Los dos Oriol se habían quedado charlando mucho rato después de que se hubieran acostado las jóvenes. Emocionados y nerviosos por la propuesta de Andermatt, andaban buscando el medio de encandilarlo más sin comprometer sus intereses. Como campesinos que iban a lo concreto y a lo práctico, sopesaban con sensatez todas las oportunidades y comprendían perfectamente que en una zona donde los manantiales brotan siguiendo el curso de todos los arroyos, no había que rechazar, pidiendo la luna, a aquel pretendiente con el que no contaban y que no volvería a presentárseles. Y, sin embargo, tampoco había que dejar por completo en sus manos aquel manantial que podía dar un buen día un caudal de dinero contante y sonante, como se había visto en Royat y Châtel-Guyon.
Andaban, pues, buscando por qué procedimientos podrían conseguir que el entusiasmo del banquero se volviera frenético; ideaban, para camuflar lo que le ofrecieran, combinaciones de sociedades ficticias, una serie de torpes argucias, y sentían que eran defectuosas, pero no conseguían idear otras más hábiles. Durmieron mal; luego, por la mañana, el padre, que se despertó antes, se preguntó si el manantial no habría desaparecido durante la noche. Bien pensado, podía concebirse que se hubiera ido como había venido, que hubiera vuelto a desaparecer bajo tierra, que ya no se pudiera recuperar. Se levantó desasosegado, invadido por un temor de avaro, despertó a su hijo y le contó su aprensión; y el robusto Coloso sacó las piernas de las sábanas de lienzo moreno y se vistió para acompañar a su padre y ver qué estaba pasando.
Sea como fuere, siempre podrían limpiar el terreno y el manantial, quitar las piedras, adecentarlo, como a un animal que se quiere vender.
Así que cogieron los picos y las palas y salieron los dos juntos, con sus largas zancadas cadenciosas.
Andaban sin mirar nada, con la mente en sus negocios, contestando con una sola palabra a los saludos de los vecinos y de los amigos con que se iban cruzando. Al llegar a la carretera de Riom, empezaron a ponerse nerviosos, intentando ver desde lejos los borbotones de agua, reluciendo bajo el sol de la mañana. La carretera estaba desierta, blanca y polvorienta, lamida por el río que corría al abrigo de los sauces. Bajo uno de ellos, Oriol divisó de repente dos pies, y luego, cuando hubo avanzado tres pasos, reconoció al tío Clovis sentado a la orilla del camino con las muletas al lado, en la hierba.
Se trataba de un viejo paralítico, conocido en toda la comarca, por donde llevaba rondando diez años, lenta y penosamente, con sus piernas de roble como él decía, semejante a un pobre de Callot. Antiguo cazador furtivo por bosques y arroyos, detenido y condenado con frecuencia, tenía dolores debido a las largas horas pasadas al acecho en la hierba húmeda y a la pesca nocturna en los ríos, que recorría con el agua hasta más arriba de la cintura. Ahora se quejaba y andaba igual que un cangrejo que se hubiera quedado sin patas. Iba arrastrando la pierna derecha como si fuera un guiñapo, y llevaba la izquierda en vilo, doblada en dos. Pero los jóvenes de la región, que iban, entre dos luces, tras las mozas o tras las liebres, afirmaban que podía uno toparse con el tío Clovis, rápido como un ciervo y flexible como una culebra, por entre los matorrales y en los calveros, y que, en resumidas cuentas, su reuma no era más que un «embaucagendarmes». Coloso afirmaba con más insistencia que nadie que lo había visto no una vez, sino cincuenta, colocando lazos, con las muletas bajo el brazo.
El viejo Oriol se detuvo frente al anciano vagabundo con una idea aún confusa en mente, pues las reflexiones iban despacio en su cabeza cuadrada de auvernés.
Le dio los buenos días, el otro se los dio a su vez. Luego hablaron del tiempo, de la viña en flor, de dos o tres cosas más; y, como Coloso se había adelantado, su padre lo alcanzó alargando el paso.
