Christiane estuvo ocho días dedicada en cuerpo y alma a preparar la fiesta. Como estaba previsto, al cura, de entre todas sus feligresas, las únicas que le habían parecido dignas de postular con la hija del marqués de Ravenel habían sido las hijas de Oriol. Encantado de estar en candelero, se había encargado de todas las gestiones, lo había organizado todo, lo había dispuesto todo y había invitado personalmente a las muchachas como si fuera cosa suya.
El concejo estaba en plena ebullición. Y los melancólicos bañistas, que habían encontrado un nuevo tema de conversación, colmaban las mesas redondas de los hoteles de predicciones varias relacionadas con las presumibles recaudaciones de los dos festejos, el religioso y el profano.
El día empezó bien. Hacía un admirable tiempo estival, cálido y despejado, resplandeciente en el llano y delicioso bajo los árboles del pueblo.
La misa era a las nueve, una misa cantada rápida. Christiane, que había llegado con adelanto para echarle un vistazo a la decoración de la iglesia, adornada con guirnaldas de flores enviadas desde Royat y Clermont-Ferrand, oyó pisadas a su espalda: el párroco, el padre Litre, iba detrás de ella en compañía de las hijas de Oriol, y se las presentó. Christiane invitó acto seguido a las muchachas a almorzar. Éstas aceptaron ruborizadas y saludando con una reverencia.
Los fieles empezaban ya a llegar.
Se sentaron las tres en tres sillas preferentes que habían dispuesto para ellas al lado del coro, enfrente de otras tres donde estaban tres muchachos con los trajes de los domingos: el hijo del alcalde, el del teniente de alcalde y el de un concejal, escogidos para acompañar a las postulantes y para halagar a las autoridades locales.
Y todo transcurrió a las mil maravillas.
La misa duró poco. Se recogieron en la colecta ciento diez francos, que, unidos a los quinientos de Andermatt, a los cincuenta del marqués y a los cien de Paul Brétigny, sumaban setecientos sesenta, cosa nunca vista en el concejo de Enval.
Luego, tras la ceremonia, condujeron a las hijas de Oriol al hotel. Parecían algo intimidadas, pero no incómodas, y, si hablaban poco, era más por modestia que por temor. Almorzaron en la mesa redonda y agradaron a los hombres, a todos los hombres.
La mayor era más seria, la pequeña, más vivaz; la mayor, más como Dios manda, en el sentido acostumbrado de la expresión, la pequeña, con más encanto; pero se parecían, sin embargo, tanto como pueden parecerse dos hermanas.
Nada más acabar el almuerzo, todo el mundo fue al Casino para asistir a la rifa de la tómbola, que estaba prevista para las dos.
El parque, invadido ya por los bañistas, que se mezclaban con los campesinos, parecía una verbena.
En el quiosco chino, los músicos estaban tocando una sinfonía campesina que había compuesto el propio Saint-Landri. Paul, que iba con Christiane, se detuvo:
—Anda —dijo—, es bonita esta pieza. Tiene talento ese muchacho. Si la tocara una orquesta, sería de mucho efecto.
Luego preguntó:
—¿Le gusta la música, señora?
—Mucho.
—A mí me destroza. Cuando oigo una obra que me gusta, al principio, me parece que los primeros sonidos me despellejan, me funden la piel, me la disuelven, y me dejan como en carne viva, a merced del primer tañido de cada instrumento. Porque es con mis nervios con lo que toca la orquesta, con mis nervios al desnudo, estremecidos, que se sobresaltan a cada nota. Yo la música no la oigo sólo con los oídos, sino con toda la sensibilidad del cuerpo, vibrando de pies a cabeza. No hay nada que me proporcione igual satisfacción, o, mejor dicho, igual felicidad.
Ella dijo sonriente:
—¡Con qué fuerza siente usted!
—¡Pardiez! ¿De qué serviría estar vivo si no se sintiera con fuerza? No me dan ninguna envidia las personas que tienen en el corazón una concha de tortuga o un piel de hipopótamo. Sólo son dichosos aquéllos a quienes hacen sufrir las sensaciones, los que las reciben como impactos y las saborean como golosinas. Porque todas las emociones tenemos que razonarlas, sean alegres o tristes, tenemos que hartarnos de ellas, embriagarnos de ellas hasta alcanzar la felicidad más aguda o la desesperación más dolorosa.
Ella alzó la vista para mirarlo, algo sorprendida, igual que lo estaba desde hacía ocho días por todo lo que decía él.
Pues aquel nuevo amigo, ya que se había convertido en un amigo enseguida, a pesar del rechazo de las primeras horas, llevaba ocho días alterándole continuamente la tranquilidad del alma, y se la revolvía como se revuelve un estanque al tirar piedras dentro. Tiraba piedras, piedras muy grandes, dentro de aquella mente aún no despierta del todo.
