Christiane, que se había acostado muy tarde, se despertó en cuanto derramó el sol por su cuarto una oleada de roja luz, a través de la ventana que se había quedado abierta de par en par.
Miró la hora —las cinco— y permaneció tendida de espaldas, notando con deleite la tibieza del lecho. Sentía el alma tan dispuesta y alegre que le parecía que una dicha, una gran dicha, una inmensa dicha le había acontecido durante la noche. ¿Qué era? Trataba de dar con ello, de dar con ese suceso feliz que así la había impregnado de alegría. ¡Toda la tristeza de la víspera había desaparecido, se había desvanecido durante el sueño!
¡Así que Paul Brétigny la amaba! ¡Cuán diferente del primer día le parecía ahora! Por mucho que forzaba sus recuerdos, no conseguía volver a verlo y a juzgarlo como al principio, ni siquiera conseguía volver a ver al hombre que le había presentado su hermano. El hombre de ahora no había conservado nada del otro, nada, ni el rostro, ni el aspecto, nada, pues su primitiva imagen había pasado poco a poco, día a día, por todas las lentas modificaciones por las que pasa en la mente un ser al que primero se entrevé y que luego se convierte en un ser conocido, después en un ser familiar, en un ser amado. Sin darnos cuenta de ello, vamos tomando posesión de él hora a hora; tomamos posesión de sus rasgos, de sus ademanes, de sus actitudes, de su físico y de su intelecto. Se nos mete dentro, en la mirada y en el corazón, mediante la voz, mediante todos los gestos, por lo que dice y por lo que piensa. Lo absorbemos, lo comprendemos, lo intuimos en todas las intenciones de la sonrisa y de la palabra; es, en fin, como si nos perteneciera por entero, hasta tal punto amamos, inconscientemente aún, cuanto le pertenece, cuanto de él procede.
Y entonces resulta imposible recordar cómo era aquel ser ante nuestra mirada indiferente la primera vez que lo vimos.
¡Así que Paul Brétigny la amaba! Christiane no sentía por ello ni temor ni angustia, sino un hondo enternecimiento, una alegría inmensa, nueva, exquisita, porque la amaban y lo sabía.
La inquietaba un poco, sin embargo, la actitud que iba a adoptar con ella, y la que ella debería tener con él. Pero como incluso el pensar en tales cosas le resultaba delicado a su conciencia, dejó de darles vueltas, fiándose de la propia sutileza, de la propia habilidad para dirigir los acontecimientos. Bajó a la hora de siempre y halló a Paul fumando un cigarrillo ante la puerta del hotel. La saludó respetuosamente.
—Buenos días, señora. ¿Qué tal se encuentra esta mañana?
Ella respondió sonriente:
—Muy bien, caballero. He dormido de maravilla.
Y le tendió la mano, temiendo que tardara en soltarla. Pero apenas si se la estrechó; y comenzaron a charlar tranquilamente como si ambos hubieran olvidado.
El día transcurrió sin que él hiciera nada por sacar a colación su ardorosa confesión de la víspera. Los días siguientes permaneció igual de discreto y de tranquilo, y confió en él. Pensaba que había adivinado que, si se volvía más atrevido, la ofendería. Y esperó, creyó firmemente que se habían detenido en aquella encantadora etapa de la ternura en la cual es posible quererse mirándose a lo hondo de los ojos, sin remordimientos ni mancilla.
No obstante, se guardaba siempre mucho de alejarse de los demás y quedarse sola con él.
Pero una noche, el sábado de la misma semana en que habían ido al gour de Tazenat, cuando iban hacia el hotel, a eso de las diez, el marqués, Christiane y Paul, pues habían dejado a Gontran jugando al ecarté con los señores Aubry-Pasteur y Riquier y el doctor Honorat en la sala grande del Casino, Brétigny exclamó al ver aparecer la luna entre las ramas:
—¡Qué bonito sería ir a ver las ruinas de Tournoël en noche como ésta!
Sólo de pensarlo, Christiane se emocionó, pues la luna y las ruinas ejercían en ella la misma influencia que en casi todas las almas femeninas.
Le apretó la mano al marqués:
—¡Ay sí, papá! ¿Quieres?
Su padre dudaba, pues tenía muchas ganas de meterse en la cama.
Ella insistió:
—¡Acuérdate de lo bonito que es Tournoël de día! ¡Tú mismo has dicho que nunca habías visto unas ruinas tan pintorescas, con esa torre tan grande encima del castillo! ¡Lo que debe de ser de noche!
El marqués accedió al fin:
—Bueno, vamos; pero nos quedamos cinco minutos y nos volvemos enseguida, que quiero estar acostado a las once.
—Sí, nos volvemos enseguida. No se tarda más de veinte minutos.
Fueron los tres, Christiane del brazo de su padre, y Paul a su lado.
Éste iba hablando de viajes que había hecho, de Suiza, de Italia, de Sicilia. Contaba sus impresiones al ver determinadas cosas, su entusiasmo en la cima del monte Rosa cuando el sol, al asomar por el horizonte de aquella multitud de cumbres heladas, de aquel quieto mundo de las nieves perpetuas, arrojó sobre cada una de las gigantescas cimas una claridad deslumbradora y blanca, las encendió como si fueran los pálidos faros que deben de iluminar los reinos de los muertos. Luego narró la emoción que había sentido al borde del monstruoso cráter del Etna, cuando le había parecido que era un animalillo imperceptible, a tres mil metros, en pleno firmamento, sin ver más que mar y cielo, el mar azul abajo, el cielo azul arriba, asomado a aquella boca espantosa de la tierra, cuyo aliento lo asfixiaba.
Abultaba las imágenes para conmover a la joven; y ella lo escuchaba palpitante, y, en un arrebato de imaginación, divisaba también todas aquellas cosas soberbias que había visto él.
De pronto, en una revuelta del camino, se les apareció Tournoël. El viejo castillo, erguido en su picacho, dominado por la alta y delgada torre, hueca y desmantelada por el tiempo y las remotas guerras, dibujaba, sobre un cielo de aparición, su enorme silueta de mansión fantástica.