Su manantial seguía corriendo; ahora el agua estaba clara y todo el fondo del hoyo era rojo, de un hermoso rojo oscuro, fruto de un abundante depósito de hierro.
Los dos hombres se miraron sonrientes, luego se pusieron a limpiar los alrededores, a quitar las piedras y a amontonarlas. Encontraron los últimos restos del perro muerto, y los enterraron entre bromas. Pero de pronto el viejo Oriol soltó la azada. Una maliciosa arruga le frunció las comisuras de los aplastados labios y el rabillo de los solapados ojos; y le dijo a su hijo: «Ven y verash». Éste obedeció; volvieron a la carretera y desanduvieron lo andado. El tío Clovis seguía calentándose al sol las piernas y las muletas.
Oriol se le paró delante y le preguntó:
—¿Quieresh ganarte cien francosh?
El otro, prudentemente, no dijo nada.
El campesino repitió:
—¿Qué tal cien francosh, eh?
Entonces el vagabundo se decidió y dijo a media voz:
—¡Anda, caray! ¿Y quién no?
—Bueno, compadre, puesh mira lo que tienesh que hacer.
Y estuvo un buen rato explicándole, con picardía, sobreentendidos e incontables repeticiones, que, si se avenía a tomar un baño de una hora todos los días de diez a once, en un hoyo que iban a hacer Coloso y él al lado de su manantial, y a curarse al cabo de un mes, le darían cien francos en escudos de plata.
El paralítico los escuchaba con gesto idiotizado; luego dijo:
—Posh shi nada de la botica ha podío curarme, ¿cómo me va a curar vueshtra agua?
Pero Coloso, de golpe, se enfadó.
—Venga ya, viejo bromishta, que ya shé yo lo malo que eshtásh. A mí no me la dash tú con quesho. ¿Qué eshtabash haciendo el lunesh pashado en el boshque de Comberombe a lash once de la noche?
El viejo contestó muy deprisa:
—No esh verdad.
Pero Coloso estaba cada vez más exaltado:
—¿Que no esh verdad, rediósh, que shaltashte por encima del fosho de Jean Mannezat y que te fuishte por el barranco Poulin?
El otro repitió enérgicamente:
—¡No esh verdad!
—¿Que no esh verdad que te grité: «¡Eh, Clovish, losh gendarmesh!», y que te metishte por la shenda del Moulinet?
—No esh verdad.
Jacques, furioso, casi amenazador, voceaba:
—¡Ah! ¿Que no esh verdad! Puesh mira, tío Tresh Patash, como te vuelva a ver en el boshque de noche, te agarro, me oyesh, porque tengo lash piernash másh largash que tú, y te ato a un árbol hashta por la mañana, y todosh losh del pueblo vendremosh juntosh a bushcarte…
El tío Oriol hizo callar a su hijo y luego dijo con mucha suavidad:
—Mira, Clovish, ¿por qué no hacesh la prueba? Te hacemosh un baño Colosho y yo; te metesh todosh losh díash durante un mesh. Por hacer esho te doy no cien, shino doshcientosh francosh. Y, mira, shi te curash a fin de mesh, puesh te doy otrosh quinientosh. ¿Me oyesh? Quinientosh en eshcudosh de plata, másh doshcientosh, hacen shetecientosh.
»Ashí que doshcientosh por el baño todo el mesh, másh quinientosh shi te curash. Y ademásh, oye, losh doloresh, ¿quién losh quita de volver? Shi te vuelven en otoño, qué le vamosh a hacer, el agua te habrá hecho efecto de todash manerash.
El viejo respondió muy tranquilo:
—Ashí, bueno. Shi no shale bien, ya veremosh.
Y los tres hombres se dieron la mano para sellar el pacto. Luego los dos Oriol se volvieron a su manantial para cavar el baño del tío Clovis.
Llevaban un cuarto de hora manos a la obra cuando oyeron voces en la carretera.
Eran Andermatt y el doctor Latonne. Ambos campesinos guiñaron un ojo y dejaron de cavar.
