El día siguiente se anunció aciago para Andermatt. Al llegar al balneario, se enteró de que el señor Aubry-Pasteur había muerto en el Splendid Hotel, durante la noche, de un ataque de apoplejía. Además de que el ingeniero le resultaba muy útil por sus conocimientos, su desinteresada dedicación y el cariño que le había tomado a la estación termal de Mont-Oriol, que consideraba casi como hija suya, era muy lamentable que un enfermo que había acudido a combatir una tendencia a la congestión muriera precisamente así, en pleno tratamiento, en plena temporada, cuando la naciente ciudad comenzaba a tener éxito.
El banquero, muy nervioso, iba y venía por el despacho vacío del inspector, buscaba los medios de atribuirle otro origen a aquella desgracia, pensaba si podría achacársela a un accidente, una caída, una imprudencia, la rotura de un aneurisma; esperaba con impaciencia la llegada del doctor Latonne para que éste dejara hábilmente constancia del fallecimiento sin que pudiera despertarse ninguna sospecha sobre la causa inicial del accidente.
El inspector médico entró de pronto, pálido y con la cara descompuesta, y preguntó desde la puerta:
—¿Conoce la deplorable noticia?
—Sí, la muerte del señor Aubry-Pasteur.
—No, no, la fuga del doctor Mazelli con la hija del profesor Cloche.
Andermatt sintió un escalofrío.
—¿Cómo?… Dice usted…
—¡Ay, querido director, es una catástrofe horrorosa, una calamidad…!
Se sentó y se enjugó la frente, luego le contó los hechos tal y como se los había referido Petrus Martel, que acababa de enterarse de primera mano por el ayuda de cámara del señor profesor.
El tal Mazelli había cortejado desde el primer momento a la bonita pelirroja, una redomada coqueta, una mujer de armas tomar cuyo primer marido había sucumbido a una tisis, consecuencia, a lo que decían, de su unión excesivamente tierna. Pero el señor Cloche se había olido las intenciones del médico italiano y, como no quería a ese aventurero por segundo yerno, lo había puesto enérgicamente de patitas en la calle tras haberlo sorprendido de rodillas ante su hija.
Mazelli salió por la puerta y no tardó en volver a entrar por la ventana con la escala de seda de los enamorados. Corrían dos versiones. Según la primera, había vuelto a la hija del profesor loca de amor y celos; según la segunda, había seguido viéndola en secreto, mientras daba la impresión de dedicarse a otra mujer; y, al enterarse al fin, por su amante, de que el profesor seguía en sus trece, la había raptado esa misma noche, haciendo inevitable, mediante este escándalo, el matrimonio.
El doctor Latonne se levantó y, apoyando la espalda en la chimenea mientras Andermatt, aterrado, seguía dando paseos, exclamó:
—¡Que un médico, señor mío, que un médico haga semejante cosa!… ¡Un doctor en medicina!… ¡Qué falta de carácter!
Andermatt, desconsolado, calculaba las consecuencias, las clasificaba y las sopesaba como quien hace una suma. Y eran las siguientes:
1.° Que se correría el enojoso rumor por las ciudades termales vecinas y llegaría hasta París. Actuando con habilidad, sin embargo, tal vez se podría utilizar aquel rapto como propaganda. Unas cuantas gacetillas bien redactadas en los periódicos de gran tirada llamarían mucho la atención sobre Mont-Oriol.
2.° Que se iría el profesor Cloche, pérdida irreparable.
3.° Que se irían la duquesa y el duque de Ramas-Aldaverra, segunda pérdida inevitable sin compensación posible.
Resumiendo, el doctor Latonne tenía razón. Era una catástrofe espantosa.
Entonces, el banquero dijo volviéndose hacia el médico:
—Debería ir usted ahora mismo al Splendid Hotel y redactar el certificado de defunción de Aubry-Pasteur de forma tal que no se pueda sospechar una congestión.
El doctor Latonne volvió a coger el sombrero y, según se iba, comentó:
—¡Ah! Otra noticia que corre. ¿Es verdad que su amigo Paul Brétigny va a casarse con Charlotte Oriol?
Andermatt dio un respingo de sorpresa:
—¿Brétigny? ¡Anda!… ¿Quién se lo ha dicho?…
—Pues también Petrus Martel, que lo sabía por el propio tío Oriol.
—¿Por el tío Oriol?
—Sí, por el tío Oriol, que anda afirmando que su futuro yerno tiene una fortuna de tres millones.
William no sabía ya qué pensar. Murmuró: «¡De hecho es posible! Ya llevaba la mar de tiempo tirándole los tejos… ¡Pero, en tal caso… toda la colina es nuestra… toda la colina! ¡Caramba! Tengo que confirmarlo inmediatamente».
Y salió tras el doctor para ver a Paul antes del almuerzo.
Al entrar en el hotel, le dijeron que su mujer había preguntado varias veces por él. La encontró aún en la cama, hablando con su padre y con su hermano, que hojeaba los periódicos con mirada rápida y distraída.
Se sentía enferma, muy enferma, preocupada. Estaba asustada y no sabía de qué. Además, se le había metido en la cabeza una idea que llevaba unos días creciendo en su mente de mujer embarazada. Quería consultar al doctor Black. A fuerza de oír a su alrededor bromas sobre el doctor Latonne había perdido por completo la confianza en él y quería otra opinión, la del doctor Black, cuyo éxito era cada vez mayor. Ahora la atenazaban, de la mañana a la noche, temores, todos los temores y todas las obsesiones que asedian a las mujeres hacia el final del embarazo. Desde la víspera, después de un sueño que había tenido, pensaba que el niño estaba mal colocado, situado de tal manera que el parto sería imposible y que habría que recurrir a la cesárea. Y asistía con el pensamiento a su propia operación, se veía boca arriba, con el vientre abierto, en una cama llena de sangre, mientras que se llevaban una cosa roja que no se movía, que no gritaba, que estaba muerta. Y cada diez minutos cerraba los ojos para volver a ver aquel espectáculo, para asistir de nuevo a su horrible y doloroso suplicio. Entonces, se le había ocurrido que el doctor Black era el único que podía decirle la verdad, y quería que viniera en el acto, ¡exigía que la reconociera enseguida, enseguida, enseguida!
Andermatt, muy violento, no sabía qué contestar:
—Pero, querida niña, es muy difícil, dadas mis relaciones con Latonne… es… incluso imposible. Mira, tengo una idea, voy a buscar al profesor Mas-Roussel, que es cien veces mejor que Black. A mí no me va a decir que no…
Pero ella se empecinó. ¡Quería ver a Black, y sólo a Black! Necesitaba verlo, ver al lado de su cama aquella enorme cabeza de dogo. Era un antojo, un capricho insensato y supersticioso; lo necesitaba.
Entonces, William trató de cambiarle el curso de las ideas:
—¿No sabes que ese intrigante de Mazelli ha raptado esta noche a la hija del profesor Cloche? Se han ido, se han fugado no se sabe adónde. ¡Menuda historia!
Ella se había incorporado en la almohada, con los ojos dilatados por la pena, y balbuceaba:
—¡Ay! Pobre duquesa… pobre mujer, qué lástima me da.
¡Desde hacía mucho, su corazón había comprendido a aquel corazón atormentado y apasionado! Padecía del mismo mal y lloraba las mismas lágrimas.
Pero volvió a decir:
—Oye, Will, ve a buscarme al señor Black. ¡Siento que me voy a morir si no viene!
