III

Aquella noche estuvo muy animada la mesa redonda del Splendid Hotel. El tema del peñasco y del manantial daba mucho que hablar. No había demasiados comensales, sin embargo, unos veinte en total, personas que solían ser taciturnas y pacíficas, enfermos que, tras haber probado inútilmente todas las aguas conocidas, tanteaban ahora las estaciones termales nuevas. En el extremo que ocupaban los Ravenel y los Andermatt estaban también los Monécu, un hombrecillo muy blanco, junto con su hija, una muchacha alta y palidísima que, a veces, se levantaba durante la comida y se iba dejando a medias el plato, el obeso señor Aubry-Pasteur, el ingeniero retirado, los Chaufour, un matrimonio de luto al que se veía durante todo el día, por los paseos del parque, detrás de un cochecito en el que iba su hijo tullido, y las señoras Paille, madre e hija, ambas viudas, altas, tan orondas por delante como por detrás: «Convenceos —decía Gontran— de que se han comido a sus maridos, y por eso padecen del estómago».

Ya que de lo que venían a tratarse era, efectivamente, de una dolencia de estómago.

Algo más allá, un hombre muy encarnado, color ladrillo, el señor Riquier, también tenía malas digestiones; y a continuación se sentaban más personas, anodinas todas ellas, viajeros mudos de ésos que entran con paso sordo, la mujer delante, el marido detrás, en el comedor de los hoteles, saludan nada más cruzar la puerta y se acercan a sus sillas con aire tímido y modesto.

El otro extremo de la mesa estaba completamente vacío, aunque estuvieran en su sitio los platos y los cubiertos en previsión de futuros comensales.

Andermatt hablaba por los codos. Se había pasado la tarde charlando con el doctor Latonne y, según hablaba, al tiempo que las palabras, iba dejando caer grandes proyectos relacionados con Enval.

El doctor le había enumerado, con fogosa convicción, los sorprendentes méritos de su agua, muy superior a la de Châtel-Guyon, que estaba, sin embargo, indiscutiblemente de moda desde hacía dos años.

Así que a la derecha estaba el pueblucho aquel de Royat, rebosante de prosperidad y éxito, y a la izquierda, el pueblucho ese de Châtel-Guyon, muy en boga desde hacía poco. ¡En qué no podría convertirse Enval si alguien supiera organizarlo!

Le decía al ingeniero:

—Sí, señor mío, ahí está el quid, en saber organizarlo. Todo es cuestión de maña, de tacto, de sentido de la oportunidad y de audacia. Para crear una ciudad termal, hay que saber lanzarla, y se acabó. Y, para lanzarla, hay que implicar en el asunto a los médicos importantes de París. Yo, señor mío, siempre tengo éxito en todo lo que me propongo porque voy siempre a lo práctico, que es lo único que debe decidir el éxito en cada caso concreto del que me ocupo, y mientras no tengo claro qué es lo práctico, no hago nada, me quedo a la expectativa. No basta con tener agua, hay que conseguir que alguien la beba; y para que alguien la beba, no basta con que uno se ponga a decir a voces en los periódicos y en otros lugares que es un agua sin rival. Hay que conseguir que lo digan bajito los únicos hombres que pueden influir en el público de bebedores, en el público de enfermos, que es de quien dependemos, en el público particularmente crédulo que paga las medicinas: los médicos. Al tribunal sólo se le puede hablar por boca de los hombres de ley, porque sólo los atiende a ellos, sólo los comprende a ellos. Al enfermo sólo se le puede hablar por boca de los médicos, sólo los escucha a ellos.

El marqués, que era un gran admirador del enorme sentido práctico, siempre atinado, de su yerno, exclamó:

—¡Ay, qué cierto es eso! Y es que usted, querido yerno, es único para dar en el clavo.

