Los días que siguieron le resultaron encantadores a Christiane Andermatt. Vivía con el corazón ligero y el alma alegre. El baño de la mañana era el primer gozo, un delicioso gozo a flor de piel, media hora exquisita dentro del agua que corría, cálida, y que la hacía sentirse feliz hasta la noche. Pues, en efecto, todo lo que pensaba y todo lo que deseaba la hacía sentirse feliz. Se sabía rodeada, colmada de afecto, la embriaguez de la juventud le palpitaba en las venas, y todo ello, unido a aquel entorno nuevo, a aquella espléndida comarca, hecha para el sueño y el descanso, anchurosa y perfumada, que la envolvía como una amplia caricia de la naturaleza, despertaba en ella emociones nuevas. Todo lo que se hallaba cerca de ella, todo lo que la rozaba prolongaba aquella sensación de la mañana, aquella sensación de un baño tibio, de un dilatado baño de dicha donde se hundía en cuerpo y alma.
Andermatt, que tenía intención de pasar en Enval quince días cada mes, había regresado a París recomendándole mucho a su mujer que velara por que el paralítico no dejara el tratamiento.
Así que todos los días, antes de comer, Christiane, su padre, su hermano y Paul iban a ver lo que Gontran llamaba «la sopa del pobre». También acudían otros bañistas y formaban corro en torno al hoyo, charlando con el vagabundo.
Éste afirmaba que no caminaba mejor, pero que notaba un hormiguillo por las piernas; y contaba cómo le iba y venía el hormiguillo, cómo le subía hasta los muslos y le bajaba hasta la punta de los dedos. Lo sentía incluso de noche, como si fueran unos insectos que le hicieran cosquillas, que lo picasen y le quitasen el sueño.
Todos los forasteros, y los campesinos, divididos en dos bandos, los confiados y los incrédulos, se interesaban por aquella cura.
Después de comer, Christiane iba con frecuencia a buscar a las hijas de Oriol para dar un paseo juntas. Eran las únicas mujeres de la estación termal con las que podía charlar, con las que podía mantener relaciones gratas, a quienes podía otorgar cierta confianza amistosa y de quienes podía recibir cierta amistad femenina. Se había aficionado enseguida al sensato y sonriente sentido común de la mayor y, más aún, al ingenio socarrón y gracioso de la pequeña, y ahora buscaba la amistad de ambas jovencitas no tanto por complacer a su marido como por propio agrado.
Iban de excursión, tan pronto en landó, un viejo landó de viaje de seis plazas que les habían alquilado en Riom, tan pronto a pie.
Les gustaba, sobre todo, un angosto y agreste valle cercano a Châtel-Guyon que llevaba a la ermita de Sans-Souci.
En el camino estrecho, que seguían despacio, bajo los pinos, a orillas del riachuelo, caminaban de dos en dos, charlando. Cada vez que había que pasar el río, que el sendero cruzaba continuamente, Paul y Gontran, de pie sobre las piedras que había en la corriente, cogían cada uno de un brazo a las mujeres y las alzaban en volandas para llevarlas al otro lado. Y cada uno de aquellos vados cambiaba el orden de los paseantes.
Christiane iba de unos a otros, pero siempre encontraba el medio de quedarse sola un rato con Paul Brétigny, ya en cabeza, ya detrás.
Él ya no se portaba con ella como los primeros días, estaba menos risueño, menos brusco, menos amistoso, pero más respetuoso y más pendiente de ella.
Y sus conversaciones iban adquiriendo un tono íntimo; versaban en gran parte sobre asuntos del corazón. Él hablaba de los sentimientos y del amor como un hombre que conoce tales temas, que ha ahondado en la ternura femenina y le debe tanta felicidad como sufrimiento.
Ella, encantada, algo enternecida, lo animaba a las confidencias con ardiente y astuta curiosidad. Todo lo que sabía de él le despertaba un agudo deseo de saber más, de penetrar con el pensamiento en una de esas existencias masculinas que había entrevisto en los libros, en una de esas existencias llenas de tempestades y misterios amorosos.
Él, llevado por aquel impulso, le contaba cada día un poco más de su vida, de sus aventuras y de sus penas, con palabras ardorosas que las quemaduras del recuerdo tornaban, a veces, apasionadas, y que también volvía astutas el deseo de gustar.
