I

Los primeros bañistas, los madrugadores que ya habían salido del agua, se paseaban despacio, de dos en dos o solos, bajo los altos árboles, a lo largo del arroyo que baja de la hoz de Enval.

Otros llegaban desde el pueblo y entraban en el balneario como si llevaran prisa. Era éste un edificio grande cuya planta baja se reservaba para el tratamiento termal, mientras que el primer piso se usaba como casino, café y sala de billar.

Desde que el doctor Bonnefille había descubierto en los confines de Enval el copioso manantial al que había dado el nombre de manantial Bonnefille, algunos terratenientes de la zona y su entorno, tímidos especuladores, se habían decidido a edificar en el corazón de aquel espléndido valle de Auvernia, agreste pero alegre, poblado de nogales y gigantescos castaños, una espaciosa construcción con varios usos, que lo mismo valía para curar que para divertir, donde se vendían, abajo, agua mineral, duchas y baños, arriba, cerveza, licores y música.

Habían cercado en parte el barranco siguiendo el curso del arroyo para crear el parque indispensable en toda ciudad termal, y, en él, habían trazado tres paseos, uno casi recto y dos festoneados. Al final del primero habían hecho brotar un manantial artificial, desviado del manantial principal, que manaba entre espumas en una amplia cubeta de cemento cubierta por un tejado de paja, bajo la custodia de una mujer impasible a la que todo el mundo llamaba campechanamente Marie. Aquella sosegada auvernesa, tocada con un gorrito siempre blanquísimo y envuelta casi por completo en un gran delantal muy limpio que le ocultaba el uniforme, se ponía calmosamente de pie en cuanto divisaba por el sendero a un bañista que se le acercaba. Tras ver de quién se trataba, escogía el correspondiente vaso en un armario portátil y acristalado, luego lo llenaba despacio con un cacillo de zinc con mango de madera.

El melancólico bañista sonreía, bebía, devolvía el vaso diciendo: «¡Gracias, Marie!», y luego daba media vuelta y se iba. Y Marie volvía a sentarse en la silla de paja a esperar al siguiente.

No eran muchos, en realidad. La estación termal de Enval sólo llevaba seis años recibiendo pacientes, y, tras aquellos seis años de actividad, apenas si contaba con más clientes que a comienzos del primero. Solían venir unos cincuenta, atraídos ante todo por la belleza de la comarca, por el encanto de aquel pueblecito, sepultado bajo enormes árboles de retorcidos troncos del tamaño de una casa, y por la reputación de la hoz, de aquel curioso y breve valle que se abría a la extensa llanura de Auvernia y moría de golpe al pie de la elevada montaña, la montaña erizada de antiguos cráteres, rematado por un barranco salvaje y espléndido repleto de peñascos desplomados o a punto de desplomarse, por donde corre un arroyo que se despeña en cascadas por las gigantescas rocas y forma un reducido lago ante cada una de ellas.

Aquella estación termal había empezado como empiezan todas, con un folleto del doctor Bonnefille en el que hablaba de su manantial. Comenzaba con una alabanza majestuosa y sentimental de las alpestres seducciones de la comarca. Sólo usaba adjetivos selectos, lujosos, de los que impresionan sin decir nada. Todos los contornos eran pintorescos, colmados de lugares grandiosos o de paisajes deliciosamente íntimos. Todas las excursiones que había más a mano poseían un notable toque de originalidad adecuado para agradar a artistas y turistas. Luego, bruscamente, sin transición, pasaba a comentar las cualidades terapéuticas del manantial Bonnefille, bicarbonatado, sódico, mixto, agrio, litínico, ferruginoso, etc., y capaz de curar todas las enfermedades, que, dicho sea de paso, enumeraba bajo el título de: «afecciones crónicas o agudas para las que Enval resulta especialmente adecuado»; y la lista de aquellas enfermedades para las que Enval resultaba especialmente adecuado era larga, variada y reconfortante para todo tipo de enfermos. El folleto concluía con una serie de informaciones de utilidad para la vida práctica, precio del alojamiento, de los comestibles, de los hoteles. Pues, al tiempo que el balneario y casino, habían aparecido tres hoteles. Se trataba del flamante Splendid Hotel, construido en la vertiente del valle que dominaba los baños, del Hotel de las Termas, antigua venta remozada, y del Hotel Vidaillet, creado por el sencillo procedimiento de comprar tres casas colindantes y horadar los tabiques para convertirlas en una sola.

