pies para atreverse a hablarle; luego, cuando hubo levantado la cabeza, aún arrodillado pero estrechándola ahora con ambos brazos, preguntó:

—¿Qué te pasa esta noche?

Él contestó:

—¡Liana, voy a perderte!

Ella le hundió los dedos a su amigo en la espesa cabellera e, inclinándose, le echó hacia atrás la frente para besarle los ojos.

—Perderme, ¿por qué? —dijo sonriente y confiada.

—Porque vamos a separarnos mañana.

—¿Separarnos? Pero por muy poco tiempo, querido mío.

—Nunca se sabe. No recuperaremos los días que hemos pasado aquí.

—Tendremos otros igual de hermosos.

Lo obligó a ponerse de pie, lo condujo al árbol donde la había esperado, hizo que se sentara a su lado, algo más bajo para poder seguir poniéndole la mano en el pelo, y le habló muy en serio, como mujer juiciosa, apasionada y decidida que está enamorada, que ya lo ha previsto todo, que sabe, por instinto, lo que hay que hacer, que está resuelta a todo.

—Escucha, querido mío, en París estoy muy libre. William no me hace caso nunca. Le basta con sus negocios. Así que, como no estás casado, iré a verte. Iré a verte todos los días, a veces por la mañana, antes de comer, a veces por la tarde, por los criados, que podrían andar con comadreos si saliera siempre a la misma hora. Podremos vernos tanto como aquí, incluso más que aquí, porque no tendremos que temer a los curiosos.

Pero él repetía, con la cabeza en las rodillas de ella y apretándole la cintura:

—¡Liana, Liana, voy a perderte! ¡Siento que voy a perderte!

A ella la impacientaba aquella pena sin motivo, aquella pena de niño en aquel cuerpo vigoroso, siendo así que ella era tan frágil, comparada con él, y estaba, sin embargo, tan segura de sí misma, tan segura de que nada podría separarlos.

Él murmuraba:

—Liana, si quisieras, nos fugaríamos juntos, nos iríamos muy lejos, a algún país hermoso, lleno de flores, para querernos. Dime, ¿no quieres que nos vayamos esta noche, no quieres?

Pero ella se encogía de hombros, algo nerviosa, algo molesta de que no le hiciera caso, porque ya no era tiempo de sueños ni de chiquilladas tiernas. Ahora tenían que ser enérgicos y prudentes, y buscar los medios para seguir queriéndose sin despertar ninguna sospecha.

Siguió diciendo:

—Escucha, querido mío, tenemos que ponernos de acuerdo y no cometer imprudencias ni tener fallos. Lo primero de todo, ¿tienes confianza en tus criados? Lo que es más de temer es una denuncia, una carta anónima a mi marido. Él solo no se dará cuenta de nada. Conozco bien a William…

Aquel nombre, dos veces repetido, irritó de pronto el corazón de Paul. Dijo nervioso:

—¡Ay, no me hables de él esta noche!

Ella se extrañó:

—¿Por qué? No queda más remedio… Te aseguro que no tiene ningún interés por mí.

Le había adivinado el pensamiento.

Unos oscuros celos, inconscientes aún, se iban despertando en él. Y, de pronto, arrodillándose y tomándole las manos:

—¡Escucha, Liana!…

Calló. No se atrevía a decirle la preocupación, la vergonzosa sospecha que lo asaltaban, y no sabía cómo expresarlas.

—Escucha… Liana… ¿Cómo te llevas con él?…

Ella no lo entendió.

—Pues… pues… muy bien…

—Sí… ya lo sé… Pero… escucha… entiéndeme bien… Es… es tu marido… en fin… y… y… no sabes cuánto llevo pensando en esto desde hace un rato… Cuánto me atormenta… cuánto me tortura… Me entiendes… ¿verdad?

Ella vaciló unos segundos, luego se dio cuenta de todo lo que quería decir y exclamó en un arranque de indignada sinceridad:

—Pero, querido mío… ¿cómo se te puede ocurrir?… Pero si soy tuya… ¿me oyes?… sólo tuya… pero si te quiero… ¡Oh, Paul!…

Él dejó caer la cabeza en las rodillas de la joven y dijo muy bajo:

—¡Pero!… en resumidas cuentas… Liana, pequeña mía… ya que es… ya que es tu marido… ¿Cómo te las arreglarás?… ¿Lo has pensado?… ¡Di!… ¿Cómo te las apañarás esta noche… o mañana…? Porque no puedes decirle… decirle siempre, siempre que no.

Ella murmuró muy bajo también:

—Le he dicho que estaba embarazada, y… y con eso le basta… De verdad que no tiene ningún interés… No hablemos más de esas cosas, querido mío, no sabes cuánto me molesta, cuándo me ofende. Fíate de mí, ya que te quiero…

Él se quedó quieto, aspirando el olor del vestido y besándolo, mientras ella le acariciaba el rostro con dedos amorosos y suaves.

Pero, de pronto, dijo:

—Tenemos que volver, porque se van a dar cuenta de que nos hemos ido los dos.

Se besaron largamente, abrazándose como si fueran a quebrantarse los huesos. Luego ella se fue primero, corriendo para llegar antes, mientras que él la miraba alejarse y desaparecer, tan triste como si toda su felicidad y toda su esperanza hubieran huido con ella.