Andermatt le tomó la mano y se la besó tiernamente:
—Vamos, Christiane, pequeña, sé razonable… tienes que comprender que…
Vio que tenía lágrimas en los ojos, y, volviéndose hacia el marqués, le propuso:
—Debería encargarse usted de esto, querido suegro. Yo no puedo. Black viene aquí todos los días a eso de la una a ver a la princesa de Maldeburgo. Párelo según pasa y hágalo entrar en la habitación de su hija. Puedes esperar una hora, ¿verdad, Christiane?
Ella consintió en esperar una hora, pero se negó a levantarse para almorzar con los hombres, que pasaron solos al comedor.
Paul ya había llegado. Andermatt, al verlo, exclamó:
—¡Hombre! Oiga, ¿qué es eso que me han contado hace un rato? ¿Que se casa usted con Charlotte Oriol? ¿No será verdad?
El joven contestó a media voz, lanzando una mirada ansiosa a la puerta cerrada:
—¡Pues sí!
Como nadie lo sabía aún, los tres se quedaron mirándolo estupefactos.
William preguntó:
—¿Qué mosca le ha picado? ¡Casarse, con su fortuna! ¡Cargar con una mujer cuando las tiene todas! Y además, bueno, no es que la familia sea el colmo de la elegancia. ¡Eso se queda para Gontran, que está sin blanca!
Brétigny se echó a reír:
—Mi padre hizo fortuna en el negocio de la harina. Así que era molinero… al por mayor. Si lo hubiera conocido usted, también habría podido decir que no era el colmo de la elegancia. En cuanto a la joven…
Andermatt lo interrumpió:
—¡Ah! ¡Perfecta… deliciosa… perfecta… y… sabe… será tan rica como usted… si no más… eso se lo aseguro yo, se lo aseguro!…
Gontran susurraba:
—Sí, el matrimonio no le quita a uno de nada y cubre la retirada. Sólo que Paul ha hecho mal no avisándonos. ¿Cómo diablos ha sido el asunto, amigo mío?
Entonces, Paul lo contó todo, modificándolo un poco. Habló de sus dudas, que exageró, y de su súbita decisión cuando una palabra de la joven le había permitido creer que lo amaba. Contó la aparición inesperada del tío Oriol y la pelea, abultándola, las dudas del campesino acerca de su fortuna y el papel sellado que había sacado del armario.
Andermatt, llorando de risa, pegaba puñetazos en la mesa:
—¡Ah! ¡Así que le ha montado el número del papel sellado! ¡Ése lo inventé yo!
Pero Paul balbuceó ruborizándose levemente:
—Le ruego que no le dé aún la noticia a su mujer. Dada nuestra buena amistad, es más correcto que se lo anuncie en persona…
Gontran miraba a su amigo con una sonrisa extraña y alegre que parecía decir: «¡Esto está muy bien, muy bien! Así es como deben acabar las cosas, sin ruido, sin historias, sin dramas».
Propuso:
—Si te parece, Paul, vamos juntos después del almuerzo, cuando esté levantada y le comunicas tu decisión.
Los ojos de ambos se encontraron, fijos, colmados de pensamientos no formulados, luego se apartaron.
Y Paul contestó con indiferencia:
—Sí, encantado, ya volveremos a hablar luego de eso.
Entró un criado del hotel para avisar de que el doctor Black acababa de llegar a las habitaciones de la princesa; y el marqués salió al momento para pillarlo según pasaba.
Le expuso al médico la situación, el apuro de su yerno y el deseo de su hija, y se lo llevó sin que opusiera resistencia.
En cuanto aquel hombre bajito y cabezón hubo entrado en la habitación de Christiane, ésta dijo:
—Papá, déjanos.
Y el marqués se retiró. Entonces fue ella enumerándole sus preocupaciones, sus terrores, sus pesadillas, en voz baja y suave, como si estuviera confesándose. Y el médico la escuchaba como si fuera un sacerdote, abarcándola a ratos con la mirada de sus grandes ojos redondos; daba muestras de atención asintiendo levemente con la cabeza, murmurando un: «De acuerdo» que parecía querer decir: «Conozco su caso al dedillo y la curaré en cuanto quiera».
Cuando hubo acabado de hablar, empezó a su vez a hacerle preguntas sumamente minuciosas sobre su vida, sus hábitos, su régimen, su tratamiento. Ora parecía aprobar con un gesto, ora censuraba con un: «¡Vaya!» lleno de reservas. Cuando llegó al gran temor que tenía de que el niño estuviera mal colocado, se levantó y, con pudor eclesiástico, la rozó con las manos a través de las mantas, y luego declaró: «No, muy bien».
A Christiane le dieron ganas de darle un beso. ¡Qué hombre más bueno era aquel médico!
Éste cogió un papel de encima de la mesa y escribió una receta. Fue larga, muy larga. Luego volvió junto a la cama y, con un tono distinto, para dejar bien claro que había acabado su trabajo profesional y sagrado, empezó a charlar.
Tenía la voz profunda y gruesa, una voz potente de enano contrahecho; y en sus frases más triviales se escondían preguntas. Habló de todo. La boda de Gontran parecía interesarlo mucho. Luego, con su desagradable sonrisa de ser deforme, dijo:
—Y todavía no le digo nada de la boda del señor Brétigny, aunque no sea ya ningún secreto, pues el tío Oriol se lo va contando a todo el mundo.
Tuvo ella una especie de desmayo que le empezó por la punta de los dedos y le fue invadiendo luego todo el cuerpo, los brazos, el pecho, el vientre, las piernas. Y, sin embargo, no acababa de entenderlo; pero un miedo terrible a no enterarse de todo la volvió súbitamente prudente, y balbuceó:
—¡Ah! ¿Así que el tío Oriol se lo va contando a todo el mundo?
—Sí, sí. A mí mismo me ha hablado de ello no hará ni diez minutos. Al parecer, el señor Brétigny es muy rico y lleva mucho enamorado de la pequeña, de Charlotte. Ha sido la señora Honorat, dicho sea de paso, la que ha propiciado estas dos uniones. Las jóvenes parejas contaban con ella y con su casa para verse…
Christiane había cerrado los ojos. Estaba sin conocimiento.
A la llamada del doctor, acudió una doncella; luego, aparecieron el marqués, Andermatt y Gontran, que fueron por vinagre, éter, hielo, veinte cosas distintas e inútiles.
De repente, la joven se movió, volvió a abrir los ojos, alzó los brazos y dio un grito desgarrador retorciéndose en la cama. Intentaba hablar, balbuceaba: «¡Ay! Qué dolor… Dios mío… qué dolor… en la cintura… me voy a romper… ¡Ay! Dios mío…». Y empezaba a gritar de nuevo.
No tardaron en tener que admitir que se trataba del parto.
Entonces, Andermatt se abalanzó en busca del doctor Latonne y lo encontró acabando de comer:
—Venga corriendo… a mi mujer le ocurre un percance… deprisa…
Luego se le ocurrió un ardid y contó que, al empezarle los primeros dolores, el doctor Black estaba en el hotel.
El propio doctor Black le confirmó esa mentira a su colega:
—Acababa de entrar en las habitaciones de la princesa cuando me avisaron de que la señora Andermatt se encontraba mal. He venido corriendo. ¡Y menos mal que he llegado a tiempo!
Pero a William, muy nervioso, con el corazón desbocado y la mente alterada, le entraron dudas de repente acerca de la valía de ambos hombres, y volvió a salir, sin sombrero, para correr a casa del profesor Mas-Roussel y suplicarle que acudiera. El profesor se avino a ello en el acto, se abrochó la levita con gesto maquinal de médico que sale a pasar la visita, y echó a andar a veloces zancadas, a zancadas formales de hombre eminente cuya presencia puede salvar una vida.