Luego, de forma simultánea, habían aparecido un buen día en la comarca dos nuevos médicos sin que nadie supiera muy bien cómo habían llegado, pues los médicos, en las ciudades termales, parece que brotan de los manantiales como si fueran burbujas de gas. Se trataba del doctor Honorat, un auvernés, y del doctor Latonne, de París. Entre el doctor Latonne y el doctor Bonnefille se había desatado en el acto un odio feroz, mientras que el doctor Honorat, hombre grueso, aseado y bien afeitado, sonriente y dúctil, le había tendido la mano derecha al primero y la izquierda al segundo y se llevaba bien con ambos. Pero el doctor Bonnefille era el dueño de la situación merced a su título de Inspector de aguas y del balneario de Enval-les-Bains.

Dicho título le confería autoridad, y el balneario dependía de él por completo. Se pasaba allí los días, y había quien decía que también las noches. Durante la mañana, iba cien veces de su casa, que estaba en el pueblo pero muy cerca, a su consulta instalada a la derecha, a la entrada del corredor. Emboscado en ella como una araña en su tela, acechaba las idas y venidas de los pacientes, vigilaba a los suyos con mirada severa y a los de los demás con mirada furibunda. Increpaba a todo el mundo casi como un capitán en alta mar y aterrorizaba a los recién llegados, a menos que despertase su hilaridad.

Según llegaba aquel día con paso veloz que le hacía revolotear, como si fueran dos alas, los amplios faldones de la vieja levita, lo paró en seco una voz que gritaba: «¡Doctor!».

Se volvió. El rostro flaco, al que las profundas y renegridas arrugas prestaban expresión avinagrada y aspecto desaseado la barba grisácea, recortada de tarde en tarde, se esforzó por sonreír; y se quitó la raída chistera de seda, mugrienta y pringosa, con que se cubría el largo cabello canoso, «¿de can o de oso?» solía preguntar su rival, el doctor Latonne. Luego dio un paso al frente, se inclinó y murmuró:

—Buenos días, señor marqués, ¿qué tal se encuentra esta mañana?

Un hombrecillo muy pulcro, el marqués de Ravenel, le tendió la mano al médico y contestó:

—Muy bien, doctor, muy bien. Al menos, no parece que esté peor. Los riñones me siguen molestando; pero desde luego que he mejorado, he mejorado mucho. Y sólo voy por el décimo baño. El año pasado no noté nada hasta el decimosexto, ¿se acuerda?

—Sí, desde luego.

—Pero no era eso lo que quería decirle. Acaba de llegar mi hija esta mañana y quiero hablarle de ella enseguida, porque mi yerno, el señor Andermatt, William Andermatt, el banquero…

—Sí, ya sé.

—Mi yerno trae una carta de recomendación para el doctor Latonne. Yo no me fío más que de usted y le ruego que tenga a bien subir al hotel antes… ya me entiende… He preferido decirle las cosas con franqueza… ¿Está usted libre ahora mismo?

El doctor Bonnefille se había puesto el sombrero, nervioso, muy inquieto. Contestó en el acto:

—Sí, estoy libre. ¿Quiere que lo acompañe?

—Sí, claro.

Dándole la espalda al balneario, subieron con paso rápido por un paseo cuya curva llevaba hasta la puerta del Splendid Hotel, construido en la ladera de la montaña para que los viajeros disfrutaran de las vistas.

En la primera planta, entraron en un salón contiguo a las habitaciones de las familias Ravenel y Andermatt; y el marqués dejó solo al médico para ir en busca de su hija.

Regresó con ella casi en el acto. Se trataba de una joven rubia, de corta estatura, pálida, muy bonita, con rasgos infantiles, aunque las pupilas azules, de mirada atrevida, se clavaban en las personas con una resolución que prestaba encantadora y atractiva firmeza y singular personalidad a aquella mujer primorosa y fina. No tenía nada de particular, malestares inconcretos, melancolía, injustificados ataques de llanto o de ira, anemia en resumidas cuentas. Ante todo, quería un hijo y llevaba esperándolo en vano los dos años de matrimonio.

El doctor Bonnefille aseguró que las aguas de Enval serían un remedio soberano y redactó en el acto sus prescripciones. Éstas tenían siempre el temible aspecto de un alegato fiscal. Los numerosos párrafos de sus recetas ocupaban una hoja grande: cada uno de ellos constaba de dos o tres líneas trazadas con letra agresiva, erizada de rasgos como pinchos.

Y las pociones, las píldoras, los polvos que había que tomar en ayunas, a mediodía o por la noche se alineaban con aspecto feroz.

Era como si pusiera: «Dado que D. Fulano de Tal padece una enfermedad crónica, incurable y mortal, deberá tomar:

»1.° Sulfato de quinina, que lo dejará sordo y le hará perder la memoria.

»2.° Bromuro de potasa, que le sentará mal al estómago, le debilitará todas las facultades, y hará que le salgan granos por todo el cuerpo y que el aliento se le vuelva fétido.

»3.° También tomará yoduro de potasa, que, al secar todas las glándulas secretoras de su persona, las del cerebro y todas las demás, lo dejará, en poco tiempo, tan impotente como idiotizado.