Andermatt, animadísimo, siguió diciendo:

—Aquí se podría hacer una fortuna. La zona es preciosa, el clima, excelente. Sólo hay una cosa que me preocupa: ¿tendríamos bastante agua para un balneario grande? Porque las cosas que se hacen a medias nunca salen bien. Necesitaríamos un balneario grande, y mucha agua, por lo tanto, bastante agua para llenar doscientas bañeras a un tiempo, con una corriente rápida y continua; y el manantial nuevo, unido al antiguo, no podría llenar ni cincuenta, diga lo que diga el doctor Latonne…

El señor Aubry-Pasteur lo interrumpió:

—¡Huy! Agua le doy yo toda la que quiera.

Andermatt se quedó pasmado:

—¿Usted?

—Sí, yo. Ya veo que le extraña. Me explico. El año pasado, por esta misma época, estaba aquí, como este año; porque a mí me sientan muy bien los baños de Enval. Y una mañana estaba descansando en mi cuarto y en éstas se me presenta un señor gordo. Era el presidente del consejo de administración del balneario. Estaba muy preocupado, y le voy a decir los motivos. El manantial Bonnefille estaba tan bajo que se temía que se secara del todo. Sabiendo que yo soy ingeniero de minas, venía a preguntarme si no podría hallar un medio de salvar la inversión.

»Así que me puse a estudiar el sistema geológico de la comarca. Ya saben que en cada zona los primitivos cataclismos provocaron perturbaciones diversas y diferente estado de los terrenos.

»Se trataba, pues, de descubrir de dónde venía el agua mineral, por qué grietas, qué dirección seguían esas grietas, cuál era su origen y su naturaleza.

»Lo primero que hice fue recorrer atentamente el balneario, y, al ver en un rincón la tubería vieja de una bañera que ya no se usaba, me fijé en que estaba casi completamente obstruida por la cal. Por lo tanto, el agua, al depositar las sales que contenía en las paredes de los conductos, los obturaba al cabo de poco tiempo. Era inevitable que sucediera lo mismo en los conductos naturales del terreno, ya que éste es granítico. Así que el manantial Bonnefille estaba obturado. Eso es todo.

»Había que recuperarlo más lejos. Todo el mundo lo habría buscado más arriba del primitivo punto de salida. Yo, tras un mes de estudios, de observaciones y de razonamientos, lo busqué y lo encontré cincuenta metros más abajo. Y le voy a explicar por qué.

»Hace un rato, le decía que era necesario determinar antes de nada el origen, la naturaleza y la dirección de las grietas del granito por las que llega el agua. Me resultó fácil comprobar que esas grietas iban de la llanura hacia la montaña, y no de la montaña hacia la llanura, siguiendo una inclinación similar a la de un tejado, debida seguramente a un derrumbamiento de dicha llanura, que arrastró, al desplomarse, los primeros contrafuertes de los montes. El agua, por lo tanto, en vez de bajar, subía por entre cada rendija de las capas graníticas. Y así descubrí la causa de aquel fenómeno imprevisto.

»Antaño, la Limagne, esa dilatada extensión de terrenos arenosos y arcillosos, cuyos límites apenas se divisan, se encontraba al nivel de la primera meseta de los montes; pero, como consecuencia de la constitución geológica del subsuelo, fue bajando y arrastró hacia sí el borde de la montaña, tal y como se lo expliqué hace un momento. Y este gigantesco hundimiento provocó, en el punto preciso de separación de las tierras y el granito, un inmenso dique de arcilla, profundísimo e impenetrable para los líquidos.

»Lo que pasa es, pues, lo siguiente:

»El agua mineral viene de los focos de los antiguos volcanes. La que llega desde muy lejos se enfría por el camino y brota helada como los manantiales corrientes; la que llega de los focos más próximos sale aún caliente, con más o menos grados según a qué distancia se halle la fuente de calor. Y he aquí el camino que sigue: baja a profundidades desconocidas, hasta que se encuentra con el dique de arcilla de la Limagne. Como no puede cruzarlo y está sometida a grandes presiones, busca una salida. Entonces se topa con los resquicios del granito, se mete por ellos y por ellos sube hasta que afloran, y, recuperando la primitiva dirección, vuelve a correr hacia el llano por el lecho habitual de los arroyos. Añadiré que no vemos ni la centésima parte de las aguas minerales de estos valles. Sólo descubrimos aquéllas cuyo punto de salida no queda oculto. En cuanto a las demás, al llegar al borde de las grietas graníticas bajo una espesa capa de tierra vegetal y de cultivo, se pierden por entre estas tierras, que las absorben.

