V

Gontran fue un novio perfecto, tan amable como asiduo. Hizo regalos a todo el mundo con la bolsa de Andermatt e iba a cada momento a ver a la joven, bien a su casa, bien a casa de la señora Honorat. Ahora, Paul lo acompañaba casi siempre, para encontrarse con Charlotte, a quien decidía, después de cada visita, no volver a ver.

Ésta se había resignado valientemente al matrimonio de su hermana, y hablaba de él con soltura, sin dar la impresión de que le hubiera quedado ninguna pena en el alma. Sólo el carácter parecía que le había cambiado un poco, más sentado, menos abierto. Brétigny, mientras Gontran pelaba la pava con Louise en un rincón, mantenía conversaciones serias con Charlotte, se dejaba conquistar lentamente, dejaba que le anegara el corazón aquel amor nuevo, como una marea entrante. Lo sabía y lo consentía pensando: «¡Bah! Cuando llegue el momento, me largaré, y se acabó». Cuando se separaba de ella, se iba a ver a Christiane, echada ahora, de la mañana a la noche, en una meridiana. Nada más llegar a la puerta, se sentía nervioso e irritado, armado para todas las pequeñas disputas que hace nacer el cansancio. Cuanto decía, cuanto pensaba ella lo enfadaba de antemano; su cara de sufrimiento, su actitud resignada, sus miradas de reproche y de súplica hacían que le subieran a los labios palabras airadas que reprimía por urbanidad; y conservaba a su lado el constante recuerdo, la imagen de la joven a la que acababa de dejar y que llevaba clavada dentro.

Como Christiane, atormentada por verlo tan poco, lo agobiaba con preguntas acerca de sus actividades de cada día, se inventaba historias que ella escuchaba atentamente, intentando descubrir si no pensaba en alguna otra mujer. La impotencia en que se sentía para retener a aquel hombre, impotencia para traspasarle un poco de ese amor que la torturaba, impotencia física para gustarle aún, para entregarse, para reconquistarlo con caricias puesto que no podía recobrarlo con ternura, la hacía recelar de todo sin saber dónde fijar sus temores.

Tenía el sentimiento vago de que sobre ella se cernía un gran peligro desconocido. Y estaba celosa sin saber de qué, celosa de todo, de las mujeres a las que veía pasar desde la ventana y le parecían encantadoras, sin saber siquiera si Brétigny había hablado con ellas alguna vez.

Le preguntaba:

—¿Se ha fijado en una mujer guapísima, una morena bastante alta que he visto hace un rato y que ha debido de llegar un día de éstos?

Cuando él contestaba: «No, no la conozco.», sospechaba al momento que mentía, se ponía pálida y seguía diciendo:

—Pues es imposible que no la haya visto, me ha parecido muy bonita.

A él le extrañaba su insistencia.

—Le aseguro que no la he visto. Ya trataré de que me la presenten.

Y ella pensaba: «Seguro que es ésa». También estaba convencida, determinados días, de que ocultaba un romance en el pueblo, alguna aventura, de que había hecho venir a una amante, quizá a su actriz. Y le preguntaba a todo el mundo, a su padre, a su hermano y a su marido, por todas las mujeres jóvenes y apetecibles que conocían en Enval.

Si, al menos, hubiera podido andar, investigar por sí misma, seguirlo, se habría tranquilizado un poco, pero la inmovilidad casi absoluta en que tenía que permanecer ahora la hacía padecer un martirio intolerable. Y, cuando le hablaba a Paul, el simple tono de la voz revelaba el dolor que sentía y avivaba en él la impaciencia nerviosa de aquel amor acabado.

No podía ya hablar con ella tranquilamente más que de una cosa, de la próxima boda de Gontran, lo que le permitía pronunciar el nombre de Charlotte y pensar en voz alta en la joven. Y hasta le proporcionaba un placer misterioso, confuso, inexplicable, oír a Christiane articular ese nombre, alabar la gracia y todas las cualidades de aquella niña, sentir lástima de ella, lamentar que su hermano la hubiera sacrificado, y desear que un hombre, un hombre que fuera todo corazón, la comprendiera, la amara y se casara con ella.

Él le decía:

—¡Ay, sí! Lo que ha hecho Gontran ha sido una tontería. Es una criatura de lo más encantador.