»4.° Salicilato de sosa, cuyos efectos curativos no están aún probados, pero que parece provocar en los pacientes a los que se aplica este remedio una muerte pronta y fulminante.

»Tomará simultáneamente:

»Cloral, que vuelve loco, belladona, que ataca a la vista, todas las soluciones vegetales, todas las composiciones minerales que corrompen la sangre, corroen los órganos, devoran los huesos y matan al tomar el medicamento a quienes no mueren de enfermedad».

Estuvo largo rato escribiendo por las dos caras de la hoja. Luego firmó como firmaría un magistrado una pena de muerte. La joven, sentada enfrente de él, lo miraba, y las ganas de reír le alzaban la comisura de los labios.

Nada más irse el doctor, tras un ceremonioso saludo, tomó el papel, en el que no quedaba ni un espacio en blanco, hizo una bola con él, arrojó luego ésta a la chimenea y, pudiendo al fin reírse a gusto, dijo: «Pero, padre, ¿de dónde has sacado a ese fósil? Si parece un ropavejero… ¡Ay! ¡Qué tuyo es eso de ir a dar con un médico de antes de la Revolución!… ¡Qué gracioso es!… ¡Y qué sucio va… sí, sí… sucio, me parece que me ha manchado el palillero, en serio…!».

Se abrió la puerta y se oyó la voz del señor Andermatt que decía: «¡Pase, doctor!». Y apareció el doctor Latonne. Muy tieso, delgado, educado, sin edad, con una elegante chaqueta y llevando en la mano el alto sombrero de seda que sirve de signo distintivo al médico en la mayoría de las estaciones termales de Auvernia, el médico parisino, sin barba ni bigote, parecía un actor de vacaciones.

El marqués, muy cortado, no sabía qué decir ni qué hacer, mientras que su hija fingía toser llevándose el pañuelo a la boca para no soltar la carcajada en las narices del recién llegado. Éste saludó con desenvoltura y se sentó al indicárselo la joven con una seña. El señor Andermatt, que había entrado detrás de él, lo puso minuciosamente al tanto de la situación de su mujer, de sus indisposiciones junto con los síntomas de las mismas, de la opinión de los médicos a los que habían consultado en París, y luego de su propia opinión, basada en razones particulares expresadas en términos técnicos.

Era un hombre muy joven aún, un hombre de negocios judío. Los tenía de todo tipo y entendía de todo con una mente dúctil, una comprensión rápida, un juicio atinado que resultaban maravillosos. Algo grueso ya para su estatura, que no era excesiva, mofletudo, calvo, con cara redonda y aniñada, manos gordezuelas, muslos cortos, parecía lozano en exceso y poco sano. Hablaba con agobiante facilidad.

Se había casado, tras hábiles cálculos, con la hija del marqués de Ravenel, para poder llevar sus especulaciones a un mundo que no era el suyo. El marqués tenía, además, alrededor de treinta mil francos de renta y dos hijos solamente. Pero el señor Andermatt, al casarse, con los treinta recién cumplidos, poseía ya cinco o seis millones y había sembrado como para recoger diez o doce. El señor de Ravenel, hombre indeciso, falto de resolución, voluble y débil, rechazó airadamente al principio las insinuaciones que se le hacían acerca de esta unión, indignado al pensar que su hija pudiera unirse a un israelita, luego, tras resistir seis meses, cedió bajo la presión del oro acumulado, a condición de que el matrimonio educara a sus hijos en la fe católica.

Pero la espera seguía y aún no había ningún hijo en puertas. Fue entonces cuando el marqués, encantado desde hacía dos años con las aguas de Enval, se acordó de que el folleto del doctor Bonnefille prometía también la curación de la esterilidad.

Hizo, pues, venir a su hija, y su yerno vino con ella para instalarla y ponerla en manos del doctor Latonne por consejo de su médico de París. Así que Andermatt fue a buscarlo nada más llegar. Seguía enumerando los síntomas de su mujer. Concluyó contando cuán frustradas estaban sus ansias de paternidad.

El doctor Latonne lo dejó concluir; luego, volviéndose hacia la joven:

—¿Quiere usted añadir algo, señora?

Ella contestó muy seria:

—No, señor, nada.

El médico prosiguió:

—En ese caso, voy a rogarle que tenga a bien quitarse el vestido de viaje y el corsé y ponerse una bata sencilla y blanca, blanca por completo.