En cuanto entró, los otros dos, muy deferentes, lo consultaron con humildad, repitiendo juntos o casi al tiempo:
—Esto es lo que ha pasado, querido profesor… ¿No le parece, querido profesor…? ¿No sería conveniente, querido profesor…?
También Andermatt, loco de angustia por los gritos de su mujer, acosaba a preguntas al señor Mas-Roussel, llamándolo sin parar «querido profesor».
Christiane, casi desnuda ante aquellos hombres, ya no veía nada, no sabía nada, no se enteraba de nada; sentía tales dolores que todas las ideas se le habían ido de la cabeza. Tenía la sensación de que le serraban el costado y la espalda, por la cintura, con una larga sierra de dientes embotados que le destrozaba los huesos y los músculos, despacio, de manera intermitente, a sacudidas, parándose y volviendo a empezar de forma cada vez más terrible.
Cuando tal tortura se aplacaba unos instantes, cuando las heridas del cuerpo permitían que le volviera la razón, se le hincaba en el alma, más cruel, más agudo, más espantoso que el dolor físico, un pensamiento: él estaba enamorado de otra e iba a casarse con ella.
Y, para que aquella mordedura que le roía la mente se calmara de nuevo, se esforzaba por despertar el suplicio atroz de la carne, movía el vientre y las caderas, y, cuando volvía la crisis, al menos ya no pensaba.
Durante quince horas soportó ese martirio, tan rendida por el sufrimiento y la desesperación que quería morirse, que se esforzaba por morir en cada uno de los espasmos que la hacían retorcerse. Pero, tras una convulsión más prolongada y violenta que las demás, le pareció que las entrañas se le salían del cuerpo de repente. Todo terminó; los dolores se calmaron como olas que se van apaciguando; y el alivio que sintió fue tan grande que la propia pena permaneció unos momentos embotada. Le hablaban y contestaba con voz muy cansada, muy baja.
De pronto, el rostro de Andermatt se inclinó sobre el suyo y dijo:
—Vivirá… es casi de nueve meses… Es una niña…
Christiane sólo pudo murmurar:
—¡Ay, Dios mío!
Así que tenía una hija, una hija viva, que crecería… ¡una hija de Paul! Sintió deseos de empezar a gritar de nuevo, de tanto como le hería el corazón esta nueva desventura. ¡Tenía una hija! ¡No la quería!… ¡No la vería!… ¡Jamás la tocaría!
La habían vuelto a acostar, la habían atendido, la habían besado. ¿Quién? Sin duda su padre y su marido. No lo sabía. Pero ¿y él, dónde estaba él? ¿Qué estaba haciendo? ¡Qué dichosa se habría sentido en aquella hora si él la hubiera amado!
El tiempo pasaba, las horas transcurrían sin que distinguiera siquiera el día de la noche, pues sólo sentía la quemazón de este pensamiento: él amaba a otra mujer.
De repente, se dijo: «¿Y si no fuera verdad?… ¿Cómo no me iba a haber enterado yo de esa boda antes que ese médico?».
Luego se le ocurrió que se lo habían ocultado. Paul había tenido buen cuidado de que ella no se enterara.
Miró la habitación para ver quién había en ella. Una mujer desconocida velaba a su lado, una mujer humilde. No se atrevió a hacerle ninguna pregunta. ¿A quién iba a poder preguntarle aquello?
De repente, alguien empujó la puerta. Era su marido que entraba de puntillas. Al ver que tenía los ojos abiertos, se acercó.
—¿Estás mejor?
—Sí, gracias.
—Temíamos por ti desde ayer. ¡Pero ya ha pasado el peligro! Por cierto, que tenemos un problema. He telegrafiado a nuestra amiga la señora Icardon, que iba a venir para el parto, anunciándole el percance y rogándole que venga. Está con su sobrino, que tiene la escarlatina… Pero no puedes seguir sin nadie que se quede contigo, sin una mujer un poco… un poco… como Dios manda… Y se ha ofrecido a atenderte y hacerte compañía todos los días una señora de aquí. He aceptado, la verdad. Se trata de la señora Honorat.
¡Christiane se acordó de pronto de las palabras del doctor Black! La sacudió un sobresalto de temor y gimió:
—¡Ay! ¡No… no… ésa no… ésa no…!
William no comprendió por qué lo decía y añadió:
—Mira, ya sé que es muy vulgar, pero tu hermano la tiene en gran estima; le ha sido muy útil; y además dicen que ha sido comadrona y que el doctor Honorat la conoció atendiendo a una enferma. Si te resulta inaguantable, la despediré al día siguiente. Pero por probar no perdemos nada. Deja que venga una vez o dos.
Ella callaba, pensativa. Una necesidad de enterarse, de enterarse de todo la invadía con tal violencia que la esperanza de sonsacar a aquella mujer, sin intermediarios, de arrancarle una por una las palabras que le romperían el corazón, le infundían ahora deseos de contestar: «Ve… ve a buscarla inmediatamente… inmediatamente… ¡Tráela de una vez!».
Y a aquella ansia irresistible de saberlo todo se sumaba también una necesidad de sufrir más, de revolcarse en su desgracia como se revuelca uno en unas zarzas, una necesidad misteriosa, enfermiza, exaltada de martirio que exigía dolor.
Entonces balbuceó:
—Sí, sí, de acuerdo, que venga la señora Honorat.
Luego, de pronto, notó que no podría esperar más sin estar segura, completamente segura de aquella traición; y le preguntó a William con una voz débil como un soplo:
—¿Es verdad que se casa el señor Brétigny?
Su marido contestó tranquilamente:
—Sí, es verdad. Te lo habríamos anunciado antes, de haber podido hablar contigo.
Ella volvió a preguntar:
—¿Con Charlotte?
—Con Charlotte.
Pero también William tenía una idea fija que no lo abandonaba un instante: su hija, que apenas estaba empezando a vivir y a la que acudía a ver constantemente. Se indignó de que la primera palabra de Christiane no hubiera sido para preguntar por su hija; y, con tono suave, le reprochó:
—Pero bueno, vamos a ver, ¿todavía no has pedido que te traigan a la niña? ¿Sabes que está muy bien?
Ella se estremeció como si le hubieran tocado una herida abierta; pero no tenía más remedio que pasar por todas las estaciones de aquel calvario.
—Tráela —dijo.
Él desapareció a los pies de la cama, detrás de la cortina, y luego volvió con el rostro iluminado de orgullo y felicidad, llevando en las manos, con desmaña, un bulto de ropa blanca.
Lo puso sobre el almohadón bordado, junto a la cabeza de Christiane, a la que ahogaba la emoción, y le dijo:
—¡Toma, mira qué guapa es!
Ella la miró.
Andermatt mantenía separados, con dos dedos, los livianos encajes que velaban una carita colorada, tan pequeña, tan colorada, con los ojos cerrados, y cuya boca se movía.
Y ella pensaba, inclinada sobre ese esbozo de ser: «Es mi hija… la hija de Paul… Esto ha sido lo que me ha hecho sufrir tanto… ¡Esto… esto… esto… es mi hija…!».
La repulsión que sentía por la criatura cuyo nacimiento le había desgarrado con tal ferocidad el corazón y el tierno cuerpo de mujer acababa de esfumarse de pronto; ahora la contemplaba con curiosidad ardiente y dolorosa, con profundo asombro, asombro de animal que ve salir de sí a su primogénito.
Andermatt se esperaba que la acariciara con pasión. Volvió a sorprenderse y escandalizarse, y preguntó:
—¿No le das un beso?