Los tres se pararon, sorprendidos. El marqués dijo por fin:
—Precioso, desde luego. Parece un sueño de Gustave Doré hecho realidad. Vamos a sentarnos cinco minutos.
Y se sentó en la hierba de la cuneta.
Pero Christiane, loca de entusiasmo, exclamó:
—¡Padre, vamos a acercarnos más! ¡Es tan hermoso, es tan hermoso! ¡Por favor, vamos hasta el pie del castillo!
Esta vez, el marqués se negó:
—No, querida mía, ya he andado bastante; no puedo más. Si quieres verlo más de cerca, ve con el señor Brétigny. Yo os espero aquí.
Paul preguntó:
—¿Quiere usted ir, señora?
Ella vacilaba, presa de dos temores: el de quedarse sola con él y el de herir a un hombre honrado pareciendo recelosa.
El marqués repitió:
—¡Vayan, vayan! Yo los espero aquí.
Entonces a ella se le ocurrió que su padre estaba al alcance de la voz, y dijo resuelta:
—Vamos, caballero.
Y echaron a andar juntos.
Pero apenas llevaba Christiane caminando unos minutos cuando sintió que la invadía una emoción punzante, un miedo vago y misterioso, miedo de las ruinas, miedo de la noche, miedo de aquel hombre. Notaba de pronto las piernas flojas, como aquella otra noche en el lago Tazenat; se negaban a llevarla más allá, se le doblaban, le parecía que se le hundían en la carretera, donde se le quedaban clavados los pies cuando quería alzarlos.
Un árbol muy alto, un castaño, plantado al lado del camino, cobijaba la orilla de un prado. Christiane, sin aliento como si hubiera corrido, se dejó caer pegada al tronco. Y balbuceó:
—Me quedo aquí… Se ve muy bien.
Paul se sentó a su lado. Ella notaba cómo le latía el corazón con fuertes y presurosos golpes. Tras un corto silencio, él dijo:
—¿Cree usted que hemos vivido ya antes?
Ella murmuró, sin haber comprendido del todo, tan grande era su emoción, lo que le preguntaba:
—No sé. ¡No he pensado nunca en ello!
Él siguió diciendo:
—Yo lo creo… a ratos… o, mejor dicho, lo noto… Los seres están compuestos de mente y de cuerpo, que parecen diferentes, pero que seguramente son un todo de igual naturaleza, que tiene que aparecer de nuevo cuando los elementos que lo constituyeron la primera vez se combinan otra vez al mismo tiempo. Claro que no se trata del mismo individuo, pero sí que es el mismo hombre el que vuelve cuando en un cuerpo semejante a una forma anterior se aloja un alma igual a la que antaño lo animaba. Pues yo, esta noche, señora, estoy seguro de que he vivido en este castillo, que ha sido mío, que en él he combatido, que lo he defendido. ¡Lo reconozco, estoy seguro de que me perteneció! ¡Y también estoy seguro de que en él amé a una mujer que se le parecía, que se llamaba Christiane como usted! Tan seguro estoy que me parece que aún la veo llamándome desde lo alto de esa torre. ¡Intente recordar! Detrás hay un bosque que baja por un profundo valle. Nos hemos paseado por él con frecuencia. Las noches de verano llevaba usted vestidos muy finos; y yo tenía armas pesadas que resonaban bajo las hojas.
»¿No se acuerda? ¡Inténtelo, Christiane! ¡Su nombre me resulta familiar como los que se oyen desde la infancia! ¡Si se miraran despacio todas las piedras de esta fortaleza, aparecería en ellas, grabado antaño por mi mano! ¡Le aseguro que reconozco mi morada, mi región, igual que la reconocí a usted la primera vez que la vi!
Hablaba con exaltado convencimiento, poéticamente embriagado por el contacto con aquella mujer, y por la noche, y por la luna, y por las ruinas.
De repente, se arrodilló ante Christiane, y dijo con voz temblorosa:
—Déjeme que la adore de nuevo, ya que he vuelto a encontrarla. ¡Llevo tanto buscándola!
Ella quería ponerse de pie, irse, reunirse con su padre; pero no tenía fuerzas para ello, no tenía valor, retenida, paralizada por un ardiente deseo de seguir escuchándolo, de oír como le entraban en el corazón aquellas palabras que la hechizaban. Sentía que se apoderaba de ella un sueño, el sueño siempre esperado, tan dulce, tan poético, colmado de rayos de luna y de baladas.
Él le había cogido las manos y le besaba la punta de las uñas balbuceando:
—Christiane… Christiane… tómeme… máteme… ¡La amo, Christiane…!
Lo sentía temblar, estremecerse a sus pies. Ahora le besaba las rodillas, con el pecho lleno de hondos sollozos. Temió que se volviera loco y se puso en pie para salir huyendo. Pero él se había levantado más deprisa y la había tomado en sus brazos, arrojándose sobre sus labios.
Entonces, sin dar un grito, sin rebelarse, sin resistirse, se dejó caer en la hierba, como si aquella caricia, al quebrantar su voluntad, le hubiese partido el espinazo. Y él la hizo suya con tanta facilidad como si cogiera una fruta madura.
Pero apenas hubo aflojado los brazos, ella se incorporó y escapó, espantada, tiritando y aterida de pronto, como si acabara de caerse al agua. Él la alcanzó en unas cuantas zancadas y la tomó por el brazo susurrando: «¡Christiane, Christiane!… cuidado con su padre».
Ella siguió andando sin contestar, sin mirar atrás; caminaba en línea recta, con paso torpe y vacilante. Él la seguía ahora sin atreverse a dirigirle la palabra.
En cuanto el marqués los vio, se puso de pie:
—Vamos, vamos —dijo—, que ya estaba empezando a quedarme frío. Estas cosas son muy bonitas, pero no son nada buenas para el tratamiento.
Christiane se apretujaba contra su padre como para pedirle protección y refugiarse en su ternura.