Al mostrar ella su asombro, él explicó con vehemencia su sistema:

—Es muy sencillo, señora mía. Antes se creía firmemente que todas las enfermedades venían de un vicio de la sangre o de un vicio orgánico. Hoy en día nos limitamos a suponer que, en muchos casos, y sobre todo en el suyo concreto, los trastornos poco claros que usted padece, e incluso perturbaciones graves, muy graves, mortales, pueden deberse simplemente al hecho de que un órgano cualquiera se haya desarrollado, por influencias fáciles de determinar, de forma anómala en perjuicio de los órganos vecinos y esté destruyendo toda la armonía, todo el equilibrio del cuerpo humano al modificar o detener las funciones del mismo y estorbar el trabajo de los demás órganos.

»Basta con una hinchazón de estómago para que aparezcan síntomas propios de una enfermedad del corazón, que, al no poder moverse como es debido, se vuelve violento, irregular e incluso intermitente a veces. La dilatación del hígado o de ciertas glándulas puede causar grandes males que los médicos poco observadores atribuyen a mil causas ajenas.

»Lo primero que tenemos que hacer, por tanto, es comprobar si todos los órganos del enfermo tienen el volumen normal y se hallan en el lugar adecuado, pues bien poca cosa basta para trastornar la salud de un hombre. Por lo tanto, señora, si usted me lo permite, voy a examinarla minuciosamente y a marcar en su bata los límites, las dimensiones y la posición de sus órganos.

Había dejado el sombrero en una silla y hablaba con volubilidad. Tenía la boca grande, y, al abrirla y cerrarla, se le marcaban en las afeitadas mejillas dos profundas arrugas que le daban también cierto aspecto eclesiástico.

Andermatt, encantado, exclamó: «Caramba, caramba, está muy bien esto. Muy ingenioso, muy nuevo, muy moderno».

«Muy moderno», en sus labios, marcaba el colmo de la admiración.

La joven, muy divertida, se puso en pie y se fue a su habitación. Volvió al cabo de unos minutos vestida con una bata blanca.

El médico la hizo tenderse en un sofá, luego, sacándose del bolsillo un lápiz con tres puntas, una negra, una roja y una azul, comenzó a auscultar y a dar golpecitos a su nueva clienta acribillando la bata de rayitas de colores que plasmaban cada uno de los hechos que observaba.

La bata, tras un cuarto de hora de tal tarea, parecía un mapa donde se vieran los mares, los cabos, los ríos, los reinos y las ciudades, y donde constaran los nombres de todas las divisiones terrestres, pues el doctor escribía en cada línea divisoria dos o tres palabras latinas inteligibles sólo para él.

Ahora bien, cuando hubo escuchado todos los ruidos interiores de la señora Andermatt y percutido todas las partes opacas o sonoras de su persona, se sacó del bolsillo una libretita de cuero rojo con cantos dorados, cuyas hojas se dividían por orden alfabético, la abrió y, tras buscar la letra adecuada, escribió: «Observación 6,347. —Señora A…, 21 años».

Luego, repasando de principio a fin en la bata sus coloridas notas, leyéndolas igual que descifra un egiptólogo unos jeroglíficos, las transcribió en su libreta.

Cuando hubo terminado, declaró: «Nada que deba inquietarnos, nada anormal, salvo una desviación muy, muy ligera que se corregirá con unos treinta baños agrios. Además, deberá usted tomar tres vasos mediados de agua cada mañana, antes de las doce. Nada más. Volveré a verla dentro de cuatro o cinco días». Luego se puso en pie, saludó y salió tan deprisa que todo el mundo se quedó estupefacto. Esta forma brusca de irse era su estilo, su especialidad, su marca personal. Le parecía que resultaba muy elegante y que impresionaba mucho al paciente.

La señora Andermatt fue corriendo a mirarse al espejo y, sacudida por una restallante carcajada de niña alegre, dijo:

—¡Pero qué gracia tienen, qué divertidos son! ¿Hay otro? ¡Quiero verlo ahora mismo! ¡Will, vaya a traérmelo! ¡Tiene que haber otro, quiero ver al tercero!

Su marido preguntó sorprendido:

—¿Cómo que al tercero? ¿Al tercer qué?

El marqués tuvo que dar una explicación y disculparse, pues su yerno le inspiraba cierto temor. Contó, por tanto, que el doctor Bonnefille había venido a verlo a él y que lo había hecho pasar a las habitaciones de Christiane para conocer su opinión, pues se fiaba mucho de la experiencia del viejo médico, que era oriundo de la comarca y había descubierto el manantial.

Andermatt se encogió de hombros y declaró que el único médico que se iba a ocupar de su mujer era el doctor Latonne, de forma tal que el marqués, muy preocupado, se puso a pensar cómo se las iba a apañar para arreglar las cosas sin ofender a su irascible médico.

Christiane preguntó: «¿Ha llegado Gontran?». Se trataba de su hermano.

Su padre contestó:

—Sí, lleva aquí cuatro días con un amigo suyo del que nos ha hablado con frecuencia, el señor Paul Brétigny. Están recorriendo Auvernia los dos juntos. Vienen del Mont-Dore y de La Bourboule y se irán al Cantal a finales de la semana que viene.