Ella se inclinó muy despacito hacia la minúscula frente colorada; y, a medida que acercaba los labios, sentía que aquella frente tiraba de ellos, los reclamaba. Y, cuando la rozaron, al tocarla, la notó un poco húmeda, un poco caliente, caliente de su propia vida y le pareció que ya no podría apartar los labios de aquella carne infantil, que los iba a dejar allí para siempre.
Algo le rozó la mejilla; era la barba de su marido, que se inclinaba para besarla. Y, tras haberla estrechado largo rato contra sí, con ternura agradecida, quiso él también besar a su hija y, estirando los labios, le dio unos golpecitos muy suaves en la nariz.
Christiane, con el corazón crispado por aquella caricia, miraba junto a sí a su hija y a él… ¡y a él!
No tardó Andermatt en querer devolver a la niña a la cuna.
—No —dijo ella—, déjamela unos minutos más, para sentirla aquí, junto a mi cabeza. No hables, no te muevas, déjanos, espera.
Pasó uno de los brazos sobre el cuerpo envuelto en pañales, puso la frente junto a la carita gesticulante, cerró los ojos, y se quedó quieta, sin pensar en nada.
Pero William, al cabo de unos minutos, le tocó suavemente el hombro:
—¡Vamos, querida mía, sé razonable! ¡Nada de emociones, ya lo sabes, nada de emociones!
Y se llevó a su hija, a la que la madre siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido tras la cortina de la cama.
Luego volvió:
—Entonces quedamos en que mañana por la mañana te mando a la señora Honorat para que te haga compañía.
Ella contestó con voz firme:
—Sí, amigo mío, puedes mandármela… mañana por la mañana. Y se tendió en la cama, cansada, rota, tal vez un poco menos desdichada.
Su padre y su hermano fueron a verla después de cenar y le contaron los chismes del pueblo, la marcha precipitada del profesor Cloche en busca de su hija, y las suposiciones acerca de la duquesa de Ramas, a la que nadie había vuelto a ver, aunque todo el mundo pensaba que se había marchado también en busca de Mazelli. A Gontran le hacían reír aquellas aventuras y sacaba una moraleja chistosa de tales acontecimientos:
—Son increíbles estas ciudades termales. ¡Son los únicos reinos de las hadas que quedan en la tierra! En dos meses ocurren en ellas más cosas que en el resto del universo durante el resto del año. La verdad es que parece que los manantiales no están mineralizados sino embrujados. Y pasa igual en todas partes, en Aix, en Royat, en Vichy, en Luchon, y en los baños de mar también, en Dieppe, en Étretat, en Trouville, en Biarritz, en Cannes, en Niza. En todos estos lugares hay ejemplares de todos los países, de todas las clases sociales, aventureros pasmosos, una mezcolanza de razas y de personas imposible de encontrar en cualquier otro sitio, y ocurren unos lances prodigiosos. Las mujeres gastan ciertas bromas con una facilidad y una prontitud exquisitas. En París, resisten; en las estaciones termales, caen, ¡zas! Los hombres se hacen ricos, como Andermatt, otros se mueren, como Aubry-Pasteur, a otros les pasan cosas peores… y se casan… como yo… y como Paul. ¡Qué cosa más tonta y más graciosa! Sabías lo de la boda de Paul, ¿verdad?
Ella murmuró:
—Sí, me lo ha dicho William hace un rato. Gontran siguió diciendo:
—Hace bien, pero que muy bien. Es una mujer del campo… Bueno, ¿y qué? Vale más que una mujer de malas artes o que una mujer de la vida, sin ir más lejos. Conozco a Paul. Habría acabado por casarse con una suripanta con tal de que se le hubiera resistido seis semanas. Y sólo podía resistírsele una mujer muy atravesada o una muy inocente. Ha dado con la inocente. Mejor para él.
Christiane escuchaba, y cada palabra que le entraba por los oídos le llegaba al corazón y le hacía daño, un daño horrible.
Dijo cerrando los ojos:
—Estoy rendida. Me gustaría descansar un rato.
Le dieron un beso y se fueron.
El pensamiento se le había despertado, tan activo y torturante que no pudo dormir. La idea de que había dejado de amarla, de que no la amaba en absoluto, se le hacía tan intolerable que, si no hubiera sido por la presencia de aquella mujer, de aquella enfermera adormilada en un sillón, se habría levantado, habría abierto la ventana y se habría arrojado a la escalinata. Un fino rayo de luna se colaba por una rendija de las cortinas y formaba en el suelo una mancha pequeña, redonda y clara. La vio y todos los recuerdos la asaltaron a la vez: el lago, el bosque, aquel primer «la amo», apenas oído, tan turbador, y Tournoël, y todas las caricias que habían intercambiado al atardecer, por los caminos sombríos, y la carretera de La Roche-Pradiére. De pronto, vio aquella carretera blanca en una noche estrellada, y a él, a Paul, llevando de la cintura a una mujer y besándole los labios a cada paso. La reconoció. ¡Era Charlotte! La estrechaba contra sí, le sonreía como sabía sonreír él, le susurraba al oído aquellas palabras tan dulces que sabía decir, luego se arrojaba a sus pies y besaba la tierra que lo separaba de ella, ¡igual que había besado la que lo separaba de Christiane! Se le hizo tan duro, tan duro que, dándose la vuelta y ocultando la cara en la almohada, rompió en sollozos. La desesperación le golpeaba el alma de tal forma que casi la hacía gritar.
Cada latido del corazón que le palpitaba en la garganta, que le zumbaba en las sienes, le decía esta palabra: Paul, Paul, Paul, interminablemente repetida. Se tapaba los oídos con las manos para dejar de oírla, metía la cabeza bajo las sábanas; pero entonces aquel nombre le sonaba en el fondo del pecho, con cada uno de los latidos del corazón que no podía aplacar. La enfermera, que se había despertado, le preguntó:
—¿Está peor, señora?
Christiane se volvió, con el rostro lleno de lágrimas, y murmuró:
—No, me había dormido y he tenido un sueño… Me he asustado.
Luego pidió que encendieran dos velas para dejar de ver el rayo de luna.
A eso del amanecer, sin embargo, se adormiló.
Llevaba dormitando unas cuantas horas cuando entró Andermatt, que venía con la señora Honorat. La gruesa señora, que enseguida se mostró muy campechana, se sentó a la cabecera de la parturienta, le tomó las manos, le hizo preguntas como si fuera un médico, y luego, satisfecha de las respuestas, declaró: «Bueno, bueno, todo va bien». Entonces, se quitó el sombrero, los guantes, el chal y, volviéndose hacia la enfermera, le dijo:
—Puede irse, hija. Venga cuando la llamemos.
Christiane, sublevada ya por el asco, le dijo a su marido:
—Déjame un poco a mi hija.
Lo mismo que la víspera, William trajo a la criatura besándola con ternura, y la puso en la almohada. Y, también lo mismo que la víspera, al sentir contra la mejilla, a través de la tela, el calor de aquel cuerpo desconocido, prisionero de los pañales, la invadió de repente una calma bienhechora.
De pronto, la niña se puso a gritar, lloraba con voz aguda y penetrante: «Quiere mamar», dijo Andermatt. Llamó y apareció el ama, una mujerona coloradota, con una boca de ogro llena de dientes grandes y brillantes que casi asustaron a Christiane. Y de la blusa abierta sacó un pesado pecho, blando y cargado de leche, como las ubres que cuelgan del vientre de las vacas. Y, cuando Christiane vio cómo su hija bebía de aquel odre de carne, sintió asco y un asomo de celos y le entraron ganas de cogerla, de recuperarla.
Ahora, la señora Honorat le estaba dando consejos al ama, que se fue llevándose a la niña.
También se fue Andermatt. Ambas mujeres quedaron solas.