Nada más llegar a su habitación, se desnudó en pocos segundos y se hundió en la cama, tapándose la cabeza con las sábanas; luego lloró. Lloró, con la cara metida en la almohada, mucho rato, mucho, inerte, anonadada. No pensaba, no sufría, no se arrepentía. Lloraba sin pensar, sin reflexionar, sin saber por qué. Lloraba por instinto, como se canta cuando se está alegre. Al fin, cuando la agotó el llanto, agobiada, dolorida por los prolongados sollozos, la adormecieron el cansancio y la fatiga.
La despertaron unos golpecitos en la puerta de su dormitorio, que daba al salón. Era pleno día, las nueve de la mañana. «¡Adelante!», gritó. Y apareció su marido, alegre, animado, tocado con gorra de viaje y, al costado, un bolsito para el dinero que llevaba siempre en los desplazamientos.
Exclamó:
—¡Pero, cómo, querida, todavía durmiendo! ¿Te he despertado? ¡Claro! Llego sin avisar. Espero que estés bien. En París hace un tiempo estupendo.
Se quitó la gorra y se acercó para darle un beso.
Ella se iba pegando a la pared, invadida por un temor loco, un temor nervioso hacia aquel hombrecillo sonrosado y satisfecho que le acercaba los labios.
Luego, de súbito, le presentó la frente cerrando los ojos. Él le dio un apacible beso y le preguntó:
—¿Me permites que me lave un poco en tu cuarto de aseo? Como no me esperaban hoy, no me han preparado la habitación.
Ella balbuceó:
—Desde luego.
Y él se metió por una puerta que estaba a los pies de la cama. Lo oía moverse, chapotear, silbar; luego dijo a voces:
—¿Qué hay por aquí? Yo traigo noticias muy buenas. Los resultados del análisis del agua son inesperados. Podremos curar tres enfermedades más que en Royat por lo menos. ¡Es estupendo!
Ella se había sentado en la cama, ahogándose; se le iba la cabeza con aquel regreso inesperado que la golpeaba como un dolor y la oprimía como un remordimiento. Él volvió, alegre, oliendo mucho a verbena. Entonces se sentó con familiaridad a los pies de la cama y preguntó:
—¿Y el paralítico? ¿Qué tal va? ¿Ha empezado a andar? ¡Es imposible que no se cure con todo lo que hemos encontrado en el agua!
Ella llevaba varios días sin acordarse del paralítico, y balbuceó:
—Pues… creo… me parece que va mejorando… pero esta semana no lo he visto… no… no me encuentro muy bien…
Él la miró con interés y siguió diciendo:
—Es verdad que estás un poco pálida… Por cierto, que te sienta muy bien… Estás encantadora así… no se puede estar más encantadora…
Se aproximó, se inclinó hacia ella y quiso meter un brazo en la cama y pasárselo por la cintura.
Pero ella retrocedió con tal ademán de terror que se quedó estupefacto, con las manos y la boca tendidas. Luego preguntó:
—¿Qué te pasa? ¡Es que ya no se te puede ni tocar! Te aseguro que no pretendo hacerte daño…
Y se le iba acercando, acuciante, con un repentino deseo brillándole en los ojos.
Entonces ella balbuceó:
—No… déjame… déjame… Es que… es que… creo… ¡creo que estoy embarazada!
Lo había dicho trastornada por la angustia, sin pensar, para evitar su contacto, igual que habría dicho: «Tengo la lepra, o la peste».
Él palideció a su vez, turbado por una honda alegría; y se limitó a murmurar: «¡Ya!». Ahora sentía deseos de besarla despacio, con dulzura, tiernamente, como un padre dichoso y agradecido. Luego lo asaltó una inquietud:
—¿Será posible?… ¿Cómo?… ¿Tú crees?… ¿Tan pronto?…
Ella contestó:
—Sí… ¡sí que es posible!… ¡qué día más estupendo!
Entonces él se puso en pie de un brinco y exclamó frotándose las manos:
—Por vida de… por vida de…
Estaban llamando otra vez a la puerta. Andermatt fue a abrir y una camarera le dijo:
—El doctor Latonne querría hablar enseguida con el señor.
—Muy bien. Páselo al salón, ahora mismo voy.
Regresó a la habitación de al lado. El doctor apareció en el acto. Tenía un rostro solemne, un porte comedido y frío. Saludó, estrechó brevemente la mano que, un poco sorprendido, le tendía el banquero, se sentó y se explicó con el mismo tono de un testigo en un lance de honor:
—Me sucede, querido señor, algo muy desagradable, de lo que tengo que informarlo para explicarle mi conducta. Cuando me hizo usted el honor de encomendarme a su esposa, acudí inmediatamente; ahora bien, al parecer, unos minutos antes que yo, mi colega, el inspector médico, que sin duda le inspira mayor confianza a la señora Andermatt, había acudido al ser requerido por el señor marqués de Ravenel. De ello ha resultado que, al llegar el segundo, parece como si le hubiera arrebatado con malas artes al doctor Bonnefille una clienta que ya era suya, parece como si hubiera cometido una acción poco delicada, indecorosa, incalificable entre colegas. Ahora bien, señor mío, en el ejercicio de nuestro arte hay que usar de unas precauciones y de un tacto fuera de lo común para evitar cualquier roce que podría acarrear graves consecuencias. El doctor Bonnefille, enterado de mi visita a estas habitaciones, creyéndome culpable de tal falta de delicadeza, pues, en efecto, las apariencias estaban en mi contra, lo ha comentado con palabras tales que, si no fuera por su edad, me habría visto obligado a exigirle cuentas. Sólo me queda una cosa por hacer para dejar bien clara mi inocencia ante él y ante todo el cuerpo médico de la comarca, y es, lamentándolo mucho, dejar de atender a su esposa y divulgar la realidad de este asunto, rogándole que acepte mis disculpas.
Andermatt contestó muy violento:
—Doctor, me hago cargo perfectamente de la difícil situación en que se halla usted. La culpa no la tenemos ni yo ni mi esposa, sino mi suegro, que había recurrido al señor Bonnefille sin avisarnos. ¿No podría ir yo a ver a su colega y decirle…?