Luego le preguntó a la joven si, ya que había pasado la noche en el tren, quería descansar hasta la hora del almuerzo, pero ésta, que había dormido muy bien en el coche-cama, sólo pedía una hora para arreglarse y luego quería visitar el pueblo y el balneario.

Su padre y su marido fueron a sus respectivas habitaciones mientras ella se arreglaba.

No tardó en mandarles recado, y salieron juntos. Lo primero que entusiasmó a la joven fue el pueblo construido en aquel bosque y aquel profundo valle, que parecía cerrado por todas partes por castaños altos como montañas. Se los veía por doquier, creciendo al azar, desde hacía cuatro siglos, delante de las puertas, en los patios, en las calles; también había fuentes por todas partes, grandes piedras negras puestas de pie y con un agujerito por el que manaba un hilo de agua clara que se curvaba hasta caer en un pilón. Un fresco olor a vegetación y a establo flotaba bajo aquellas densas frondas, y se veían, caminando con paso solemne por las calles o de pie ante sus casas, a las auvernesas hilando con dedos rápidos el huso de lana negra que llevaban prendido a la cintura. Las faldas cortas dejaban al aire los tobillos flacos cubiertos con medias azules, y por los corpiños, sujetos a los hombros por unas especies de tirantes, asomaban las mangas de tela de las camisas, de las que salían los brazos duros y secos y las huesudas manos.

Pero, de pronto, una música saltarina y peculiar rompió a sonar en la dirección hacia la que se encaminaban los paseantes. Parecía un organillo con poca fuerza, un organillo viejo, asmático, enfermo.

Christiane exclamó:

—¿Qué es eso?

Su padre se echó a reír.

—Es la orquesta del casino. Hacen falta cuatro músicos para hacer ese ruido.

La condujo hasta un cartel rojo pegado en la esquina de una casa de labranza, donde ponía en letras negras:

CASINO DE ENVAL

DIRECCIÓN: SR. PETRUS MARTEL, DEL ODEÓN

Sábado 6 de julio.—Gran concierto organizado por el maestro Saint-Landri, segundo premio del Conservatorio. Al piano, Sr. Javel, gran laureado del Conservatorio.

Flauta.—Sr. Noirot, laureado del Conservatorio.

Contrabajo.—Sr. Nicordi, laureado de la Real Academia de Bruselas.

Después del concierto, gran representación de:

PERDIDOS EN EL BOSQUE

COMEDIA EN UN ACTO

del Sr. Pointillet

REPARTO:

PIERRE DE LAPOINTE SRES. PETRUS MARTEL, del Odeón.

OSCAR LÉVEILLÉ PETITNIVELLE, del Vaudeville.

JEAN LAPALME, del Gran Teatro de Burdeos.

PHILIPPINE SRTA. ODELIN, del Odeón.

Durante la representación, también dirigirá la orquesta el maestro Saint-Landri.

Christiane leía en voz alta, reía, mostraba asombro.

Su padre siguió diciendo:

—¡Seguro que te diviertes con ellos! Vamos a verlos.

Giraron a la derecha y entraron en el parque. Los bañistas se paseaban muy serios, con mucha calma por los tres paseos, bebían su vaso de agua y se volvían a marchar. Algunos, sentados en los bancos, dibujaban rayas en la arena con la contera del bastón o de la sombrilla. No hablaban, daban la impresión de no pensar, de estar apenas vivos, entumecidos, paralizados por el tedio de las estaciones termales. Sólo brincaba en el ambiente suave y tranquilo el curioso ruido de la orquesta; no se sabía de dónde venía ni quién lo hacía; pasaba bajo las frondas; parecía darles cuerda a aquellos lúgubres caminantes.

Una voz gritó: «¡Christiane!». Ésta se volvió, era su hermano. Corrió hacia ella, la besó y, una vez que hubo estrechado la mano de Andermatt, cogió a su hermana del brazo y se la llevó dejando atrás a su padre y a su cuñado.

Se pusieron a charlar. Era un muchacho alto, elegante, risueño como ella, nervioso como el marqués, indiferente a los acontecimientos pero siempre a la caza de mil francos.

—Creía que te habías acostado —decía—, si no habría ido a darte un beso. Y además, Paul me ha llevado esta mañana al castillo de Tournoël.

—¿Quién es Paul? ¡Ah, sí, tu amigo!

—Paul Brétigny. Es verdad que no lo conoces. Está tomando un baño en este momento.

—¿Está enfermo?

—No. Pero se cuida. Acaba de estar enamorado.

—¿Y toma baños agrios —se dice agrios, ¿verdad?— para reponerse?