El banquero se les acercó, les dio la mano; luego los cuatro se pusieron a mirar el agua sin decir nada.
Ésta se estremecía como si estuviera sobre una gran hoguera, lanzaba al aire sus hervores y sus gases, y luego corría hacia el arroyo por un canalillo que ya había cavado. Oriol, con una sonrisa de orgullo en los labios, dijo de pronto:
—Anda, y que no hay hierro, ¿eh?
Todo el fondo estaba rojo ya efectivamente, e incluso los guijarros que bañaba al correr parecían cubiertos de una capa de moho púrpura.
El doctor Latonne contestó:
—Sí, pero eso no quiere decir nada, lo que hay que conocer son sus demás virtudes.
El campesino prosiguió:
—Para empezar, Colosho y yo nosh bebimosh un vasho cada uno anoche, y nosh ha tenido el cuerpo freshco. ¿A que shí, hijo?
El muchachote contestó muy convencido:
—Ya lo creo que nosh ha tenido el cuerpo freshco.
Andermatt estaba inmóvil, de pie al borde del hoyo. Se volvió hacia el médico.
—Necesitaríamos más o menos seis veces este volumen de agua para lo que querría hacer yo, ¿verdad?
—Sí, más o menos.
—¿Cree usted que se podrá encontrar?
—¡Huy! Yo no tengo ni idea.
—Pues así están las cosas: sólo podría comprar los terrenos de forma definitiva tras haber realizado los sondeos. Haría falta primero una promesa de venta ante notario, en cuanto se conozcan los análisis, pero esta promesa no sería efectiva más que si los sondeos consecutivos dieran los resultados esperados.
El tío Oriol empezó a preocuparse. No entendía. Andermatt le explicó entonces que no bastaba con un único manantial, y le demostró que no podía comprar, en realidad, más que si encontraba otros. Pero no podría buscar los demás manantiales hasta que no se hubiera firmado una promesa de venta.
Ambos campesinos se mostraron en el acto convencidos de que en sus campos había tantos manantiales como cepas. Bastaba con cavar, y ya verían, ya verían.
Andermatt se limitó a decir:
—Sí, ya veremos.
Pero el tío Oriol metió la mano en el agua y declaró:
—Carajo, she podrían cocer huevosh. Eshtá mucho másh caliente que la de Bonnefille.
Latonne metió un dedo, a su vez, y reconoció que era posible.
El campesino siguió diciendo:
—Y ademásh tiene másh shabor, y shabe mejor; no huele a falsho, como la otra. ¡Huy! De que éshta esh buena, reshpondo yo. Ya me conozco yo lash aguash del paísh, que llevo cincuenta años mirándolash correr. ¡Nunca he vishto otra másh hermosha, nunca, nunca!
Estuvo unos segundos callado, y siguió diciendo:
—Y no esh que lo diga yo para hacerle propaganda, ya lo creo que no. Me gushtaría hacer la prueba delante de ushtedesh, la prueba de verdad, no la prueba de botica de ushtedesh, shino la prueba con un enfermo. Me apueshto lo que shea a que éshta cura a un paralítico, de caliente que eshtá y de bien que shabe, me apueshto lo que shea.
Hizo como si le diera vueltas a algo en la cabeza, luego como si mirara a la cumbre de los montes vecinos a ver si descubría al paralítico deseado. Al no vislumbrar ninguno, bajó la vista hacia la carretera.
A doscientos metros de allí, se divisaban, a la orilla del camino, las dos piernas inertes del vagabundo, cuyo cuerpo quedaba oculto por el tronco del sauce.
Oriol se hizo pantalla con la mano encima de los ojos y le preguntó a su hijo:
—¿No esh éshe el compadre Clovish, que todavía anda por aquí?
Coloso contestó riéndose:
—Ya lo creo que esh él, que no corre tanto como lash liebresh.