Le abría los ojos a un mundo desconocido y hallaba expresiones elocuentes para plasmar las sutilezas del deseo y de la espera, el estrago de las esperanzas crecientes, la religión de las flores y de los retazos de cinta, de todos los menudos objetos que se conservan, los nervios de las dudas repentinas, la angustia de las hipótesis alarmantes, las torturas de los celos y la indecible locura del primer beso.
Y sabía contar todo aquello de forma muy decorosa, velada, poética y atractiva. Como todos los hombres que desean continuamente a la mujer y piensan obsesivamente en ella, hablaba con discreción, con fiebre palpitante aún, de aquéllas a quienes había amado. Recordaba mil detalles gratos, que llegaban al corazón, mil circunstancias exquisitas que humedecían los ojos, y todas esas nimiedades galantes que hacen que las relaciones amorosas entre personas de alma delicada y mente culta sean lo más elegante y grato que hay en el mundo.
Todas aquellas charlas turbadoras y confiadas, que se repetían a diario, cada vez más prolongadas, iban cayendo en el corazón de Christiane como semillas en la tierra. Y el encanto de la dilatada comarca, el sabroso aire, aquella Limagne azul y tan extensa que parecía hacer crecer el alma, aquellos cráteres apagados en las montañas, antiguas chimeneas del mundo que ya no servían más que para calentar el agua de los pacientes, el frescor de las frondas, el leve rumor de los arroyos por las piedras, todo aquello le penetraba también en el corazón y en el cuerpo a la joven, los impregnaba y los lenificaba como una lluvia mansa y tibia en un suelo virgen aún, una lluvia que hará germinar las flores cuya simiente ha recibido ese suelo.
Bien se daba cuenta de que aquel joven la cortejaba un poco, de que la encontraba bonita, y más que bonita; y el deseo de agradarle hacía que se le ocurrieran mil ideas, astutas y sencillas al tiempo, para seducirlo y conquistarlo.
Cuando parecía turbado, se alejaba de él bruscamente; cuando presentía en sus labios una alusión tierna, le lanzaba, antes de que acabara la frase, una de esas miradas cortas y hondas que penetran como fuego en el corazón de los hombres.
Decía cosas sutiles, hacía suaves movimientos con la cabeza y gestos distraídos con la mano, adoptaba aspecto melancólico y lo cambiaba enseguida por una sonrisa para mostrarle, sin decírselo, que sus esfuerzos no eran en vano.
¿Qué quería? Nada. ¿Qué esperaba? Nada. Se entretenía con aquel juego sólo porque era mujer, porque no se daba cuenta del peligro, porque, sin presentir nada, quería ver qué haría él.
Y además, se le había despertado de pronto esa coquetería espontánea que les corre por las venas a todas las criaturas del sexo femenino. La niña adormecida e ingenua de ayer se había espabilado de repente, dúctil y perspicaz frente a aquel hombre que le hablaba continuamente de amor. Adivinaba la creciente turbación que sentía a su lado, veía la emoción naciente de sus ojos, y comprendía las diferentes entonaciones de su voz con esa peculiar intuición de las que sienten que el amor las solicita.
Otros hombres la habían cortejado ya en los salones, sin conseguir de ella más que burlas de chiquilla divertida. La trivialidad de sus cumplidos le hacía gracia; sus caras de pretendientes melancólicos la llenaban de alegría; y cada vez que le manifestaban sus sentimientos respondía con bromas.
Con éste, se había sentido de pronto frente a un adversario seductor y peligroso; y se había convertido en aquel ser hábil, clarividente por instinto, armado de audacia y sangre fría, que acecha, percibe y arrastra a los hombres en la invisible red del sentimiento, en tanto que su corazón permanece libre.
A él, en los primeros tiempos, le había parecido simple. Acostumbrado a las mujeres aventureras, ejercitadas en el amor como un soldado veterano en la instrucción, expertas en todas las artimañas galantes y tiernas, le había parecido trivial aquel corazón sencillo y lo trataba con cierto desdén.
Pero, poco a poco, aquel mismo candor lo había divertido, y seducido después. Y, cediendo a su influenciable carácter, había empezado a rodear de enternecidas atenciones a la joven.
Sabía perfectamente que la mejor manera de turbar un alma pura era hablarle sin cesar de amor, como si pensara en otras; y, prestándose entonces de forma astuta a la ávida curiosidad que había despertado en ella, había empezado, so pretexto de convertirla en su confidente, a hacerle, a la sombra de los bosques, una auténtica y apasionada corte.