El padre de Christiane, igual que todos los padres, la había tratado siempre como a una niña a quien no se le debe hablar de casi nada; su hermano la hacía reír, pero no la hacía pensar; a su marido no se le pasaba por las mientes que hubiera que tener conversación alguna con la esposa, fuera de lo relativo a la vida en común; y ella había vivido hasta aquel momento en un entumecimiento satisfecho y dulce del espíritu.
Aquel recién llegado le abría la inteligencia a golpes de ideas que parecían hachazos. Pertenecía, por otra parte, a esa clase de hombres que gustan a las mujeres, a todas la mujeres, debido a su misma forma de ser, a la vibrante intensidad de sus emociones. Sabía hablarles, decírselo todo, y les hacía comprender todo. Incapaz de un esfuerzo continuo, pero de extremada inteligencia, de amores y odios siempre apasionados, hablaba de todo con la ingenua fogosidad de un hombre frenéticamente convencido, tan voluble como entusiasta, y poseía en exceso ese temperamento propiamente femenino, su credulidad, su encanto, su movilidad, su nerviosismo, unido a la inteligencia superior, activa, abierta y penetrante de un hombre.
Gontran los alcanzó de pronto.
—Volveos —dijo— y mirad al matrimonio Honorat.
Se volvieron y divisaron al doctor Honorat, que llevaba al lado a una anciana gruesa vestida de azul, cuya cabeza parecía el jardín de unos viveros, ya que llevaba reunidas en el sombrero todas las variedades de plantas y flores.
Christiane, pasmada, preguntó:
—¿Es su mujer? ¡Pero si le lleva quince años!
—Sí, sesenta y cinco tiene. Era comadrona, y se enamoró de ella entre dos partos. Y además, parece ser que se trata de uno de esos matrimonios que andan siempre a la greña.
Volvían hacia el Casino, atraídos por las clamorosas voces del público. En una mesa muy grande, delante del balneario, habían colocado los premios de la tómbola, que Petrus Martel, con ayuda de la señorita Odelin, del Odeón, una morena menudita, estaba rifando; cantaba los números acompañándolos de parrafadas de charlatán que divertían mucho a la muchedumbre. Volvió a aparecer el marqués, en compañía de las hijas de Oriol y de Andermatt, y preguntó:
—¿Nos quedamos aquí? Hay muchísimo ruido.
Y decidieron, entonces, dar un paseo por la carretera que va, a media ladera, de Enval a La Roche-Pradiére.
Para llegar hasta ella, subieron primero en fila por una senda estrecha que cruzaba los viñedos. Christiane iba en cabeza, con paso flexible y rápido. Desde que había llegado a aquella comarca, tenía una sensación nueva de la propia existencia, con una vida y un gozo activos que antes no conocía. Quizá los baños, al mejorarle la salud, al librarla de esas leves perturbaciones de los órganos que molestan y ensombrecen el carácter sin causa sensible, la disponían para percatarse mejor, para disfrutar mejor de cuanto la rodeaba. Quizá, sencillamente, la estimulaba, la enardecía la presencia y la fogosa mente de aquel joven desconocido que la ayudaba a comprender las cosas.
Respiraba a bocanadas hondas y prolongadas, pensando en todo lo que él le había contado acerca de los perfumes que vagaban por el viento. «Es verdad —pensaba—, me ha enseñado a oler y sentir el aire.» Y distinguía todos los aromas, el de la viña, sobre todo, tan liviano, tan delicado, tan huidizo.
Llegó a la carretera y se formaron grupos. Andermatt y Louise Oriol, la mayor, tomaron la delantera, charlando acerca del rendimiento del campo en Auvernia. Aquella auvernesa, digna hija de su padre, dotada de instinto hereditario, sabía todos los detalles concretos y prácticos de la agricultura, y hablaba de ellos con su voz formal, de tono agradable, con el acento discreto que le habían enseñado en el convento.
Andermatt, mientras la escuchaba, la miraba de reojo, y aquella chiquilla seria, dotada ya de tal instrucción y tan práctica, le parecía encantadora. Repetía a veces con cierta sorpresa:
—¡Cómo! ¿Que la tierra vale hasta treinta mil francos la hectárea en la Limagne?
—Sí, señor, cuando son buenas pomaradas, de las que dan manzanas de mesa. Casi toda la fruta que se come en París procede de nuestra zona.
Él, entonces, se volvió para mirar con estima la Limagne, pues, desde la carretera que iban siguiendo, se divisaba, hasta donde se perdía la vista, la ancha llanura siempre cubierta de un ligero vaho azul.
Christiane y Paul se habían parado también, de cara a la inmensa región velada, tan suave para los ojos que se habrían quedado así, mirándola, por tiempo indefinido.