Entonces Oriol dio un paso hacia Andermatt y le dijo, con una convicción seria y honda:
—Oiga, caballero, mire lo que le digo. Hay allí un paralítico al que el sheñor doctor conoce bien, uno de verdad, que lleva diez añosh shin dar un pasho. ¿A que shí, sheñor doctor?
Latonne afirmó:
—¡Huy! Si lo curan a éste, le pago su agua a franco el vaso.
Luego, volviéndose hacia Andermatt, añadió:
—Se trata de un viejo aquejado de gota reumática, con una especie de contractura espasmódica en la pierna izquierda y una parálisis completa en la derecha; en fin, que lo creo incurable.
Oriol lo había dejado hablar. Empezó a decir despacio:
—Bueno, sheñor doctor, ¿quiere ushted probar con él un mesh? Yo no digo que shalga bien, yo no digo nada, yo shólo digo que vamosh a hacer la prueba. Mire, Colosho y yo íbamosh a cavar un hoyo para lash piedrash, bueno, puesh cavaremosh un hoyo para Clovish; que she meta dentro una hora todash lash mañanash; y ya veremosh, ya veremosh…
El médico dijo a media voz:
—Pueden ustedes probar, pero yo les aseguro que no conseguirán nada.
Pero Andermatt, seducido por la esperanza de una curación casi milagrosa, acogió gozoso la idea del campesino; y volvieron los cuatro junto al vagabundo, que seguía inmóvil al sol.
El viejo cazador furtivo, percatándose de la argucia, hizo como que no quería, se resistió mucho rato, luego se dejó convencer a condición de que Andermatt le diera dos francos diarios por la hora que se iba a pasar en el agua.
Y se cerró el trato. Se tomó incluso la decisión de que, en cuanto estuviera cavado el hoyo, el tío Clovis tomaría el baño ese mismo día. Andermatt le proporcionaría ropa para que se vistiera a continuación, y los dos Oriol le traerían un antiguo chozo de pastor, que tenían guardado en el corral, para que el inválido se pudiera cambiar encerrado en él.
Luego el banquero y el médico se volvieron al pueblo. Se separaron a la entrada del mismo, pues el segundo volvía a su casa a pasar consulta, y el primero iba a esperar a su mujer, que tenía que acudir al balneario a eso de las nueve y media.
Llegó casi enseguida. Vestida de rosa de pies a cabeza, con sombrero rosa, sombrilla rosa y rostro sonrosado, parecía una aurora, y bajaba la cuesta del hotel, para no dar la vuelta por el paseo, con saltitos de pájaro que va de piedra en piedra sin abrir las alas. Nada más ver a su marido, dijo a voces:
—¡Pero qué sitio tan bonito! Estoy encantada de la vida.
Los escasos bañistas que deambulaban melancólicamente por el parquecillo silencioso se volvieron al verla pasar, y Petrus Martel, que estaba fumando en pipa, en mangas de camisa, asomado a la ventana del billar, llamó a su compadre Lapalme, sentado en un rincón ante un vaso de vino blanco, y dijo chasqueando la lengua.
—¡Caray, qué ricura!
Christiane entró en el balneario, saludó con una sonrisa al cajero sentado a la derecha de la entrada, le dio los buenos días al antiguo carcelero, sentado a la izquierda; luego le alargó un vale a una empleada que iba vestida como la de la fuente y la siguió por un corredor al que daban las puertas de los cuartos de baño.
La hicieron entrar en uno de ellos, bastante amplio, de paredes desnudas, donde no había más que una silla, un espejo y un calzador, mientras que un hoyo grande y ovalado, cubierto de cemento amarillo como el suelo, hacía las veces de bañera.
La mujer abrió una llave semejante a la de las bocas de riego de las calles, y el agua salió por un abertura pequeña, redonda y con rejilla, que estaba en el fondo de la cubeta. No tardó ésta en llenarse hasta los bordes y el sobrante corría por un canalillo que se metía por la pared.
Christiane, que había dejado a su doncella en el hotel, rechazó la ayuda de la auvernesa para desnudarse y se quedó sola diciendo que llamaría si necesitaba algo y para que le trajeran la ropa.