El doctor Latonne lo interrumpió:
—Es inútil, querido señor, es ésta una cuestión de dignidad y honor profesional, que debo respetar por encima de todo, y, a pesar de lo mucho que lo lamento…
Esta vez fue Andermatt quien no lo dejó terminar. Al hombre rico, al hombre que paga, que compra una receta de cinco, diez, veinte o cuarenta francos como una caja de cerillas de quince céntimos, a quien tiene que pertenecerle todo gracias al poder de su bolsa, y que no aprecia a los seres ni los objetos más que si asimila su valor al del dinero mediante una relación rápida y directa entre los metales convertidos en moneda y todas las demás cosas que existen, lo irritaba la impertinencia de aquel vendedor de medicaciones de papel. Declaró, muy seco:
—Está bien, doctor. No se hable más. Pero deseo que esta decisión no tenga una enfadosa influencia en su carrera. Ya veremos, sí, ya veremos cuál de los dos tendrá que lamentar más la resolución que ha adoptado usted.
El médico, ofendido, se puso en pie y, saludando con gran cortesía, dijo:
—No me cabe la menor duda, caballero, de que seré yo. Ya desde hoy mismo, lo que acabo de hacer me resulta muy penoso se mire por donde se mire. Pero yo nunca vacilo entre mis intereses y mi conciencia.
Y se fue. Según salía, se tropezó con el marqués de Ravenel que entraba con una carta en la mano. Y el señor de Ravenel exclamó nada más quedarse a solas con su yerno:
—Mire, querido yerno, qué contrariedad me sucede por culpa de usted. El doctor Bonnefille, molesto porque ha llamado usted a su colega para atender a Christiane, me envía sus honorarios junto con una nota muy seca en la que me avisa de que no debo contar ya con sus conocimientos.
Entonces el enfado de Andermatt llegó al colmo. Caminaba de un lado para otro, se iba exaltando según hablaba, gesticulaba, rebosante de una ira inofensiva y ficticia, una de esas iras que nunca se toman en serio. Decía sus argumentos a voces. A ver, ¿de quién era la culpa? ¡Pues tan sólo del marqués que había llamado a aquel borrico rematado de Bonnefille sin avisar siquiera a Andermatt, a quien su médico de París había puesto al tanto de los relativos méritos de los tres charlatanes de Enval!
Y además, ¿por qué se había metido el marqués en camisa de once varas haciendo una consulta a espaldas del marido, del marido, el único juez, el único responsable de la salud de su esposa? ¡Vamos, que con todo pasaba lo mismo continuamente! ¡La gente que lo rodeaba sólo hacía tonterías, sólo tonterías! Siempre lo estaba repitiendo, pero predicaba en desierto, nadie lo comprendía, nadie creía en su experiencia hasta que ya era demasiado tarde.
Y decía «mi médico», «mi experiencia», con autoridad de hombre que posee cosas únicas. Los posesivos sonaban en su boca como si fueran de metal. Y cuando decía: «mi esposa», era evidente que el marqués no tenía ya ningún derecho sobre su hija, puesto que Andermatt se había casado con ella, y casarse y comprar para él querían decir lo mismo.
Gontran entró cuando la discusión estaba en todo su apogeo, y se sentó en un sillón con una sonrisa alegre en los labios. No decía nada, escuchaba y se divertía una barbaridad.
Cuando el banquero calló, sin aliento, su cuñado alzó la mano y exclamó:
—Pido la palabra. Los dos están sin médico, ¿no es eso? Pues propongo a mi candidato, al doctor Honorat, el único que tiene una opinión clara e inalterable sobre el agua de Enval. La manda beber, pero él no la bebería por nada del mundo. ¿Quieren que vaya a buscarlo? Yo me encargo de las negociaciones.
No quedaba más solución y rogaron a Gontran que fuera a buscarlo en el acto. El marqués, inquieto al pensar en un cambio de tratamiento y de cuidados, quería conocer en el acto la opinión de aquel nuevo médico; y a Andermatt le entraron deseos no menos acuciantes de consultarle el caso de Christiane.
Ésta los estaba oyendo a través de la puerta, pero no los escuchaba ni sabía de qué hablaban. Nada más dejarla su marido, había salido huyendo de la cama como de un lugar temible y se estaba vistiendo a toda prisa, sin su doncella, con la cabeza trastornada por todos aquellos acontecimientos.
Le parecía que el mundo había cambiado a su alrededor, que la vida no era como la víspera, que incluso las personas eran completamente diferentes.
De nuevo se alzó la voz de Andermatt:
—¡Hombre, querido Brétigny! ¿Qué tal está usted?
Ya había dejado de llamarlo «señor».
Otra voz contestó:
—Estupendamente, querido Andermatt. ¿Así que ha llegado usted esta mañana?
Christiane, que se estaba recogiendo el pelo hacia arriba, se paró, sin respiración, con los brazos en alto. Creyó ver a través del tabique cómo se estrechaban la mano. Se sentó, no se tenía de pie; y el pelo le cayó, suelto, por los hombros.
Ahora era Paul el que hablaba, y cada palabra que salía de sus labios la hacía estremecerse de pies a cabeza. Cada una de aquellas palabras, cuyo sentido no captaba, le caía en el corazón con el sonido de un badajo golpeando una campana.
De repente, dijo casi en voz alta: «Pero ¡si es que lo quiero… lo quiero!», como si se hubiera dado cuenta de algo nuevo y sorprendente que la salvaba, que la consolaba, que la declaraba inocente ante su conciencia. La enderezó una súbita energía; en un instante, se había hecho a la idea. Y siguió peinándose mientras murmuraba: «Tengo un amante, y ya está. Tengo un amante». Entonces, para afirmarse más en ello, para librarse de cualquier angustia, resolvió de pronto, con ardiente convicción, quererlo con frenesí, darle su vida, su dicha, sacrificárselo todo, ateniéndose a la moral exaltada de los corazones vencidos pero escrupulosos, que se consideran purificados por la abnegación y la sinceridad.