Se divertía también, como ella, en aquel juego, le mostraba, mediante todas esas pequeñas atenciones que se les ocurren a los hombres, el creciente gusto que sentía por ella, y jugaba a los enamorados sin sospechar que acabaría por enamorarse de verdad.
Ambos se dedicaban a ello durante los lentos paseos, con la misma naturalidad con que se toma un baño, si se está, un día caluroso, a la orilla de un río.
Pero a partir del momento en que se despertó en Christiane la auténtica coquetería, a partir del instante en que descubrió todas las mañas innatas en la mujer para seducir a los hombres, en que se le metió en la cabeza poner a sus pies a aquel apasionado, igual que se habría propuesto ganar una partida de croquet, el cándido veterano cayó en las artes de la inocente y empezó a amarla.
Entonces se volvió torpe, inquieto, nervioso; y ella se portó como el gato con el ratón.
Con otra no hubiera tenido escrúpulos, se hubiera defendido, la habría conquistado con su arrolladora fogosidad; con ella no se atrevía, de tan diferente como le parecía de cuantas había conocido.
En fin de cuentas, las otras eran mujeres quemadas ya por la vida, a quienes se les podía decir todo, con quienes se podían arriesgar las llamadas más atrevidas, susurrándoles cerca de los labios las palabras estremecidas que enardecen la sangre. Cuando podía comunicar libremente al alma, al corazón, a los sentidos de aquélla a la que amaba el impetuoso deseo que hacía en él estragos, sabía que era irresistible, notaba que lo era.
A Christiane la adivinaba tan novicia que a su lado se sentía como al lado de una muchacha; y se le paralizaban todos los recursos. Y además, la quería de una forma nueva, como a una niña y como a una novia. La deseaba; y le daba miedo tocarla, mancharla, ajarla. No sentía deseos, como con las demás, de estrecharla entre los brazos con frenesí, sino de arrodillarse para rozarle el vestido con los labios, y de besar despacio, con calma infinitamente casta y tierna, los mechones más cortos de las sienes, las comisuras de la boca, y los ojos, los ojos cerrados, cuya mirada azul notaría, la encantadora mirada atenta bajo los párpados cerrados. Habría querido protegerla contra todos y contra todo, no dejar que se codease con gente vulgar, ni que mirara a gente fea o pasara cerca de gente sucia. Habría querido quitar el barro de las calles por las que ella cruzaba, las piedras de los caminos, los espinos y las ramas de los bosques, hacérselo todo fácil y delicioso, llevarla siempre en brazos para que nunca tuviera que caminar. Y lo irritaba que se viera obligada a charlar con los demás huéspedes del hotel, a comer las mediocres comidas de la mesa redonda, a soportar todos los detalles desagradables e inevitables de la existencia.
Pensaba tanto en ella que no sabía qué decirle; y la impotencia en que se hallaba para expresar el estado de su corazón, para hacer cuanto hubiera deseado hacer, para darle testimonio de la imperiosa necesidad de entrega que le abrasaba las venas, le prestaba la apariencia de un animal feroz fuera de sí y, al tiempo, le infundía peculiares antojos de romper a sollozar.
Ella notaba todo aquello sin acabar de comprenderlo, y disfrutaba con ello con la maligna satisfacción de las coquetas.
Cuando se habían quedado solos a la zaga de los demás, si ella se daba cuenta, por su aspecto, de que iba a decirle por fin algo que pudiera inquietarla, echaba a correr de pronto para alcanzar a su padre, y, al reunirse con él, gritaba: «¿Jugamos a las cuatro esquinas?».
Casi todas las excursiones acababan jugando a las cuatro esquinas. Buscaban un calvero, un tramo de carretera más ancho, y jugaban como chiquillos de paseo.
Las hijas de Oriol y el propio Gontran se divertían mucho con aquella distracción que satisfacía el incesante deseo de correr que llevan en sí todos los jóvenes. El único que refunfuñaba, obsesionado por otras ideas, era Paul Brétigny; luego, poco a poco, se iba animando, participaba con más entusiasmo que los demás para poder coger a Christiane, tocarla, ponerle bruscamente la mano en el hombro o en el pecho.