Se desnudó despacio, mirando los movimientos casi invisibles de aquella agua que se estremecía en la cubeta clara. Cuando estuvo desnuda, metió un pie, y una agradable sensación de calor le subió hasta la garganta: luego hundió en el agua tibia primero una pierna, después la otra, y se sentó en medio de aquel calor, de aquella suavidad, en aquel baño transparente, en aquel manantial que le corría por encima y en torno cubriéndole el cuerpo de burbujillas de gas, por las piernas, por los brazos, por los pechos también. Miraba sorprendida aquellas innumerables y finísimas gotas de aire, que la vestían de pies a cabeza con una coraza completa de perlas menudas. Y aquellas perlas, tan pequeñas, salían volando sin parar desde su blanca carne y acudían a evaporarse a la superficie del baño, expulsadas por otras que le nacían del cuerpo. Le nacían de la piel como frutos livianos, inasibles y encantadores, los frutos de aquel lindo cuerpo sonrosado y lozano que hacía nacer perlas en el agua.
Y Christiane se encontraba tan a gusto allí dentro, tan suave, blanda y deliciosamente acariciada, ceñida por el agua en movimiento, por el agua viva, el agua animada del manantial, que brotaba del fondo de la cubeta, bajo sus piernas, y huía por el agujerito del borde de la bañera, que habría querido quedarse allí para siempre, sin moverse, casi sin pensar. La invadía, junto con el calor exquisito de aquel baño, la sensación de una dicha reposada, en que se mezclaban descanso y bienestar, pensamientos tranquilos, salud, alegría discreta y regocijo silencioso. Y soñaba, vagamente mecida por el gorgoteo del agua sobrante, que corría; pensaba, como si soñara, en lo que haría dentro de un rato, en lo que haría al día siguiente, en los paseos que daría, en su padre, en su marido, en su hermano, y en aquel muchacho alto ante el que se sentía algo violenta desde la aventura del perro. No le gustaban las personas arrebatadas.
Ningún deseo le agitaba el alma, sosegada como el corazón en aquella agua tibia, ningún deseo, salvo aquella confusa esperanza de un hijo, ningún deseo de vivir una vida diferente, de sentir emoción o pasión. Se encontraba bien, feliz y contenta.
Se asustó porque alguien abría la puerta. Era la auvernesa que le traía la ropa. Ya habían transcurrido los veinte minutos, ya había que vestirse. Aquel despertar fue casi un disgusto, casi una desdicha; sentía deseos de rogarle a aquella mujer que la dejase aún unos minutos, luego pensó que todos los días disfrutaría de nuevo de aquella satisfacción, y salió a regañadientes del agua para envolverse en un albornoz caliente, que la quemaba un poco.
Cuando estaba a punto de irse, el doctor Bonnefille abrió la puerta de su consulta y le rogó que entrase, saludándola de forma ceremoniosa. Le preguntó qué tal estaba, le tomó el pulso, le miró la lengua, se interesó por su apetito y su digestión, le preguntó qué tal dormía y luego la acompañó hasta la puerta repitiendo:
—Bueno, bueno, todo va bien, todo va bien. Le ruego que transmita mis respetos a su señor padre, uno de los hombres más distinguidos que me he encontrado durante todos mis años de ejercicio.
Salió al fin, fastidiada ya por aquella obsesión, y, ante la puerta, divisó al marqués, que estaba charlando con Andermatt, Gontran y Paul Brétigny.
Su marido, en cuya cabeza cualquier idea nueva zumbaba sin descanso como una mosca en una botella, estaba contando la historia del paralítico, y quería volver a ver si estaba bañándose el vagabundo.
Para complacerlo, fueron todos.
Pero Christiane, con suavidad, hizo que su hermano se quedara atrás con ella, y, cuando estuvieron un poco alejados de los demás, le dijo:
—Oye, quería hablarte de tu amigo; no me gusta demasiado. Explícame exactamente quién es.
Y Gontran, que conocía a Paul desde hacía varios años, habló de aquel carácter apasionado, brutal, sincero y bueno, al albur de sus arrebatos.