—Sí. Hace todo lo que le mando. Es que lo ha pasado muy mal. Es un muchacho violento, tremendo. Casi se muere. También quiso matarla a ella. Era una actriz, una actriz famosa. La ha querido con locura. Y, claro, ella no le era fiel. Fue un drama por todo lo alto. Así que me lo traje. Ya está mejor, pero todavía se acuerda.

Christiane, que antes sonreía, se había puesto seria, y contestó:

—Me gustará conocerlo.

Para ella, sin embargo, «el Amor» no significaba gran cosa. Pensaba en él a veces, como se piensa, cuando se es pobre, en un collar de perlas, en una diadema de brillantes, notando el despertar del deseo por ese objeto posible y lejano. Se lo figuraba como en algunas novelas que había leído al no tener cosa mejor que hacer, y no le daba excesiva importancia. Nunca había sido demasiado soñadora, había nacido con un carácter feliz, apacible y satisfecho, y, aunque llevaba casada dos años y medio, aún no había despertado de ese sueño en el que viven las muchachas ingenuas, ese sueño del corazón, del pensamiento y de los sentidos que a algunas mujeres les dura hasta la muerte. La vida le parecía sencilla y buena, sin complicaciones; nunca le había buscado el sentido o el porqué. Vivía, dormía, vestía con gusto, reía, estaba contenta. ¿Qué más habría podido pedir?

Cuando le propusieron un noviazgo con Andermatt, lo rechazó de entrada, indignada como una niña ante la idea de convertirse en la mujer de un judío. Como su padre y su hermano compartían su aversión, contestaron con ella y como ella con una negativa en toda regla. Andermatt desapareció, se hizo el muerto; pero, al cabo de tres meses, le había prestado más de veinte mil francos a Gontran; y el marqués, por otras razones, estaba empezando a cambiar de opinión. En principio, cedía siempre que le insistían por un egoísta apego a la tranquilidad. Su hija decía refiriéndose a él: «¡Huy, papá tiene las ideas todas revueltas!». Y era verdad. Sin opiniones, sin creencias, sólo tenía entusiasmos que mudaban continuamente. Tan pronto se aferraba con exaltación pasajera y poética a las viejas tradiciones de su raza y deseaba un rey, pero un rey inteligente, liberal, ilustrado, acorde con los tiempos, como, tras haber leído un libro de Michelet o de algún pensador demócrata, se entusiasmaba con la igualdad de los hombres, con las ideas modernas, las reivindicaciones de los pobres, de los oprimidos, de los que sufren. Creía en todo a rachas, y, cuando su vieja amiga, la señora Icardon, que estaba en buenas relaciones con muchos israelitas y deseaba que Christiane se casara con Andermatt, comenzó a predicarle, supo muy bien con qué razonamientos lo tenía que atacar.

Le explicó que a la raza judía le había llegado ya la hora de las venganzas, que era una raza oprimida, como el pueblo francés antes de la Revolución, y que ahora oprimiría a las demás razas con el poder del oro. El marqués, que no tenía creencias religiosas pero estaba convencido de que la idea de Dios era sólo una idea legisladora, con mayor fuerza para sujetar a los necios, los ignorantes y los timoratos que la simple idea de Justicia, sentía por los dogmas una respetuosa indiferencia y confundía en una estima pareja y sincera a Confucio, Mahoma y Jesucristo. El hecho de haber crucificado a este último no le parecía, pues, en absoluto una tara original sino una gran torpeza política. Bastaron, por lo tanto, pocas semanas para conseguir que admirara el trabajo soterrado, incesante, todopoderoso de los judíos doquier perseguidos. Y, al mirar de repente desde otra perspectiva el clamoroso éxito de éstos, lo consideró de pronto como una justa reparación por la prolongada humillación que habían sufrido. Los vio como amos de los reyes, que son amos de los pueblos, sosteniendo los tronos o permitiendo que se hundieran, con poder para llevar a la quiebra a una nación como si de una taberna se tratara, los vio altaneros ante príncipes que se vuelven humildes, los vio arrojando su oro impuro en las entreabiertas arcas de los soberanos más católicos, que se lo agradecían con títulos nobiliarios y líneas de ferrocarriles.

Y accedió al matrimonio de William Andermatt con Christiane de Ravenel.

Y ella, bajo la insensible presión de la señora Icardon, antigua compañera de su madre que se había convertido en su consejera íntima desde la muerte de la marquesa, presión que se sumaba a la de su padre, y ante la indiferencia interesada de su hermano, accedió a casarse con aquel muchacho robusto y acaudalado, que no era feo pero que casi no le gustaba, igual que habría accedido a pasar el verano en una comarca poco agradable.

Ahora le parecía un buenazo, atento, listo, cariñoso en la intimidad, pero se burlaba de él a menudo con Gontran, que era pérfido con aquéllos a quienes tenía algo que agradecer.