El marqués, cuyo indiferente e indolente carácter se prestaba a todo con tal de que no turbaran su tranquilidad, se sentaba al pie de un árbol y miraba divertirse a sus colegiales, como él decía. Aquella vida apacible le parecía estupenda y la tierra entera, perfecta.
Sin embargo, las actitudes de Paul no tardaron en alarmar a Christiane. Un día llegó incluso a asustarse de él.
Habían ido, una mañana, con Gontran, hasta lo hondo de la curiosa anfractuosidad donde nace el arroyo de Enval, ese paraje llamado el Fin del Mundo.
La hoz se va hundiendo en la montaña, cada vez más estrecha y tortuosa. Hay que pasar por encima de rocas enormes. Se cruza por unas gruesas piedras el riachuelo y, tras haber rodeado un peñasco de más de cincuenta metros que tapa toda la brecha, se está encerrado en una especie de foso estrecho, entre dos murallas gigantescas, peladas hasta la cima, donde se cubren de árboles y vegetación.
El arroyo forma un lago del tamaño de una jofaina. Es éste, en verdad, un rincón agreste, extraño, inesperado, de ésos que se dan con más frecuencia en los relatos que en la naturaleza.
Ahora bien, aquel día, Paul, contemplando el elevado escalón de piedra que les cerraba el paso allí donde se detenían todos los paseantes, notó que había en él huellas de escalada. Dijo:
—Pero si se puede seguir.
Trepó, pues, no sin trabajo, por aquella muralla empinadísima, y exclamó:
—¡Qué preciosidad! ¡Un bosquecillo en el agua! ¡Vengan, vengan!
Se tendió en el suelo, cogió a Christiane de las manos y tiró de ella, mientras que Gontran le guiaba y le colocaba los pies en todos los pequeños salientes de la roca.
La tierra caída desde la cima había formado en aquel gradén un jardincillo silvestre y frondoso, entre cuyas raíces corría el arroyo.
Algo más adelante, otro escalón volvía a cerrar el corredor de granito; subieron por él, luego por un tercero, y llegaron al pie de una muralla infranqueable por la que, recta y clara, caía una cascada de veinte metros en una profunda hoya que había excavado y que estaba cubierta de lianas y de ramaje.
La hendidura de la montaña se había vuelto tan estrecha que los dos hombres, cogidos de la mano, podían tocar las paredes laterales. No se veía ya más que una raya de cielo, no se oía más que el ruido del agua; hubiérase dicho uno de esos ignotos retiros donde los poetas latinos escondían a las ninfas antiguas. A Christiane le parecía que acababa de profanar la habitación de un hada.
Paul Brétigny no decía nada. Gontran exclamó:
—¡Qué bonito quedaría aquí una mujer rubia y sonrosada bañándose en esta agua!
Volvieron sobre sus pasos. Por los dos primeros gradenes bajaron con bastante facilidad, pero Christiane se asustó ante el tercero, pues era alto y recto, sin peldaños visibles.
Brétigny se deslizó roca abajo, luego le tendió ambos brazos y le dijo:
—¡Salte!
No se atrevió. No porque le diera miedo caerse, sino porque le daba miedo él, sobre todo sus ojos.
La miraba con una avidez de animal hambriento, con una pasión que se había tornado feroz; y las dos manos abiertas que alargaba hacia ella la atraían de forma tan imperiosa que, de pronto, se sintió espantada y notó un vehemente deseo de lanzar alaridos, de salir huyendo, de trepar por la montaña a pico para escapar de aquella irresistible llamada.
Su hermano, de pie detrás de ella, exclamó: «¡Venga, salta!», y le dio un empujón. Al sentirse caer, cerró los ojos, y, al rodearla un abrazo fuerte y suave, rozó entero, sin verlo, el fornido cuerpo del joven, cuyo jadeante y cálido aliento le dio en el rostro.
Luego se encontró de pie, sonriendo ahora que ya se le había pasado aquel terror, mientras Gontran bajaba a su vez.
Aquella emoción la volvió prudente y, durante unos cuantos días, tuvo buen cuidado de no quedarse a solas con Brétigny, que ahora parecía dar vueltas a su alrededor como el lobo de las fábulas en torno a una oveja.
Pero estaba programada una excursión larga. Iban a llevarse la comida en el landó de seis plazas para ir a cenar con las hermanas Oriol a la orilla del pequeño lago de Tazenat, que por allí llaman el gour de Tazenat, y volver de noche, con el claro de luna.