Christiane no sabía cómo hablar de lo que le torturaba el alma, la asustaba mostrar excesiva emoción, perder la cabeza, llorar, traicionarse. Pero la señora Honorat se puso hablar por propia iniciativa, sin que le preguntase nada. Cuando hubo contado todos los chismorreos que corrían por el pueblo, habló de la familia Oriol:
—Son buena gente —decía—, muy buena gente. Si hubiera conocido a la madre… ¡Qué mujer tan honrada y tan animosa! Valía por diez, señora. Las niñas han salido a ella, desde luego.
Cuando iba a empezar a hablar de otro tema, Christiane dijo:
—¿Y usted a cuál de las dos prefiere, a Louise o a Charlotte?
—Bueno, yo prefiero a Louise, la de su hermano, es más formal, más modosa. ¡Es una mujer de orden! En cambio, mi marido prefiere a la otra. Los hombres, ya se sabe, tienen sus gustos, distintos de los nuestros.
Se calló. Christiane, cuyo valor iba mermando, balbuceó:
—Mi hermano veía a menudo a su prometida en casa de usted.
—¡Huy! Sí, señora, ya lo creo, todos los días. Todo se coció en mi casa, ¡todo! ¡Yo me hacía cargo y dejaba a los chiquillos que hablaran! Pero lo que de verdad me hizo ilusión fue ver que el señor Paul bebía los vientos por la pequeña.
Entonces Christiane, con voz casi ininteligible, preguntó:
—¿La quiere mucho?
—¿Si la quiere, señora? En los últimos tiempos, estaba que perdía el juicio. Y además, como el italiano, el que le ha robado la hija al doctor Cloche, mariposeaba un poco alrededor de la muchacha, digo yo que por ver, por tantear, ¡creí que iban a batirse en duelo! ¡Ay, si hubiera visto usted qué ojos ponía el señor Paul! ¡Y la miraba como si fuera la Santísima Virgen!… ¡Da gusto ver a alguien tan enamorado!
Entonces Christiane la interrogó sobre todo lo que había pasado en su presencia, sobre lo que habían dicho, lo que habían hecho, los paseos por el valle de Sans-Souci, donde tantas veces le había hablado Paul a ella de su amor. Le hacía preguntas inesperadas que sorprendían a la oronda dama, acerca de cosas que a nadie se le habrían ocurrido, pues no cesaba de comparar, recordaba mil detalles del año anterior, todas las exquisitas galanterías de Paul, sus atenciones, sus ingeniosos inventos para agradarla, todo aquel despliegue de encantadoras deferencias, de tiernas delicadezas que prueban en un hombre el imperioso deseo de seducir; y quería saber si había hecho todo aquello por la otra, si había vuelto a empezar aquel asedio de un alma con igual ardor, con igual ímpetu, con igual pasión irresistible.
Y cada vez que reconocía un hecho sin importancia, un detalle sin importancia, una de esas deliciosas naderías, una de esas turbadoras sorpresas que hacen latir el corazón, y que Paul le prodigaba cuando la amaba, Christiane, tendida en la cama, lanzaba un leve «¡Ah!» de sufrimiento.
Extrañada por aquella curiosa queja, la señora Honorat afirmaba con más bríos:
—Pues sí. Como se lo cuento, exactamente como se lo cuento. Nunca he visto hombre más enamorado que él.
—¿Le decía versos?
—Ya lo creo, señora, y bien bonitos.
Y, cuando ambas callaban, no se oía sino el canto monótono y suave del ama durmiendo a la niña en la habitación contigua.
Unos pasos se acercaban por el pasillo. Eran los señores Mas-Roussel y Latonne, que venían a ver a su enferma. La hallaron agitada, algo peor que la víspera.
Cuando se fueron, Andermatt abrió la puerta y dijo, sin entrar:
—Está aquí el doctor Black, que quiere verte. ¿Puede pasar?
Ella gritó incorporándose en la cama:
—¡No… no… no quiero… no…!
William se acercó estupefacto:
—Pero, oye… habría que… le debemos… deberías…
Tenía los ojos tan dilatados y la boca le temblaba tanto que parecía haberse vuelto loca. Repitió, con voz aguda, tan fuerte que debía de atravesar todas las paredes:
—¡No… no… nunca…! ¡Que no vuelva nunca… oyes… nunca…! Y luego, sin saber ya lo que decía y señalando con el brazo tendido a la señora Honorat, que estaba de pie en medio de la habitación, chilló:
—¡Ni ella tampoco… échala… no quiero verla… échala…!
El entonces se abalanzó hacia su mujer, la tomó en sus brazos, le besó la frente:
—Christiane, pequeña, cálmate… ¿Qué te pasa?… ¡Vamos, cálmate!
Ella ya no podía hablar. Le corrían las lágrimas.
—Que se vayan todos —dijo—, y quédate solo conmigo.
Él corrió, trastornado, hacia la mujer del médico y, empujándola suavemente hacia la puerta, le rogó:
—Déjenos unos instantes, haga el favor. Es la fiebre, la fiebre puerperal. Voy a calmarla. La veré a usted dentro de un rato.
Cuando volvió hacia la cama, Christiane se había vuelto a echar y lloraba de forma incesante, sin sollozos, anonadada. Y, por primera vez en su vida, él también se echó a llorar.
La fiebre puerperal se declaró, efectivamente, durante la noche, y sobrevino el delirio.
Tras unas horas de suma agitación, la parturienta empezó a hablar de pronto.
El marqués y Andermatt, que habían querido quedarse a su lado y estaban jugando a las cartas, contando los puntos en voz baja, creyeron que los llamaba, se levantaron y se acercaron a la cama.
No los vio o no los reconoció. Muy pálida en la blanca almohada, con los rubios cabellos esparcidos por los hombros, miraba con los claros ojos azules el mundo ignoto, misterioso y fantástico en que viven los locos.
Las manos, extendidas sobre las sábanas, se le movían a veces con movimientos rápidos e involuntarios, con estremecimientos y sobresaltos.
Al principio, no parecía hablar con nadie, sino contar algo que estuviera viendo. Y lo que decía no tenía ilación, era incomprensible. Había una roca que le parecía demasiado alta para saltar. Tenía miedo de torcerse un tobillo, y además, no conocía lo suficiente al hombre que le tendía los brazos. Luego habló de perfumes. Parecía querer recordar frases olvidadas: «¿Hay algo más dulce?… Embriaga como el vino… El vino embriaga el pensamiento, pero el aroma embriaga el ensueño… Con el aroma se saborea la esencia misma, la esencia pura de las cosas y del mundo… se saborean las flores… los árboles… la hierba del campo… se ve hasta el alma de las mansiones antiguas adormecida en los viejos muebles, en las viejas alfombras y las viejas cortinas…».
Luego se le contrajo el rostro como si hubiera soportado un prolongado cansancio. Subía lenta y trabajosamente por una cuesta, y le decía a alguien: «¡Ay! ¡Vuelve a llevarme en brazos, te lo ruego, me voy a morir aquí! No puedo dar un paso más. ¡Llévame, como me llevabas por encima de la hoz! ¿Te acuerdas?… ¡Cuánto me querías!».
Luego dio un grito de angustia, una expresión de horror le pasó por los ojos. Veía ante sí un animal muerto y suplicaba que lo quitaran de allí sin hacerle daño.
El marqués le dijo en voz muy baja a su yerno:
—Se está acordando de un burro que nos encontramos volviendo de la Nugére.
Ahora le hablaba al animal muerto, lo consolaba, le contaba que ella también era muy desgraciada, mucho más desgraciada, porque la habían abandonado.
Luego, de repente, se negó a algo que le exigían. Gritaba: «¡Ay, no, eso no! ¡Ay! ¡Eres tú… tú… quien quiere hacerme tirar de ese carro…!».