Y, tras el tabique que los separaba, le lanzó besos. Ya estaba todo resuelto, se entregaba en sus manos, sin reservas, como si se ofreciera a un dios. La niña, ya coqueta y astuta pero tímida aún, aún temblorosa, acababa de morir bruscamente en ella; y había nacido la mujer, lista para la pasión, esa mujer resuelta, tenaz, que hasta aquel momento sólo anunciaba aquella energía oculta en la mirada azul que le daba al lindo rostro de rubia un aspecto valiente y casi desafiante.
Oyó que se abría la puerta y no se volvió, adivinando a su marido sin verlo, como si un nuevo sentido, un instinto casi, también acabara de nacer en ella.
Éste le preguntó:
—¿Te falta mucho? Vamos a ir dentro de un rato al baño del paralítico a ver si ha mejorado de verdad.
Ella respondió, muy tranquila:
—Sí, querido Will, estaré lista dentro de cinco minutos.
Pero Gontran había vuelto a entrar en el salón y estaba llamando a Andermatt.
—Figúrese —decía— que me he encontrado en el parque con ese imbécil de Honorat que también se niega a atenderlos por temor a los demás. Habla de procedimientos, de consideraciones, de costumbres… Parece como si… da la impresión de que… Bueno, que es de la misma calaña que sus dos colegas. La verdad es que creía que era menos mono de imitación.
El marqués se había quedado aterrado. La idea de tomar las aguas sin médico, de bañarse cinco minutos de más, de beber un vaso de menos le daba pánico, pues creía que todas las dosis, horas y fases del tratamiento estaban reguladas con exactitud por una ley de la naturaleza que había pensado en los enfermos cuando mandó correr las aguas minerales, y cuyos misteriosos secretos conocían en su totalidad los médicos, como inspirados sacerdotes y sabios.
Exclamó:
—Así que uno puede morirse aquí… ¡Puede uno reventar como un perro sin que ninguno de esos caballeros se tome la molestia de acudir!
Y lo invadió la ira, una ira egoísta y furibunda de hombre cuya salud se siente amenazada.
—¿Acaso tienen derecho a portarse así? Pues los sinvergüenzas esos pagan una patente, igual que los tenderos de ultramarinos. Debe de ser posible obligarlos a cuidar a la gente, igual que los trenes tienen obligación de admitir a todos los pasajeros. Voy a escribir a los periódicos para ponerlos al tanto.
Caminaba de un lado a otro, muy agitado. Y siguió diciendo, vuelto hacia su hijo:
—Oye, va a haber que mandar venir a uno desde Royat o desde Clermont. ¡No podemos quedarnos así!…
Gontran contestó sonriente:
—Pero los de Clermont o de los de Royat no conocen bien el agua de Enval, que no tiene el mismo efecto especial que la de ellos en el tubo digestivo y el aparato circulatorio. Y además, puedes estar seguro de que ellos tampoco vendrán, para que no parezca que les socavan el terreno a los colegas.
El marqués, despavorido, balbuceó:
—Pero, entonces, ¿qué va a ser de nosotros?
Andermatt cogió el sombrero:
—Déjeme a mí, y le garantizo que esta noche los vamos a tener a los tres, me oye bien, a los tres —dijo recalcando las palabras—, arrodillados delante de nosotros. Y ahora vamos a ver al paralítico.
Gritó:
—¿Estás lista, Christiane?
Ésta apareció en la puerta, muy pálida, con aspecto de determinación. Besó a su padre y a su hermano, y luego se volvió hacia Paul y le tendió la mano. La tomó con los ojos bajos, estremecido de angustia. Como el marqués, Andermatt y Gontran salían charlando y sin ocuparse de ella, Christiane dijo con voz firme clavando en el joven una mirada tierna y resuelta:
—Le pertenezco a usted en cuerpo y alma. A partir de ahora puede hacer conmigo lo que quiera.
Luego salió sin dejarlo responder.
Al acercarse al manantial de los Oriol, divisaron, como si de una enorme seta se tratara, el sombrero del tío Clovis, que dormitaba al sol, en el agua caliente, en el fondo de su hoyo. Ahora se pasaba allí las mañanas enteras, pues se había acostumbrado a aquel ardiente baño que lo hacía sentirse, a lo que decía, más mozo que un recién casado.
Andermatt lo despertó:
—¿Qué, amigo, mejora usted?
Al reconocer a su hombre, el viejo hizo una mueca de satisfacción:
—Ya lo creo, voy a pedir de boca.
—¿Anda usted ya un poco?
—Como un conejo, caballero, como un conejo. El primer domingo del mesh eshtoy por bailar la bourrée con la novia.
Andermatt notó que le latía el corazón; repitió:
—¿De verdad que anda usted?
El tío Clovis dejó de bromear:
—Poca cosha, poca cosha. Pero no importa, voy tirando.
Entonces el banquero quiso ver en el acto cómo caminaba el vagabundo. Daba vueltas en tomo al hoyo, iba de un lado para otro, daba órdenes como si quisiera poner a flote un barco hundido.
—Venga, Gontran, cójalo del brazo derecho. Usted, Brétigny, del brazo izquierdo. Yo voy a cogerlo por las caderas. Vamos, a un tiempo, uno, dos, tres. Querido suegro, tire de la pierna, no, de la otra, de la que tiene en el agua. ¡Rápido, por favor, que ya no puedo más! Ya está, uno, dos, ya, ¡uf!
Habían sentado en el suelo al buen hombre que los dejaba esforzarse con cara de burla, sin colaborar en absoluto.
Luego lo alzaron otra vez y lo pusieron de pie, dándole las muletas, que usó como bastones; y empezó a caminar, doblado en dos, arrastrando los pies, quejándose, resoplando. Iba como una babosa y dejaba tras de sí un largo rastro de agua en el polvo blanco de la carretera.
Andermatt, entusiasmado, aplaudió gritando como en el teatro cuando se aclama a los actores: «¡Bravo, bravo, admirable, bravo!». Luego, como el viejo parecía agotado, se abalanzó para sostenerlo, lo tomó en sus brazos, aunque le chorreaban los harapos, y repetía:
—Basta ya, no se canse. Vamos a volver a meterlo en el baño.