»De todo esto, saco las siguientes conclusiones: 1.° Que, para tener agua, basta con buscarla siguiendo la inclinación y la dirección de las capas superpuestas de granito.

»2.° Que, para conservarla, basta con impedir que se obstruyan las grietas con los depósitos de cal, es decir, con ocuparse del mantenimiento de los pequeños pozos artificiales que hay que perforar.

»3.° Que, para robarle el manantial al vecino, hay que hacerse con él mediante un sondeo que alcance la misma grieta del granito cuesta abajo y no cuesta arriba, eso sí, a condición de hacerlo más acá del dique de arcilla que obliga a las aguas a subir.

»Desde este punto de vista, el manantial que hemos descubierto hoy tiene una situación admirable, a unos metros nada más del dique. Si alguien quisiera crear un nuevo balneario, ahí sería donde habría que colocarlo.

Cuando hubo acabado de hablar, se hizo el silencio.

Andermatt, encantado, se limitó a decir:

—¡Hay que ver! En cuanto se mira entre bastidores, todo el misterio desaparece. No tiene usted precio, señor Aubry-Pasteur.

Además de él, los únicos que habían entendido algo eran el marqués y Paul Brétigny. Y el único que no había escuchado era Gontran. Los demás, con los oídos y los ojos pendientes de la boca del ingeniero, estaban pasmados de asombro. Las señoras Paille, sobre todo, que eran muy pías, se estaban preguntando si aquella explicación de un fenómeno ordenado por Dios y ejecutado según sus misteriosos designios no sería un poco irreverente. La madre se creyó obligada a decir: «La Providencia nos reserva grandes sorpresas». Unas señoras que estaban en el centro de la mesa aprobaron con la cabeza, pues también a ellas las desasosegaba haber escuchado aquellas incomprensibles palabras.

El señor Riquier, el hombre color ladrillo, declaró:

—Pues las aguas de Enval vendrán de los volcanes o de la luna, pero llevo diez días tomándolas y todavía no he notado nada.

El señor y la señora Chaufour protestaron en nombre de su hijo que ya estaba empezando a mover la pierna derecha, cosa que no le había pasado en seis años que llevaban tratándolo.

Riquier replicó:

—Eso demuestra que no tenemos la misma enfermedad, qué caray, pero no demuestra que el agua de Enval cure las dolencias de estómago.

Parecía furioso, exasperado por aquel nuevo intento fallido.

Pero el señor Monécu tomó también la palabra en nombre de su hija y aseguró que, desde hacía ocho días, ésta comenzaba a tolerar los alimentos sin tener que irse sistemáticamente de la mesa a media comida.

Y la muchacha se ruborizó metiendo la nariz en el plato. También las señoras Paille se encontraban mejor.

Entonces Riquier se enfadó y dijo volviéndose bruscamente hacia ambas mujeres:

—¿Ustedes padecen del estómago, señoras?

Éstas respondieron al tiempo:

—Pues claro, caballero, no digerimos nada.

El señor Riquier estuvo a punto de levantarse violentamente de la silla tartamudeando:

—Que ustedes… que ustedes… ¡Pero si basta con mirarlas! ¿Que ustedes padecen del estómago, señoras? Lo que pasa es que comen demasiado.

La señora Paille madre replicó furiosa:

—Lo que está claro, caballero, es que usted tiene todo el carácter de los personas que están perdidas del estómago. Con razón se dice que quien tiene buen estómago tiene buen carácter.