Decía que era un muchacho inteligente, cuya alma brusca se lanzaba impetuosamente hacia las ideas. Como cedía ante todos sus impulsos, y no sabía contenerse, ni dirigirse, ni combatir una sensación mediante un razonamiento, ni gobernar su vida siguiendo un método basado en meditadas convicciones, obedecía a aquello que lo arrastraba, ya fuera excelente o detestable, en cuanto un deseo, un pensamiento, una emoción perturbaban su exaltado carácter.
Se había batido ya siete veces en duelo, tan dispuesto a insultar a las personas como a convertirse a continuación en amigo suyo; había sentido arrebatos de amor por mujeres de todas las categorías, a las que había adorado con igual pasión, desde la obrera recogida en el umbral de la tienda, hasta la actriz raptada, sí, raptada una noche de estreno, en el momento en que se estaba subiendo a su cupé para regresar a casa, y que se había llevado en brazos, por entre los transeúntes estupefactos, y a la que había arrojado dentro de un coche que desapareció al galope sin que nadie pudiera seguirlo o darle alcance.
Y Gontran acabó diciendo: «Ahí lo tienes. Es un buen muchacho, pero es un loco. Como, además, es muy rico, es capaz de todo, de todo, de todo, cuando pierde la cabeza».
Christiane siguió diciendo:
—Qué perfume tan curioso lleva, huele muy bien. ¿Qué es?
Gontran contestó:
—No tengo ni idea. No quiere decirlo. Creo que es algo que viene de Rusia. Fue la actriz, su actriz, ésa de la que lo estoy curando ahora, la que se lo regaló. Sí, es verdad que huele muy bien.
Se vislumbraba en la carretera una aglomeración de bañistas y campesinos, pues había la costumbre de dar una vuelta por aquel camino todas las mañanas antes del almuerzo.
Christiane y Gontran se reunieron con el marqués, con Andermatt y con Paul, y no tardaron en ver, en el lugar en que la víspera aún se erguía el peñasco, una cabeza humana, muy rara, tocada con un harapo de fieltro gris, cubierta de una gran barba blanca, que asomaba del suelo; una especie de cabeza de decapitado, que parecía que había crecido allí, como una planta. A su alrededor, unos estupefactos viñadores miraban, impasibles, pues los auverneses no son burlones, mientras que tres señores gordos, clientes de los hoteles de segunda categoría, reían y bromeaban.
Oriol y su hijo, de pie, contemplaban al vagabundo, que estaba a remojo en el hoyo, sentado en una piedra y con el agua por la barbilla. Parecía un hombre sometido a un tormento de antaño, condenado por algún insólito crimen de brujería; y no había soltado las muletas, que se estaban bañando a su lado.
Andermatt, encantado, repetía:
—¡Bravo! ¡Bravo! He aquí un ejemplo que debería seguir toda la gente de la comarca que padece algún dolor.
Y, agachándose hacia el buen hombre, le gritó, como si éste fuera sordo:
—¿Está usted a gusto?
El otro, que parecía completamente atontado por aquella agua abrasadora, contestó:
—Me parece que me eshtoy derritiendo. Rediósh, y qué caliente eshtá.
Pero el tío Oriol declaró:
—Contra másh caliente, mejor te shentará.
Una voz dijo a espaldas del marqués:
—Pero ¿qué es esto?
Y el señor Aubry-Pasteur, resoplando como siempre, se detuvo, de vuelta de su cotidiano paseo.
Entonces Andermatt explicó su proyecto de curación.
Entretanto, el viejo repetía:
—¡Rediósh, y qué caliente eshtá!
Y quería salir, pedía que lo ayudaran y lo sacaran de allí.
El banquero acabó por calmarlo prometiéndole veinte céntimos más por baño.
La gente hacía corro en torno al hoyo, donde flotaban los grisáceos andrajos que cubrían aquel viejo cuerpo.
Una voz dijo:
—¡Menudo caldo! No sería yo quien mojara sopas en él.