Entonces empezó a jadear, como si, efectivamente, hubiera ido tirando de un carro. Lloraba, se quejaba, daba gritos, y siguió subiendo la cuesta, durante más de media hora, tirando sin duda, con unos esfuerzos terribles, del carro del burro.
Y alguien la golpeaba cruelmente, pues decía: «¡Ay! ¡Qué daño me haces! Por lo menos, deja de pegarme… andaré… pero deja de pegarme, te lo suplico… ¡Haré lo que quieras, pero deja de pegarme…!».
Luego, poco a poco, se le fue calmando la angustia y se limitó a divagar, más tranquila, hasta que se hizo de día. Entonces se adormiló y acabó por dormirse del todo. Cuando se despertó, a eso de las dos de la tarde, aún estaba ardiendo de fiebre, pero había recuperado la razón.
Hasta el día siguiente, sin embargo, siguió con el pensamiento embotado, algo indeciso, vago. Le costaba encontrar las palabras necesarias y se cansaba mucho buscándolas.
Pero, tras una noche de descanso, volvió a ser dueña de sí por completo.
No obstante, se sentía cambiada, como si aquella crisis le hubiera modificado el alma. Sufría menos y pensaba más. Los terribles acontecimientos, tan recientes, le parecían perdidos en un pasado ya remoto, y los miraba con una claridad de ideas que nunca le había iluminado la mente. Aquella luz que la había invadido de pronto, y que alumbra a algunos seres en ciertas horas de sufrimiento, le mostraba la vida, los hombres, las cosas, la tierra entera con todo lo que en ella existe como si nunca los hubiera visto.
Entonces, más incluso que la noche en que se había sentido tan sola en el mundo en su habitación al regresar del lago de Tazenat, se creyó totalmente abandonada en la vida. Comprendió que todos los hombres caminan, unos junto a otros, cruzando por los acontecimientos sin que jamás haya nada que una a dos seres de verdad. Sintió, debido a la traición de aquél en quien había puesto toda su confianza, que los demás, todos los demás, no volverían a ser ya para ella más que vecinos indiferentes en este viaje corto o largo, triste o alegre, según fueran los días por venir, que no se pueden adivinar. Comprendió que, incluso cuando estaba en brazos de aquel hombre, cuando había creído que se mezclaba con él, que penetraba en él, cuando había creído que sus carnes y sus almas no formaban ya más que una carne y un alma, sólo se había acercado hasta hacer que se tocaran las impenetrables envolturas en que la misteriosa naturaleza ha aislado y encerrado a los humanos. Vio con claridad que nadie ha podido ni podrá jamás romper esa invisible barrera que coloca a los seres, en la vida, tan lejos uno de otro como las estrellas del cielo.
Presintió el esfuerzo impotente, incesante desde los primeros días del mundo, el esfuerzo infatigable de los hombres por desgarrar la cáscara en que forcejea su alma, para siempre prisionera, para siempre solitaria, el esfuerzo de los brazos, de los labios, de los ojos, de las bocas, de la carne trémula y desnuda, el esfuerzo del amor que se agota en besos, el esfuerzo que lo único que consigue es dar la vida a otro ser abandonado.
Entonces, se apoderó de ella un deseo irresistible de volver a ver a su hija. Pidió que se la trajeran y, cuando lo hicieron, rogó que la desnudaran, pues aún no le conocía más que el rostro.
El ama deslió, pues, los pañales y dejó al descubierto un desvalido cuerpo de recién nacido, estremecido por los vagos movimientos que infunde la vida en esos esbozos de seres. Christiane lo tocó con mano tímida, temblorosa, luego quiso besar el vientre, la espalda, las piernas, los pies, y después lo miró, llena de extraños pensamientos.
Dos seres se habían visto, se habían amado con deliciosa exaltación; ¡y de su unión había nacido aquello! Allí estaban él y ella, mezclados hasta que aquella criatura muriera, allí volvían él y ella a vivir juntos, allí había un poco de él y un poco de ella, y algo más, algo desconocido que la haría diferente de ellos. Sería la repetición de ambos, en la forma del cuerpo y en la de la mente, en los rasgos, en los gestos, los ojos, los ademanes, los gustos, las pasiones, hasta en el sonido de la voz y la forma de caminar, y, sin embargo, ¡sería un ser nuevo!
¡Ahora, ellos estaban separados para siempre! Nunca más se confundirían sus miradas en uno de aquellos impulsos de ternura que hacen que la raza humana sea indestructible.
Y, estrechando a la niña contra el pecho, susurró: «¡Adiós, adiós!». Era a él a quien le decía «adiós» al oído de su hija, el adiós valiente y desconsolado de un alma orgullosa, el adiós de una mujer que va a seguir sufriendo mucho tiempo todavía, tal vez para siempre, pero que, al menos, sabrá ocultarles sus lágrimas a todos.
—¡Ajajá! —exclamaba William por la puerta entreabierta—. ¡Te he pillado! ¡Haz el favor de devolverme a mi hija!
Corriendo hacia la cama, cogió a la niña con manos curtidas ya en manejarla y, alzándola por encima de la cabeza, repetía:
—Buenos días, señorita Andermatt… buenos días, señorita Andermatt…
Christiane pensaba: «Así que éste es mi marido». Y lo contemplaba con ojos sorprendidos, como si lo mirara por primera vez. ¡Era el hombre a quien la había unido, a quien la había entregado la ley! ¡El hombre que debía ser, según las ideas humanas, religiosas y sociales, su mitad! ¡Más aún, su dueño, el dueño de sus días y de sus noches, de su corazón y de su cuerpo! Casi le dieron ganas de sonreír, de tan extraño como le pareció en aquel momento, pues entre ella y él jamás existiría ningún vínculo, ninguno de esos vínculos que, desgraciadamente, se rompen tan pronto, pero que parecen eternos, inefablemente dulces y casi divinos.
¡Ni siquiera sentía ningún remordimiento por haberlo engañado, por haberlo traicionado! Se quedó sorprendida al buscar el porqué. ¿Por qué? Sin duda porque eran demasiado diferentes, estaban demasiado lejos uno de otro, pertenecían a razas demasiado distintas. Él no entendía nada de ella; ella no entendía nada de él. Sin embargo, era bueno, atento, amable.
Pero tal vez sólo los seres de la misma talla, de la misma naturaleza, de la misma esencia moral pueden sentirse ligados uno a otro por la sagrada cadena del deber voluntario.
Mientras volvían a vestir a la niña, William se sentó diciendo:
—Oye, querida mía, casi no me atrevo a anunciarte una visita desde que me mandaste a paseo con el doctor Black. Sin embargo, hay alguien a quien me gustaría mucho que recibieras: ¡al doctor Bonnefille!
Entonces, ella se rió por primera vez, con una risa débil, que se le detuvo en los labios sin llegarle al alma. Y preguntó:
—¿El doctor Bonnefille? ¡Qué milagro! ¿Así que os habéis reconciliado?
—Pues sí. Oye: te voy a dar, en el mayor de los secretos, una gran noticia. Acabo de comprar el antiguo balneario. Ahora ya es mío todo el pueblo. ¡Vaya triunfo, eh! El pobre del doctor Bonnefille se ha enterado antes que los demás, por supuesto. Así que ha sido listo; ha venido a diario a interesarse por ti, dejaba su tarjeta con unas palabras atentas. Yo he contestado a sus insinuaciones haciéndole una visita; y ahora estamos en muy buenas relaciones.
—Que venga cuando quiera —dijo Christiane—. Me alegraré de recibirlo.