Christiane repetía, sin desconfiar:

—De lo más encantador. ¡Es una joya! ¡Es perfecta!

Jamás hubiera pensado que un hombre como Paul pudiera amar a una chiquilla y pudiera casarse un día. Sólo temía a sus amantes.

Y, por uno de esos curiosos fenómenos del corazón, el elogio de Charlotte en boca de Christiane adquiría para él un valor supremo, le estimulaba el amor, le fustigaba el deseo, rodeaba a la joven de un irresistible atractivo.

Ahora bien, cuando, un día, entraba con Gontran en casa de la señora Honorat para verse con las hijas de Oriol, se encontraron con el doctor Mazelli, que se había instalado allí como si estuviera en su casa.

Les tendió las manos a ambos hombres, con su sonrisa italiana que parecía entregar todo el corazón en cada palabra y cada gesto.

A Gontran y a él los unían lazos de una amistad campechana y fútil, basada en afinidades secretas, en similitudes ocultas, en una especie de complicidad de instintos, mucho más que en un afecto sincero y confiado.

El conde preguntó:

—¿Y su guapa rubia del bosque de Sans-Souci? El italiano sonrió:

—¡Bah! Estamos reñidos. Es una mujer de ésas que lo ofrecen todo y no dan nada.

Y todo el mundo se puso a hablar. El apuesto médico hacía todo el gasto con las jóvenes, sobre todo con Charlotte. Ponía de manifiesto, cuando hablaba con las mujeres, una perpetua adoración en la voz, el gesto y la mirada. Toda su persona, de los pies a la cabeza, les decía: «¡La amo!» con una elocuencia en la actitud que las conquistaba infaliblemente.

Tenía disposiciones de actriz, livianas piruetas de bailarina, ágiles movimientos de prestidigitador, toda una ciencia de seducción espontánea y premeditada que utilizaba continuamente.

Paul, al regresar al hotel con Gontran, exclamó en tono malhumorado:

—¿Qué venía a hacer ese charlatán en esa casa?

El conde contestó en voz baja:

—Con esos aventureros nunca se sabe. Se meten en todas partes. Éste debe de estar harto de la vida vagabunda que lleva, de obedecer a los caprichos de su española, para la que es más un lacayo que un médico, y quizá otra cosa también. Anda a la caza y captura. La hija del profesor Cloche era una presa interesante; se le ha escapado, a lo que dice. La segunda hija de Oriol le resultaría igual de valiosa. Prueba, tantea, husmea, sondea. Se convertiría en el copropietario de las aguas, trataría de derrocar a ese imbécil de Latonne, y, de todos modos, aquí se haría, cada verano, con una excelente clientela para el invierno… ¡Ya lo creo! Ése es el plan que tiene, hombre… no cabe la menor duda.

A Paul le estaba naciendo en el corazón una furia sorda, una enemistad celosa.

Una voz gritó: «¡Eh, eh!». Era Mazelli, que los alcanzó.

Brétigny le dijo con agresiva ironía:

—¿Adónde va usted tan deprisa, doctor? Se diría que va detrás de la fortuna.

El italiano sonrió y, sin pararse, pero dando saltitos mientras retrocedía, hundió con airosa mímica ambas manos en sendos bolsillos, los volvió del revés rápidamente y los mostró, vacíos ambos, separándolos con dos dedos por el final de las costuras. Luego dijo: «Todavía no la he alcanzado».

Y girando elegantemente sobre la punta de los pies, se marchó como si tuviera mucha prisa.

Los días siguientes se lo encontraron en varias ocasiones en casa del doctor Honorat, donde prestaba a las tres mujeres mil servicios insignificantes y amables, con la misma habilidad que había utilizado, sin duda, con la duquesa. Sabía hacerlo todo a la perfección, desde decir requiebros hasta preparar macarrones. Era, por lo demás, un excelente cocinero y, protegiéndose de las manchas con un delantal azul de sirvienta, tocado con un gorro de papel, manejaba con donaire las cazuelas, mientras cantaba en italiano canciones napolitanas, sin resultar nunca ridículo, divirtiendo y seduciendo a todo el mundo, hasta a la tonta de la criada, que decía de él: «¡Es un Niño Jesús!».

Pronto se hicieron patentes sus propósitos y a Paul se le disiparon las dudas de que intentaba enamorar a Charlotte.