Salieron, pues, por la tarde, un día tórrido, bajo un sol abrasador que calentaba el granito de la montaña hasta ponerlo como las piedras de un horno.
El coche iba cuesta arriba al paso de los tres caballos sudorosos y jadeantes; el cochero dormitaba en el pescante, con la cabeza gacha, y legiones de lagartos verdes corrían por las piedras que había a orillas de la carretera. Un invisible y denso polvillo de fuego parecía saturar el aire tórrido. A ratos hubiérase dicho cuajado, resistente, como si costara cruzarlo; a ratos se movía un poco y lanzaba al rostro ardientes ráfagas de incendio en que flotaba un olor a resina caliente en medio de largos bosques de pinos.
Nadie hablaba en el coche. Las tres mujeres, al fondo, cerraban los deslumbrados ojos en la sonrosada sombra de las sombrillas; el marqués y Gontran, con un pañuelo en la frente, dormían; Paul miraba a Christiane que también lo acechaba por entre los párpados entornados.
Y el landó seguía subiendo la interminable cuesta, levantando una columna de humo blanco.
Al llegar a la meseta, el cochero se enderezó, los caballos se pusieron al trote y empezaron a recorrer una amplia comarca ondulada y boscosa, cultivada, donde había pueblos y casas aisladas. A la izquierda, se divisaban a lo lejos las grandes cumbres truncadas de los volcanes. El lago de Tazenat, al que iban, lo formaba el último cráter de la cadena montañosa de Auvernia.
Transcurridas tres horas de camino, Paul dijo de pronto: «¡Fíjense en la lava!». Unas rocas pardas, curiosamente retorcidas, agrietaban el suelo al borde de la carretera. Veían a la derecha una montaña chata cuya ancha cumbre parecía plana y ahuecada; tomaron un camino que parecía internarse en ella por una brecha en forma de triángulo, y Christiane, que se había puesto de pie, descubrió de pronto en un amplio y profundo cráter un hermoso lago fresco y redondo como una moneda de plata. Las empinadas laderas del monte, cubiertas de árboles a la derecha y peladas a la izquierda, llegaban hasta el lago y lo rodeaban de una muralla elevada y regular. Y aquella agua tranquila, tersa y reluciente como el metal, reflejaba los árboles por un lado, y por el otro, la árida pendiente, con nitidez tan perfecta que no se distinguían las orillas y sólo se veía, en aquel inmenso embudo en cuyo centro se reflejaba el cielo azul, un agujero claro y sin fondo que parecía cruzar la tierra, atravesarla de parte a parte hasta el firmamento del otro lado.
El coche no podía seguir. Se bajaron y tomaron, por el flanco arbolado, un camino que rodeaba el lago, bajo los árboles, a media ladera. Aquella carretera por la que sólo pasaban leñadores era verde como un prado; a través de las ramas se divisaba la parte frontera y el agua reluciente en el fondo de aquella hondonada de la montaña.
Luego, cruzando un calvero, llegaron a la orilla propiamente dicha y se sentaron en un talud herboso, a la sombra de unos robles. Y todo el mundo se echó en la hierba con el delicioso regocijo de un animal.
Los hombres se revolcaban en ella, hundían en ella las manos. Y las mujeres, blandamente recostadas, apoyaban la mejilla como en busca de una fresca caricia.
Tras el calor del camino, notaban una de esas dulces sensaciones, tan hondas y tan gratas que son casi una felicidad.
El marqués se volvió a quedar dormido; Gontran no tardó en imitarlo. Paul se puso a charlar con Christiane y con las jóvenes. ¿De qué? De nada en particular. A veces, uno de ellos decía una frase; otro contestaba tras un minuto de silencio; y las palabras lentas parecían entumecidas en sus labios, igual que las ideas en sus mentes.
Pero, al traer el cochero la cesta de la comida, las hijas de Oriol, hechas en su casa a los trabajos domésticos y habituadas aún a esas activas costumbres, empezaron en el acto a vaciarlo y a disponer la cena, algo más lejos, sobre la hierba.
Paul había permanecido tendido al lado de Christiane, que estaba pensativa. Susurró tan bajo que ella apenas si lo oyó, apenas si aquellas palabras le rozaron el oído, como los ruidos confusos que trae el viento: «Éstos son los mejores momentos de mi vida».