Otra prosiguió:
—Tampoco la carne parece muy apetitosa.
Pero el marqués se fijó en que las burbujas de ácido carbónico parecían más abundantes, mayores y más rápidas en aquel nuevo manantial que en el de los baños.
Cubrían los harapos del vagabundo y subían a la superficie tan abundantes que parecían cruzar el agua innumerables cadenillas, rosarios infinitos de minúsculos diamantes redondos, claros como brillantes a pleno sol, al aire libre.
Entonces Aubry-Pasteur se echó a reír y dijo:
—Pardiez, es que miren lo que hacen en el balneario. Ya saben que a un manantial se lo atrapa, como a un pájaro, en una especie de trampa, o, mejor dicho, una campana. Eso es lo que se llama captarlo. Y el año pasado sucedió lo siguiente en el manantial que nutre los baños: el ácido carbónico, al ser más liviano que el agua, se almacenaba en la parte superior de la campana y, cuando se acumulaba en exceso, se metía por las cañerías, subía demasiada cantidad de él hasta las bañeras, llenaba las cabinas y asfixiaba a los pacientes. En dos meses, hubo tres accidentes. Entonces volvieron a consultarme, e inventé un aparato muy sencillo, formado por dos tubos que traían por separado el líquido y el gas de la campana, para volver a mezclarlos acto seguido bajo la bañera y devolverle de este modo al agua su estado normal, evitando el exceso peligroso de ácido carbónico. ¡Pero mi aparato habría costado unos mil francos! Así que ¿saben ustedes lo que hizo el carcelero? Les apuesto lo que quieran a que no lo adivinan. Un agujero en la campana para librarse del gas, que, como es natural, salió volando. De forma tal que les están vendiendo a ustedes baños agrios sin ácido o, al menos, con tan poco ácido que ya no vale para gran cosa. Mientras que ¡fíjense aquí!
¡Todo el mundo estaba indignado! Ya no se reía nadie, y todo el mundo contemplaba con envidia al paralítico. Cada uno de los bañistas habría cogido gustosamente un pico para cavarse otro hoyo al lado del hoyo del vagabundo.
En ésas, Andermatt cogió del brazo al ingeniero y se alejaron charlando. De vez en cuando, Aubry-Pasteur se paraba, parecía trazar una línea con el bastón, indicaba determinados puntos. Y el banquero tomaba notas en una libretita.
Christiane y Paul Brétigny habían trabado conversación. Él le estaba contando su viaje por Auvernia, lo que había visto, lo que había sentido. Amaba el campo con esos instintos ardientes donde siempre afloraba la condición animal. Lo amaba con una sensualidad exacerbada, le hacía vibrar los nervios y las entrañas.
Decía:
—A mí, señora, me da la impresión de que me han abierto y de que todo entra en mí, todo me atraviesa, me hace llorar o crujir los dientes. Fíjese, cuando miro esa pendiente que tenemos delante, esa gran hondonada verde, esa aglomeración de árboles que sube montaña arriba, se me mete todo el bosque por los ojos, me llega hasta dentro, me invade, me corre por las venas. Y también me da la impresión de que me lo como, de que me llena el vientre. ¡Me vuelvo bosque!
Se reía al decirlo, abría de par en par los grandes ojos redondos, para mirar ya el bosque ya a Christiane; y ella, sorprendida y atónita, pero impresionable, sentía que aquella mirada ávida y dilatada la devoraba también a ella, igual que al bosque.