Una anciana muy flaca, que nadie sabía cómo se llamaba, dijo muy segura de sí misma:

—Yo creo que a todo el mundo le sentarían mejor las aguas de Enval si el cocinero del hotel se acordara de vez en cuando de que guisa para unos enfermos. La verdad es que nos da de comer unas cosas que no hay quien las digiera.

Y de pronto todos los comensales se pusieron de acuerdo. Cundió la indignación contra el hostelero que les servía langosta, embutidos, anguila tártara, coles, sí, coles y salchichas, todos los alimentos más indigestos del mundo a aquellas personas a quienes los tres doctores: Bonnefille, Latonne y Honorat, mandaban que comieran exclusivamente carnes blancas, magras y tiernas, verduras y productos lácteos.

Riquier temblaba de ira:

—¿Acaso no deberían vigilar los médicos las comidas de las estaciones termales, sin dejar que sea un borrico quien tome decisiones tan importantes como la de la alimentación? Porque es que todos los días nos dan de entremeses huevos duros, anchoas y jamón…

El señor Monécu lo interrumpió:

—Usted perdone. Mi hija lo único que digiere bien es el jamón. Y además, se lo han recetado Mas-Roussel y Rémusot.

Riquier dijo a voces:

—¡El jamón! ¡El jamón! Pero si es un veneno, caballero.

De pronto, la mesa se vio dividida en dos clanes, los que toleraban el jamón y los que no lo toleraban.

Y empezó una discusión interminable, que se repetía a diario, acerca de la clasificación de los alimentos.

Incluso a favor y en contra de la leche hubo exaltadas opiniones. Riquier no podía tomar ni un vasito de los de burdeos sin empacharse en el acto.

Aubry-Pasteur le contestó, irritándose a su vez porque se estaban poniendo en tela de juicio las virtudes de las cosas que a él lo entusiasmaban:

—Pero, por los clavos de Cristo, caballero, si usted padece dispepsia y yo gastralgia, tendremos que comer cosas tan diferentes como los cristales de gafas que necesitan los miopes y los présbitas, aunque ambos anden mal de la vista.

Y añadió:

—A mí me dan ahogos cuando bebo un vaso de vino tinto, y creo que para el hombre no hay nada peor que el vino. Todos los que beben agua viven cien años, mientras que nosotros…

Gontran intervino risueño:

—La verdad es que sin el vino y sin… el matrimonio, la vida me parecería bastante monótona.

Las señoras Paille bajaron la vista. Bebían grandes cantidades de burdeos superior, sin agua; y su doble viudez parecía indicar que les habían aplicado el mismo criterio a sus maridos, pues la hija tenía veintidós años y la madre apenas cuarenta.

Pero Andermatt, que solía ser tan charlatán, permanecía taciturno y pensativo. De repente, le preguntó a Gontran:

—¿Sabe usted dónde viven los Oriol?

—Sí, me indicaron la casa antes.

—¿Podría acompañarme después de cenar?

—Por supuesto. Y además, me alegro de ir con usted. No me importaría volver a ver a las dos niñas.

Se fueron nada más cenar, mientras que Christiane, que estaba cansada, el marqués y Paul Brétigny subían al salón para acabar la velada.

Todavía era pleno día, pues en las estaciones termales se cena pronto.

Andermatt se cogió del brazo de su cuñado.

—Querido Gontran, si el viejo se aviene a razones y el análisis da lo que espera el doctor Latonne, me parece que me voy a arriesgar aquí a un negocio de gran envergadura: una Ciudad Termal. ¡Quiero lanzar una Ciudad Termal!