¿Por qué aquellas vagas palabras la turbaron hasta el fondo del corazón? ¿Por qué se sintió de pronto tan enternecida como nunca lo había estado?
Contemplaba, entre los árboles, algo más lejos, una diminuta vivienda, una casita de cazadores o de pescadores tan estrecha que no podía tener más de una habitación.
Paul siguió su mirada y dijo:
—¿Ha pensado a veces, señora, lo que podría suponer, para dos seres que se amaran desesperadamente, pasar unos días en una cabaña como ésa? ¡Estarían solos en el mundo, solos de verdad, uno frente a otro! Y, si algo así pudiera ser posible, ¿no habría que dejar todo lo demás para llevarlo a cabo, ya que la felicidad es escasa, inaprensible y breve? ¿Acaso se vive en los días corrientes? ¿Hay algo más triste que levantarse sin una esperanza ardiente, realizar con tranquilidad las mismas tareas, beber con moderación, comer con prudencia, y dormir tranquilamente, igual que un animal irracional?
Ella seguía mirando la casita, y le pesaba el corazón como si fuera a llorar, pues, de pronto, intuía embriagueces que jamás había sospechado.
¡Claro que pensaba en lo bien que se estaría con otra persona en aquella vivienda tan pequeña, oculta bajo los árboles, frente a aquel lago de juguete, aquel precioso lago, auténtico espejo de amor! En lo bien que se estaría sin nadie en los alrededores, sin un vecino, sin oír la voz de ser alguno, sin un rumor de vida, sola con un hombre amado que se pasaría las horas arrodillado ante su adorada, mirándola mientras ella miraba el agua azul, y diciéndole palabras tiernas al tiempo que le besaba las yemas de los dedos.
Vivirían allí, rodeados de silencio, bajo los árboles, en lo hondo de aquel cráter que abarcaría toda su pasión, igual que abarcaba el agua limpia y profunda, en su recinto regular, sin más horizonte para los ojos que la línea redonda de las orillas, sin más horizonte para el pensamiento que la felicidad de amarse, sin más horizonte para los deseos que unos besos lentos e interminables.
¿Existirían en la tierra personas que pudieran disfrutar de días semejantes? Sí, sin duda. ¿Por qué no? ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que existían tales alegrías?
Las jovencitas anunciaron que la cena estaba lista. Eran ya las seis. Despertaron al marqués y a Gontran y se sentaron a lo moro, algo más lejos, al lado de los platos que resbalaban en la hierba. Las hermanas siguieron sirviendo, y los hombres, indolentes, no se lo impidieron. Comían despacio, arrojando las cáscaras y los huesos de pollo al agua. Habían traído champaña; el primer taponazo, súbito, sorprendió a todos, hasta tal punto parecía ajeno a aquel lugar.
El día tocaba a su fin, el aire se iba empapando de frescor, una extraña melancolía caía, junto con la tarde, sobre el agua dormida en lo hondo del cráter.
Cuando el sol estuvo a punto de ponerse, el cielo se inflamó y el lago, de pronto, pareció una cubeta de fuego; luego, cuando el sol hubo desaparecido, al tornarse el horizonte rojo como un brasero a punto de extinguirse, el lago pareció una cubeta de sangre. Y repentinamente, en la cresta de la colina, se alzó la luna casi llena, pálida en el firmamento claro aún. Luego, a medida que las tinieblas invadían la tierra, fue subiendo, brillante y redonda, por encima del cráter, tan redondo como ella. Parecía como si se fuera a arrojar a él. Y, cuando estuvo muy alta en el cielo, el lago pareció una cubeta de plata. Entonces vieron correr por la superficie, que todo el día había permanecido inmóvil, unos escalofríos, ora lentos, ora veloces. Hubiérase dicho que unos espíritus revoloteaban a ras del agua y arrastraban por ella invisibles velos.
Eran los grandes peces del fondo, las carpas seculares y los voraces lucios, que acudían a retozar al claro de luna.
Las hijas de Oriol habían metido todos los platos y las botellas en la cesta, que el cochero vino a buscar. Regresaron.
Al pasar por la vereda bajo los árboles, donde caían sobre la hierba, a través de las hojas, manchas de claridad como si fuera una lluvia, Christiane, que iba la penúltima, seguida de Paul, oyó de pronto una voz jadeante que le decía casi al oído: «¡La amo! —¡La amo! —¡La amo!».