Paul siguió diciendo:
—Y si supiera usted cuánto disfruto gracias a mi olfato. Me bebo este aire, me emborracho con él. Me da la vida, y soy capaz de oler todo lo que lleva dentro, todo, todo en absoluto. Mire, se lo voy a contar. Antes que nada, ¿ha notado, desde que está aquí, un olor delicioso, que no se puede comparar a ningún otro olor, tan fino, tan liviano que parece casi… cómo diría yo… un olor inmaterial? Está en todas partes, no se puede captar en ninguna parte, no hay forma de descubrir de dónde sale. Nunca, nunca me había turbado el corazón nada tan… divino… ¡Pues es el olor de la viña en flor! Cuatro días me ha costado descubrirlo. ¿Y acaso no resulta delicioso, señora, pensar que la viña, que nos da el vino, el vino que sólo pueden comprender y saborear las mentes superiores, nos proporciona también el más delicado y turbador de los aromas, que sólo puede descubrir la sensualidad más refinada? Y a continuación, ¿reconoce usted el poderoso olor de los castaños, el dulce sabor de las acacias, las plantas aromáticas de la montaña, y la hierba, la hierba que huele tan, tan bien sin que nadie lo sospeche?
Christiane escuchaba estupefacta todo aquello, no porque fuese nada sorprendente sino porque le parecía tan diferente de lo que oía a su alrededor todos los días que la mente se le quedaba sobrecogida, emocionada, turbada.
Él seguía hablando con aquella voz algo sorda, pero cálida.
—Y después, fíjese bien, ¿no reconoce también, por el aire, por las carreteras, cuando hace calor, como un ligero sabor a vainilla? ¿A que sí? Pues es… es… pero no me atrevo a decírselo.
Ahora se reía a carcajadas; y, de pronto, alargando la mano, dijo: «¡Mire usted!».
Se acercaba una fila de carros cargados de heno; tiraban de ellos parejas de vacas. Los calmosos animales, con el testuz agachado, con la cabeza inclinada por el yugo, con los cuernos atados a la madera, caminaban trabajosamente; y bajo la piel, alzándosela, se veía el movimiento de los huesos de las patas. Delante de cada yunta iba un hombre en mangas de camisa, con chaleco y sombrero negros, con una vara en la mano, dirigiendo la marcha de los animales. De vez en cuando, se volvía, y, sin golpearla nunca, le tocaba la paletilla o la frente a una de las vacas, que guiñaba los grandes ojos de mirada vaga y obedecía a aquel gesto.
Christiane y Paul se echaron a un lado para dejarlos pasar.
Él le dijo:
—¿Lo huele usted?
Ella respondió con asombro:
—Sí, ¿y qué? Huele a establo.
—Efectivamente, huele a establo. Y todas estas vacas que recorren los caminos, porque no hay caballos en esta comarca, van sembrando por las carreteras ese olor a establo que, mezclado con el fino polvo, le da al viento un sabor a vainilla. Christiane, con un poco de asco, susurró:
—¡Ah!
Él prosiguió:
—Permítame que, ahora, haga un análisis como si fuera farmacéutico. En cualquier caso, estamos, señora, en la comarca más seductora, más dulce, más tranquilizadora que jamás me haya sido dado ver. Un país de la edad de oro. ¡Y la Limagne, ay, la Limagne! Pero no quiero hablarle de ella, quiero enseñársela. ¡Ya verá usted!
El marqués y Gontran se reunieron con ellos. El marqués tomó del brazo a su hija y, según la hacía dar media vuelta y volver sobre sus pasos para ir a almorzar, dijo:
—Escuchen, hijos, esto los afecta a los tres. William, que cuando se le ocurre una idea se pone como loco, ya no sueña más que con la ciudad que pretende construir, y quiere conquistarse a la familia Oriol. Así que desea que Christiane trabe conocimiento con las jovencitas para ver si son presentables. Pero el padre no debe percatarse de nuestra artimaña. Así que se me ha ocurrido una idea: organizar una fiesta de caridad. Tú, hija, vas a ir a ver al cura; buscaréis juntos a dos de sus feligresas que puedan postular contigo. Ya te habrás dado cuenta de quiénes son las que tienes que hacerle escoger; pero él las invitará bajo su responsabilidad. Y ustedes, muchachos, van a preparar una tómbola en el Casino, con ayuda de Petrus Martel, de su compañía y de su orquesta. Y, si las hijas de Oriol son simpáticas, como dicen que las educaron muy bien en el convento, Christiane se las ganará.