Parecía que lo iba consiguiendo. Era tan zalamero, tan solícito, tan astuto para gustar, que, al verlo, a la joven se le pintaba en la cara esa satisfacción que proclama la dicha del alma.

Paul, a su vez, sin darse muy bien cuenta de su comportamiento, adoptó la actitud de un enamorado y se erigió en rival. En cuanto veía al doctor junto a Charlotte, llegaba y, de la forma más directa, se esforzaba por ganarse el afecto de la joven. Se mostraba tierno con brusquedad, fraternal, solícito, repitiéndole, con familiar sinceridad, con tono tan franco que apenas se podía ver en él una confesión amorosa: «¡Yo es que la quiero mucho, de verdad!».

Mazelli, sorprendido por aquella inesperada rivalidad, desplegaba todas sus artes y, cuando Brétigny, picado por los celos, esos celos ingenuos que invaden al hombre junto a una mujer, si ésta le gusta, incluso aunque no la ame todavía, cuando Brétigny, presa de su espontánea violencia, se tornaba agresivo y altanero, el otro, más tolerante, dueño siempre de sí mismo, contestaba con agudezas, con ironías, con cumplidos hábiles y burlones.

Fue una lucha cotidiana en que ambos se empecinaron, sin tener quizá ninguno de los dos un plan totalmente decidido. No querían ceder, como dos perros agarrados a la misma presa.

Charlotte había recuperado su buen humor, pero con una malicia más acentuada, con algo inexplicable, menos sincero, en la sonrisa y la mirada. Hubiérase dicho que la deserción de Gontran la había aleccionado, la había preparado para posibles decepciones, la había vuelto más flexible y menos vulnerable. Maniobraba entre sus dos pretendientes con soltura y habilidad, diciéndole a cada uno lo que había que decirle, sin enfrentarlos jamás entre sí, sin dejarle suponer jamás a uno que prefería al otro, burlándose un poco de éste delante de aquél, y de aquél delante de éste, dejándolos siempre en tablas sin parecer siquiera tomarse en serio a ninguno de los dos. Y lo hacía con total sencillez, como colegiala y no como coqueta, con ese aire travieso de las jóvenes, que a veces las hace irresistibles.

Sin embargo, Mazelli pareció sacarle de repente ventaja a Paul. Parecía tener mayor intimidad con ella, como si se hubiera establecido un pacto secreto entre ambos. Cuando le hablaba, jugueteaba con su sombrilla y con un lazo del vestido, cosa que a Paul le parecía una especie de acto de posesión moral que lo exasperaba hasta hacerle sentir deseos de abofetear al italiano.

Pero un día, en casa del tío Oriol, mientras Brétigny conversaba con Louise y Gontran, sin quitarle ojo a Mazelli, que le estaba contando en voz baja a Charlotte cosas que la hacían sonreír, la vio ruborizarse de pronto con tal aire de turbación que no pudo dudar ni por un segundo de que el otro le estuviera hablando de amor. Ella había bajado la mirada y ya no sonreía, pero seguía escuchando; y Paul, sintiendo que estaba a punto de organizar un escándalo, le dijo a Gontran:

—¿Te importaría salir cinco minutos conmigo?

El conde se disculpó con su novia y siguió a su amigo.

En cuanto estuvieron en la calle, Paul exclamó:

—Querido amigo, hay que impedirle a toda costa a ese miserable italiano que seduzca a esa criatura que se halla indefensa ante él.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—Quiero que la adviertas de que es un aventurero.

—Oye, amigo mío, esas cosas no son de mi incumbencia.

—En fin de cuentas, va a ser tu cuñada.

—Sí, pero no tengo ninguna prueba de que Mazelli tenga puesta en ella ninguna mira culpable. Es igual de atento con todas las mujeres, y nunca ha hecho o dicho nada fuera de lugar.

—Bueno, pues, si tú no quieres hacerte cargo de ese cometido, lo haré yo, aunque seguro que me incumbe menos que a ti.

—¿Así que estás enamorado de Charlotte?

—¿Yo?… No, pero estoy viendo claro en el juego de ese pillo.

—Amigo mío, te estás entrometiendo en cosas delicadas… y… a menos que estés enamorado de Charlotte…

—No… no estoy enamorado de ella… pero estoy en contra de los aventureros, y punto…

—¿Puedo saber qué vas a hacer?