La carretera corría ahora al abrigo de enormes nogales, cuya opaca sombra refrescaba la piel. Había dejado de subir y serpenteaba a media ladera, cubierta, al principio, de viñedos, luego de hierba corta y verde, hasta la cresta, de poca altura en aquel paraje.
Paul murmuró:
—Qué hermosura, ¿verdad? ¡Qué hermosura! ¿Por qué me enternecerá este paisaje? Sí, ¿por qué? Desprende un encanto tan hondo, tan dilatado, tan dilatado sobre todo, que me llega al corazón. Al mirar esta llanura, es como si el pensamiento desplegara las alas, ¿a que sí? Echa a volar, planea, pasa, se aleja cada vez más, hacia todos los países soñados que nunca veremos. Sí, fíjese, es admirable porque parece, más que algo que se ve, algo que se sueña.
Ella escuchaba en silencio, aguardando, esperando, recogiendo cada palabra; y se sentía conmovida, sin saber muy bien por qué. Era cierto que veía a medias otros países, los países azules, los países rosa, los países inverosímiles y maravillosos que no se hallan y siempre se buscan, que hacen que todos los demás nos parezcan poca cosa.
Él siguió diciendo:
—Sí, es hermoso; porque es hermoso. Otros horizontes son más llamativos y menos armoniosos. ¡Ay, señora, la belleza armoniosa! No hay nada igual en el mundo. ¡Nada existe sino la belleza! ¡Pero qué pocos la comprenden! El perfil de un cuerpo, de una estatua, de una montaña, el color de un cuadro, o el de esta llanura, ese no sé qué de La Gioconda, una frase que cala hasta el alma, esa poca cosa que vuelve a un artista tan creador como Dios, ¿qué hombres se dan cuenta de ello?
»Mire, voy a recitarle dos estrofas de Baudelaire.
Y declamó:
¿Qué importa que del cielo o del infierno vengas,
Belleza, monstruo inmenso, ingenuo y espantoso,
si tus ojos, tu paso, tu risa abren la puerta
de un infinito que amo pero que aún desconozco?
De Satán o de Dios, da igual. ¿Ángel? ¿Sirena?
Da igual, si por tus ojos de terciopelo —maga,
ritmo, fulgor, perfume, oh tú, mi única reina—
es menos ruin el mundo, las horas menos largas.
Christiane lo contemplaba ahora, asombrada de su lirismo, interrogándolo con la mirada, sin acabar de comprender qué tenía aquel poema de extraordinario.
Él le adivinó el pensamiento, lo irritó no haber sabido hacerla partícipe de su exaltación, pues había recitado aquellos versos divinamente, y siguió hablando con un matiz desdeñoso:
—Soy un insensato al querer obligarla a usted a apreciar a un poeta de inspiración tan sutil. Día llegará, así lo espero, en que estas cosas le proporcionarán los mismos sentimientos que a mí. Las mujeres, que poseen más intuición que comprensión, no captan las intenciones secretas y veladas del arte más que si antes se recurre a su pensamiento mediante una llamada simpática.
Y, dirigiéndole un saludo, añadió:
—Me esforzaré, señora, en hacer que le llegue esa llamada simpática.
A ella no le pareció impertinente, sino peculiar; por otra parte, ya no estaba ni siquiera intentando comprenderlo, pues, de repente, le había llamado la atención una circunstancia en la que aún no había caído: era un hombre muy elegante, aunque, al ser demasiado alto y demasiado fuerte, de aspecto demasiado viril, costaba darse cuenta del exquisito rebuscamiento de su atuendo.
Y además, tenía en el rostro algo brutal e inacabado que prestaba a toda su persona un aspecto un poco tosco a primera vista. Pero, cuando se estaba acostumbrado a sus rasgos, se veía en ellos un encanto, un encanto poderoso y rudo que, a ratos, se tornaba muy suave, a tenor de las inflexiones tiernas de su voz siempre algo ronca.
Christiane se decía a sí misma, al notar por vez primera cuán pulcro era de pies a cabeza: «Está visto que en este hombre hay que descubrir las cualidades una a una».
Pero Gontran los seguía a toda prisa. Iba gritando:
—¡Hermana! ¡Eh! ¡Espera, Christiane!
Y, cuando los hubo alcanzado, les dijo, aún risueño:
—Venid a oír a la pequeña de las Oriol. Es saladísima, tiene un ingenio pasmoso. Papá ha conseguido al fin que coja confianza y nos está contando cosas de lo más divertido. Esperadlos.
Y esperaron al marqués, que venía con la más joven de las hermanas: Charlotte Oriol.