Su hermano le decía:

—Tu marido está más sonrosado y más calvo que nunca. Parece una flor enferma o un cochinillo afeitado. ¿De dónde saca esos colores?

Ella le contestaba:

—Te aseguro que no tengo arte ni parte. Hay días en que me dan ganas de pegarlo en una bombonera.

Pero estaban llegando al balneario.

Había dos hombres sentados en sendas sillas de paja, con la espalda contra la pared y fumando en pipa, cada uno a un lado de la puerta.

Gontran dijo:

—Ahí tienes dos individuos curiosos. Fíjate en el de la izquierda, el jorobado que lleva un gorro de algodón. Es el tío Printemps, que antes era carcelero en Riom y se ha convertido en guardián y casi en director del balneario de Enval. No ha notado el cambio y manda en los pacientes como en sus antiguos presos. Los bañistas siguen siendo detenidos, las cabinas de baño, celdas, la sala de duchas, un calabozo y el lugar donde el doctor Bonnefille hace lavados de estómago con la sonda Baraduc, una sala de torturas misteriosa. No saluda a ningún hombre, pues se atiene al principio de que todos los condenados son seres despreciables. Trata a las mujeres con más consideración, desde luego, una consideración un tanto perpleja, porque en la cárcel de Riom no tenía que vigilar a ninguna. Aquel retiro era sólo para varones y no está acostumbrado aún a dirigirse al sexo débil. El otro es el cajero. Te apuesto a que es incapaz de escribir tu apellido, vas a ver.

Y Gontran, dirigiéndose al hombre de la derecha, pronunció despacio:

—Señor Séminois, ésta es la señora Andermatt, mi hermana, que quiere hacerse un abono de doce baños.

El cajero, muy alto, muy flaco, con aspecto de ser muy pobre, se puso de pie y entró en su despacho, que estaba frente a la consulta del inspector médico, abrió su libro y preguntó:

—¿A qué nombre?

—Andermatt.

—¿Cómo dice?

—Andermatt.

—¿Cómo se escribe?

—A-n-d-e-r-m-a-t-t.

—Muy bien.

Y escribió despacio. Cuando hubo acabado, Gontran le dijo:

—¿Quiere repetirme el apellido de mi hermana?

—Sí, señor. Señora Anterpat.

Christiane, muerta de risa, pagó el abono y luego preguntó:

—¿Qué se oye allá arriba?

Gontran la cogió del brazo:

—Ven a ver.

Llegaban por la escalera voces enfurecidas. Subieron, abrieron una puerta y divisaron una amplia sala de café con un billar en el centro. A ambos lados del billar, dos hombres en mangas de camisa con un taco en la mano, se increpaban enardecidos.

—Dieciocho.

—Diecisiete.

—Le digo a usted que llevo dieciocho.

—No es cierto. Sólo lleva usted diecisiete.

Era el director del Casino, el señor Petrus Martel, del Odeón, que estaba jugando su partida de costumbre con el cómico de su compañía, el señor Lapalme, del Gran Teatro de Burdeos.

Petrus Martel, cuyo vientre, grueso y fláccido, se bamboleaba bajo la camisa, colgándole por encima de la cinturilla del pantalón, inexplicablemente abrochada, tras haber sido cómico de la legua, se había puesto al frente del casino de Enval y se pasaba el día bebiéndose las consumiciones destinadas a los bañistas. Lucía un inmenso bigote de oficial empapado de la mañana a la noche por la espuma de la cerveza y el pegajoso jarabe de los licores; y le había infundido al viejo cómico, al que había contratado, una pasión inmoderada por el billar.

Nada más levantarse, comenzaban la partida, se insultaban, se amenazaban, borraban los puntos, empezaban de nuevo, no tenían casi tiempo de comer y no toleraban que dos clientes vinieran a alejarlos del paño verde.

Habían acabado por espantar a todo el mundo y la vida les parecía grata aunque la quiebra acechase a Petrus Martel al acabar la temporada.

La cajera, agobiada, contemplaba de la mañana a la noche aquella partida interminable, escuchaba de la mañana a la noche aquella discusión sin fin y les llevaba, de la mañana a la noche, cervezas o vasitos de licor a los dos infatigables jugadores. Pero Gontran se llevó a su hermana:

—Ven al parque. Se está más fresco.

Donde acababa el balneario, divisaron de repente a la orquesta en un quiosco chino.

Un joven rubio que tocaba frenéticamente el violín gobernaba con la cabeza, con el cabello movido a compás, con todo el torso, que doblaba, enderezaba, inclinaba a la izquierda y a la derecha como una batuta de director de orquesta, a tres singulares músicos sentados frente a él. Era el maestro Saint-Landri.