Y los cuatro hombres metieron otra vez al tío Clovis en el hoyo cogiéndolo por las cuatro extremidades y llevándolo con mil cuidados, como si fuera un objeto frágil y de gran valor.
Entonces, el paralítico declaró con acento convencido:
—Deshde luego que esh buena agua, buena agua como no hay otra. ¡Vale un teshoro un agua como éshta!
Andermatt se volvió de pronto hacia su suegro:
—No me esperen para comer. Voy a casa de los Oriol y no sé cuándo acabaré. ¡Estas cosas no hay que dejarlas para luego!
Y se fue, presuroso, casi corriendo, y haciendo con el junquillo molinetes de hombre encantado de la vida.
Los demás se sentaron bajo los sauces, a la orilla del camino, frente al hoyo del tío Clovis.
Christiane, al lado de Paul, miraba el elevado montículo que tenía ante sí, desde el que había visto volar el peñasco. ¡Aquel día, hacía poco más de un mes, estaba allá arriba! ¡Estaba sentada en aquella hierba rojiza! ¡Un mes! ¡Un mes nada más! ¡Recordaba los más nimios detalles, las sombrillas tricolores, los pinches de cocina, todo lo que había dicho cada cual! ¡Y el perro, el pobre perro destrozado por la explosión! ¡Y aquel joven alto, aquel desconocido que se había abalanzado, por una simple palabra de ella, para salvar al animal! ¡Ahora era su amante! ¡Su amante! ¡Así que tenía un amante! Y ella era amante suya —¡amante suya! Se repetía aquello en la intimidad de su conciencia— ¡amante suya! ¡Qué extraña palabra! Aquel hombre, sentado a su lado, cuya mano veía arrancando una a una las briznas de hierba, cerca de su vestido que intentaba tocar, aquel hombre estaba ahora unido a su carne y a su corazón por esa cadena misteriosa, inconfesable, vergonzosa, que ha tendido la naturaleza entre la mujer y el hombre.
Con aquella voz del pensamiento, aquella voz muda que tan alto parece hablar en el silencio de las almas turbadas, se repetía sin cesar: «¡Soy su amante, su amante, su amante!». ¡Qué raro era aquello, qué imprevisto!
«¿Lo amo?» Lo miró rápida y furtivamente. Sus ojos se encontraron y notó que la ardiente mirada con que la recorría la acariciaba de tal modo que se estremeció de arriba abajo. Ahora sentía deseos, unos deseos locos, irresistibles de tomar aquella mano que jugaba en la hierba y de oprimirla muy fuerte para expresarle cuanto se puede decir con una presión. Dejó que la suya se fuera deslizando por el vestido, hasta la hierba, y luego la dejó allí, inmóvil, con los dedos abiertos. Entonces vio la otra, que acudía despacio, como un animal enamorado que busca a la compañera. ¡Llegó muy cerca, muy cerca, y los dedos meñiques se tocaron! Se rozaron en la punta, con suavidad, apenas, se separaron y se volvieron a encontrar, como labios que se besan. Pero aquella caricia imperceptible, aquel roce ligero calaba en ella con tal violencia que se sentía desfallecer como si él la hubiera estrechado de nuevo con fuerza entre sus brazos.
Y comprendió de pronto lo que es pertenecer a alguien, lo que es anonadarse bajo el amor que se apodera de nosotros, cómo otro ser puede hacernos suyos en cuerpo y alma, en carne, pensamiento, voluntad, sangre, nervios, todo, todo, todo lo que llevamos dentro, igual que hace una gran ave de presa de anchas alas que se abate sobre un reyezuelo.
El marqués y Gontran hablaban de la futura estación termal, pues se habían contagiado del entusiasmo de Will. Estaban enumerando los méritos del banquero, la mente clara, el juicio atinado, el método especulativo seguro, los procedimientos osados y la forma de ser sin altibajos. El suegro y el cuñado, ante el probable éxito, del que creían tener la seguridad, estaban de acuerdo y se congratulaban por aquella alianza.
Christiane y Paul parecía como si no oyeran, pendientes por completo uno de otro.
El marqués le dijo a su hija:
—Sabrás, monina, que a lo mejor, un día de éstos, te conviertes en una de las mujeres más ricas de Francia, y hablarán de ti como se habla de los Rothschild. Hay que reconocer que Will es un hombre notable, notabilísimo, con una inteligencia tremenda.
Pero unos súbitos y extraños celos se le metieron de pronto a Paul en el corazón.
—No se crea —dijo—, que ya sé yo cómo es la inteligencia de todos esos grandes hombres de negocios. Sólo piensan en una cosa: ¡en el dinero! ¡Todos los pensamientos que les dedicamos nosotros a las cosas hermosas, todo lo que dejamos de hacer por atender a nuestros caprichos, todas las horas que les concedemos a nuestros entretenimientos, toda la energía que derrochamos en nuestros placeres, todo el ardor y la fuerza que nos toma el amor, el divino amor, los dedican ellos a buscar oro, a pensar en el oro, a acumular oro! El hombre, el hombre inteligente vive para todas las grandes ternuras desinteresadas, las artes, el amor, la ciencia, los viajes, los libros; y, si busca el dinero, es porque le facilita las auténticas alegrías de la mente e incluso la dicha del corazón. ¡Pero ellos sólo tienen en la mente y en el corazón ese innoble gusto por los negocios! Esos piratas de la vida se parecen tanto a los hombres que valen algo como el comerciante de cuadros al pintor, como el editor al escritor, como el director dramático al poeta.
Calló de repente dándose cuenta de que se estaba dejando llevar por el enojo, y siguió diciendo con más calma:
—No lo digo por Andermatt, que me parece una persona muy agradable. Lo estimo mucho, pues es cien veces superior a los demás…
Christiane había retirado la mano. Paul calló de nuevo.