Ésta iba contando, con infantil y socarrón gracejo, las historias del pueblo, ingenuidades y artimañas de gente del campo. Y repetía los mismos gestos, la misma calma y la misma seriedad en el hablar, los «carape», los continuos «rediós», que ella convertía en «rediez», imitando todos los visajes de aquellos campesinos de forma tal que su lindo y despierto rostro adquiría gran encanto. Le brillaban los vivaces ojos; al abrir la boca, bastante grande, se le veían los hermosos dientes blancos; la nariz, algo respingona, le daba un aspecto ingenioso; y se la veía tan lozana, con una lozanía de flor, que hacía estremecer los labios de deseo.
El marqués, que se había pasado casi toda la vida en sus tierras, y Christiane y Gontran, criados en el castillo familiar, rodeados de altaneros y acaudalados granjeros normandos, a los que solían invitar a veces a comer, y a cuyos hijos, compañeros de primera comunión, trataban con confianza, sabían hablarle a aquella campesinita, ya mujer de mundo en sus tres cuartas partes, con una amistosa franqueza, un tacto cordial y certero que provocaba en el acto en ella una seguridad risueña y confiada.
Andermatt y Louise volvían hacia ellos, pues habían llegado hasta el pueblo y no querían entrar en él.
Y todos se sentaron al pie de un árbol, en la hierba de la cuneta.
Permanecieron allí mucho rato, charlando apaciblemente de todo en general y de nada en particular, envueltos en un lánguido entumecimiento de bienestar. A veces, pasaba una carreta, siempre tirada por una pareja de vacas a las que el yugo agachaba y torcía la cabeza, y siempre conducida por un labriego de vientre liso, tocado con el gran sombrero negro, que guiaba a los animales con la punta de la delgada vara como si fuera un director de orquesta.
El hombre se descubría, saludaba a las hijas de Oriol, y las chiquillas contestaban con un familiar «hola» de sus jóvenes voces.
Luego, como se iba haciendo tarde, volvieron.
Según se acercaban al parque, Charlotte Oriol exclamó:
—¡Ay! ¡La bourrée, la bourrée!
Estaban bailando, efectivamente, la bourrée, al son de una antigua música de Auvernia.
Los campesinos y las campesinas caminaban y saltaban, con ademanes primorosos, giraban y se saludaban; éstas pellizcaban y alzaban la falda con dos dedos de cada mano; aquéllos llevaban los brazos caídos o en jarras.
La melodía, agradable y monótona, también bailaba en el aire, que iba refrescando al caer la tarde; el violín repetía continuamente la misma frase, en tono agudísimo, y los demás instrumentos marcaban el ritmo, le daban una cadencia más saltarina. Era, sin lugar a dudas, la música sencilla y campesina, ágil y sin pretensiones, que le convenía a aquel rústico y torpón minué.
También los bañistas intentaban bailar. Petrus Martel brincaba frente a frente con la joven Odelin, amanerada como la bailarina de un cuerpo de ballet; el cómico Lapalme fingía un paso extravagante en torno a la cajera del Casino, a la que parecían estremecer recuerdos de Bullier[1].
Pero, de pronto, Gontran vio al doctor Honorat que bailaba con toda el alma y con todo el cuerpo, ejecutando la bourrée clásica, como buen auvernés de pura cepa.
La orquesta calló. Todos se pararon. El doctor se acercó a saludar al marqués.
Iba secándose la frente y resoplando.
—Qué bien sienta ser joven de vez en cuando —exclamó.
Gontran le puso la mano en el hombro y le dijo sonriendo con maldad:
—No me había dicho usted que estaba casado.
El médico dejó de secarse el sudor y contestó muy serio:
—Sí, estoy casado y mal casado.
—¿Cómo dice?
—Digo que estoy mal casado. No cometa usted nunca semejante locura, joven.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? Mire, llevo veinte años casado y todavía no me he hecho a la idea. Todas las noches, cuando vuelvo a casa, me digo: «¡Anda, todavía anda por aquí esta señora mayor! ¿No pensará marcharse nunca?».
Todo el mundo se echó a reír al verlo tan serio y convencido.
Pero las campanas del hotel llamaban a cenar. La fiesta se había acabado. Acompañaron a Louise y Charlotte Oriol hasta la casa paterna y, tras dejarlas allí, fueron hablando de ellas.
A todo el mundo le parecían encantadoras. El único que prefería a la mayor era Andermatt. El marqués dijo:
—¡Qué dúctil es la forma de ser de las mujeres! Sólo por tenerlo cerca, el oro paterno, que ni siquiera saben para qué vale, ha hecho de estas campesinas unas señoras.
Christiane le preguntó a Paul Brétigny:
—Y usted, ¿a cuál prefiere?
Él murmuró:
—Yo ni las he mirado. No es a ellas a quienes prefiero.
Había hablado muy bajo; y ella no contestó nada.