Se paró en medio de la calle y agarró a su acompañante por las solapas:

—¡Ay! Usted y los que son como usted no comprenden lo divertidos que son los negocios. No los negocios de los tenderos o de los comerciantes, sino los grandes negocios, los nuestros. Sí, querido Gontran, cuando se los sabe entender, en ellos se condensa todo lo que a los hombres les ha gustado siempre, son al mismo tiempo la política, la guerra, la diplomacia, ¡todo, todo! Hay que estar continuamente investigando, haciendo hallazgos, inventando, entendiéndolo todo, previéndolo todo, combinándolo todo, atreviéndose a todo. El gran combate de hoy en día se libra con el dinero. A mí las monedas de cinco francos me parecen soldaditos con pantalones rojos; las de veinte, tenientes muy repulidos; los billetes de cien francos, capitanes, y los de mil, generales. Y yo lucho, caramba, lucho desde por la mañana hasta por la noche contra todo el mundo, con todo el mundo. Y eso es vivir. Eso es vivir a lo grande, como vivían los poderosos de antaño. ¡Somos los poderosos de hoy en día, eso es, los verdaderos, los únicos poderosos! Mire, fíjese en este pueblo, en este pueblucho. Yo lo convertiré en una ciudad, en una ciudad blanca, llena de grandes hoteles que estarán llenos de gente, con ascensores, criados, coches, una muchedumbre de ricos servida por una muchedumbre de pobres. ¡Y todo porque una noche se me antojó pelearme con Royat, que está a la derecha, con Châtel-Guyon, que está a la izquierda, con el Mont-Dore, La Bourboule, Châteauneuf, Saint-Nectaire, que están detrás, con Vichy, que está enfrente! Y triunfaré, porque poseo el medio, el único medio. Lo he visto de repente con la misma claridad con que un gran general ve el punto flaco del enemigo. En nuestro oficio, hay que saber también conducir a los hombres, y entusiasmarlos, y domarlos. ¡Cristo! ¡Qué divertido es vivir cuando se pueden hacer cosas de éstas! Tengo por delante, con mi ciudad, diversión para tres años. Y además, fíjese, ¡vaya suerte haber coincidido con este ingeniero que nos ha contado cosas admirables durante la cena, cosas admirables, querido cuñado! Su sistema está claro como la luz del día. Gracias a él, arruinaré a la sociedad antigua, sin tener ni que comprarla.

Había echado a andar de nuevo, y subían despacio, por la carretera de la izquierda, hacia Châtel-Guyon.

Gontran afirmaba algunas veces: «Cuando paso cerca de mi cuñado, le oigo perfectamente en la cabeza el mismo ruido que en las salas de Montecarlo, ese ruido de oro removido, mezclado, arrastrado, barrido, perdido, ganado».

Era cierto que Andermatt recordaba a alguna extraña maquinaria humana construida sólo para calcular, mover, manipular dinero con la mente. Estaba, además, muy ufano de esa especial habilidad suya, y se jactaba de que podía evaluar a la primera ojeada el valor exacto de cualquier cosa. Así que se lo veía continuamente, estuviera donde estuviera, tomar un objeto, examinarlo, darle vueltas y declarar: «Vale tanto». Su mujer y su cuñado, a los que divertía aquella manía, se entretenían en engañarlo, en presentarle muebles estrafalarios pidiéndole que los tasara; y, cuando se quedaba perplejo ante sus inverosímiles hallazgos, se reían ambos como locos. A veces, también, en París, por la calle, Gontran lo hacía pararse ante una tienda, lo obligaba a calcular el valor de todo un escaparate, o del penco que tiraba de un coche de punto, o también de un camión de mudanzas con todos los muebles que transportaba.

Una noche que había una cena de gala en casa de su hermana, intimó, en la mesa, a William a que le dijera lo que podía valer más o menos el obelisco; luego, cuando el otro hubo dado una cifra cualquiera, le preguntó lo mismo refiriéndose al puente de Solferino y al Arco de Triunfo de la Estrella. Y terminó diciendo, muy serio: «podría usted hacer un trabajo muy interesante sobre la evaluación de los principales monumentos de la Tierra».