Gontran se echó a reír y exclamó, con aquella voz perversa con la que no se recataba de decir nada cuando hablaba con guasona sinceridad:
—En cualquier caso, amigo mío, esos hombres poseen una cualidad de gran valor: se casan con nuestras hermanas y tienen hijas ricas que se casan con nosotros.
El marqués, ofendido, se puso de pie:
—¡Gontran! A veces me indignas.
Paul, entonces, murmuró vuelto hacia Christiane:
—¿Sabrían morir por una mujer o, al menos, darle su fortuna —toda su fortuna— sin quedarse con nada?
Con aquellas palabras decía de forma tan clara: «Todo lo que poseo es suyo, incluso mi vida» que ella se emocionó. Y se le ocurrió una argucia para tomarle las manos:
—Levántese y tire de mí; me he quedado entumecida y no me puedo mover.
Él se puso de pie, la tomó por las muñecas y atrayéndola hacia sí, la enderezó, pegada a él, al borde de la carretera. Ella vio que sus labios balbuceaban: «La amo», y se apartó a toda prisa para no contestarle también con esas dos palabras que se le venían a la boca a pesar suyo, junto con un impulso que la hacía abalanzarse hacia él.
Volvieron al hotel.
Había terminado la hora de los baños. Todo el mundo esperaba la hora del almuerzo. Ésta llegó, pero Andermatt no volvía. Decidieron, pues, tras haber dado otra vuelta por el parque, sentarse a la mesa. Aunque la comida se prolongó, concluyó sin que apareciera el banquero. Salieron y se sentaron bajo los árboles. Las horas iban pasando, una tras otra, el sol se deslizaba por las hojas, se inclinaba hacia los montes, el día iba concluyendo, y ni rastro de Will.
De pronto, lo vieron venir. Caminaba deprisa, con el sombrero en la mano, secándose la frente; llevaba la corbata torcida, el chaleco entreabierto, como tras un viaje, como tras una lucha, tras un esfuerzo tremendo y prolongado.
Nada más ver a su suegro, dijo a voces:
—¡Victoria! ¡Ya está! ¡Pero qué día, amigos míos! ¡Vaya trabajo que me ha dado el viejo zorro!
Y se puso en el acto a explicar las gestiones que había hecho y lo que le habían costado.
El tío Oriol se había mostrado, al principio, tan poco razonable que Andermatt había roto las negociaciones y se había marchado. Pero lo habían hecho volver. El campesino pretendía no vender sus tierras, sino aportarlas a la Sociedad, con el derecho de recuperarlas si el negocio fracasaba. Y, en caso de éxito, exigía la mitad de los beneficios.
El banquero había tenido que demostrarle, echando cuentas en un papel y dibujando los terrenos, que los campos en conjunto no valían más de ochenta mil francos en aquel momento, mientras que los gastos de la Sociedad se pondrían, de entrada, en un millón.
Pero el auvernés le había contestado que pensaba aprovecharse de la gigantesca plusvalía que la propia construcción del balneario y de los hoteles concedía a sus posesiones y cobrar los intereses basándose en el valor que adquirirían y no en el antiguo valor.
Andermatt había tenido que explicarle entonces que los riesgos deben ser proporcionales a las posibles ganancias y amedrentarlo con el temor a las pérdidas.
Habían llegado, por tanto, al siguiente acuerdo: el tío Oriol aportaba a la Sociedad todos los terrenos que estaban a orillas del arroyo, es decir, todos aquéllos en que parecía posible encontrar agua mineral, amén de la parte alta del montículo para construir allí un casino y un hotel, y unos cuantos viñedos en cuesta que se parcelarían y se ofrecerían a los médicos más importantes de París.
El campesino, a cambio de esta aportación, tasada en doscientos cincuenta mil francos, es decir, cuatro veces aproximadamente lo que valían, recibiría la cuarta parte de los beneficios de la Sociedad. Como se quedaba, en torno al balneario, con una cantidad de terreno diez veces mayor que la que cedía, en caso de éxito, tenía la seguridad de poder hacerse con una fortuna al vender con buen criterio aquellas tierras que, a lo que decía, eran la dote de sus hijas.
Nada más haber quedado de acuerdo en dichas condiciones, Will había tenido que obligar al padre y al hijo a acudir al notario para redactar una promesa de venta, anulable en caso de que no apareciera el agua necesaria.
Y la redacción de los artículos, la discusión de cada punto, la infinita repetición de los mismos argumentos, la eterna reanudación de las mismas explicaciones había durado toda la tarde.
Al fin era cosa hecha. El banquero había conseguido su estación termal. Pero repetía reconcomido por una contrariedad:
—Tendré que limitarme al agua, sin poder meterme en los negocios del terreno. Qué listo ha sido el viejo zorro.
Luego añadió:
—¡Bueno, compraré la antigua Sociedad y ahí será donde pueda especular!… Bien, el caso es que me tengo que marchar esta misma noche a París.
El marqués, estupefacto, exclamó:
—¿Cómo que esta noche?
—Pues claro, querido suegro, para preparar la escritura definitiva mientras hace prospecciones el señor Aubry-Pasteur. También tengo que apañármelas para empezar las obras dentro de quince días. No puedo perder ni una hora. Por cierto, quedan avisados de que forman ustedes parte de mi consejo de administración, donde necesito una mayoría fuerte. Le doy a usted diez acciones. A usted también, Gontran, le doy diez acciones.
Gontran se echó a reír:
—Gracias, querido cuñado, se las vendo. Así que me debe usted cinco mil francos.
Pero Andermatt, en asuntos tan serios, no se andaba con bromas. Siguió diciendo muy seco:
—Si no se porta usted como una persona seria, ya me buscaré a otro.
Gontran dejó de reírse:
—No, no, querido cuñado, ya sabe que estoy a su disposición.
El banquero se volvió hacia Paul:
—Mi querido señor, si quiere usted hacerme un favor de amigo, acepte también diez acciones junto con el cargo de consejero.
Paul hizo una reverencia y contestó:
—Permítame, caballero, que no acepte una oferta tan generosa, pero consienta en dejarme invertir cien mil francos en este negocio que me parece espléndido. Soy yo, pues, quien le pide un favor.