—Abofetear a ese bribón.

—Muy bien, es el mejor medio para que ponga los ojos en él. Os batiréis en duelo y, te hiera él a ti o tú a él, se convertirá para ella en un héroe.

—Entonces, ¿qué harías tú?

—¿En tu lugar?

—En mi lugar.

—Hablaría con la chiquilla como un amigo. Tiene mucha confianza en ti. Bien, pues le diría sencillamente, en cuatro palabras, lo que son esos piratas mundanos. Tú sabes explicar esas cosas muy bien. Le echas mucha pasión. Y le haría comprender: primero, por qué se ha ganado la voluntad de la española; segundo, por qué ha intentado tirarle los tejos a la hija del profesor Cloche; tercero, por qué, tras haber fracasado en esa tentativa, se esfuerza, en último término, en conquistar a la señorita Charlotte Oriol.

—¿Y por qué no lo haces tú, que vas a ser su cuñado?

—Porque… porque… por lo que hubo entre nosotros… hombre… No puedo.

—Es verdad. Voy a hablar con ella.

—¿Quieres que te prepare una conversación en privado ahora mismo?

—Pues sí, claro.

—Bueno, vete a dar un paseo de diez minutos. Voy a secuestrar a Louise y a Mazelli, y encontrarás a la otra sola cuando regreses.

Paul Brétigny se alejó por la zona de la hoz de Enval, pensando cómo iba a iniciar aquella espinosa conversación.

Al volver, se encontró efectivamente a Charlotte Oriol sola en el frío salón enjalbegado de la morada paterna; y, sentándose a su lado, le dijo:

—Señorita, he sido yo quien le ha rogado a Gontran que me preparara esta entrevista con usted.

Ella lo miró con sus ojos claros:

—¿Y por qué?

—Desde luego que no ha sido para decirle palabras insulsas al estilo italiano, sino para hablar con usted como un amigo, un amigo muy devoto que le debe un consejo.

—Usted dirá.

Él empezó por dar un rodeo, se apoyó en su propia experiencia y en la inexperiencia de ella para ir sacando a colación muy poquito a poco frases discretas pero claras sobre los intrigantes que buscan fortuna por doquier explotando, con su habilidad profesional, a todos los seres ingenuos y buenos, hombres o mujeres, de cuya bolsa y corazón se aprovechan.

Ella había palidecido un poco y, seria, lo escuchaba muy interesada.

Le preguntó:

—Entiendo y no entiendo. ¿Se refiere a alguien en concreto? ¿A quién?

—Me refiero al doctor Mazelli.

Entonces ella bajó la vista y permaneció unos instantes sin contestar; luego, con voz dubitativa, dijo:

—Es usted tan franco que voy a serlo yo también. ¡Desde… desde la… desde la boda de mi hermana, me he vuelto un poco menos… un poco menos tonta! Sabe, yo ya me maliciaba algo de lo que me está diciendo… y me divertía yo sola viéndolo venir.

Había alzado la cara y, en su sonrisa, en su mirada inteligente, en su naricilla respingona, en el destello húmedo y brillante de los dientes, que le asomaban entre los labios, se le notaba un donaire tan sincero, una malicia tan alegre, una picardía tan encantadora que Brétigny sintió que lo arrastraba hacia ella uno de esos impulsos tumultuosos que lo arrojaban, loco de pasión, a los pies de la amada de turno. Y el corazón le rebosaba de alegría porque Mazelli no era el preferido. ¡Había triunfado él!

Le preguntó:

—Entonces, ¿no lo quiere?

—¿A quién? ¿A Mazelli?

—Sí.

Ella lo miró con unos ojos tan contritos que se sintió trastornado y balbuceó con voz suplicante:

—¿Y… no quiere… a nadie?

Ella contestó con la mirada baja:

—No sé… Quiero a quienes me quieren.

Él le cogió de repente ambas manos y, besándoselas con frenesí, en uno de esos momentos de arrebato en que la cabeza enloquece, en que las palabras que salen de los labios proceden de la carne alterada más que de la mente extraviada, balbuceó:

—¡Yo la quiero, Charlotte, niña mía, yo la quiero!

Ella liberó con rapidez una de las manos y poniéndosela en la boca susurró:

—¡Cállese!… ¡Se lo ruego, cállese!… Me dolería demasiado si fuera otra mentira.