Andermatt no se molestaba nunca y se prestaba a todas aquellas bromas, como hombre superior y seguro de sí mismo. Al preguntarle Gontran un día: «Y yo, ¿cuánto valgo?», William se negó a contestarle; luego, al insistir su cuñado, que no paraba de repetir: «A ver, si me secuestraran unos bandoleros, ¿qué daría usted por mi rescate?», acabó por contestar: «Bueno… pues… les daría un pagaré, querido cuñado». Y su sonrisa era tan elocuente que su interlocutor, algo molesto, no siguió insistiendo.

A Andermatt, por otra parte, le gustaban los bibelots artísticos, pues tenía un gusto infalible, entendía mucho y los coleccionaba hábilmente, con ese olfato de perro de caza que ponía en todas las transacciones comerciales.

Habían llegado ante una casa de aspecto burgués. Gontran lo hizo detenerse y le dijo: «Es aquí».

Una aldaba de hierro colgaba de una pesada puerta de roble; llamaron y acudió a abrirles una criada flaca.

El banquero preguntó:

—¿El señor Oriol?

La mujer dijo:

—Pasen ustedes.

Entraron en una cocina, una cocina amplia de casa de labranza, donde aún ardía el rescoldo bajo una olla; luego los hicieron pasar a otra habitación donde estaba reunida la familia Oriol. El padre dormía, arrellanado en una silla y con los pies en otra. El hijo, con los dos codos encima de la mesa, leía Le Petit Joumal con esa exacerbada atención propia de las mentes débiles e incapaces de concentración, y las dos hijas, en el hueco de la ventana, trabajaban en el mismo cañamazo, que estaba empezado por ambos lados.

Fueron las primeras en ponerse de pie, a la vez, estupefactas por aquella inesperada visita; luego Jacques levantó la cabeza, con el rostro congestionado por el esfuerzo mental; por fin, el tío Oriol se despertó y recogió, una tras otra, las largas piernas estiradas encima de la segunda silla.

La habitación encalada y enlosada no tenía más muebles que unas sillas de paja, una cómoda de caoba, cuatro estampas de Épinal enmarcadas y unas grandes cortinas blancas.

Todo el mundo se miraba, y la criada, con la falda arremangada hasta las rodillas, esperaba en el quicio de la puerta inmovilizada por la curiosidad.

Andermatt se presentó, dijo su apellido, presentó a su cuñado, el conde de Ravenel, les hizo una profunda y elegantísima reverencia a las jóvenes, y luego se sentó tranquilamente mientras añadía:

—Señor Oriol, vengo a hablar de negocios con usted. Además, no pienso andarme con rodeos. Se trata de lo siguiente. Hace unas horas ha descubierto usted un manantial en su viñedo. Dentro de unos días, analizarán esa agua. Si no vale nada, no hay nada de lo dicho, por supuesto; si, por el contrario, el resultado es el que yo espero, le propongo comprarle ese campo y todos los de alrededor.

»Piense en lo siguiente: nadie que no sea yo podrá hacerle una oferta semejante. ¡Nadie! La antigua Sociedad está al borde de la quiebra; por tanto, no se le va a ocurrir construir un nuevo balneario, y el fracaso de esa empresa no alentará otros intentos.

»No me conteste nada ahora, consulte con su familia. Cuando se conozcan los resultados del análisis, me dice usted su precio. Si me conviene, diré que sí, si no me conviene, diré que no y me marcharé. Yo no regateo nunca.

El campesino, hombre de negocios a su manera, y más listo que nadie, contestó, muy fino, que ya vería, que se sentía muy honrado, que se lo pensaría, y ofreció un vaso de vino.

Andermatt aceptó, y, como estaba cayendo la tarde, Oriol les dijo a sus hijas, que habían seguido con la labor clavando la mirada en ésta:

—Traed luz, chiquitash.

Se levantaron las dos juntas, pasaron a la habitación contigua, y volvieron, una, con dos velas encendidas, la otra, no con cuatro copas sino con cuatro vasos, vasos de pobre. Las velas eran nuevas, con arandelas de papel rosa; debían de estar de adorno en la chimenea de las jovencitas.