William, encantado de la vida, le tomó las manos. Aquel rasgo de confianza lo había conquistado. Además, siempre sentía irresistibles deseos de abrazar a las personas que aportaban dinero a sus empresas.
Pero Christiane se había ruborizado hasta la raíz del pelo, turbada, herida. Le parecía que acababan de venderla y de comprarla. ¿Si Paul no hubiera estado enamorado de ella, le habría ofrecido a su marido aquellos cien mil francos? ¡Desde luego que no! Al menos, no debería haber tratado aquel asunto en presencia de ella.
Llamaban para la cena. Volvieron al hotel. Nada más sentarse a la mesa, la señora Paille madre le preguntó a Andermatt:
—¿Así que va usted a construir otro balneario?
Ya había corrido la noticia por toda la comarca. Todo el mundo se hallaba al tanto. Todos los bañistas estaban alterados.
William respondió:
—Pues sí; el que hay ahora no basta.
Y, volviéndose hacia el señor Aubry-Pasteur, dijo:
—Discúlpeme, mi querido señor, si le hablo en la mesa de algo que quería tratar con usted, pero me marcho esta noche a París y ando muy mal de tiempo. ¿Accedería usted a dirigir las prospecciones para dar con un volumen superior de agua?
El ingeniero, halagado, aceptó; y, en medio del general silencio, zanjaron los principales puntos de las investigaciones que debían comenzar en el acto. Todo se discutió y se acordó en pocos minutos, con la claridad y la precisión que Andermatt ponía siempre en los negocios. Luego hablaron del paralítico. Se lo había visto, durante la tarde, cruzar el parque con un solo bastón, mientras que aquella misma mañana usaba aún dos. El banquero repetía: «¡Es un milagro, un auténtico milagro! Su curación va a toda velocidad».
Paul, para agradar al marido, dijo:
—El que va a toda velocidad es el tío Clovis.
Una risa de aprobación corrió en tomo a la mesa. Todos los ojos estaban fijos en Will, todas las bocas lo felicitaban. Los camareros habían empezado a servirle antes que a los demás, con una respetuosa deferencia que se les borraba del rostro y de los ademanes en cuanto le presentaban la fuente al siguiente comensal.
Uno de los camareros le trajo una tarjeta en un plato.
La tomó y leyó a media voz: «El doctor Latonne, de París, agradecería mucho al señor Andermatt que le concediera una breve entrevista antes de su partida».
—Dígale que hoy no tengo tiempo, pero que volveré dentro de ocho o diez días.
En ese mismo momento, le traían a Christiane un ramo de flores de parte del doctor Honorat.
Gontran se reía:
—El tío Bonnefille ha quedado tercero, y muy mal situado —dijo.
La cena estaba a punto de acabar. Vinieron a avisar a Andermatt de que lo estaba esperando su landó. Subió para buscar el bolsito, y, al bajar, vio a medio pueblo apelotonado ante la puerta. Petrus Martel acudió a estrecharle la mano con familiaridad de histrión y le susurró al oído:
—Tengo que hacerle una proposición, algo estupendo para su negocio.
De pronto apareció el doctor Bonnefille, con prisas como solía. Pasó cerca de Will y, con una gran reverencia como las que le hacía al marqués, le dijo:
—Buen viaje, señor barón.
—¡Tocado! —murmuró Gontran.
Andermatt, triunfante, henchido de júbilo y orgullo, estrechaba manos, daba las gracias, repetía: «¡Adiós!». Pero estaba tan distraído que casi se le olvida darle un beso a su mujer. Aquella indiferencia fue para ella un alivio, y, cuando vio alejarse el landó por la oscura carretera, al trote de los dos caballos, le pareció que ya no tenía nada que temer de nadie en lo que le quedaba de vida.
Pasó toda la velada sentada delante del hotel, entre su padre y Paul Brétigny, pues Gontran se había ido, como todos los días, al Casino.
No quería ni pasear ni hablar, y permanecía inmóvil, con las manos cruzadas en la rodilla, los ojos perdidos en la oscuridad, lánguida y debilitada, algo preocupada, y feliz sin embargo, casi sin pensamientos, sin soñar siquiera, luchando a ratos contra algunos vagos remordimientos que apartaba al repetir: «¡Lo amo, lo amo, lo amo!».
Subió temprano a su habitación para estar sola y pensar. Sentada en un sillón y envuelta en una bata suelta, miraba las estrellas por la ventana que había quedado abierta. Y en el marco de aquella ventana evocaba sin cesar la silueta del que acababa de conquistarla. Lo veía bueno, dulce y violento, tan fuerte y tan sumiso ante ella. Sentía que aquel hombre se había apoderado de ella, se había apoderado de ella para siempre. Ya no estaba sola, eran dos cuyos corazones no serían en adelante sino un solo corazón, cuyas almas no serían en adelante sino una sola alma. ¿Dónde estaba? No lo sabía, pero tenía la seguridad de que pensaba en ella, igual que ella pensaba en él. Tras cada latido de su corazón, le parecía oír otro latido que, en algún lugar, contestaba. Notaba en torno a ella un deseo que la rozaba como un ala de pájaro; sentía cómo aquel deseo, que de él procedía, entraba por la ventana abierta, aquel deseo ardiente que la buscaba, que la imploraba en el silencio de la noche. ¡Cuán grato, dulce, nuevo era sentirse amada! ¡Qué alegría poder pensar en alguien notando que los ojos querían llorar, llorar de ternura, y querer también abrir los brazos, incluso sin verlo, para llamarlo, abrirle los brazos a la visión de su imagen, a aquel beso que él le lanzaba continuamente, desde cerca o desde lejos, en su febril espera!
Tendía hacia las estrellas los dos brazos blancos, dentro de las mangas de la bata. De pronto, dio un grito. Una elevada sombra negra había aparecido en la ventana y estaba saltando la barandilla.
¡Se puso de pie enajenada! ¡Era él! Y, sin pensar siquiera en que podían verlos, se arrojó contra su pecho.