Se había puesto en pie; él se levantó, la tomó en sus brazos y la besó con arrebato.

Un ruido súbito los separó; el tío Oriol acababa de entrar y los miraba pasmado. Luego gritó:

¡Rediósh! ¡Rediósh!… ¡Rediósh!… ¡Qué deshcaro!

Charlotte había salido huyendo; y ambos hombres quedaron a solas.

Paul, tras unos instantes de desconcierto, intentó dar una explicación.

—Por Dios… Señor mío… me he conducido… es cierto… como un…

Pero el viejo no atendía; la ira, una ira furiosa, lo embargaba, e iba avanzando hacia Brétigny, con los puños cerrados, repitiendo:

—¡Rediósh! ¡Qué deshcaro!

Luego, cuando estuvieron cara a cara, lo agarró por las solapas con las dos manos nudosas de campesino. Pero el otro, que era igual de alto y tenía la fuerza superior que proporciona la práctica de los deportes, se liberó de la presa del auvernés de un solo empujón y, pegándolo contra la pared, le dijo:

—Escuche, tío Oriol, no se trata de pelearnos, sino de entendernos. He besado a su hija, es cierto… Le juro que ha sido la primera vez… y le juro también que quiero casarme con ella.

El viejo, cuya fiereza física había remitido al chocar con su adversario, pero cuya cólera no amainaba, seguía mascullando:

—¿Conque esh esho? ¿Viene a robarme a mi hija, viene por mi dinero? ¡Rediósh, qué embustero!

Entonces, todo lo que tenía dentro le salió en forma de un aluvión de palabras desesperadas. No se consolaba de haberle prometido esa dote a la mayor, de que sus viñas fueran a ir a parar a manos de aquellos parishinosh. Ahora se estaba maliciando que Gontran no tenía un céntimo, que todo era una trampa de Andermatt, y, olvidando la inesperada fortuna que le debía al banquero, echaba fuera toda la bilis y todo el rencor secreto que sentía contra aquellos hombres de malos instintos que le impedían dormir en paz.

Hubiérase dicho que Andermatt, su familia y sus amigos venían todas las noches a desvalijarlo, a robarle algo, las tierras, los manantiales, las hijas.

Le soltaba los reproches en la cara a Paul, acusándolo de que él también quería sus bienes, de que era un sinvergüenza y se llevaba a Charlotte para conseguir sus tierras.

El otro no tardó en perder la paciencia y le gritó en las barbas:

—Pero si yo soy más rico que usted, maldita sea. Tengo dinero para dar y tomar…

El viejo se calló, incrédulo pero interesado, y, con voz más tranquila, siguió con sus recriminaciones.

Ahora, Paul contestaba, daba explicaciones; y, al creerse ligado por aquella sorpresa de la que era el único culpable, proponía casarse sin dote.

El tío Oriol movía la cabeza y las orejas, le hacía repetir, no entendía. Para él, Paul era otro pobretón, otro muerto de hambre.

Y, al decirle Brétigny, exasperado, a voces en sus narices:

—Yo tengo más de ciento veinte mil francos de renta, so estúpido. ¿Lo oye?… ¡Tres millones!

El otro preguntó de repente:

¿Eshcribiría esho en un papel?

—¡Sí, claro que lo escribiría!

—¿Y lo firmaría?

—¡Sí, claro que lo firmaría!

—¿En un papel de notario?

—¡Sí, claro que en un papel de notario!

Entonces se levantó, fue a abrir el armario, sacó dos pliegos sellados con el timbre del Estado y, pretendiendo igualar el compromiso que, unos días antes, había exigido de él Andermatt, redactó una extraña promesa de matrimonio en que se hablaba de que el novio garantizaba tres millones, y al pie de la cual tuvo que poner Brétigny su firma.

Cuando Paul salió a la calle, le pareció que el mundo no giraba ya de la misma manera. Se había prometido, pues, sin pretenderlo, sin que ella lo pretendiera, por una de esas casualidades, por una de esas supercherías de los acontecimientos que lo dejan a uno sin salida. Iba murmurando: «¡Qué locura!». Luego pensó: «¡Bueno! Seguro que no habría encontrado a otra mejor en el mundo entero». Y, en el fondo, le alegraba el corazón aquella trampa del destino.