Entonces Coloso se puso de pie, pues sólo los varones bajaban a la bodega.

A Andermatt se le ocurrió una idea.

—Me agradaría ver su bodega. Es usted el primer viticultor de la comarca, debe de ser espléndida.

A Oriol le llegó al alma la petición y le faltó tiempo para acompañarlos. Cogiendo una de las velas, pasó delante. Cruzaron de nuevo la cocina, luego bajaron a un patio donde la última claridad del día permitía adivinar cubas vacías puestas de pie, gigantescas muelas de granito arrinconadas, con un agujero en medio, semejantes a las ruedas de algún colosal carro de antaño, una prensa desmontada, con sus tornillos de madera y sus miembros pardos relucientes por el desgaste, que lanzaban súbitos destellos, desde la sombra, al reflejar la luz, luego herramientas de trabajo, cuyo acero, pulimentado por la tierra, brillaba como si fueran armas de guerra. Todas aquellas cosas se iban iluminando gradualmente, según pasaba el viejo por delante de ellas con una vela en la mano y haciendo reflector con la otra.

Ya olía a vino, a uvas pisadas y secas. Llegaron ante una puerta cerrada con dos cerraduras. Oriol la abrió y alzando la vela de pronto por encima de su cabeza, mostró de forma vaga una larga hilera de barricas que soportaban sobre el panzudo flanco una segunda fila de barriles más pequeños. Mostró primero que aquel sótano a ras del suelo se internaba en la montaña, luego explicó qué había en cada recipiente, las edades, las cosechas, los méritos, luego, cuando llegaron ante la cosecha reservada a la familia, acarició con la mano la pipa como se acaricia la grupa de un caballo al que se quiere mucho, y dijo con voz ufana:

—Van ushtedesh a probar de éshte. No hay vino en botella que she le pueda comparar, ni uno sholo, ni en Burdeosh ni en ningún otro shitio.

Pues amaba el vino conservado en la cuba con la violencia de los campesinos.

Coloso, que iba detrás con un jarro, se agachó, abrió el grifo de la espita, mientras que el padre lo alumbraba con cuidado, como si hubiera estado realizando un trabajo difícil y minucioso.

La vela les daba de lleno en la cara, en el rostro de viejo magistrado del padre y en el rostro de soldado recién llegado del campo del hijo.

Andermatt le susurró al oído a Gontran:

—¡Qué cuadro! ¿Verdad que parece un Téniers?

El joven contestó por lo bajo:

—Prefiero a las hijas. Luego regresaron.

Y hubo, entonces, que beberse el vino, mucho vino para agradar a los Oriol.

Las jovencitas se habían acercado a la mesa y seguían trabajando como si no hubiera visita. Gontran no dejaba de mirarlas, preguntándose si eran mellizas, de tanto como se parecían. Una de ellas, sin embargo era más llenita y más baja, la otra, más distinguida. Llevaban el pelo, que era castaño y no negro, pegado en crenchas a las sienes, y les brillaba cuando movían levemente la cabeza. Tenían la mandíbula y la frente un tanto desarrolladas de la raza auvernesa, los pómulos un poco marcados, pero la boca era encantadora, los ojos, preciosos, las cejas, de una limpieza de trazo poco común, y el cutis, deliciosamente lozano. Al verlas, se notaba que no se habían criado en aquella casa sino en un internado elegante, en un convento adonde van las señoritas ricas y nobles de Auvernia, y que allí habían adquirido los discretos modales de las muchachas de la buena sociedad.

Pero Gontran, asqueado por el vaso teñido de rojo que tenía delante, le daba con el pie a Andermatt para decidirlo a marcharse. Al fin se levantó, y ambos les dieron un fuerte apretón de manos a los dos campesinos, luego volvieron a saludar ceremoniosamente a las jóvenes, que esta vez contestaron sin levantarse, con un leve movimiento de cabeza.