—Bueno, te lo agradezco. Te lo traeré mañana por la mañana. Ni que decir tiene que Paul me da siempre muchos recuerdos para ti y pregunta mucho por la niña. Está deseando verla.
Pese a sus resoluciones, Christiane sentía una gran tristeza. Sin embargo, pudo decir:
—Dale las gracias de mi parte.
Andermatt siguió diciendo:
—Estaba muy preocupado por saber si te habían comunicado su boda. Le dije que sí, y, entonces, en varias ocasiones, me preguntó qué te parecía.
Ella hizo un enérgico esfuerzo y susurró:
—Dile que la apruebo por completo.
William prosiguió, con cruel tenacidad:
—Tenía también mucho empeño en saber cómo se iba a llamar la niña. Le he dicho que estábamos dudando entre Marguerite y Geneviéve.
—He cambiado de opinión —dijo ella—. Quiero ponerle Arlette.
Antaño, al principio de su embarazo, había tratado con Paul del nombre que debían elegir, según que fuera niño o niña; y para una niña no habían podido decidirse entre Geneviéve y Marguerite. Ahora ya no quería ninguno de esos dos nombres.
William repetía:
—Arlette… Arlette… Es muy bonito… tienes razón. Yo hubiera querido que se llamara Christiane, como tú. ¡Christiane… me encanta!
Ella lanzó un profundo suspiro:
—¡Ay! Lo de llevar el nombre del Crucificado promete demasiados sufrimientos.
Él se ruborizó, pues no había pensado en aquel paralelismo, y, levantándose, dijo:
—Además, Arlette es muy bonito. Hasta luego, querida mía.
Nada más irse Andermatt, Christiane llamó al ama y ordenó que la cuna se colocara, en lo sucesivo, pegada a su cama.
En cuanto arrimaron a la cama grande la liviana cuna en forma de barquilla, que se balanceaba constantemente, con su cortina blanca como una vela en el mástil de cobre retorcido, Christiane alargó la mano hacia la niña dormida, y le dijo muy bajito: «Duerme, niña mía. Nunca encontrarás a nadie que te quiera tanto como yo».
Pasó los días siguientes en un estado de melancolía tranquila, pensando mucho, forjándose un alma resistente, un corazón enérgico para poder reanudar la vida al cabo de unas cuantas semanas. Su principal ocupación consistía ahora en contemplar los ojos de su hija, intentando sorprender en ellos una primera mirada, pero no veía más que dos agujeros de un azul desvaído, invariablemente vueltos hacia la gran claridad de la ventana.
Y experimentaba una profunda tristeza al pensar que aquellos ojos, aún dormidos, contemplarían el mundo, como lo había contemplado ella, a través de la ilusión del sueño interior que hace feliz, confiada y alegre el alma de las jóvenes. Les gustaría cuanto a ella le había gustado, los hermosos días claros, las flores, los bosques, y los seres también, desgraciadamente. ¡Amarían sin duda a un hombre! ¡Amarían a un hombre! Llevarían en sí esa imagen conocida, adorada, la volverían a ver cuando estuviera lejos, se iluminarían al divisarla… Y luego… y luego… ¡aprenderían a llorar! ¡Las lágrimas, las terribles lágrimas correrían por aquella mejillas tan pequeñas! Y el espantoso sufrimiento de los amores traicionados tornaría irreconocibles, extraviados de angustia y desesperación aquellos pobres ojos de color indeciso, que iban ser azules.
Y besaba con pasión a la niña diciéndole:
—¡Quiéreme sólo a mí, hija mía!
Por fin, un día, el profesor Mas-Roussel, que iba a verla todas las mañanas, declaró:
—Puede levantarse un poco dentro de un rato, señora.
Cuando se hubo ido el médico, Andermatt le dijo a su mujer:
—Es una lástima que no estés recuperada del todo, pues hoy tenemos un experimento muy interesante en el balneario. El doctor Latonne ha conseguido un auténtico milagro con el tío Clovis sometiéndolo a su tratamiento de gimnasia automotora. Fíjate, el viejo vagabundo anda ahora casi con normalidad, y además, después de cada sesión, se le notan los progresos.
Ella le preguntó, por complacerlo:
—¿Y vais a hacer una sesión pública?
—Sí y no; hacemos una sesión en presencia de los médicos y de unos cuantos amigos.
—¿A qué hora?
—A las tres.
—¿Va a asistir el señor Brétigny?
—Sí, sí. Me ha prometido que vendría. Estará todo el consejo. Desde el punto de vista médico es muy curioso.
—Bueno —dijo ella—, pues, como precisamente a esa hora estaré levantada, ruégale al señor Brétigny que suba a verme. Me hará compañía mientras vosotros veis el experimento.
—Sí, querida mía.
—¿No se te olvidará?
—No, no, quédate tranquila.
Y se fue en busca de espectadores.
Tras haberlo engañado los Oriol, durante el primer tratamiento del paralítico, él había engañado a su vez a los enfermos, tan fácilmente crédulos cuando de curaciones se trata, y ahora se engañaba a sí mismo con la comedia de aquella cura, y hablaba de ella tan a menudo, con tanto ardor y convicción que le hubiera resultado dificilísimo averiguar si se la creía o no.
A eso de las tres, todas las personas a las que había echado el gancho estaban reunidas a la puerta del balneario, esperando que llegara el tío Clovis. Éste se presentó, apoyado en dos bastones, arrastrando las piernas como siempre y saludando cortésmente a todo el mundo a su paso.
Los dos Oriol lo seguían, junto con las dos jóvenes. Paul y Gontran iban acompañando a sus prometidas.
En la gran sala donde estaban instalados los instrumentos articulados, el doctor Latonne entretenía la espera charlando con Andermatt y con el doctor Honorat.
Cuando vio al tío Clovis, se le pintó una sonrisa en el afeitado rostro. Preguntó:
—¡Bueno! ¿Y cómo estamos hoy?
—¡Vamosh tirando! ¡Vamosh tirando!
Aparecieron Petrus Martel y Saint-Landri. Querían enterarse de lo que iba a pasar. El primero tenía fe, el segundo dudaba. Tras ellos, todos vieron, con estupor, entrar al doctor Bonnefille, que fue a saludar a su rival y le tendió la mano a Andermatt. El doctor Black fue el último en llegar.
—Pues bien, señores y señoritas —dijo el doctor Latonne haciendo una reverencia dirigida a Louise y a Charlotte Oriol—, van a asistir a algo muy curioso. Comprueben primero que antes de la sesión este buen hombre camina un poco, pero muy poco. ¿Puede usted ir sin los bastones, tío Clovis?
—¡No, sheñor, qué va!
—Bueno, vamos a empezar.
Subieron al viejo a un sillón, le sujetaron con unas correas las piernas a los pies móviles del asiento, y luego, cuando el señor inspector ordenó: «¡Vaya despacio!», el robusto y remangado mozo giró la manivela.
Entonces vieron cómo la rodilla derecha del vagabundo se alzaba, se estiraba, se doblaba, se extendía de nuevo; a continuación la rodilla izquierda hizo lo mismo, y el tío Clovis, presa de súbita alegría, se echó a reír repitiendo con la cabeza y la larga barba blanca todos los movimientos que le obligaban a hacer con las piernas.
Los cuatro médicos y Andermatt, inclinados hacia él, lo examinaban con gravedad de augures, mientras que Coloso y el viejo se cruzaban pícaros guiños.