El corazón empezó a latirle tan violentamente que estuvo a punto de caer, pues no podía mover las piernas. ¡Y sin embargo caminaba! Caminaba como si hubiera perdido el juicio, dispuesta a volverse con los brazos abiertos y los labios tendidos. Él había asido ahora el borde del estrecho chal que llevaba por los hombros y lo besaba con frenesí. Ella seguía andando, tan desfallecida que ya no notaba el suelo bajo los pies.
De pronto salió de la bóveda de los árboles y, al encontrarse a plena luz, dominó bruscamente la turbación que la embargaba; pero, antes de subirse al landó y perder de vista el lago, se volvió a medias para arrojarle al agua, con ambas manos, un hondo beso que el hombre que la seguía comprendió muy bien.
Durante el viaje de vuelta, permaneció inerte en alma y cuerpo, aturdida, dolorida como si se hubiera caído; y, nada más llegar al hotel, corrió enseguida a encerrarse en su dormitorio. Tras haber echado el cerrojo, cerró con llave, hasta tal punto se sentía aún seguida y deseada. Luego se quedó temblando en medio del cuarto casi a oscuras y vacío. La vela colocada encima de la mesa proyectaba en las paredes las sombras estremecidas de los muebles y las cortinas. Christiane se desplomó en un sillón. No podía dominar los pensamientos, que corrían, saltaban, huían; no podía sujetarlos y formar una cadena con ellos. Se sentía al borde del llanto ahora, sin saber por qué, desconsolada, desamparada, abandonada en aquella habitación vacía, perdida en la existencia como en un bosque.
¿Adónde iba? ¿Qué iba a hacer?
Como le costaba respirar, se puso de pie, abrió la ventana y los postigos, y se acodó en la barandilla. El aire era fresco. En lo hondo del cielo inmenso y vacío también, la luna, lejana, solitaria y triste, ahora en la cima de las azuladas alturas de la noche, iluminaba con resplandor frío y duro las frondas y la montaña.
Todo el pueblo dormía. Sólo el canto leve del violín de Saint Landri, que estudiaba todas las noches hasta muy tarde, pasaba llorando a ratos por entre el silencio profundo del valle. Christiane apenas si lo oía. El grito débil y doloroso de las nerviosas cuerdas callaba, y luego se reanudaba.
Y aquella luna perdida en aquel cielo desierto, y aquel sonido tenue perdido en la noche silenciosa le pusieron en el corazón tan emocionada sensación de soledad que se echó a llorar. Se estremecía y se sobresaltaba hasta la médula, agitada por la angustia y los escalofríos de las personas aquejadas de un mal temible; y se dio cuenta de que también ella estaba sola en el mundo.
No lo había comprendido hasta aquel día; y ahora el desamparo de su alma se lo hacía sentir con tal fuerza que creyó volverse loca.
¡Tenía padre, hermano, marido! ¡Y los quería, y la querían! ¡Y hete aquí que de pronto se alejaba de ellos, se volvía una extraña, como si casi no los conociera! ¡El sosegado afecto de su padre, la amistosa camaradería de su hermano, la fría ternura de su marido no le parecían ya nada, nada en absoluto! ¡Su marido! ¿Acaso era un marido aquel hombre sonrosado y charlatán que le decía con indiferencia: «¿Qué tal se encuentra esta mañana, amiga mía?»? Pertenecía a aquel hombre en cuerpo y alma por el poder de un contrato. ¿Sería posible? ¡Ay, cuán sola y perdida se sentía! Había cerrado los ojos para mirar en su interior, en lo hondo de su mente.
A medida que los iba evocando, veía los rostros de todos los que vivían a su lado: su padre, despreocupado y tranquilo, feliz con tal de que no turbaran su sosiego; su hermano, burlón y escéptico; su marido, bullicioso y rebosante de cifras, que le decía: «Acabo de hacer un negocio sensacional», en vez de decirle: «¡Te quiero!».
Otro le había susurrado hacía un rato la palabra amor, que le seguía vibrando en los oídos y en el corazón. Y también vio a ese otro devorándola con sus ojos fijos. ¡Si lo hubiera tenido a su lado en aquel momento, se habría arrojado en sus brazos!