Nada más llegar a la calle, Andermatt rompió de nuevo a hablar.

—Vaya familia curiosa, ¿verdad, querido cuñado? ¡Qué palpable resulta en ella la transición entre el pueblo y la alta sociedad! Necesitaban al hijo para cultivar el viñedo y ahorrarse el sueldo de un hombre —el chocolate del loro—, pero el caso es que se quedó, y pertenece a la clase popular. En cuanto a las hijas, pertenecen ya casi por completo a la buena sociedad. A poco que se casen medianamente bien, serán tan presentables como cualquiera de nuestras mujeres, e incluso mucho más que la mayoría. ¡Me agrada tanto ver a esta gente como a un geólogo dar con un animal del terciario!

Gontran preguntó:

—¿Cuál de ellas le gusta más?

—¿Ellas? ¿Cómo que ellas? ¿Qué ellas?

—De las chiquillas.

—¡Ah, caramba! ¡Pues no tengo ni idea! No las he mirado desde el punto de vista de la comparación. ¿Pero a usted qué más le da? ¿Piensa raptar a una?

Gontran se echó a reír:

—En absoluto, pero me encanta encontrarme por una vez con mujeres lozanas, lozanas de verdad, lozanas como nunca se ven en nuestro mundo. Me gusta mirarlas como a usted le gusta mirar un Téniers. Nada me gusta tanto como una chica bonita, en cualquier sitio, de cualquier procedencia social. Son mis bibelots. ¡Yo no soy coleccionista, sino admirador, admirador apasionado, con corazón de artista, amigo mío, artista convencido y desinteresado! Yo disfruto con eso, ¿qué quiere que le diga? Por cierto, ¿me podría prestar cinco mil francos?

Su acompañante se paró y murmuró enérgicamente: «¡Otra vez!».

Gontran contestó con sencillez: «¡Siempre!». Luego siguieron andando.

Andermatt prosiguió:

—¿Qué demonios hace usted con el dinero?

—Me lo gasto.

—Claro, pero gasta usted demasiado.

—Querido amigo, me gusta tanto gastar el dinero como a usted ganarlo. ¿Me entiende?

—Muy bien, pero no lo gana.

—Es cierto. No sé ganarlo. No se puede tener todo. Usted sí sabe, y no sabe gastarlo en absoluto, en cambio. El dinero sólo le parece algo que da intereses. Yo no sé ganarlo, pero me lo gasto divinamente. Me proporciona miles de cosas de las que usted sólo conoce el nombre. Estábamos hechos para ser cuñados. Nos complementamos a las mil maravillas.

Andermatt murmuró:

—¡Qué loco! No, no le voy a dar cinco mil francos, pero le voy a prestar mil quinientos… porque… porque a lo mejor tengo que echar mano de usted dentro de unos días.

Gontran respondió muy tranquilo:

—Entonces los acepto como anticipo.

Su cuñado le dio una palmada en el hombro sin contestar.

Estaban llegando al parque, iluminado con farolillos que colgaban de las ramas de los árboles. La orquesta del Casino estaba tocando una pieza clásica y lenta, que parecía cojear, llena de huecos y de silencios, ejecutada por los cuatro artistas de antes, agotados de pasarse el día y la noche tocando, en aquella soledad, para las hojas y el arroyo, de sonar como si fueran veinte instrumentos, y cansados también de no cobrar casi a fin de mes, pues Petrus Martel solía completarles el sueldo con cestas de vino o botellas de licores que los bañistas no iban a tomarse en la vida.

Mezclado con el ruido del concierto, se oía también el del billar, el choque de las bolas y las voces que contaban: «Veinte, veintiuno, veintidós».

Andermatt y Gontran subieron. Sólo estaban el señor Aubry-Pasteur y el doctor Honorat tomando café al lado de los músicos. Petrus Martel y Lapalme seguían con su encarnizada partida, y la cajera se despertó para preguntar:

—¿Qué van a tomar los señores?