Como habían dejado las puertas abiertas, entraban continuamente bañistas convencidos y ansiosos, y se apretujaban para ver algo. «¡Más deprisa!», ordenó el doctor Latonne. El mozo giró con mayor fuerza la manivela. Las piernas del viejo se pusieron a correr, y él, invadido por una alegría irresistible, como un niño a quien hacen cosquillas, se reía con todas sus fuerzas, moviendo la cabeza como un loco. Y repetía, entre dos ataques de risa: «¡Vaya juerga! ¡Vaya juerga!», expresión que, sin duda, había tomado de boca de algún forastero.
Coloso rompió a reír, a su vez, y dando patadas en el suelo y pegándose palmadas en los muslos, gritaba:
—¡Ay! Rediósh con Clovish… rediósh con Clovish…
—¡Basta! —ordenó el inspector.
Desataron al vagabundo, y los médicos se apartaron para comprobar el resultado.
Todo el mundo vio entonces cómo el tío Clovis se bajaba solo del sillón y echaba a andar. ¡Cierto es que iba a pasitos cortos, muy encorvado y haciendo muecas de cansancio a cada esfuerzo! ¡Pero andaba!
El doctor Bonnefille fue el primero en declarar:
—Es un caso muy notable.
El doctor Black se mostró enseguida tan entusiasta como su colega. El único que no dijo nada fue el doctor Honorat.
Gontran le murmuró al oído a Paul:
—No lo entiendo. Mira qué caras ponen. ¿Se lo creen o hacen que se lo creen?
Pero Andermatt había empezado a hablar. Estaba contando la historia de aquella cura desde el primer día, la recaída y, por fin, la curación, que se anunciaba definitiva y total. Añadió jovialmente:
—Y, si nuestro enfermo se pone un poco peor cada invierno, lo volveremos a curar cada verano.
Luego hizo un pomposo elogio de las aguas de Mont-Oriol, alabó sus propiedades, todas sus propiedades:
—Yo mismo —decía— he tenido ocasión de comprobar su virtud en una persona que me es muy querida. Y el que mi familia no se extinga, se lo deberé a Mont-Oriol.
Pero, de repente, lo asaltó un recuerdo: le había prometido a su mujer que Paul Brétigny iría a verla. Sintió un vivo remordimiento, ya que estaba pendiente de complacerla en todo. Así que miró a su alrededor, vio a Paul y, reuniéndose con él, le dijo:
—Querido amigo, se me ha olvidado por completo decirle que Christiane lo está esperando en este momento.
Brétigny balbuceó:
—¿A mí… en este momento…?
—Sí, se ha levantado hoy y desea verlo antes que a nadie. Así que vaya corriendo, y disculpe el olvido.
Paul se dirigió hacia el hotel, con el corazón palpitándole de emoción.
Por el camino, se encontró al marqués de Ravenel, que le dijo:
—Mi hija se ha levantado ya y está extrañada de no haberlo visto aún.
Se detuvo, no obstante, en los primeros peldaños de la escalera para pensar qué iba a decirle. ¿Cómo lo recibiría? ¿Estaría sola? ¿Qué le iba a contestar si ella le hablaba de su boda?
Desde que sabía que había dado a luz, no podía pensar en ella sin estremecerse de preocupación; y, cada vez que el recuerdo de su primer encuentro le pasaba por la mente, se ruborizaba de pronto, o palidecía de angustia. También pensaba, con honda turbación, en aquella criatura desconocida de la que era padre, y seguía acosándolo el deseo y el miedo de verla. Se sentía hundido en una de esas vilezas morales que mancillan, hasta la muerte, la conciencia de un hombre. Pero temía, ante todo, la mirada de aquella mujer a la que había amado con tanta fuerza y por tan poco tiempo.
¿Tendría para con él reproches, lágrimas o desdén? ¿No sería que quería recibirlo sólo para echarlo?
¿Y qué actitud debía adoptar él? ¿Humilde, desconsolada, suplicante o fría? ¿Le daría explicaciones o escucharía sin contestar? ¿Debía sentarse o quedarse de pie?
¿Y qué haría cuando le enseñaran a la criatura? ¿Qué diría? ¿Qué sentimientos debería mostrar?
Delante de la puerta, volvió a detenerse y, en el momento de tocar el timbre, se dio cuenta de que le temblaba la mano.
Pulsó, sin embargo, el botoncito de marfil y oyó sonar la campanilla eléctrica en el interior de las habitaciones.
Acudió a abrirle una criada que lo hizo pasar. Y, desde la puerta del salón, vio, al fondo de la segunda habitación, a Christiane, que lo estaba mirando recostada en una meridiana.
Aquellas dos habitaciones que tenía que cruzar le parecieron interminables. Sentía que se tambaleaba, temía chocar con los asientos y no se atrevía a mirar por dónde pisaba para no bajar la vista. Ella no hizo un gesto, no dijo una palabra, esperaba a que llegara a su lado. Tenía la mano derecha extendida sobre el vestido y la mano izquierda apoyada en el borde de la cuna envuelta por completo en cortinas.
Cuando estuvo a tres pasos, se paró sin saber qué debía hacer. La doncella había cerrado la puerta tras él. Estaban solos.
Entonces sintió deseos de caer de rodillas y pedir perdón. Pero ella alzó con lentitud la mano posada en el vestido y, tendiéndosela apenas, dijo con voz grave: «Buenas tardes».
No se atrevía a tocarle los dedos que, sin embargo, rozó levemente con los labios, inclinándose. Ella siguió diciendo:
—Siéntese.
Y se sentó en una silla baja, a sus pies.
Tenía la impresión de que debía decir algo, pero no se le ocurría ni una palabra, ni una idea, y ni siquiera se atrevía a mirarla. A pesar de todo, acabó por balbucear:
—A su marido se le había olvidado decirme que me estaba esperando, si no habría venido antes.
Ella contestó:
—¡Qué más da! Puesto que teníamos que volver a vernos… un poco antes… un poco después…
Como no decía nada más, él se apresuró a añadir:
—Espero que ya se encuentre bien.
—Gracias. Todo lo bien que puede estarse después de semejantes congojas.
Estaba muy pálida, más delgada, pero más guapa que antes del parto. Los ojos, sobre todo, le habían adquirido una expresión profunda que nunca les había visto. Parecían más oscuros, de un azul menos claro, menos transparente, más intenso. Tenía las manos tan blancas que parecían manos de muerta.
Ella continuó:
—Son unas horas muy difíciles de pasar. Pero, cuando se ha sufrido así, se siente una fuerte hasta el fin de sus días.
Él murmuró muy emocionado:
—Sí, son unas pruebas terribles.
Ella repitió como un eco:
—Terribles.
Desde hacía unos segundos, se notaban en la cuna unos leves movimientos, esos ruidos imperceptibles del despertar de un niño dormido. Brétigny no le quitaba ojo a esa cuna, presa de un doloroso y creciente malestar, atormentado por el deseo de ver al ser vivo que encerraba.
Entonces se dio cuenta de que las cortinas de la camita estaban cerradas de arriba abajo con unos alfileres de oro que Christiane solía llevar en la blusa. Antaño, él se entretenía a menudo en quitarle, y volverle a prender en los hombros a su amada, aquellos finos alfileres cuya cabeza tenía forma de media luna. Comprendió la intención de Christiane, y se apoderó de él una punzante emoción, que lo crispó ante la barrera de puntos dorados que lo separaba, para siempre, de aquella criatura.
Un leve grito, una débil queja se elevó de la cárcel blanca. Christiane se puso en el acto a mecer la barquilla y, con voz algo brusca, dijo:
—Le pido perdón por dedicarle tan poco tiempo; pero tengo que ocuparme de mi hija.
Él se levantó, besó de nuevo la mano que le tendía y, cuando iba a salir, ella le dijo:
—Le deseo que sea muy feliz.
Antibes, Villa Muterse, 1886