A él y sus acólitos, un pianista cuyo instrumento, que contaba con unas ruedas e iba como una carretilla, cada mañana, desde el vestíbulo del balneario al quiosco, un flautista gigantesco, que parecía que estaba chupando una cerilla mientras le hacía cosquillas con los gruesos e hinchados dedos, y un contrabajista de aspecto tísico, se debía aquella perfecta, aunque penosa, imitación de un mal organillo que había sorprendido a Christiane en las calles del pueblo.

En tanto se paraba a mirarlos, un caballero saludó a su hermano:

—Buenos días, querido conde.

—Buenos días, doctor.

Y Gontran hizo las presentaciones:

—Mi hermana. El doctor Honorat.

Ésta apenas si pudo contener la hilaridad en presencia de aquel tercer médico, que la saludó y le dijo cortésmente:

—Espero que la señora no esté enferma.

—Sí, un poco.

No insistió y cambió de conversación.

—¿Se ha enterado, querido conde, de que dentro de un rato tendrán ustedes a la entrada del pueblo un espectáculo de lo más interesante?

—¿Qué es ello, doctor?

—El tío Oriol va a volar su peñasco. A ustedes no les dice nada, claro, pero para nosotros es todo un acontecimiento.

Y explicó de qué se trataba.

El tío Oriol, el campesino más rico de toda la comarca —se sabía que tenía una renta de más de cincuenta mil francos—, era el dueño de todos los viñedos que había en la zona en que Enval desembocaba en la llanura. Ahora bien, precisamente a la salida del pueblo, donde se abría el valle, había un montecillo, o más bien un montículo grande, y en él estaban los mejores viñedos del tío Oriol. En el centro de uno de ellos, pegado a la carretera, a dos pasos del arroyo, se alzaba un peñasco gigantesco que impedía el cultivo de la tierra y daba sombra a toda una parte del campo sobre el que se erguía.

El tío Oriol llevaba diez años anunciando todas las semanas que iba a volar el peñasco, pero nunca acababa de decidirse. Cada vez que un mozo del pueblo se iba al servicio militar, el viejo le decía: «Cuando vuelvas de permiso, tráeme pólvora para mi roca».

Y todos los soldaditos traían en la mochila pólvora robada para la roca del tío Oriol. Tenía un baúl lleno de pólvora, pero el peñasco seguía en su sitio.

Por fin, llevaban una semana viéndolo cavar junto con su hijo Jacques, mocetón al que apodaban Coloso, pronunciándolo «Colosho» con el acento auvernés. Esa misma mañana habían rellenado de pólvora el vientre vacío de la enorme roca; luego habían taponado la abertura dejando pasar sólo la mecha, una mecha de chisquero comprada en el estanco. Iban a prenderla a las dos. Así que la roca saltaría a las dos y cinco o a las dos y diez como mucho, porque la mecha era muy larga.

Christiane se interesaba por aquella historia, le divertía ya la idea de aquella explosión, le recordaba algún juego infantil que agradaba a su corazón sencillo.

Estaban llegando al extremo del parque.

—¿Qué hay después? —dijo.

El doctor Honorat contestó:

—El Fin del Mundo, señora; es decir, una hoz sin salida y célebre en Auvernia. Es una de las curiosidades naturales más hermosas de la zona.

Pero sonó una campana tras ellos. Gontran exclamó: «¡Anda, ya es hora de almorzar!». Y dieron media vuelta.

Un joven alto venía a su encuentro. Gontran dijo:

—Hermanita, te presento al señor Paul Brétigny.

Y luego, a su amigo:

—Es mi hermana, querido amigo.

A Christiane le pareció feo. Tenía el pelo negro, cortado muy corto y tieso, los ojos demasiado redondos, con expresión casi dura, la cabeza muy redonda también, grande, una cabeza de ésas que recuerdan las balas de cañón, hombros hercúleos, un aspecto algo salvaje, poco sutil y brutal. Pero de la chaqueta, de la ropa blanca, de la piel quizá, le brotaba un perfume delicado, fino, que la joven no conocía. Y se preguntó: «¿Qué será ese olor?».

Él le dijo:

—¿Ha llegado usted esta mañana, señora? Tenía una voz algo sorda.

Contestó:

—Efectivamente, caballero.

Entonces Gontran divisó al marqués y a Andermatt que les hacían señas a ambos jóvenes para que se dieran prisa en acudir al comedor.

Y el doctor Honorat se despidió de ellos preguntándoles si tenían realmente intención de ir a ver cómo volaban el peñasco. Christiane aseguró que pensaba ir; y, cogida del brazo de su hermano, se inclinó hacia él y le murmuró mientras lo llevaba hacia el hotel:

—Tengo un hambre de lobo. Me va a dar mucha vergüenza comer tanto delante de tu amigo.